Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


El capitán de la Susan Drew (1912)
(“The Captain of the Susan Drew”)
Originalmente publicado en The San Francisco Call, The Semi-Monthly Magazine,
1 de diciembre de 1912, págs. 3-4, 9-13;
reimpreso como “The Tar Pot”, en Weekly Tale Teller (Londres),
26 de julio de 1913, págs. 1-13)



I

      Una puesta de sol dorada, azul y rosa palpitaba en el horizonte. El manto de llovizna que caía de unas nubes indefinidas oscurecía la línea oriental que separaba mar y cielo. A medio camino entre los dos, aunque ligeramente más cerca de la lluvia, un arcoíris de colores casi alcanzaba el cenit. Tan elevado era su arco que los extremos parecían curvarse hacia el interior del mar en un vano intento por completar un círculo perfecto. En medio de ese arco triunfal, rumbo al crepúsculo azul que se abría a lo lejos, navegaba un bote sin cubierta.
       En todo el Pacífico no había bote que llevase una carga más extraña. En la tilla de popa, a barlovento, un marino de aspecto noruego, con uniforme de contramaestre, manejaba el timón con una mano mientras con la otra sujetaba la escota de la cebadera. De la pistolera que llevaba a la cintura asomaba la culata de un revólver. Sobre las rodillas descansaba la gorra que se había quitado debido al calor y su cabello, corto y muy rubio, se erizaba por encima de una herida reciente.
       Junto al marino se sentaban dos mujeres. La más próxima a él era holgadamente fuerte y matronil, de ojos grandes y oscuros, redondos, francos, humanos. Se protegía los hombros del sol con un abrigo ligero de hombre. Debido al calor, lo llevaba abierto y sin abotonar, por lo que se apreciaba el escote y los suntuosos tejidos de su vestido de noche. Las joyas destellaban en cuello y cabello, además de en los dedos. A su lado, una joven de veintidós o veintitrés años, también escotada y protegida del sol por un pedazo de hule manchado. Los ojos, además de la nariz, delicada y recta, y la roja silueta e una boca no demasiado apasionada anunciaban su cercano parentesco con la otra mujer. En la tilla opuesta y en el primer asiento transversal holgazaneaban tres hombres vestidos con pantalón negro y chaqueta de esmoquin. Resguardaban las cabezas bajo pequeños cuadrados de hule manchado similares al que cubría los hombros de la joven. Uno de ellos, un chico de dieciocho años, tenía una expresión de ansia desesperada; el segundo, nueve años mayor, hablaba con la hija; el tercero, de mediana edad y relajado, se centraba en la madre.
       A crujía, en el fondo junto al tronco de la orza, se sentaban dos mujeres de ojos oscuros. Tan evidente resultaba su condición de criadas como que sus nacionalidades eran española e italiana. Al otro lado de la orza, con la espalda muy recta y erguida, iba un inconfundible ayuda de cámara inglés, con la mirada siempre fija en el caballero de mediana edad a fin de anticiparse a cualquier deseo u orden. A proa de la orza y a popa de la plancha doble en la que se apoya el palo se agazapaban dos chinos de facciones duras, ambos con heridas en la cabeza, vendadas con toallas ensangrentadas; ambos vestidos con pantalones de peto mugrientos y manchados de aceite y polvo de carbón.
       Si tenemos en cuenta que cientos de agotadoras leguas marinas se interponían entre el bote y la tierra más próxima, se apreciará la inapropiada vestimenta de la mitad de sus ocupantes.
       —Bueno, hermano Willie, ¿qué preferirías hacer en lugar de nadar un rato? —se burló la joven.
       —Fumar un cigarrillo, si Harrison no fuera tan tacaño —respondió el chico con amargura.
       —No me quedan más que cuatro —dijo Harrison. Te has fumado toda la pitillera. Yo solo dos.
       Temple Harrison era un bromista. Le guiñó un ojo a Patty Gifford, sacó una pitillera de plata de su bolsillo trasero y contó los cuatro cigarrillos. Willie Gifford lo observó con un deseo tan vivo que su hermana exclamó:
       —¡Ya basta! Me das escalofríos. Pareces un caníbal.
       —Tú no lo entiendes —contestó su hermano—. No sabes lo que es el tabaco o también parecerías un caníbal. Aunque lo parecerás dentro de unos días —concluyó en tono amenazador—. Me he fijado en que no te importó tomar más agua que el resto cuando Harrison la repartió. No estaba dormido.
       Patty se sonrojó al sentirse culpable.
       —Solo fue un sorbito —confesó.
       Harrison sacó un cigarrillo, se lo pasó a Willie y cerró la pitillera con un golpe seco.
       —¡Chantajista! —susurró.
       Pero Willie Gifford no se enteró. Con dedos temblorosos, ya había encendido una cerilla y disfrutaba de la primera calada. La expresión de su rostro era de éxtasis ausente.
       —Todo saldrá bien —dijo la señora Gifford a Sedley Brown, quien se sentaba frente a ella en la tilla.
       —Sin duda. Después del milagro de anoche, que nos recoja algún barco de paso será una nimiedad —convino él—. Fue un verdadero milagro. No comprendo cómo nuestro grupo permaneció intacto y logró escapar en el mismo bote. De no haber sido por el sobrecargo, Peyton no se habría salvado; tampoco sus doncellas.
       —Ni nosotros, si no fuese por el valiente capitán Ashley —continuó la señora Gifford—. Fue gracias a él y a su segundo.
       —Se comportaron como héroes —elogió Sedley Brown, de corazón—. Aun así, podían salvarse tan pocos que no entiendo…
       —Yo no entiendo por qué no lo entiende, siendo usted y mi madre los mayores accionistas de la naviera —intervino Willie Gifford—. ¿Por qué no iban a realizar un esfuerzo especial? Estaba en sus manos.
       Temple Harrison sonrió para sí. Entre los dos, la señora Gifford y Sedley Brown poseían la mayoría de las acciones de la Asiatic Mail, la próspera naviera de vapores que el anciano Silas Gifford había fundado con el propósito de alimentar sus ferrocarriles con los fletes procedentes de China y Japón. La señora Gifford se había casado con su hijo, Seth, y con las acciones.
       —Willie, estoy segura de no nos han tratado con una deferencia injusta —recriminó la señora Gifford—. Por supuesto que en un naufragio reinan la confusión y el desorden, por lo que es necesario tomar medidas drásticas para contener el pánico. Hemos tenido mucha suerte, nada más.
       —No estaba dormido —contestó Willie—. Y solo puedo decir que está en tus manos lograr que el consejo de administración ascienda al capitán Ashley a capitán al mando de la flota. Eso si no está muerto, lo que me parece más probable.
       —Como decía —dijo la señora Gifford al señor Brown—, lo peor ha pasado ya. No creo que suframos mucho hasta que nos rescaten. El tiempo es delicioso y las noches no son frías. Puedes estar seguro, Willie, de que no nos olvidaremos del capitán Ashley, ni de su segundo ni del sobrecargo ni… —se volvió hacia el contramaestre—: ni Gronwold quedará sin su recompensa.
       —Un penique por tus pensamientos —retó Patty a Harrison varios minutos después.
       Él se sobresaltó y la miró, se libró de su despiste con una carcajada y declinó la oferta. Porque había estado repasando los horrores vividos menos de veinticuatro horas antes. Había ocurrido durante la cena. El estruendo de la colisión se oyó al tiempo que servían el café. Sí, hubo confusión y desorden, si se podía llamar así a la locura de mil almas ante una muerte inminente. Vio de nuevo a los camareros chinos, vestidos de seda, unirse a la multitud agolpada al pie de la escalera, donde se repartían golpes y las mujeres y los niños eran pisoteados. Recordó a su grupo, guiado por el capitán Ashley, abriéndose camino hacia arriba, de cubierta en cubierta, mientras los oficiales blancos, maquinistas y contramaestres se ceñían los revólveres y corrían a ocupar sus puestos. Tampoco olvidaría jamás la erupción, desde las entrañas del gran buque, de los cientos de fogoneros y paleros chinos, ni de los quinientos aterrados pasajeros de tercera clase: chinos, japoneses y coreanos, culis y criaturas terrestres, todos completamente locos y frenéticos, deseosos de vivir.
       No todas las muertes serían por ahogamiento, pensó con tristeza mientras rememoraba los disparos de los revólveres y el nítido rugido de las pistolas automáticas, los golpes sordos de los garrotes y los remos en las cabezas, y los gruñidos de los hombres que caían debido a las silenciosas puñaladas de los cuchillos de monte.
       La señora Gifford podía creer lo que ella quisiera, pero él agradecía de corazón la suerte de pertenecer al único grupo de pasajeros al que habían tratado con deferencia. ¡Deferencia! Aún veía al duque inglés protestando mientras lo arrojaban de forma abrupta desde la cubierta de uno de los botes al centro del enfurecido pasaje de tercera que luchaba por subir las escalas. Y el bote número cuatro, arriado por manos inexpertas, dejando caer sus pasajeros al mar y colgando perpendicularmente de los pescantes. Los marineros blancos que debían ocuparse de botarlo habían sido enrolados por el capitán Ashley. También recordaba al cónsul general americano en Siam —con su mujer, sus hijos y sus niñeras— gritando su importancia oficial a la cara del capitán Ashley, quien lo envió al bote número cuatro, el que luego quedó colgando de un solo extremo.
       Sí, el capitán Ashley sin duda merecía el mando de la Asiatic Mail, si aún vivía. Pero Temple Harrison no creía posible que hubiese sobrevivido. No olvidaba el estruendo de la batalla —anuncio de que habían tomado la cubierta de botes— que se oyó mientras arriaban su bote. De toda la tripulación solo Gronwold iba a bordo, con una herida en la cabeza. Los demás no se deslizaron por las tiras de los pescantes, según lo planeado. Sin duda, habían caído antes de que se produjera la avalancha de asiáticos, al igual que el capitán Ashley, aunque previamente cortó las tiras de los pescantes y les gritó que se alejaran de allí si querían salvar sus vidas.
       ¡Y tanto que se habían alejado de allí! Harrison recordó cómo él mismo había hecho presión con un remo contra el lateral de acero del Mingalia y luego había remado con todas sus fuerzas, acompañado por el ruido de los cuerpos que saltaban y caían al mar a popa. Cuando ya se habían alejado bastante, Gronwold se puso en pie de repente para pelearse con la pesada caña del timón, hasta que Patty lo hizo desistir. Soportando en silencio los golpes que caían sobre sus cabezas y agarrándose con firmeza a la regala, estaban los dos fogoneros chinos que ahora se agazapaban junto al palo. No, Willie Gifford no estaba dormido. Él también había hecho presión con un remo contra el lateral del Mingalia y remado hasta levantar ampollas en sus suaves manos. Pero la señora Gifford tenía razón. Había algunas cosas que sería mejor olvidar.


