Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


El ahorcamiento de Cultus George (1912)
(“The Hanging of Cultus George”)
Originalmente publicado en la revista Cosmopolitan, v. 52 (enero 1912), 200-210;
Smoke Bellew
(Nueva York: The Century Co., 1912, 386 págs.)



      El camino ascendía empinado entre una capa profunda de nieve en polvo sin marcas de trineos ni pisadas de mocasines. Smoke, Y que iba delante, apisonaba los frágiles cristales con sus gruesas raquetas de nieve cortas. La tarea requería buenos músculos y pulmones y él se entregaba a ella con todas sus fuerzas. Por detrás, sobre la superficie que él iba pisando, se esforzaba en avanzar una hilera de seis perros, cuya respiración se convertía en chorros de vapor que atestiguaban su esfuerzo y lo baja que era la temperatura. Entre el perro rueda y el trineo se afanaba Shorty, repartiendo su peso entre la vara de guiar y la cuerda de arrastre, porque tiraba de él como los perros. Cada media hora Smoke y él cambiaban de lugar, ya que el trabajo de pisar la nieve para abrir camino era incluso más duro que el de guiar el trineo.
       Era un grupo descansado y fuerte que se ocupaba de un trabajo duro con eficacia: abrir una senda en pleno invierno para cruzar una divisoria. En un tramo tan difícil, avanzar quince kilómetros al día les parecía una tirada decente. Se mantenían en buenas condiciones, pero cada noche se metían agotados en las pieles de dormir. Habían transcurrido seis días desde que salieran del animado campamento de Mucluc, en el Yukon. En dos días, con el trineo cargado, recorrieron los ochenta kilómetros de camino pisado que llevaba al cauce alto del arroyo Moose. Luego llegó el momento de pelearse con aquella capa de un metro de nieve virgen que en realidad no era nieve, sino cristales de escarcha, con tan poca cohesión entre sí que cuando les daban una patada salían volando con el tenue siseo de los granos de azúcar. En tres días habían recorrido cincuenta kilómetros del cauce alto del arroyo Minnow y cruzado una serie de divisorias bajas que separan los distintos arroyos que fluyen hacia el sur para desembocar en el río Siwash; ahora se enfrentaban a la gran divisoria, y luego a los Oteros Baldíos, donde el camino los llevaría arroyo Porcupine abajo hasta el curso medio del río Milk. Se rumoreaba que en el curso alto del río Milk había depósitos de cobre. Y esa era su meta, una colina de cobre puro situada a ochocientos metros a la derecha, subiendo por el primer arroyo después de que el río Milk naciera en una profunda garganta para fluir cruzando su fondo, lleno de árboles. La reconocerían en cuanto la vieran. McCarthy el Tuerto la había descrito con todo lujo de detalles. Era imposible no encontrarla… a menos que McCarthy mintiera.
       Smoke iba en cabeza y las píceas, pequeñas y dispersas, eran cada vez más pequeñas y más dispersas cuando se encontró con una, muerta y seca, en medio del camino que ellos seguían. No fue necesario hablar. La mirada que le lanzó a Shorty fue recibida por un estentóreo «¡alto!». Los perros se mantuvieron en sus puestos hasta que vieron a Shorty empezar a desatar las correas del trineo y a Smoke atacar la pícea muerta con un hacha. Entonces los animales se tumbaron en la nieve, protegiendo las almohadillas de las patas y el hocico cubierto de escarcha con el abundante pelaje de la cola.
       Los hombres trabajaron con la rapidez que da la práctica. Enseguida pusieron a derretir los cristales de escarcha en la batea, la cafetera y el cubo. Smoke sacó del trineo una barra de alubias. Ya cocinadas, con una generosa cantidad de daditos de grasa de cerdo y beicon, las habían congelado dándoles esa forma porque resultaba más sencillo transportarlas y prepararlas. Cortó varios pedazos con un hacha, como si fuese leña, y los echó a la sartén para descongelarlos. También puso a descongelar unos panecillos de masa madre que parecían piedras. A los veinte minutos de detenerse, tenían la comida preparada.
       —Habrá unos 40°C bajo cero —murmuró Shorty con la boca llena de alubias—. Oye, espero que no baje más… ni que suba. Esta es la temperatura perfecta para abrir camino.
       Smoke no contestó. También tenía la boca llena de alubias y, mientras movía las mandíbulas, había mirado por casualidad al perro guía, que descansaba a unos tres metros de distancia. Aquel lobo gris, cubierto de escarcha, lo observaba con esa infinita melancolía y añoranza que tan a menudo se insinúa en los ojos de los perros de la Región Septentrional. Smoke lo sabía bien, pero aquel inexplicable milagro siempre le afectaba. Como si buscara liberarse de aquella mirada hipnotizadora, dejó a un lado el plato y la taza, se acercó al trineo y empezó a abrir un saco de pescado desecado.
