Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


Fin de la historia (1911)
(“The End of the Story”)
Originalmente publicado en la revista Woman’s World (Chicago),
v. 27 (noviembre 1911), págs. 8-9, 29-32;
The Turtles of Tasman
(Nueva York: The Macmillan Company, 1916, 268 págs.)



I

      La mesa era de tablas de pícea cortadas a mano y los hombres que jugaban al whist tenían dificultades para realizar sus artimañas sobre la superficie irregular. Aunque iban en camiseta, sus rostros rezumaban sudor, pero sus pies, bien protegidos por los calcetines de lana y los gruesos mocasines, sufrían el hormigueo con que se anuncia un principio de congelación. Esa era la diferencia de temperatura entre el suelo y un metro o más por encima de él. La chapa de hierro de la cocina portátil del Yukon estaba al rojo vivo, sin embargo, a dos metros y medio de distancia, en el estante de la carne, situado hacia abajo y junto a la puerta, había pedazos de beicon y carne de alce totalmente congelados. La puerta, situada a un tercio del suelo, tenía una densa capa de escarcha. En los resquicios entre los troncos por detrás de los catres, el hielo surgía blanco y reluciente. Una ventana de papel engrasado proporcionaba algo de luz. La parte inferior del papel, por el interior, acumulaba casi tres centímetros de la condensación helada provocada por los hombres al respirar.
       Jugaban una trascendental partida de whist al mejor de cinco manos, porque la pareja que perdiera tendría que abrir un agujero para pescar a través de los dos metros de hielo y nieve que cubrían el Yukón.
       —Una ola de frío como esta en mayo es de lo más curioso —comentó el hombre que barajaba—. ¿A cuánto crees que estamos, Bob?
       —A menos 48°C o a menos 50°. ¿Tú qué opinas, Doc?
       Doc giró la cabeza y miró hacia la parte inferior de la puerta con ojo calculador.
       —No pasa de los 45°C bajo cero. Incluso puede que sea algo menos, 44 bajo cero. Mirad el hielo de la puerta. Está en la marca de 45, pero fijaos en que el borde superior es irregular. Cuando llegó a 66°C bajo cero, el hielo ascendió diez centímetros más. —Recogió sus cartas y, sin dejar de clasificarlas, contestó a los golpes en la puerta con un—: Adelante.
       El hombre que entró era un sueco grande y ancho de hombros, aunque su nacionalidad no resultó perceptible hasta que se hubo quitado el gorro con orejeras y derretido el hielo que se le había formado en barba y bigote y que le enmascaraba el rostro Mientras se ocupaba de todo eso, los hombres de la mesa jugaron esa mano.
       —He oído decir que en este campamento hay un médico —comentó el sueco en tono inquisitivo, mientras miraba con ansia de cara en cara, con su rostro demacrado y depauperado debido a un dolor intenso y soportado durante tiempo—. Vengo desde muy lejos. Del horcajo norte del Whyo.
       —Yo soy el médico. ¿Qué ocurre?
       A modo de respuesta, el hombre levantó la mano izquierda, cuyo dedo corazón estaba terriblemente hinchado. Al mismo tiempo empezó a contar una historia inconexa sobre cómo había surgido y aumentado su padecimiento.
       —Permita que lo vea —interrumpió el médico, impaciente—. Ponga la mano sobre la mesa. Así, eso es.
       El hombre obedeció con cuidado, como si se tratase de un forúnculo enorme.
       —Mm —gruñó el médico—. Un tendón supurante. Y ha recorrido ciento sesenta kilómetros para curarse. Se lo curaré en un periquete. Fíjese bien y así la próxima vez podrá hacerlo usted mismo.
       Sin advertencia previa, de lleno, en ángulo recto y sin piedad, el médico apretó el borde de su mano sobre el dedo hinchado y torcido. El hombre gritó debido al dolor intenso y la sorpresa. Su grito fue como el de un animal salvaje y su rostro parecía el de un animal salvaje a punto de saltar sobre el hombre que había perpetrado la broma.
       —Calma —lo aplacó el médico secamente y con autoridad—. ¿Cómo se encuentra? Mejor, ¿no? Por supuesto. La próxima vez podrá hacerlo usted. Vamos, reparte las cartas, Strothers. Creo que ya os tenemos.