II

       Al alba el bote se balanceaba en un mar aterciopelado. La calma chicha había dominado una buena parte de la noche. La cebadera había cubierto, democráticamente, a culis, criados y señores. Ahora estaba apartada a un lado y Harrison empezaba a repartir las raciones de agua. Willie, que fumaba otro de los preciados cigarrillos, apartó la vista deliberadamente cuando su hermana recibió un sorbo más que el resto.
       El «¡Santo Cristo!» que soltó Mercedes Martínez, la doncella de Patty, los sobresaltó. Harrison estuvo a punto de derramar el agua que en ese momento entregaba a Sedley grown. Los dos chinos empezaron a parlotear, nerviosos. Peyton giró la cabeza para ver lo que todos vieron enseguida: una goleta grande, con las velas desplegadas, encalmada a media milla náutica de distancia. Los chinos fueron los primeros en sacar los remos. Peyton aguardó a que Sedley Brown se lo ordenase.
       —Rema, Willie, rema. Estamos salvados —exclamó Patty.
       —Pero antes pienso beber mi ración de agua —contestó el joven, imperturbable, al tiempo que se apoderaba del agua y trasegaba taza tras taza.
       Cuando el bote se acercó a la goleta, vieron que varios rostros los observaban desde la barandilla, en el combés del barco. En la toldilla un hombre grande y ancho de hombros fumaba una pipa ennegrecida y los miraba impasible.
       Sedley Brown no conocía la etiqueta propia de un rescate en alta mar, pero le parecía que aquello no encajaba. Resultaba incómodo. Decidió hacer un esfuerzo.
       —Buenos días —dijo amablemente.
       —Buenos días —gruñó el hombretón, con una voz infinitamente áspera que parecía salir de una garganta chamuscada y que provocó que Mercedes y Matilda diesen un respingo y se santiguasen—. ¿Qué hay?
       —La mejor suerte del mundo —contestó con alegría Sedley Brown—. Estamos salvados.
       —¡Vaya, hombre! —fue el sorprendente comentario—. Creí que habían salido a pescar.
       Eso resultó demasiado para Sedley Brown, que se retiró de las negociaciones.
       —Somos los únicos supervivientes del Mingalia, hundido tras una colisión anteanoche —gritó Willie.
       —Supongo que tendré que permitir que suban a bordo —dijo la voz, similar a un molinillo de café—. ¡Harkins! ¡Echeles un cabo!
       —No parece alegrarse de vernos —criticó airada la señora Gifford al tiempo que bajaba a cubierta desde la barandilla.
       —Porque no me alegro, señora, se lo aseguro —contestó el extraño capitán.