       —Eh —lo llamó Shorty—, ¿qué haces?
       —Saltarme todas las leyes, costumbres, precedentes y usos del camino —contestó Smoke—. Voy a dar de comer a los perros en la mitad del día, solo por esta vez. Han trabajado duro y aún tienen por delante ese último trecho tan difícil hasta la cima de la divisoria. Además, Bright me ha hablado y, con esos ojos que tiene, me ha dicho cosas imposibles de expresar.
       Shorty soltó una carcajada escéptica.
       —Sí, tú mímalos. En cuanto me despiste, te pondrás a hacerles la manicura. Yo te recomendaría que también les aplicases unas cremitas y masajes eléctricos. Es lo mejor para los perros de trineo. A veces, un baño turco también les sienta de maravilla.
       —Nunca lo he hecho antes —se defendió Smoke—. Y no volveré a hacerlo. Pero hoy sí. Supongo que será una especie de capricho.
       —Pues si es una corazonada, adelante, hazlo. —El tono de Shorty indicó lo rápido que se había apaciguado—. Un hombre siempre ha de hacer caso a sus corazonadas.
       —No es una corazonada, Shorty. Bright ha afectado a mi imaginación de una forma inesperada. Me ha dicho más en un minuto con su mirada de lo que podría leer en los libros durante mil años. Sus ojos contenían los secretos de la vida; se retorcían y serpenteaban en su interior. El problema es que cuando estaba a punto de entenderlos, se me escaparon. No sé más de lo que sabía antes, pero he estado a punto. —Se detuvo y luego añadió—: No puedo explicarlo, pero en los ojos de ese perro estaban las pistas para entender lo que es la vida, la evolución, el polvo estelar, la savia cósmica y el resto… Todo.
       —Lo que, dicho en cristiano, significa que tienes una corazonada —insistió Shorty.
       Smoke terminó de repartir el salmón desecado, uno a cada perro, y negó con la cabeza.
       —Te digo que sí —discutió Shorty—. Smoke, es una corazonada. Va a ocurrir algo antes de que acabe el día. Ya lo verás. Y estará relacionado con esos salmones secos.
       —A ver si me lo demuestras —dijo Smoke.
       —No, yo no. El día se ocupará de demostrártelo. Escucha lo que te digo: tu corazonada me ha provocado a mí otra corazonada. Te apuesto cinco kilos de oro contra tres palillos de dientes a que tengo razón. Cuando tengo una corazonada, no me da miedo seguirla.
       —Tú apuesta los palillos y yo apuesto el oro —respondió Smoke.
       —No, eso sería robo a mano armada. Porque voy a ganar. Yo sé cuando una corazonada es de verdad. Antes de que acabe el día, pasará algo que dará sentido a lo que has hecho con el pescado.
       —Demonios —dijo Smoke, intentando acabar con la discusión.
       —Y será un infierno —respondió Shorty—. Mira, añado tres palillos más contra el mismo oro a que va a ser un verdadero infierno.
       —Hecho —aceptó Smoke.
       —Voy a ganar —se alegró Shorty—. Esos palillos ya son míos.
       Una hora más tarde pasaron la divisoria, descendieron hacia los Oteros Baldíos por un cañón de curvas cerradas y siguieron la empinada ladera que llevaba al arroyo Porcupine. Shorty, en cabeza, se detuvo de repente y Smoke ordenó parar a los perros. Por debajo de ellos, ascendiendo, se divisaba una procesión de seres humanos dispersos a lo largo de casi un kilómetro.
       —Se mueven como si fueran a un entierro —comentó Shorty.
       —No tienen perros —dijo Smoke.
       —No. Hay un par de hombres que tiran de un trineo.
       —¿Has visto cómo se ha caído ese? Algo les ocurre, Shorty, y deben de ser unos doscientos.
       —Mira cómo se tambalean, parecen que van bebidos. Allá se ha caído otro.
       —Es una tribu entera. También hay niños.
       —Smoke, he ganado —proclamó Shorty—. Una corazonada es una corazonada y no puedes negarlo. Ahí viene. ¡Mírala! Se acerca personificada en un montón de cadáveres.
       La masa de indios, al ver a los dos hombres, había lanzado un grito sobrecogedor y acelerado el paso.
       —Están totalmente atontados —comentó Shorty—. Mira cómo se caen a puñados.
       —Y tú mira el rostro del primero —dijo Smoke—. Se mueren de hambre, eso es lo que les pasa. Se han comido los perros.
       —¿Y qué hacemos? ¿Salimos corriendo?
       —¿Dejando el trineo y los perros? —preguntó Smoke en tono de reproche.
       —Pues si no lo hacemos, nos comerán. Tienen hambre de sobra para comernos. Hola, amigos, ¿qué os pasa? No miréis así a ese perro. No vais a meterlo en la cazuela ¿entendido?