       Lento como un buey, el rostro del sueco mostró alivio y comprensión. Superado el calambre, el dedo estaba mejor. Ya no le dolía. Lo examinó con curiosidad y asombro, mientras lo doblaba una y otra vez. Metió la mano en el bolsillo y extrajo un saco de oro.
       —¿Cuánto?
       El médico negó con la cabeza, impaciente.
       —Nada. No estoy en activo. Te toca jugar, Bob.
       El sueco se puso en pie pesadamente, volvió a examinar el dedo y luego miró al médico con admiración.
       —Es usted un buen hombre. ¿Cómo se llama?
       —Linday. Doctor Linday —contestó Strothers, como si buscase evitar que su oponente se irritase aún más.
       —Ha transcurrido la mitad del día —dijo Linday al sueco al final de esa mano, mientras barajaba—. Será mejor que se quede aquí a dormir y descansar. Hace demasiado frío para salir de viaje. Hay un catre libre.
       Era un hombre moreno y delgado, de mejillas magras, labios finos y fuerte. El rostro afeitado tenía un tono saludable. Todos sus movimientos eran rápidos y precisos. No agarraba las cartas con torpeza. Los ojos eran negros, directos y penetrantes, capaces de ver bajo la superficie de las cosas. Las manos, esbeltas, finas e inquietas, parecían hechas para trabajos delicados y, aun sin fijarse demasiado, daban la impresión de fuerza.
       —Esta mano es nuestra —anunció recogiendo la última baza—. Ahora a desempatar y ver quién abre el hoyo para pescar.
       Un golpe en la puerta le arrancó una rápida exclamación.
       —Parece que no vamos a terminar nunca de jugar —se quejó mientras se abría la puerta—. ¿Qué le pasa? —preguntó dirigiéndose al desconocido que acababa de entrar.
       El recién llegado luchaba por liberar su mandíbula y mejillas del hielo que las atenazaba. Resultaba evidente que llevaba muchas horas y días en el camino. La piel de los pómulos estaba negra debido a varias congelaciones. Una masa de hielo sólido ocupaba el espacio entre la nariz y la barbilla, con un único agujero a través del que respiraba y escupía el jugo del tabaco de mascar, que se había helado y formado un carámbano color ámbar, afilado como una barba estilo Van Dyke.
       Movió la cabeza sin decir palabra, sonrió con los ojos y se acercó a la cocina para derretir el hielo de la boca y poder hablar. Se ayudó con los dedos y retiró fragmentos del hielo a medio fundir, que tintinearon y crepitaron sobre la plancha.
       —A mí no me pasa nada —anunció por fin—. Pero si hay un médico en la casa, lo necesitamos. En el Little Peco hay un hombre que ha tenido bronca con un jaguar que lo ha arañado de forma escandalosa.
       —¿A cuánto está? —preguntó el doctor Linday.
       —A algo más de trescientos veinte kilómetros.
       —¿Cuánto tiempo hace?
       —He tardado tres días en llegar.
       —¿Muy grave?
       —Tiene un hombro dislocado. Algunas costillas rotas, eso seguro. El brazo derecho roto. Y arañazos hasta el hueso en todas partes menos el rostro. Le hemos cosido de forma temporal las dos o tres peores heridas y atado las arterias con bramante.
       —Pues ya está —se burló Linday—. ¿Dónde estaban esas heridas?
       —En el estómago.
       —Ya está muerto.
       —De eso nada. Las lavamos con un brebaje a prueba de bichos antes de coserlas. Pero es algo temporal. Solo usamos hilo de lino y también lo lavamos.
       —Pues ya está muerto —afirmó Linday mientras toqueteaba las cartas, enfadado.
       —No. Ese hombre no va a morir. Sabe que he ido a buscar un médico y aguantará vivo hasta que usted llegue. No se rendirá a la muerte. Lo conozco.
       —Ciencia cristiana y gangrena, ¿no? —fue la respuesta burlona—. Pues yo ya no estoy en activo. Ni me veo recorriendo varios cientos de kilómetros a 45°C bajo cero por un muerto.
       —Yo sí lo veo, y por un hombre que está muy lejos de morir.
       Linday negó con la cabeza.
       —Lamento que haya venido para nada. Será mejor que se quede a dormir.
       —No. Saldremos dentro de diez minutos.