III

       La señora Gifford ascendió la escalera desde la bochornosa cabina, buscó en vano una hamaca de cubierta y se dejó caer contra el lateral de la caseta. Sus hermosos ojos negros relampagueaban.
       —Es una atrocidad —se quejó—. No hay quien lo aguante. En una bestia insultante. Cualquier cosa, hasta el bote, es mejor que esa horrible criatura. Y no es porque no sepa más. Lo hace a propósito. Es su forma de mostrarnos que no somos bienvenidos.
       —¿Qué ha hecho ahora? —preguntó Patty Gifford, desde donde se encontraba con Harrison, de pie a la sombra de la mayor.
       No había toldo y la achicharrante cubierta rezumaba brea. Desde abajo llegaban las afables protestas de Sedley Brown y los grititos y avemarías de las doncellas.
       —¿Hecho? —exclamó la señora Gifford—. ¿Qué no ha hecho? Insiste en ponernos al señor Brown y a mí en el mismo camarote. Son cuchitriles espantosos sin ventilación ni aseos.
       Guardó silencio de repente al ver que el capitán Decker ascendía la escalera y se dirigía a su encuentro. Patty se estremeció y se acercó más a Harrison, porque los ojos castaños del capitán echaban chispas.
       —Le pido disculpas, señora —rugió en dirección a la señora Gifford—. ¿Cómo iba a saberlo? Creí que usted y el caballero de abajo estaban casados. Pero no se preocupe. —Sonrió con una bondad forzada—. Puedo casarlos legalmente en cualquier momento, porque hasta ahí llega la autoridad de un capitán en alta mar.
       —Márchese, váyase —gimió la señora Gifford.
       El capitán Decker clavó su espantosa mirada con anhelo en Patty y Harrison.
       —He arrancado muelas —dijo con su voz áspera—, he enterrado cadáveres y una vez amputé la pierna de un hombre. Pero, maldita sea, aún no he logrado casar a una pareja. ¿Qué me dicen ustedes dos?
       Patty y Harrison se apartaron el uno del otro al instante.
       —Eso mejoraría la situación abajo —insistía el capitán cuando Sedley Brown salió a cubierta.
       El capitán se dirigió a él de inmediato:
       —Eh, usted, ¿no quiere casarse? Yo puedo hacerlo.
       Sedley Brown miró de forma involuntaria a la señora Gifford y, atónito, dejó escapar un grito ahogado.
       —No, válgame Dios, no. Por supuesto que no —rehusó apresurado e incómodo.
       La decepción del capitán Decker resultó patente en su voz áspera, como el ruido de un molinillo de café.
       —Está bien, amigo. Es posible que aún no haya visto al cocinero. No diré que es limpio, pero sí que es chino. Dormirá con él —dijo y se volvió hacia Harrison—. Usted aún tiene una oportunidad. Anímese y lo ataré a esa joven para siempre.
       —¿Y si no me animo? —preguntó Harrison.
       —Pues dormirá con…
       En ese momento, el muchacho de cámara, un marinero indio sonriente, con mostacho y turbante, pasó junto a la toldilla hacia popa.
       —Con el muchacho de cámara, que es él —completó la frase el capitán.
       —Pues dormiré con el muchacho de cámara —decidió Harrison.
       —Allá usted. —El capitán Decker se acercó a zancadas hasta la escalera y gritó—: ¿Dónde está el piloto? Dormido, ¿no? Que salga, que quiero verlo. ¡Dese prisa, condenado! ¡Vuele! —Luego se dirigió a los supervivientes del Mingalia—. Así es como vamos a dormir. Abajo hay seis camarotes: dos a estribor, dos a babor y dos bajo la cubierta. Las dos mujeres ocuparán uno de babor. Las dos latinas, el otro de babor. El cocinero y su alteza, el hueco de popa, a babor…
       —No dormiré ahí —anunció Sedley Brown—. Dormiré en el suelo de la cabina.
       —Usted dormirá donde yo le diga —rugió el capitán Decker—. ¿Quién le pidió que subiera a bordo de la Susan Drew? Yo no. Dormirá con el chino o me explicará la razón, como que me llamo Bill Decker. Su criado dormirá en el suelo de la cabina —dijo y pasó a dirigirse a Harrison—. Usted compartirá el hueco de popa a estribor con el muchacho de cámara. ¿Dónde está ese piloto?
       Un individuo imponente ascendió la escalera. Era tan grande como el capitán e igual de fuerte. De piel morena y pómulos salientes, sus rasgos resultaban claramente mongoloides, a pesar de los labios partidos, las orejas laceradas, un ojo morado y la hinchazón de la nariz. Parecía perplejo, atontado y temeroso del capitán.
       —Damas y caballeros, este es el piloto de la Susan Drew. Fue una belleza en su tiempo. Era un gran hombre antes de ponerse a malas conmigo, lo que ocurrió ayer mismo. Mírenlo ahora. Se llama Chato Russ. Les aseguro que ya era chato antes de que yo le aplastase la nariz. Chato, tiene que elegir un compañero de cuarto. ¿Dónde anda ese jovencito?
       El capitán Decker se giró para mirar a Willie Gifford, que paseaba hacia a popa desde el hueco de la toldilla, con un cigarrillo de papel de estraza en la boca.
       —¡Eh, usted!
       Willie se paró en seco.
       —¡Quítese el cigarrillo de la boca cuando yo le hable! —vociferó el capitán.
       Willie dudó, el capitán dio un salto hacia él y la señora Gifford chilló. El chico se dio prisa en sacarse el pitillo de la boca y el capitán Decker se giró hacia la señora Gifford.
       —Señora, ¿hay algún motivo por el que usted y su alteza no deban casarse?
       La señora Gifford no se molestó en contestar.
       —¿Y alguno por el que deban?
       La mujer dedicó una mirada suplicante a Patty, quien se acercó a ella. El capitán volvió a ocuparse de Willie.
       —Muy bien, joven. Hay que aprender a obedecer órdenes. ¿Ve ese hombre apuesto junto a la escalera? Es Chato. Eso es lo que le hago a la gente que no aprecio. Tire el cigarrillo por la borda, eso es, y no vuelva a fumar eso. Si quiere fumar como un hombre, fume en pipa. Usted y Chato dormirán juntos. Chato, le hago responsable del chico. Si gasta alguna broma, zúrrele.
       El capitán Decker recorrió un par de veces el largo de la toldilla a grandes zancadas, estudió la velocidad de las nubes que cruzaban el cielo desde el noroeste, meditó un momento y luego comentó:
       —Hace mucho calor en esta cubierta. Si por casualidad alguien quisiera casarse creo que podría improvisar un toldo.
      