       Los primeros indios llegaron y los rodearon, gimiendo y quejándose en una jerga desconocida. A Smoke la imagen le pareció grotesca y espantosa. No había duda de que era hambruna. Sus rostros de mejillas hundidas y piel tirante eran como los de los muertos. No paraban de llegar y de apiñarse alrededor de ellos, hasta que Smoke y Shorty se vieron acorralados por aquel horrible grupo. Rajaron y arrancaron pedazos de sus raídas prendas de cuero y piel, y Smoke comprendió el motivo cuando vio a un niño casi sin vida, que una india llevaba a la espalda, chupar y masticar un trozo de piel mugrienta. Luego vio a otro masticar con ganas una tira de cuero.
       —¡Fuera de aquí! ¡Atrás! —gritó Shorty, recurriendo al inglés tras haber intentado, sin éxito, usar las pocas palabras que conocía de su lengua.
       Hombres, mujeres y niños se tambaleaban sobre sus piernas temblorosas y continuaban acercándose, con la debilidad en sus ojos llenos de locura y hambre canina. Una mujer, sin dejar de gemir, consiguió adelantar a Shorty y cayó con los brazos abiertos sobre el trineo. Un anciano la siguió, jadeando e intentando desatar las correas del trineo con sus manos temblorosas, para llegar a los sacos de comida. Un joven pretendió acercarse con un cuchillo en la mano, pero Smoke lo obligó a retroceder. El grupo entero empezó a empujarlos para pasar y dio comienzo la lucha.
       Al principio, Smoke y Shorty los empujaban e impulsaban hacia atrás para hacerlos retroceder. Luego tuvieron que usar el mango del látigo y los puños para defenderse de aquella multitud loca por la comida, tras la que se oían los llantos y quejas de las mujeres y los niños. Aquí y allá, en una docena de sitios, lograron cortar las correas del trineo. Los hombres se arrastraron boca abajo para intentar llevarse las provisiones, sin importarles la lluvia de patadas y golpes. De ellos tuvieron que ocuparse cuerpo a cuerpo para echarlos de allí. Estaban tan débiles que se caían constantemente al más mínimo empujón. Sin embargo, en ningún momento buscaron herir a los dos hombres que defendían el trineo.
       La debilidad extrema de los indios evitó que Smoke y Shorty se vieran dominados. En cinco minutos, el muro de indios erguidos y dispuestos a luchar se convirtió en varios montones de hombres caídos que gemían y farfullaban sobre la nieve, que lloraban y gimoteaban sin dejar de mirar fijamente la comida que para ellos significaba vida y que les hacía babear. Detrás de ellos seguían oyéndose los llantos y quejas de las mujeres y los niños.
       —¡Silencio! ¡Callaos ya! —gritó Shorty, al tiempo que se metía los dedos en los oídos y jadeaba debido al esfuerzo—. Ah, ya te gustaría, ¿verdad? —gritó mientras se lanzaba hacia delante y de una patada arrancaba el cuchillo de la mano a un hombre que, arrastrándose sobre la nieve, intentaba apuñalar el perro guía en el cuello.
       —Esto es terrible —murmuró Smoke.
       —Estoy acalorado —contestó Shorty, que regresaba de rescatar a Bright—. Estoy sudado. ¿Y ahora, qué vamos a hacer con este grupo ambulante?
       Smoke negó con la cabeza y entonces otro le resolvió el problema. Un indio se adelantó a rastras, con un ojo fijo en Smoke, en lugar de en el trineo, y en él Smoke vio a la cordura luchando por imponerse. Shorty recordaba haberle dado un puñetazo en el otro ojo, que ya estaba hinchado y cerrado. El indio se incorporó sobre un codo y habló.
       —Yo Carluk. Yo buen indio. Yo conocer hombre Boston. Yo mucha hambre. Todos mucha hambre. Todos no conocer hombre Boston. Yo conocer. Yo comer ahora. Todos comer ahora. Nosotros comprar comida. Tener mucho oro. No tener comida. Verano, no salmón río Milk. Invierno, no caribú. No comida. Yo hablar gente. Yo decir mucho hombre Boston venir Yukón. Hombre Boston tener comida. Hombre Boston gustar oro. Nosotros llevar oro, ir Yukón, hombre Boston dar comida. Mucho oro. Yo saber hombre Boston gustar oro.
       Con los dedos atrofiados, intentó manipular el cordón de una faltriquera que había sacado del cinto.
       —Hacer mucho ruido —intervino Shorty—. Decir mujeres y niños que callar.
       Carluk se giró y habló con las mujeres. Otros hombres, al oírlo, alzaron sus voces en tono autoritario y las mujeres se callaron y calmaron a los niños. Carluk dejó de manipular el cordón y levantó los dedos muchas veces.
       Smoke siguió la cuenta y supo que setenta y cinco miembros de la tribu habían muerto de hambre.