       —¿Por qué está tan condenadamente seguro? —preguntó Linday, molesto.
       Entonces Tom Daw pronunció el discurso de su vida.
       —Porque va a seguir viviendo hasta que usted llegue, aunque tarde una semana en decidirse. Además, lo acompaña su mujer, sin soltar ni una lágrima, sin rendirse, ayudándolo a resistir hasta que usted vaya. Tienen un concepto elevadísimo el uno del otro y ella, una voluntad como la de él. Si él llegase a rendirse, ella obligaría a su alma inmortal a ocupar de nuevo su cuerpo y continuar viviendo. Me juego lo que sea. Le apuesto triple contra sencillo, en onzas de oro, a que está vivo cuando lleguemos. Tengo una traílla de perros junto a la orilla. Partiremos dentro de diez minutos y podremos hacer el viaje de vuelta en menos de tres días, porque ya he abierto camino. Ahora me voy con los perros y le espero allí en diez minutos.
       Tom Daw se colocó de nuevo las orejeras, se puso las manoplas y salió.
       —¡Maldito sea! —exclamó Linday y lanzó una mirada feroz y vengativa hacia la puerta cerrada.


II

       Esa noche, mucho después de oscurecer, habiendo recorrido cuarenta kilómetros, Linday y Tom Daw montaron el campamento. Era sencillo pero bastaba: una hoguera sobre la nieve; a su lado, las mantas de dormir extendidas en una sola cama, sobre un lecho de ramas de pícea; tras la cama, un rectángulo de lona desplegado para refractar el calor. Daw dio de comer a los perros y cortó hielo y leña. A Linday le ardían las mejillas de frío y se mantuvo encogido mientras cocinaba. Cenaron bien, se fumaron una pipa y charlaron al tiempo que secaban sus mocasines junto a la hoguera; luego se echaron a dormir el sueño saludable de quien está muy fatigado.
       La mañana puso fin a la ola de frío sin precedentes. Linday calculó que la temperatura rondaría los 25°C bajo cero y seguía subiendo. Daw estaba preocupado. Explicó que ese día llegarían al cañón y si el deshielo de primavera daba comienzo, las aguas del cañón fluirían sin barreras. Las paredes del cañón medían varios cientos de metros de altura. Podían ascenderlas, pero eso los retrasaría mucho.
       Esa noche, acampados en el oscuro y complicado desfiladero, se quejaron del calor mientras fumaban una pipa y ambos estuvieron de acuerdo en que la temperatura no bajaba de los 15°C bajo cero, algo que ocurría por primera vez en seis meses.
       —Nadie había oído hablar de la presencia de un jaguar tan al norte —comentó Daw—. Rocky dijo que era un puma. Pero yo he cazado muchos en el condado de Curry, Oregon, que es de donde soy, y allí los llamamos jaguares. En cualquier caso, era el felino más grande que he visto. Era monstruoso. La cuestión es: ¿cómo pudo alejarse tanto de su zona de caza?
       Linday no contestó. Se había quedado traspuesto. Apoyados en unos palos, sus mocasines echaban humo desatendidos, sin que les hubiese dado la vuelta. Los perros, hechos ovillos de pelo, dormían sobre la nieve. El crepitar de una brasa acentuó el profundo silencio que reinaba. Se despertó sobresaltado y miró a Daw, quien también estaba medio dormido y le devolvió la mirada. Ambos escucharon. A lo lejos se oyó un leve estremecimiento que enseguida se convirtió en un rugido inmenso y lúgubre. A medida que se acercaba, siempre en aumento, cubriendo las cimas de las montañas además de las profundidades del cañón, doblegando los bosques a su paso, obligando a doblarse a los escasos pinos enraizados en las grietas de las paredes del desfiladero, supieron de qué se trataba. Un viento fuerte y cálido, un vendaval templado, pasó junto a ellos y arrancó de la hoguera una lluvia de chispas. Los perros se despertaron, se sentaron sobre los cuartos traseros, alzaron los hocicos y aullaron como lobos.
       —Es el chinook —dijo Daw.
       —Y afecta a la senda del río, supongo.
       —Sin duda. Y quince kilómetros de senda resultan más fáciles que uno por las cimas. —Daw observó a Linday durante un minuto entero, pensativo—. Acabamos de cubrir quince horas de camino —gritó para hacerse oír por encima del viento, indeciso, y esperó. Al final dijo—: Doc, ¿se atreve a intentarlo?