IV

       Estaban todos abajo, celebrando un consejo, preocupados. Había transcurrido una semana, durante la que todos habían sufrido insultos e intimidaciones varias, mientras que Willie había sido azotado dos veces por fumar cigarrillos y luego obligado a fregar la toldilla con piedra arenosa y restregar la pintura. La señora Gifford y Patty estaban sentadas a la mesa de la cabina, con los brazos y hombros cubiertos por unas improvisadas camisas de dril. La Susan Drew se movía con fuerza. Sus finos costados dejaban pasar el borboteo del agua encrespada y, por sus prolongados cabeceos y arremetidas, resultaba evidente que corría empujada por un viento fresco.
       —Va a Hawái —informó Sedley Brown a la señora Gifford—. Se lo he dicho a la cara. Le dije que tenía que ser así, a juzgar por el rumbo que seguía.
       —Y desde Honolulú a San Francisco solo hay seis días de viaje, en uno de nuestros vapores —gritó de alegría Patty.
       —Sin embargo, se niega a llevarnos a tierra —continuó Sedley Brown—. No da explicaciones. Se limita a repetir que, si puede evitarlo, no verá ni un pelo de las islas. No sé qué pasa en este barco. Algo va mal, pero ¿qué es?
       —Con permiso, señor —habló el ayuda de cámara—, yo sé qué es. Se trata de un barco contrabandista.
       —Tonterías, Peyton —intervino enseguida la señora Gifford—. Eso es cosa de su imaginación. La era del contrabando ha terminado ya, excepto por los pasajeros procedentes de Europa que llegan a Nueva York.
       —¿Qué iba a pasar de contrabando? —preguntó Patty.
       —Opio, señorita, si me disculpa —contestó el ayuda de cámara.
       —¡Santo cielo, es verdad! —exclamó Harrison al tiempo que se daba un golpe en la pierna—. La nueva ley arancelaria lleva más de un año en vigor. El opio ha subido mucho. Recuerdo que lo leí hará unos seis meses en la prensa de San Francisco.
       —¿Y qué hacemos, si es contrabandista y no quiere llevarnos a tierra? —preguntó la señora Gifford.
       Todos la miraron sin esperanza. Nadie hizo alguna sugerencia.
       —Está bien —dijo ella con firmeza—, hablaré yo misma con ese animal. Le pagaré para que nos lleve a tierra. Le…
       Un par de pies y piernas apareció en la escalera y por ella descendió el capitán Decker.
       —Escuche, señor —aprovechó el momento Sedley Brown con galantería—. Hemos estado discutiendo la situación…
       —¿Qué situación? —preguntó el capitán.
       —Lo sabemos todo acerca de este barco —dijo la señora Gifford, muy seriamente—. Sabemos que introduce opio de contrabando en Hawái y que por eso se niega a llevarnos a tierra. Pero yo le pagaré para que lo haga. Le daré cinco mil dólares.
       —No lo haría aunque me ofreciera cincuenta mil —fue la áspera respuesta.
       —Le ofrezco cincuenta mil. Le pagaré cincuenta mil dólares si deja a nuestro grupo en cualquier punto de las islas Hawái.
       El capitán Decker le dedicó una mirada penetrante y pareció convencido de que hablaba en serio. Pero el efecto de la oferta fue el contrario al que todos esperaban. A su rostro afeitado, duro y salvaje, asomó un gesto tenaz.
       —No puede pasar por encima de mí con su dinero —se rio—. Bill Decker no es un pobretón. Cincuenta mil dólares no son para mí más que un simple trozo de papel. Sí, la Susan Drew es una goleta de contrabando, pero me da igual quien lo sepa y me ocuparé de que ninguno de ustedes ponga el pie en Hawái para difundir la noticia. ¡Cincuenta mil! Con este viaje, mis socios y yo ganaremos lo suficiente para retirarnos. Abajo llevo cincuenta toneladas de droga. El kilo se paga a treinta dólares. Eche cuentas. ¿Cree que arriesgaría millón y medio por complacerla? Pagaría cincuenta mil dólares por librarme de usted, si hubiese una forma de hacerlo. Pero no la hay. Se lo aseguro, señora, no estoy loco por usted.