       —Yo comprar comida —dijo Carluk, que por fin había abierto la faltriquera y sacado un pedazo grande de un metal pesado. Otros siguieron su ejemplo y por todas partes aparecieron trozos similares. Shorty los miró fijamente.
       —¡Santo cielo! —exclamó—. ¡Cobre! ¡Puro cobre! ¡Y creen que es oro!
       —Ser oro —les aseguró Carluk, muy convencido, porque había entendido la esencia de lo que había dicho Shorty.
       —Y los pobres diablos se lo han jugado todo a esa carta —murmuró Smoke—. Míralo. Ese pedazo pesa casi veinte kilos. Tienen cientos de kilos de cobre y han cargado con él cuando no tenían fuerzas ni para arrastrarse a sí mismos. Escucha, Shorty, tenemos que darles de comer.
       —¡Ja! Parece fácil, pero echa cuentas. Tú y yo tenemos comida para un mes, que son seis comidas por treinta, que dan ciento ochenta raciones. Aquí hay doscientos indios con un hambre canina. ¿Cómo demonios podemos darles aunque solo fuera una ración a cada uno?
       —Está la comida de los perros —respondió Smoke—. Cien kilos de salmón desecado nos darán para mucho. Tenemos que hacerlo. Han puesto su fe en el hombre blanco.
       —Es verdad, no podemos abandonarlos —respondió Shorty—. Y a nosotros nos toca hacer dos cosas muy desagradables. Cada una el doble de desagradable que la otra. Uno de nosotros tiene que volver corriendo a Mucluc para pedir ayuda. El otro tiene que quedarse aquí para organizar el hospital y, muy probablemente, acabar devorado. Que no se te olvide que hemos tardado seis días en llegar aquí y que, aún viajando ligero y con la nieve pisada, solo la vuelta serán tres días, como mínimo.
       Smoke calculó los kilómetros que habían recorrido y los visionó según el tiempo que tardaría en cubrirlos, calculado en relación a su capacidad de esfuerzo.
       —Yo puedo estar allí mañana por la noche —anunció.
       —De acuerdo —aceptó Shorty alegremente—. Yo me quedaré para que me coman.
       —Pero me llevaré un pescado para cada perro —explicó Smoke—. Y una ración para mí.
       —Lo vas a necesitar, si quieres llegar a Mucluc mañana por la noche.
       Smoke, por mediación de Carluk, les explicó el plan.
       —Hacer fuego, grande fuego, muchos fuegos —dijo al final—. Mucho hombre Boston parar Mucluc. Hombre Boston mucho bueno. Hombre Boston mucha comida. Cinco sueños yo volver mucha comida. Este hombre llamar Shorty. Ser buen amigo. El quedar aquí. Él gran jefe, ¿saber?
       Carluk asintió y tradujo.
       —Toda comida quedar aquí. Shorty dar comida. Él jefe, ¿saber?
       Carluk tradujo y los demás asintieron y gritaron para expresar que estaban de acuerdo.
       Smoke permaneció allí y ayudó hasta que todo quedó organizado. Los que estaban en mejores condiciones se arrastraron o tambalearon para recoger leña. Encendieron hogueras grandes y alargadas, como las que hacen los indios, para acomodarlos a todos. Shorty, asistido por una docena de ayudantes y con un garrote a mano para evitar los robos, se dedicó a cocinar. Las mujeres se ocuparon de derretir nieve en todo cuanto utensilio reunieron. Primero les dieron un pequeño pedazo de beicon a cada uno y luego una cucharada de azúcar, para empalagar su hambre canina. Al poco tiempo, en un círculo de hogueras encendidas alrededor de Shorty, hervían varias cacerolas con alubias, mientras él, sin dejar de vigilar por si alguien incumplía la promesa de respetar sus órdenes, freía y repartía en raciones las tortas más finas que nunca había hecho.
       —Yo me ocupo de la cocina —se despidió de Smoke—. Tú vete de viaje. Trota al ir y corre al volver. Tardarás en llegar lo que queda de hoy y mañana, y tres días más en regresar, como poco. Mañana acabarán con lo que queda de la comida de los perros, luego estaremos tres días sin nada. Tienes que volver, Smoke. Tienes que volver.
       Aunque el trineo iba ligero —su única carga eran seis salmones desecados, un kilo de alubias y beicon congelados y una manta para dormir—, Smoke no lograba aumentar la velocidad. En lugar de subirse al trineo y hacer correr a los perros, se vio obligado a caminar junto a la vara. Además, aquel había sido un largo día de duro trabajo y las fuerzas y la agilidad lo habían abandonado, igual que a los animales. El prolongado crepúsculo del ártico empezaba a caer cuando cruzó la divisoria y dejó atrás los Oteros Baldíos.