       Como respuesta, Linday apagó la pipa y empezó a ponerse los mocasines húmedos. Entre los dos, doblados por la fuerza del viento, engancharon a los perros, levantaron el campamento y guardaron en el trineo los utensilios para cocinar y las mantas de dormir sin usar, todo en unos pocos minutos. Luego, en plena oscuridad y dispuestos a viajar toda la noche, volvieron a la senda que Daw había abierto casi una semana antes. El chinook continuó soplando la noche entera, mientras ellos espoleaban a los cansados perros y tiraban de sus agotados músculos. Cubrieron otras doce horas de viaje y se detuvieron a desayunar tras veintisiete horas seguidas en el camino.
       —Dormiremos una hora —dijo Daw después de engullir una buena cantidad de carne de alce frita con beicon.
       Dejó dormir dos horas a su compañero, sin cerrar él los ojos por miedo a no abrirlos a tiempo. Se entretuvo tomando medidas de la nieve blanda, que no paraba de retroceder. Desaparecía claramente. En dos horas, el nivel de la nieve descendió casi diez centímetros. Por todos lados, próximo y fácil de oír bajo la voz del viento primaveral, llegaba el goteo de las aguas ocultas. El Little Peco, reforzado por multitud de riachuelos, se alzaba contra las cadenas del invierno, rompiendo el hielo entre chasquidos y estallidos.
       Daw tocó a Linday en el hombro. Volvió a tocarlo. Lo sacudió. Luego lo sacudió con más fuerza.
       —Doc —murmuró en tono admirado—. Qué forma de aguantar la suya.
       Los ojos negros y cansados, bajo unos párpados a los que les costaba abrirse, agradecieron el cumplido.
       —Pero esa no es la cuestión. Rocky está muy mal herido. Como he dicho antes, yo ayudé a coser sus heridas internas. Doc… —Sacudió a su compañero, que había vuelto a dormirse—. ¡Oiga, Doc! La cuestión es: ¿Puede aguantar un poco más? ¿Me oye? ¿Puede aguantar un poco más?
       Los agotados perros trataron de morderlos y gimotearon cuando los obligaron a levantarse. Avanzaban despacio, a no más de tres kilómetros por hora, y los animales aprovechaban cualquier oportunidad para tumbarse en la nieve húmeda.
       —Treinta kilómetros y habremos cruzado el desfiladero —animaba Daw—. Después el hielo puede irse al infierno, porque nos bastará con seguir por la orilla y solo nos faltarán quince kilómetros más para llegar al campamento. Vamos, Doc, ya casi estamos. Cuando haya curado a Rocky, podrá bajar en canoa en un solo día.
       Pero el hielo parecía cada vez más precario bajo sus pies, se soltaba de la orilla y se alzaba centímetro a centímetro, sin descanso. En los lugares donde aún permanecía unido a la orilla, el agua pasaba por encima y se veían obligados a vadearla. El Little Peco gruñía y murmuraba. Por todas partes se abrían grietas y fisuras mientras luchaban por recorrer cada kilómetro que, por las cimas, se convertiría en quince.
       —Suba al trineo, Doc, y eche una cabezada —invitó Daw.
       La feroz mirada de los ojos negros evitó que repitiera la sugerencia.
       A mediodía recibieron la clara advertencia de que aquello era el principio del fin. Bloques de hielo, que la rápida corriente mantenía en el fondo, empezaron a pasar rugiendo bajo el hielo sobre el que avanzaban. Los perros gemían preocupados e intentaban alcanzar la orilla.
       —Eso significa que más arriba el agua fluye libre —explicó Daw—. Muy pronto se formará una barrera de hielo en algún sitio y el río crecerá treinta centímetros en tres minutos. Tenemos que subir a las cimas, si encontramos un punto por donde hacerlo. ¡Vamos! ¡Arriba! Y pensar que el Yukón permanecerá congelado varias semanas más.