V

       Fueron pasando los díaqs. En vano oteaban el horizonte Harrison y Sedley Brown en busca de tierra. Sabían que los elevados picos de las islas Hawái solían avistarse a cien millas náuticas de distancia, pero el capitán Decker cumplió su palabra y no se acercó a ellas más de lo debido. Su punto de encuentro se correspondía con una latitud y longitud acordadas de antemano, en la inmensidad del mar, lejos de las rutas que seguían los vapores. Un día, tras las observaciones de mañana, redujo velas y se puso al pairo. Durante varios días y noches de viento moderado, la Susan Drew se vio arrastrada por la brisa. Pero por la mañana, tras cada observación, el capitán desplegaba velas, recuperaba su posición y volvía a ponerse al pairo.
       —Claro que el viejo zorro es demasiado astuto para arriesgarse a acercarse a tierra —le dijo Harrison a Patty—. Este es su punto de encuentro, donde pasará el opio a otros barcos. Ha hecho una buena travesía y llegado antes de tiempo, nada más.
       El capitán Decker era cada vez más insufrible. Mostraba poca educación y mucha menos cortesía. Dominaba cualquier conversación que él mismo entablase y se entrometía en las charlas que mantenían los demás. Su conducta en la mesa resultaba abominable. Siempre iba manchado de pintura o brea y era incapaz de no lanzarse a tirar de un cabo en cuanto surgía la oportunidad. Era más fuerte que dos de sus marineros juntos y daba gusto verlo balancearse en una driza con una vuelta de pasador y echarse hacia atrás y hacia abajo, hasta que sus anchos hombros casi rozaban la cubierta. Pero el efecto que tal comportamiento tenía en sus manos no era agradable, al menos para quienes se sentaban con él a la mesa. La contemplación de sus manos, desolladas y llenas de cicatrices, nudosas y callosas, cubiertas de una mugre profundamente incrustada en la textura de la piel, resultaba cualquier cosa menos favorable a abrir el apetito. Además, insistía en servir él a los otros, y lo hacía con esas mismas manos que, durante el espectáculo, atraían las miradas de todo el mundo. Uno de sus platos preferidos eran las ciruelas asadas. Cuando atacaba su plato lleno, la conversación se extinguía. Todos los presentes observaban fascinados cómo las ciruelas desaparecían en la boca del capitán. Pero no había ni rastro de los huesos. Hacia el final, se le hinchaban las mejillas y ponía los ojos en blanco. Luego se inclinaba solemnemente sobre el playo vacío y escupía los huesos acumulados en un único y heroico esfuerzo.
       Incomodaba especialmente a la señora Gifford. La miraba durante largos períodos con curiosidad, de manera especulativa. Incluso a veces se interrumpía en medio de una frase para observarla con la boca abierta y ojos desconcertados.
       —No, no es usted mi estilo —comentaba tras emerger de una de esas observaciones prolongadas—. Las morenas robustas nunca me han dicho nada. Además, no sería legal. Un capitán de barco puede casar a todo el mundo menos a él mismo. En ese sentido, es como un cuervo.
       —¿Un cuervo? —preguntó Patty, intentando descaradamente desviar el tema de conversación.
       —¿Un cuervo? Oh, un capellán, un párroco —fue la respuesta—. Cuando un párroco quiere casarse tiene que pedirle a otro párroco que lo case. Lo mismo ocurre con los capitanes de barco. De todos modos, a mí me van las rubias.
       Como su hija y Temple Harrison se entretenían en ayudarse mutuamente a pasar el tiempo, la señora Gifford se vio cada vez más obligada —por la persecución del capitán Decker— a aceptar las atenciones de Sedley Brown.
       —No te preocupes —le dijo a Patty, que le había tomado el pelo—. No tengo la más mínima intención de casarme con Sedley. Se parece demasiado a tu querido padre. No, no, no soy injusta. Tu padre era un encanto, pero demasiado bueno, demasiado afable. Nunca comprendí cómo un hombre tan amable y con tan poco carácter pudo ejercer con éxito el inmenso poder financiero que tenía. Por supuesto, el anciano Silas puso los cimientos y levantó la estructura, pero tu padre hizo realidad muy hábilmente todo lo que Silas había planeado sin tiempo para lograrlo. También hizo mucho más. Lo de Caledonia y North Shore fue idea suya. Y aunque durante muchos años lo llamaron «la locura de Gifford», mira lo que es hoy en día.
       —Pero si yo no le pongo peros a Sedley Brown —se justificó enseguida Patty.
       —Yo sí, como marido —continuó la señora Gifford—. Ya sé lo que diríais todos, que nuestros intereses financieros son muy similares: Asiatic Mail, Carmel Consolidated y todo lo demás. Pero, bueno, jamás podría casarme con él, eso es todo. Es un amigo muy querido y amable. Como tal, lo adoro. Pero como esposo… Patty, hija, si alguna vez vuelvo a casarme, será con un hombre, con un hombre grande y fuerte.
       —Pero padre era grande y fuerte —lo defendió Patty—. Jugó al fútbol en la Universidad. Lo cuenta Sedley Brown y dice que pesaba noventa kilos. Yo casi no me acuerdo de él. Por entonces no tenía más de cuatro o cinco años.
       —Has visto fotografías y retratos de él. ¿No te acuerdas de su ridícula barba? ¡Y en un hombre tan joven! ¿No lo ves, Patty? Esa barba lo explica todo. Ocultaba su rostro a la gente. No era agresivo. No tenía valor para pisotear o dominar las situaciones. Prefería buscar una forma pacífica de solucionar las cosas. Si alguna vez vuelvo a casarme, será con un hombre de verdad, con agallas, capaz de alzar la voz, soltar un juramento de vez en cuando y perder los estribos, y que, si hace el ridículo, lo haga con firmeza. A un hombre así incluso podría perdonarle que bebiera demasiado en alguna ocasión. Tu padre, querida, era demasiado perfecto para una mujer normal y corriente como yo. Pero nada de esto viene al caso. No volveré a casarme. No hay pruebas de que tu padre esté muerto…
       —¿Y la Ley? —interrumpió Patty.
       —Sí, claro, lo han declarado muerto legalmente, por motivos empresariales. Pero yo quiero tener la certeza moral de que es así.
       —Sin embargo, recogieron su sombrero una semana después de su desaparición junto a la costa de Yerba Buena —argumentó Patty—. Yo no tengo, ni nadie, la más mínima duda de que se ahogó en la bahía de San Francisco…
       A través de la claraboya abierta, desde abajo les llegaron los grititos de terror de Mercedes y Matilda, el tono servil de Peyton y los ásperos rugidos de la garganta corroída por el whisky del capitán Decker.
       —Disculpe, señor, pero no lo entiendo —se excusó Peyton.
       —Pues se lo repito —soltó el capitán—. Ahí tiene dos mujeres. Mírelas bien. ¿Cuál prefiere? ¿La española o la italiana?
       Se oyeron más chillidos y avemarías de las doncellas y el ayuda de cámara insistió en su incomprensión.
       —¡Por los tormentos de Tártaro! —maldijo el capitán Decker—. ¿No está claro como el agua? ¿Acaso no es un hombre? ¿Y ellas, mujeres? Pues voy a casarlo con una de ellas.
       —Pero no puede, señor…
       —¿Que no puedo? ¿Es que no sabe cuál es la autoridad de un capitán en alta mar? ¡Puedo hacer cualquier cosa! Puedo colgarlo del palo mayor, puedo pasarlo por la quilla, puedo… y lo haré, si no elige a una de estas dos, ¡y dese prisa!
       —Pero es que no quiero ser bígamo, señor, si permite que se lo diga —se lamentó Peyton—. Tengo esposa, señor, en Inglaterra…
       Sus explicaciones se vieron interrumpidas por el bufido airado del capitán.
       —Yo que creía que en usted había algo turbio. Usted, tan servil y lamebotas… ¡Y resulta que está casado!
       —Disculpe, señor —tartamudeo Peyton—. El señor Brown, mi jefe, sabe que estoy casado. Pregúntele. Sabe que envío dinero a casa con regularidad. Él le dirá que…
       —¡Aaagggg! —La indignación inarticulada del capitán Decker fue como la explosión de un molinillo de café—. ¡Cállese! ¿Por qué hace tanto ruido?
       La señora Gifford y Patty oyeron las zancadas del capitán en la escalera y aguardaron nerviosas a que saliera a cubierta. En lugar de mostrar su enfado, se limitó a contemplar el mar durante un buen rato, tras lo que pronunció un desconsolado: «¡Oh, cielos! ¡Cielos!».