       Colina abajo aumentó por fin el ritmo y pudo subirse al trineo durante varios intervalos breves. Incluso logró que los animales lo llevaran un tramo largo de diez kilómetros. Llegó la oscuridad, que lo encontró en un arroyo sin nombre, en medio de un ancho valle. Allí el arroyo describía amplias curvas de herradura, siempre en llano y, para ahorrar tiempo, empezó a atajar por el llano, en lugar de seguir el lecho del arroyo. Una oscuridad aún más densa lo encontró de vuelta en el lecho del arroyo, tanteando en busca del camino. Tras una hora de búsqueda infructuosa, con experiencia de sobra como para perderse aún más, encendió una hoguera, dio medio pescado a cada perro y dividió su propia ración en dos. Arropado en la manta, antes de que el sueño lo venciese, había resuelto el problema. El último llano por el que había atajado era el que se encontraba en la bifurcación del arroyo. Se había desviado del camino en algo más de un kilómetro, porque se encontraba sobre el cauce principal, por debajo de donde el camino que Shorty y él habían seguido cruzaba el valle y ascendía por un pequeño afluente hasta la divisoria poco profunda del otro lado.
       Se puso en marcha en cuanto hubo un poco de luz, sin desayunar, y abrió senda en la nieve, cuesta arriba, durante algo más de un kilómetro para llegar al camino. Y sin desayunar, hombre y perros, sin detenerse durante ocho horas, retrocedieron transversalmente y cruzaron los pequeños arroyos y las divisorias bajas antes de descender por el arroyo Minnow. A las cuatro de la tarde, rodeado de oscuridad, salió al camino del arroyo Moose, bien pisado y que permitía correr. Sus ochenta kilómetros eran los últimos del viaje. Hizo un descanso, encendió una hoguera, dio a cada perro su medio salmón y descongeló y se comió su ración de alubias. Luego saltó al trineo, gritó: «¡Adelante!» y los perros arrancaron de inmediato.
       —¡Dadle con fuerza, huskies! —les gritó—. ¡Adelante! ¡Dadle, que vamos en busca de comida! ¡Y no habrá ninguna antes de Mucluc! ¡Corred, lobos! ¡Corred!


       Pasaba un cuarto de hora de la medianoche en el Annie Mine. En la sala principal había bastante gente y el fuego vivo de las estufas, combinado con la falta de ventilación, mantenía la estancia insalubremente caldeada. El ruido de las fichas y el alboroto del juego en la mesa de craps proporcionaban un fondo monótono a la también monótona estridencia de las voces de los hombres que, sentados o de pie, charlaban en grupos, parejas o tríos. Los encargados de las balanzas tenían mucho trabajo porque el polvo de oro era la moneda usada y a ellos les tocaba cobrarlo todo, incluso un whisky de un dólar.
       Las paredes eran de troncos, situados unos encima de otros con corteza y todo, y lo que habían usado para tapar las grietas, claramente visible, era musgo del ártico. Por la puerta abierta que daba al salón de baile llegaban los divertidos compases de un reel de Virginia, tocados por un piano y un violín. Acababan de sortear la lotería china y el jugador afortunado, tras hacer efectivo su premio, se lo estaba bebiendo con media docena de amigos. Las mesas de faro y ruleta estaban llenas y en silencio. Las de póquer con descarte y póquer descubierto, cada una con su grupo de curiosos, también estaban tranquilas. En otra mesa se celebraba una partida seria y concentrada de blackjack. Solo se oía jaleo en la mesa de craps, en el momento en que el hombre que jugaba tiraba los dados con ganas sobre el verde anfiteatro de la mesa, en persecución del esquivo punto que tanto deseaba. Incluso llegó a gritar: «¡Eh, tú, Joe Cotton! ¡Dame un cuatro! ¡Vamos Joe! ¡Pequeño Joe! ¡Hazme feliz, Joe! ¡Joe, Joe, tú puedes!».
       Cultus George, un indio enorme y fornido de Circle City, se apoyaba en la pared de troncos con aire distante y severo. Era un indio civilizado, si es que vivir como un hombre blanco connota civilización, y se sentía terriblemente ofendido, aunque su ofensa venía de antiguo. Durante años había realizado el trabajo de un hombre blanco, junto a otros hombres blancos y a menudo lo había hecho mejor que ellos. Usaba los mismos pantalones, las mismas prendas de lana y camisas gruesas que ellos. Llevaba un reloj tan bueno como el de ellos, el pelo corto con raya al lado y comía lo mismo: beicon, alubias y harina. Sin embargo, se le negaba su mayor placer y recompensa: el whisky. Cultus George sabía ganar dinero. Había delimitado concesiones y comprado y vendido concesiones. Lo habían aceptado como socio y él había aceptado a otros como socios. Ahora trabajaba como guía de perros y porteador, y cobraba sesenta centavos el kilo por recorrer el tramo en invierno desde Sixty Mile a Mucluc, y sesenta y cinco por el beicon, según la costumbre. Su bolsa estaba llena de polvo de oro. Podía pagar muchas bebidas, pero ningún camarero estaba dispuesto a servírselas. El whisky, el mejor, más rápido y más completo placer de la civilización no era para él. Solo lograba un poco utilizando los métodos más caros, furtivos y de cobardes. Esa odiosa diferencia lo molestaba profundamente desde hacía años. Esa noche se sentía especialmente sediento y molesto y odiaba más que nunca a los hombres blancos a los que tan diligentemente había emulado. Los hombres blancos se dignaban a permitir que perdiese su oro en las mesas de juego, pero ni con buenas palabras ni con dinero podía lograr que le sirvieran un whisky. Por lo tanto, estaba muy sobrio, razonaba a la perfección y se sentía lógicamente huraño.