       Las paredes del cañón, que se estrechaba de forma excepcional en aquel sitio, resultaban demasiado empinadas para escalarlas. Daw y Linday tuvieron que seguir adelante; y lo hicieron hasta que llegó el desastre. Con una enorme explosión, el hielo se partió en dos bajo la traílla. Los dos animales del medio cayeron por la fisura y la fuerza de la corriente que los atrapó se apoderó también del perro guía y se lo llevó. Arrastrados por el agua bajo el hielo, los tres cuerpos empezaron a tirar de los dos perros que quedaban. Los hombres retenían el trineo con todas sus fuerzas, pero poco a poco se vieron arrastrados por él. Todo acabó en cuestión de segundos. Daw cortó los tirantes del perro rueda con su cuchillo de caza y el animal cayó por la grieta y desapareció. El hielo sobre el que se encontraban se convirtió en un bloque grande que no paraba de girar y que acabó chocando y rompiéndose aún más contra el hielo y las rocas de la orilla. Entre los dos, llevaron el trineo a tierra y lo subieron a una grieta de la pared, a tiempo de ver cómo su bloque de hielo continuaba camino sin dejar de girar hasta hundirse y perderse de vista.
       Con las mantas de dormir y la comida hicieron petates para llevar a la espalda y abandonaron el trineo. Linday se quejó porque Daw cargaba con el petate más pesado, pero Daw no le hizo caso.
       —Usted tiene que trabajar en cuanto lleguemos. Vamos.
       Era la una de la tarde cuando empezaron a ascender. A las ocho alcanzaron por fin la cima y permanecieron media hora tumbados donde habían caído. Luego prepararon la hoguera, el café y una buena cantidad de carne de alce. Pero antes, Linday calculó el peso de los dos petates y descubrió que el suyo pesaba la mitad que el otro.
       —Está usted hecho de hierro, Daw —dijo, admirado.
       —¿Quién? ¿Yo? ¡Oh, no es para tanto! Espere a ver a Rocky. Está hecho de platino, está blindado, es de oro puro y de cualquier cosa resistente que se le ocurra. Yo soy montañero, pero él me supera con creces. En el condado de Curry, yo solía ganarles a todos cuando íbamos a cazar osos. Así que cuando salí a cazar con Rocky por primera vez, se me ocurrió presumir un poco. Lo dejé atrás en cuanto pude y avancé toda la noche al ritmo de los perros, pero él consiguió alcanzarme y no dejó de pisarme los talones. Yo sabía que no podría aguantar mucho a ese ritmo, así que decidí acelerar al máximo de mis fuerzas. Y después de una hora más, allí seguía él, pisándome los talones como si nada. Me mosqueé. «A lo mejor te apetece ir delante y enseñarme cómo se viaja», le dije. «Claro», me contestó. ¡Y lo hizo! Le mantuve el paso, pero le aseguro que acabé molido.
       »A ese hombre no hay quien lo detenga. No tiene miedo a nada. Este otoño pasado, antes de que todo se congelara, él y yo nos dirigíamos hacia el campamento a la hora del crepúsculo. Yo me había quedado sin munición cazando perdices nivales y él solo tema un cartucho. Los perros persiguieron a una osa y la obligaron a subirse a un árbol. Era pequeña. No pesaría más de ciento cincuenta kilos, pero ya sabe cómo son los grizzlys. «No lo hagas», le dije cuando vi que la apuntaba. «Solo tienes ese cartucho y ha oscurecido demasiado para ver bien».
       »“Súbete a un árbol”, me contestó. No lo hice, pero cuando la osa se lanzó como un rayo entre los perros y la bala solo la rozó, le aseguro que deseé haberme subido a un árbol. Se armó una buena. Y luego la situación empeoró. La osa resbaló al interior de un hueco, junto a un tronco grande. El tronco medía algo más de un metro y los perros no podían llegar a la osa por ese lado. En el exterior, el terreno se inclinaba y estaba lleno de gravilla, por lo que los perros resbalaron y cayeron dentro con la osa. No podían salir de un salto y la osa los machacaba sin darles tiempo a reaccionar. Todo esto, rodeados de maleza, oscureciendo a toda prisa, sin munición y sin nada.