VI

       —Ahora tendría cuarenta y ocho años, si estuviese vivo —decía la señora Gifford a Temple Harrison.
       La mayoría de los supervivientes estaban sentados a sotavento de la toldilla, a la sombra de la mayor, aprovechando la leve brisa.
       —¿Quién? —preguntó el capitán Decker con su acostumbrada mala educación, de pie al sol abrasador, sextante en mano, mientras tomaba observaciones del meridiano.
       —Mi marido —contestó la señora Gifford.
       De inmediato, el capitán se adueñó de la conversación.
       —¿Cuántos años cree que tengo yo?
       Nadie mostró interés, aunque Willie, que restregaba pintura a cuatro patas, dedicó a su perseguidor una mirada de odio.
       —Tengo dieciocho años, señora —continuó el capitán. Se dio un golpe en el pecho para enfatizar sus palabras—. Yo, este hombre que tiene delante, ha vivido dieciocho años, no lo dude.
       —Pues debió de nacer ya adulto —comentó Sedley Brown.
       —Así fue. Nací con barba y bigote. Nunca tuve padre ni madre. Nací adulto en el castillo de proa de un barco.
       —¿Y de dónde sacó su nombre? —preguntó Harrison.
       —De los papeles del barco. Allí estaba escrito, Bill Decker; yo. Lo primero que hice después de nacer…
       —Fue limpiar el castillo de proa con la tripulación —interrumpió Harrison.
       —Al contrario, señor. La tripulación limpió el castillo de proa conmigo. Yo era el más dispuesto a pelear que haya visto en su vida, pero no sabía hacerlo. Me pegaron de uno en uno, de dos en dos y de tres en tres; pero a un buen hombre no hay quien lo venza. No me rendí. A la mínima provocación, yo atacaba. Sí, me machacaban, pero mientras tanto iba aprendiendo los trucos y, antes de que la travesía llegase a su fin, yo era el amo del castillo de proa. Zurré a todos los marineros, a los dos contramaestres y al carpintero. La noche antes de llegar a Liverpool zurré al tercer piloto a proa de la caseta de crujía. Cuando llegamos a tierra y nos pagaron, pillé al segundo en un callejón del barrio portuario. Tuvieron que llevarse lo que quedaba de él al hospital. No volvió a ser el mismo. Es una ruina, señora. No ha vuelto a embarcarse y lo enviaron a la Casa del Marino.
       El capitán Decker detectó el escalofrío de la señora Gifford.
       —¡Y me siento orgulloso de ello, señora! —rugió—. ¡Muy orgulloso!
       —Pero ¿dónde está la broma, capitán Decker? —preguntó Patty.
       —No es una broma. Es la realidad. Abrí por primera vez los ojos a este mundo en el castillo de proa del Ermyntrude hace dieciocho años. Esa es la edad que tengo, dieciocho años. Y he ascendido peleando. Con un año era contramaestre. Antes de cumplir los dos, era tercer oficial. A los tres, segundo, y además muy bueno…
       Se interrumpió de repente. Su ojo de marino, que recorría el horizonte del mar de manera mecánica, había detectado algo.
       —¡Barco a la vista! —gritó—. ¿Dónde está el vigía? Dos grados por la amura de barlovento. Me ocuparé del vigía. ¡Eh, Chato! Llévese los prismáticos a la cruceta y a ver qué le parece.


VII

       Ese mismo día, después de comer, a los supervivientes del Mingalia no se les permitió salir a cubierta. Permanecieron en la cabina durante varias horas bochornosas y muy largas, mientras oían el ruido de las chalupas que abarloaban, voces desconocidas en cubierta y los distintos sonidos propios de desestibar la carga e izarla por la borda. Estaban cambiando el opio de barco. Willie, liberado de restregar la pintura y enviado abajo, informó de que como mínimo había visto cuatro goletas y balandros acercarse a la Susan Drew desde barlovento.
       Esa noche nadie sirvió la cena y los prisioneros pasaron sed y hambre en la estrecha cabina. A las once de la noche completaron el traslado del opio y oyeron al capitán Decker rugir órdenes mientras desplegaba velas. Luego bajó, se sirvió medio vasito de whisky y se lo bebió de un trago.
       —Ya está —dijo—. Pueden salir a cubierta, si quieren. El cocinero está haciendo café y el muchacho de cámara está abriendo latas para servir una cena fría.
       —¿A dónde nos llevará ahora? —preguntó la señora Gifford.
       El capitán Decker repartió una mirada pensativa entre ella y la botella de whisky y luego, en silencio, repitió la dosis anterior. Su voz ya no era como el ruido de un molinillo de café.
       —No lo sé, señora. Vamos rumbo al oeste, cruzando el Pacífico y los dejaré en algún sitio. Son demasiados para que juren guardar el secreto. Tendrán que quedarse conmigo hasta que todo el opio esté distribuido sin problemas. No es que desee su compañía. No, a mí me van las rubias, como ya le he dicho. Pero es una cuestión de negocios. La carga ha de ponerse a salvo. Aunque si fuese usted rubia…
       Dejó de hablar y miró a la señora Gifford durante un buen rato, para fastidio de ella. Parecía en trance, como si estuviese soñando. Una curiosa luz empezó a brillar en sus ojos, mientras a su boca asomó una sonrisa impensablemente elocuente para todos ellos. Aún en trance, alargó su sucia mano y, como en broma, la tocó en el hombro.
       —Ya está —dijo—. Te he pillado. Eres tú.
       Se despertó de inmediato y se apartó de ella.
       —Maldita sea, ¿por qué no será rubia? —Dio un paso hasta una silla, en la que se dejó caer, enterrando el rostro en las manos y gimiendo—: ¡Oh, cielos! ¡Cielos!
       —¡Qué espanto! —exclamó la señora Gifford, indignada.
       —El muy animal está bebido —explicó Temple Harrison a Patty.