       El reel de Virginia del salón de baile terminó con un desenfreno que no molestó a los tres borrachos del campamento, quienes roncaban bajo el piano. «¡Todas las parejas al bar!», gritó el animador en el momento en que cesó la música. Y las parejas cruzaban la puerta y se adentraban en la sala principal —los hombres con pieles y mocasines y las mujeres con vestidos suaves y vaporosos, medias de seda y zapatos de baile— cuando la doble puerta exterior se abrió de golpe y Smoke Bellew entró tambaleándose de agotamiento.
       Todos lo miraron y se hizo el silencio. Intentó hablar, se quitó las manoplas (que quedaron colgando de los cordones de seguridad) y empezó a arrancarse el hielo que la condensación de su aliento había formado durante ochenta kilómetros de carrera. Se detuvo indeciso y luego se acercó al extremo de la barra, donde apoyó un codo.
       Solo el hombre de la mesa de craps, que no se había girado, continuó echando los dados y gritando: «¡Venga, Joe! ¡Vamos, Joe!». La mirada del encargado de la mesa, centrada en Smoke, llamó la atención del jugador, quien dejó los dados, se dio la vuelta y lo miró.
       —¿Qué pasa, Smoke? —preguntó Matson, el dueño del Annie Mine.
       Realizando un último esfuerzo, Smoke liberó su boca del hielo.
       —Ahí fuera están mis perros, casi muertos de cansancio —dijo con la voz ronca—. Que alguien se ocupe de ellos mientras os cuento lo que pasa.
       Con unas pocas frases breves, describió la situación. El jugador de craps, con el dinero aún sobre la mesa y sin haber logrado la jugada esperada, se había acercado a Smoke y fue el primero en hablar.
       —Tenemos que hacer algo, eso está claro. Pero ¿qué? Tú has tenido tiempo de pensar. ¿Cuál es el plan? Cuéntanoslo.
       —Claro —asintió Smoke—. Esto es lo que he pensado. Tenemos que ponernos en marcha de inmediato con trineos ligeros. Digamos que con cincuenta kilos de comida en cada trineo. El equipo del guía y la comida de los perros sumarán otros veinticinco kilos. Pero así llegarán antes. Digamos que cinco de esos trineos salen enseguida con los mejores perros, los mejores guías y corredores. En la parte blanda del camino, los trineos podrán seguir la senda que abrimos. Tienen que salir ya. Para cuando lleguen por muy pronto que sea, esos indios llevarán tres días sin probar bocado. Luego, en cuanto hayan partido, tendremos que salir con otros trineos cargados al máximo. Calculadlo vosotros mismos. Lo mínimo que necesitan al día esos indios para viajar es un kilo de provisiones. Eso implica doscientos kilos diarios y, como hay ancianos y niños, como poco tardaremos cinco días en traerlos hasta Mucluc. Y ahora, ¿qué pensáis hacer?
       —Organizar una colecta para comprar alimentos —dijo el jugador de craps.
       —Yo me hago cargo de la comida —respondió Smoke, impaciente.
       —No —contestó el otro—. No tienes porque hacerte cargo solo. Esto es cosa de todos. Que alguien traiga un cubo. No tardaremos nada. Ya empiezo yo.
       Sacó un pesado saco de oro del bolsillo, lo desató y vertió en el cubo una buena cantidad de polvo grueso y pepitas de oro. Un hombre que estaba a su lado dejó escapar un juramento y le empujó la mano hacia arriba, elevando la boca del saco e impidiendo que derramara más oro. En el cubo habían caído entre seis y ocho onzas de oro.
       —No acapares —le gritó—. Los demás también tenemos bolsa. Déjanos poner algo.
       —¡Ja! —se rio el jugador de craps—. Ni que fuera una estampida, para que muestres tanto interés.
       Los hombres se apiñaron y se empujaron los unos a los otros en su ansia por contribuir y, cuando se sintieron satisfechos, Smoke levantó el pesado cubo con las dos manos y sonrió.
       —Esto mantendrá alimentada a la tribu entera durante todo el invierno —dijo—. Y ahora, los perros. Cinco traíllas ligeras que sepan correr.