VIII

       Durante los días siguientes, mientras la Susan Drew avanzaba empujada por los alisios del nordeste, el comportamiento del capitán Decker no mejoró. Tenía las manos y las uñas sucias de brea y pintura, incrustadas por su empedernida práctica de tirar de cuanta escota y driza hiciera falta. Devoraba las ciruelas según su llamativa costumbre, interrumpía las conversaciones, intimidaba a Chato, azotaba a Willie y bebía sus vasitos de whisky. A cada vaso aumentaba la inmensidad de su ronquera. Continuó observando en trance a la señora Gifford y no disminuyeron sus comentarios de aversión hacia las morenas. A menudo enterraba el rostro en las manos y gemía: «¡Oh, cielos! ¡Cielos!».
       Lo peor era su forma de perseguir a la señora Gifford. Parecía que algo lo atraía hacia ella continuamente y, al mismo tiempo, lo obligaba a retroceder. Patty se mostraba terriblemente intranquila. Temple Harrison la consolaba. Y Sedley Brown empezó a sentir celos. Se encontraban en el paralelo 18 norte y longitud 166 oeste, y el capitán Decker hablaba de llevarlos al sudoeste y dejarlos en algún puesto comercial remoto de Nueva Bretaña o Nueva Irlanda, cuando ocurrió algo extraño e incomprensible que les dio a todos motivos para meditar.
       Fue durante la cena. La conversación había girado en torno al ocultismo y todos expresaron su incredulidad ante fenómenos como la telepatía y la clarividencia.
       —La base del conocimiento es la experiencia —dijo Temple Harrison—. No discuto que exista el subconsciente. Pero nunca se ha demostrado que el subconsciente sepa algo que no sea experiencia, me refiero a algo que no sea la base del conocimiento, que es la experiencia. Por lo tanto, es imposible…
       Guardó silencio porque sus oyentes habían dejado de prestarle atención. El capitán Decker había empezado a comer ciruelas y todos lo observaban con el interés de siempre. Le sirvieron una ración más grande de lo normal, pero vaciaba el plato heroicamente. Sus mejillas se hinchaban cada vez más debido a los huesos acumulados, mientras las mandíbulas masticaban y la cuchara se movía de acá para allá. Además, estaba pensando y se veía que deseaba hablar. Había puesto los ojos en blanco y parecía que sus orejas intentaban moverse, tan fuerte era el deseo. Por fin llegó el momento supremo. Inclinó la cabeza sobre el plato, escupió una cantidad enorme de huesos de ciruela y miró ferozmente a Temple Harrison.
       —Sandeces, eso es lo único que sabe —empezó a decir el capitán—. No sabe nada. Pero yo sí. Sé de lo que hablo. Sé cosas que escapan a mi experiencia. No sé cómo las sé, pero las sé.
       —Un milagro deja de serlo si es de segunda mano —contestó Temple Harrison en tono condescendiente—. Las pesadillas del borracho solo son reales para el borracho. Los demás sabemos que no existen. Pero el sueño es real para quien lo sueña y mientras lo sueña.
       —Sandeces y más sandeces —continuó de malos modos el capitán Decker—. Le aseguro que yo sé cosas reales que no debería saber.
       —Denos un ejemplo, por favor —dijo Sedley Brown.
       —Muy bien. —El capitán miró a la señora Gifford—. Señora, sé cosas sobre usted que no tengo derecho a saber. No sé cómo las sé, pero las sé. ¿Quiere que las cuente?
       La señora Gifford alzó la cabeza con altanería para responder:
       —Estoy segura de que no sabe nada sobre mí que pueda avergonzarme si lo cuenta.
       —Muy bien, señora. —La miró tan fijamente que dio la sensación de que veía a través de ella—. Bajo su omóplato izquierdo, a medio camino entre él y la cadera, tiene un lunar. ¡Ja!
       Fue una exclamación de triunfo, provocada por el grito instantáneo de Patty y por el revelador sonrojo de la señora Gifford.
       —Ese lunar no tiene relación con mi experiencia —continuó diciendo—. Nunca lo he visto, pero sé que está ahí. Ustedes deciden.
       —Sin embargo, la existencia del lunar no está demostrada —comentó Sedley Brown lacónicamente.
       —Señora, ¿tiene usted ese lunar? —preguntó el capitán.
       La señora Gifford se negó a responder.
       —Muy bien. Le diré algo más. Tiene un callo en la zona interna del dedo pequeño del pie izquierdo. En sus brazos no se aprecian marcas de vacunas, me fijé cuando llegó usted a bordo. Sin embargo, está vacunada. Y puedo contarle más cosas. Por ejemplo…
       —¡No, no! ¡No! —exclamó la señora Gifford, con las mejillas rojas de vergüenza.
       Sedley Brown la miró, entre desconfiado y celoso.
       —Parece que sé lo que no sé —presumió el capitán Decker—. Sé cosas que no tienen que ver con mi experiencia. He demostrado lo que digo, ¿no?
       —Pero no tiene derecho… —empezó a decir Patty, indignada y de manera inconexa—. Además, no lo sabe. No puede saberlo.
       —Y en cuanto a usted, jovencita, sé cosas que la harían ruborizarse más que a su madre. Sí, la conozco de arriba abajo. ¿Quiere que les cuente lo de cierta señal que…?
       —¡No! ¡No! ¡No! —rogó Patty.
       —¡Ja! —El capitán Decker se encogió de hombros y paseó la mirada de una mujer mortificada a la otra—. Supongo que seré psicólogo. Sé muchas cosas que no tienen que ver con mi experiencia.
       —¿Por qué no me dice algo relacionado conmigo? —lo retó Temple Harrison, por compasión a Patty y su madre.
       —No sé nada sobre usted —fue la respuesta—. Tal vez no me interesa.
       Más tarde, cuando estaban solos en cubierta, Harrison le dijo a Patty que todo aquello era imposible.
       —Pero mi madre tiene ese lunar —contestó ella.
       —Estoy segura de que existe la telepatía —opinó la señora Gifford—. Sin embargo, qué hombre tan espantoso. No volveré a pensar en nada cuando esté con él. Es capaz de leer mi mente como si fuese un libro abierto.
       —Yo no sé qué creer —dijo Sedley Brown—. Es todo muy extraño, de eso no hay duda, y me gustaría aclararlo.
       Su deseo se iba a ver cumplido muy pronto. Esa tarde, el capitán Decker sorprendió a Willie fumando un cigarrillo en el pañol de velas y lo azotó al instante. Luego lo envió a la arboladura, en una guindola, a fin de alquitranar la jarcia mayor. Para entonces el capitán estaba de un humor de perros. Asustó a las dos doncellas hasta el histerismo, intimidó a Peyton hasta dejarlo en un estado semicomatoso en el que gimoteaba disculpas por existir, maldijo al muchacho de cámara, fue a la cocina y vapuleó al cocinero entre sus ollas y sartenes, para regresar luego a la toldilla y armarla buena con el Chato Russ. El amilanado marino murmuró toda clase de disculpas e intentaba apartarse cada vez que el capitán, en sus paseos a zancadas por la cubierta, como un animal salvaje, pasaba por su lado.
       Los supervivientes del Mingalia se vieron obligados a escuchar sus diatribas. Imposible evitarlo ocultándose abajo, porque la voz del capitán llegaba a todas partes. Además, ya lo habían intentado durante otros arrebatos anteriores y solo habían conseguido enfadar más a Decker. Sedley Brown permaneció en actitud pasivamente protectora junto a la señora Gifford, que ocupaba una silla de cubierta. Patty y Temple Harrison se habían acercado más el uno al otro y se daban la mano. El capitán Decker continuaba vociferando y recorriendo la cubierta de un extremo al otro.
       Fue Harrison quien presenció toda la extensión de lo ocurrido. Por casualidad, miró hacia arriba, donde Willie se balanceaba, enfadado, en la guindola. A Harrison le sorprendió el odio feroz que contraía el rostro de aquel joven afable.
       De la guindola colgaba un bote de brea. Mientras Harrison observaba, Willie se agarró con las piernas a los obenques y, con ambas manos libres, se dispuso a abrir el bote. Con él en la mano, aguardó. El capitán Decker caminaba de un lado a otro bajo él. Harrison vio al joven sostener el bote de brea en equilibrio, calcular las zancadas del capitán y soltarlo.
       Sin darse la vuelta, el bote golpeó al capitán Decker en la cabeza. De inmediato, el hombre se sentó sobre la cubierta. La brea no le cayó encima. El bote lo golpeó tan de lleno que rebotó y se derramó en la madera del suelo. La señora Gifford, imaginando la muerte violenta que amenazaba a su hijo pequeño, chilló y se desmayó. Patty gritó también y Harrison la sujetó por la cintura. Nadie se movió ni habló. Todos miraban al capitán.
       Decker continuaba sentado en cubierta, mirándose las manos como un idiota. A su rostro asomó un gesto de desagrado. No le gustaban sus manos. Intentó librarse de ellas, arrojarlas lejos de él. Como no lo consiguió, volvió a contemplarlas igual que en un sueño. Luego las frotó y sus ojos se llenaron de asombro porque sus sentidos le aseguraban que esas manos eran suyas. Después observó su ropa y todo lo que lo rodeaba, incluidos quienes lo miraban a él.
       —¿Qué hago con el chico, señor? —preguntó el Chato Russ, acercándose solícito.
       El capitán Decker miró a su piloto y se encogió, intentando alejarse de él.
       Quiso hablar, pero parecía incapaz de dominar su voz.
       —¿Qué chico? ¿Qué? —consiguió articular al fin, en un tono ronco y modulado que no se parecía a nada que hubiese salido de su boca hasta el momento. Pensativo, observó al piloto durante un buen rato—. ¿Quién es usted? Por favor, aléjese. ¿Sería tan amable de llamar a la policía? Me ha ocurrido algo malo.
       Desde arriba, paralizado por el miedo, Willie Gifford miraba hacia abajo. El enorme piloto, perplejo, no era capaz de hacer otra cosa que mirar fijamente al capitán, al ritmo del balanceo de la goleta. Todos lo miraban, incluso el timonel, cuyos ojos curiosos contradecían la inexpresividad del rostro.
       —Ha ocurrido algo terrible —insistió el capitán Decker, con voz lastimera y ronca.
       Intentó ponerse de pie y quiso alejarse del piloto, que lo ayudó. Se tambaleó hasta la barandilla, se agarró a los obenques y observó, desconcertado, el oleaje provocado por los alisios.
       En ese momento, la señora Gifford se levanto de su silla, ayudada por el brazo de Sedley Brown, que rodeaba su cintura. El capitán lo miró y se sobresaltó.
       —¡Caramba, Sedley! —exclamó—. Pero si eres tú. ¿Qué ha pasado? Estás muy avejentado. ¿Has estado enfermo? —Entonces miró a la señora Gifford—. ¡Amelia! —gritó. La visión del brazo que rodeaba la cintura de la mujer pareció afectarlo—. Sedley, ¿eres consciente de lo que haces? Es mi esposa. Ten la amabilidad de apartar el brazo. Amelia, yo… me sorprendes.
       Caminó hacia ella, pero la señora Gifford se echó hacia atrás.
       —¡Oh, qué hombre tan espantoso! —sollozó mientras ocultaba el rostro en el hombro de Sedley Brown.
       —¡Amelia! ¿Qué es lo que ocurre? —preguntó el capitán, muy preocupado—. Sedley, por favor, aparta tu brazo de mi mujer. Vas a conseguir que me enfade.
       Patty fue la primera en comprender la situación.
       —¡Padre! —exclamó—. ¡Oh, padre! Todos creíamos que habías muerto.
       —¿Muerto? ¡Tonterías! Pero no la conozco. Déjeme. No soy su padre, jovencita. Me gustaría saber…
       Pero entonces el capitán volvió a fijarse en sus manos e intentó librarse de ellas.
       —Madre, ¿no lo entiendes? —Patty estaba ya al lado de la señora Gifford—. ¡Es padre! Míralo. Háblale.
       La señora Gifford miró a Decker y se estremeció. El capitán se pasaba las yemas de los dedos por el rostro.
       —Seth, ¿eres tú? —murmuró casi sin voz.
       —¡Vaya tontería! —contestó el capitán—. Pues claro que soy yo. Pero mi rostro, mi barba… ¿Qué ha pasado? Ya no tengo barba… Amelia, dime, ¿quién es esta joven? Sedley, por tercera vez te pido que retires el brazo.
       —¡Seth! Dios mío, es Seth. —Sedley Brown se adelantó para estrecharle la mano y luego se acercó, tambaleante, a la pared de la cabina, contra la que se apoyó.
       —Pero ¿por qué estamos navegando? —se quejó el señor Gifford. Miró a su alrededor y se fijó en el Chato Russ—. Si es usted el capitán, señor, será mejor que haga virar el barco de inmediato y regrese a San Francisco. Ah, ya sé. Empiezo a recordar. ¡Qué escándalo! La policía tiene que investigarlo sin falta. Anoche me atacaron. Me golpearon varias veces en la cabeza. Es un milagro que no me rompieran el cráneo. —Se tocó la cabeza con cuidado hasta que encontró la contusión provocada por el bote de brea—. Aquí está. Muy inflamada. Fue anoche, a las once y media…
       —Escucha —rogó Patty—. Eso no ocurrió anoche. Fue hace dieciocho años, y yo soy tu pequeña Patty. ¿Te acuerdas de ella? He crecido, claro. Madre, ¿por qué no lo besas? Padre. Bésala.
       La señora Gifford se estremeció. Seth Gifford no aprovechó la invitación de su hija, pero de nuevo intentó librarse de esas manos que no reconocía como propias.
       —Yo… necesito darme un baño —murmuró. Luego se tambaleó hasta la entrada a la cabina y se sentó—. ¡Oh, cielos! ¡Cielos! —gimió y rompió a llorar.