       Se ofrecieron voluntarias doce traíllas y los presentes, en representación de todo el campamento, se pelearon y discutieron, aceptaron y rechazaron.
       —¡Ja! ¡Tus caballos de tiro! —le dijeron a Bill Haskell, el Largo.
       —Tiran muy bien —se enfureció él, herido en su orgullo.
       —Sí que tiran, sí —le aseguraron—. Pero no saben correr. Están acostumbrados a llevar siempre cargas pesadas. Para eso sí que son buenos.
       En cuanto elegían una traílla, su propietario, con media docena de ayudantes, salía a preparar a los perros y a engancharlos.
       Rechazaron una porque acababa de llegar cansada esa misma tarde. Otro dueño ofreció a sus perros, pero dijo que él no podría guiarlos porque tenía un tobillo vendado. Smoke la aceptó para guiarla él, desoyendo a quienes objetaban que estaba agotado.
       Bill Haskell el Largo señaló que, aunque la traílla de Olsen el Gordo era algo fuera de serie, Olsen el Gordo era un verdadero elefante. Los ciento diez kilos de entusiasmo que era Olsen el Gordo se indignaron. A sus ojos asomaron lágrimas de ira y no hubo forma de contener sus arrebatos escandinavos hasta que se le ofreció un lugar en la división de carga pesada, tras lo que el jugador de craps aprovechó la oportunidad de guiar el trineo ligero de Olsen.
       Habían aceptado cinco traíllas, que estaban siendo preparadas y cargadas, pero solo cuatro guías contaban con la aprobación del comité.
       —Ahí está Cultus George —gritó alguien—. Es un corredor estupendo y está descansado.
       Todos miraron al indio, pero su rostro continuo inexpresivo y no dijo nada.
       —Llevarás una traílla —le dijo Smoke.
       El indio tampoco contestó y todos supieron que allí iba a ocurrir algo fuera de lugar. El grupo se movió inquieto y formó un círculo alrededor de Smoke y Cultus George, que se encontraban frente a frente. Smoke se dio cuenta de que, por consentimiento general, se había convertido en el portavoz de todos en relación con lo que estaba ocurriendo y con lo que iba a pasar. Además, estaba enfadado. No comprendía que ningún ser humano testigo del esfuerzo de tantos voluntarios pudiese negarse a ayudar. Lo cierto es que Smoke no supo entender el punto de vista de Cultus George en todo lo que ocurrió después; no se le ocurrió pensar que el indio se negase por otro motivo que no fuese egoísta y mercenario.
       —Por supuesto que llevarás una traílla —insistió Smoke.
       —¿Cuánto? —preguntó Cultus George.
       Un gruñido espontáneo y general rechinó en las gargantas de los hombres y les hizo torcer el morro. Al mismo tiempo, con los puños cerrados y amenazantes, se acercaron más al infractor.
       —Un momento, chicos —intervino Smoke—. Puede que no lo entienda. Dejad que se lo explique. Mira, George, ya ves que nadie va a cobrar. Al contrario, dan su oro para evitar que doscientos indios se mueran de hambre —dijo y se detuvo para dar tiempo al otro a asimilar lo que había dicho.
       —¿Cuánto? —preguntó Cultus George.
       —¡Alto, amigos! Escucha, George. No queremos que cometas un error. Esos seres humanos que se mueren de hambre son de los tuyos. Son de otra tribu, pero son indios. Ya ves lo que hacen los hombres blancos: ponen oro, ofrecen perros y trineos y se pelean por salir al camino. Solo los mejores pueden llevar los primeros trineos. Mira a Olsen el Gordo. Estaba dispuesto a pelearse porque no le permitían ir. Deberías sentirte muy orgulloso porque todos piensen que eres un guía de perros de primera. No es cuestión de cuánto, sino de cuán rápido.
       —¿Cuánto? —repitió Cultus George.
       «¡Matadlo!», «¡Rompedle la cabeza!», «¡Traed plumas y brea!», fueron algunos de los gritos que se oyeron en medio del lío que se armó. El espíritu de filantropía y camaradería se convirtió en salvajismo y brutalidad al instante.
       En el ojo de la tormenta, Cultus George permanecía imperturbable mientras Smoke apartaba a los más fieros y gritaba:
       —¡Alto! ¿Quién organiza esto? —El griterío se apagó—. Traed una soga —añadió con calma.
       Cultus George se encogió de hombros al tiempo que su rostro se tensaba en una sonrisa hosca e incrédula. Conocía a los hombres blancos. Había viajado con ellos y comido su harina, beicon y alubias durante demasiado tiempo como para no conocerlos. Eran una raza que respetaba la ley. De eso no cabía duda. Siempre castigaban a quien infringía la ley. Pero él no lo había hecho. Conocía la ley y no había nada en la ley de los hombres blancos que impidiera cobrar un precio y hacer negocio. Todos ellos cobraban y hacían negocio. Él no hacía más que eso: lo que ellos le habían enseñado. Además, si no era lo bastante bueno como para beber con ellos, tampoco lo era para ser caritativo con ellos ni para acompañarlos en ninguna otra de sus estúpidas distracciones.