IX

       —La verdad es que es el mismo Seth de siempre, no ha cambiado nada en todos estos años —anunció la señora Gifford.
       Acababa de salir a cubierta para disfrutar del fresco de la mañana con los demás.
       —Pero me hace sentir tan mayor —continuó—. Él ha permanecido inmutable. Es dieciocho años más joven.
       —Me siento como si hubiese presenciado un asesinato —dijo Temple Harrison.
       —No veo por qué —objetó Patty.
       —Yo sí. ¿Qué ha sido del capitán Bill Decker? Está muerto, ¿no?
       Patty negó con la cabeza.
       —No hay cadáver —dijo—. El capitán Bill Decker se ha limitado a regresar al silencio que mi padre ocupó durante dieciocho años.
       —Y yo espero, lo espero fervientemente, que el capitán Bill Decker se quede allí para siempre —contribuyó Sedley Brown.
       —Es muy raro —dijo Patty.
       —Un milagro —añadió la señora Gifford.
       —Sí, y lo hice yo, con mi bote de brea —dijo Willie, mientras fumaba un cigarrillo, con el mayor de los descaros, a barlovento de su madre.
       Todos se volvieron para observar al milagro, que permanecía en pie junto a la jarcia de sotavento, mirando al mar e intentando, inconscientemente, lanzar por la borda sus manos manchadas.




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