       Ni Smoke ni ninguno de los presentes imaginaban lo que había en la cabeza de Cultus George, lo que se ocultaba detrás de su actitud y la suscitaba. Aunque no lo sabían, en la cuestión del entendimiento mutuo estaban tan ofuscados como él. Para ellos, George era una bestia egoísta; para George, ellos eran bestias egoístas.
       Cuando llegó la soga, Bill Haskell el Largo, Olsen el Gordo y el jugador de craps, con dificultad por el enfado y las prisas, hicieron un nudo corredizo alrededor del cuello del indio y pasaron la soga por encina de una viga. Una docena de hombres se ocuparon del otro extremo, preparados para tirar con fuerza.
       Cultus George no mostró resistencia. Sabía lo que era aquello: un farol. A los blancos les gustaba ir de farol. ¿No era el póquer con descarte su juego favorito? ¿No compraban, vendían y hacían toda clase de negocios yendo de farol? Sí, él había visto a los hombres blancos hacer negocios con cara de póquer de ases y en la mano una escalera menor.
       —Esperad —ordenó Smoke—. Atadle las manos. No se le ocurra agarrarse a la cuerda.
       Más farol, decidió Cultus George, y permitió que le atasen las manos a la espalda sin oponerse.
       —Esta es tu última oportunidad, George —dijo Smoke—. ¿Guiarás la traílla?
       —¿Cuánto? —preguntó Cultus George.
       Atónito por ser capaz de hacer semejante cosa y al mismo tiempo enfadado por el colosal egoísmo del indio, Smoke dio la señal. Igualmente atónito se quedó Cultus George al sentir que el nudo se tensaba con un tirón que lo empezaba a levantar del suelo.
       Smoke observaba con ansia. Como no tenía experiencia en ahorcamientos, se consideraba un principiante. El cuerpo luchaba entre convulsiones, las manos intentaban librarse de sus ataduras y la garganta expelía desagradables ruidos que indicaban ahogamiento. De repente, Smoke levantó la mano.
       —¡Aflojad la soga! —ordenó.
       Quejándose por la brevedad del castigo, los hombres que tiraban de la soga bajaron a Cultus George hasta el suelo. Se le salían los ojos de las órbitas y se tambaleaba, balanceándose de un lado a otro y aun intentando quitarse las ataduras de las manos. Smoke adivinó lo que ocurría, introdujo los dedos con fuerza entre la soga y el cuello y destensó el nudo corredizo de un tirón. Con un esfuerzo enorme, Cultus George pudo respirar por fin.
       —¿Guiarás esa traílla? —preguntó Smoke.
       Cultus George no respondió. Estaba demasiado ocupado en respirar.
       —Oh, los blancos somos unos cerdos. —Smoke cubrió el lapso de tiempo, molesto por el papel que se veía obligado a jugar—. Venderíamos nuestras almas a cambio de oro y todo eso, pero de vez en cuando lo olvidamos, nos entregamos y hacemos algo sin pensar ni en las consecuencias ni en lo que implica. Y cuando hacemos eso, Cultus George, es mejor andarse con mucho cuidado. Ahora, lo que queremos saber es: ¿Vas a guiar esa traílla?
       Cultus George debatió consigo mismo. No era un cobarde. Tal vez aquel fuese el límite de su farol y, si cedía ahora, quedaría como un idiota. Mientras George se lo pensaba, Smoke sufría, preocupado por si a aquel aborigen testarudo se le ocurría insistir en que lo colgasen.
       —¿Cuánto? —preguntó Cultus George.
       Smoke empezó a levantar la mano para dar la señal.
       —Iré —dijo Cultus George rápidamente, antes de que la soga se tensase.


       —Y cuando la expedición de rescate fue a buscarme —contó Shorty en el Annie Mine—, ese cascarrabias de Cultus George fue el primero en llegar, tres horas por delante de Smoke, y ya sabemos cómo corre Smoke. De todos modos, fue justo a tiempo, cuando oí a Cultus George gritar a sus perros desde la cima de la divisoria, porque esos condenados indios se habían comido mis mocasines, mis manoplas, las cintas de cuero, la funda del cuchillo… y algunos empezaban a mirarme con hambre porque estoy bien alimentado.
       »¿Smoke? Llegó casi muerto. Anduvo un rato por allí, ayudando a organizar una comida para aquellos doscientos indios hambrientos, y luego se quedó dormido en cuclillas mientras recogía nieve para derretirla. Le preparé mi cama y tuve que meterlo dentro, tan cansado estaba. Claro que gané los palillos de dientes. ¿Acaso no necesitaron de verdad los perros los seis salmones que Smoke les dio al mediodía?


(1912)


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