       »¿Y qué fue lo que hizo Rocky? Bajó por el lado del tronco, sacó el cuchillo y empezó a atacarla. Pero solo alcanzaba los cuartos traseros del bicho y los perros caían como moscas, dos o tres a cada golpe. Rocky se desesperó. No le gusta perder a sus perros Saltó sobre el tronco, agarró a la osa por una pata y tiró de ella hasta sacarla por encima del tronco. Cayeron todos por los seis metros de pendiente, oso, perros y Rocky, resbalando, maldiciendo y arañándose, para acabar en los tres metros de agua del arroyo Salieron nadando en diferentes direcciones. No, no cazó a la osa, pero salvó a los perros. Así es Rocky. No hay quien lo pare cuando se le mete una cosa en la cabeza.
       La siguiente vez que acamparon, fue cuando Linday se enteró de cómo había resultado herido Rocky.
       —Yo había subido a lo alto del barranco, a kilómetro y medio de la cabaña, en busca de un pedazo de abedul para hacer el mango de un hacha. Al volver oí unos ruidos muy raros en un punto donde habíamos colocado una trampa para osos. Algún trampero la había abandonado en una despensa y Rocky la arregló. Pero volvamos a los ruidos. Eran Rocky y su hermano Harry. Primero oí a uno gritar y reírse y luego al otro, como si estuvieran jugando. ¿Y a qué cree que jugaban esos dos locos? He visto tipos muy valientes en el condado de Curry, pero ellos se llevan la palma. Tenían un jaguar enorme en la trampa y se turnaban para golpearlo en el morro con un palo largo y delgado. Pero eso no era lo peor. Salí de entre la maleza a tiempo de ver a Harry golpearlo. Luego le cortó quince centímetros al palo y se lo pasó a Rocky. Verá, reducían el palo cada vez que le daban con él al jaguar. No es tan fácil como imagina. El jaguar retrocedía, se encorvaba y gruñía, y esquivaba el palo con vigor. Imposible saber cuándo iba a saltar. Estaba atrapado por una de las patas traseras, algo que también me pareció curioso, y tenía margen de maniobra, se lo aseguro.
       »Jugaban a retarse, el palo era cada vez más corto y el jaguar estaba más enfadado. Al cabo de un rato ya casi no quedaba palo, solo un trocito de diez centímetros y era el turno de Rocky. “Será mejor que lo dejes ya”, dijo Harry. “¿Por qué?”, contestó Rocky. “Porque si vuelves a golpearlo, ya no quedará palo para mí”, dijo Harry. “Entonces lo dejarás tú y ganaré yo”, respondió Rocky riéndose. Luego se acercó al bicho.
       »No quiero volver a ver nada parecido. El animal se encogió hacia atrás y hacia abajo para darse impulso. Tendría casi dos metros de margen. Y el palo de Rocky solo medía diez centímetros. El jaguar lo atrapó. No se sabía dónde empezaba el uno y acababa el otro. Imposible disparar. Al final fue Harry quien le cortó la yugular al bicho con su cuchillo.
       —Si llego a saber cómo se había herido, no habría venido —comentó Linday.
       Daw asintió con la cabeza.
       —Eso dijo su mujer. Me pidió que no contara cómo había ocurrido.
       —¿Está loco? —preguntó Linday, muy enfadado.
       —Están todos locos. Su hermano y él se pasan el día retándose a hacer barbaridades. El otoño pasado los vi cruzar los rápidos a nado, entre remolinos y bloques de hielo por una apuesta. No hay nada a lo que no se atrevan. Y ella es casi igual. Tampoco tiene miedo. Es capaz de hacer cualquier cosa que Rocky le permita. Pero él tiene mucho cuidado con ella. La trata como a una reina. No la deja hacer trabajo de campamento ni nada parecido. Por eso nos han contratado a otro hombre y a mí, y nos pagan bien. Tienen dinero a paladas y están colados el uno por el otro. Cuando llegamos a la zona el otoño pasado, Rocky dijo: «Parece que aquí hay buena caza». Y Harry contestó: «Pues montemos el campamento». Y yo todo el tiempo pensando que iban en busca de oro. No han lavado una sola batea en todo el invierno.
       El enfado de Linday aumentó.
       —No tengo paciencia con los chiflados. Por mí, me daba la vuelta.
       —No, no lo hará —afirmó Daw, muy seguro—. No hay comida suficiente para volver y mañana habremos llegado. Basta con cruzar esa última divisoria y descender hacia la cabaña. Pero hay otro motivo: está demasiado lejos de casa y yo no le permitiría darse la vuelta.
       Por muy agotado que estuviese Linday, el brillo de sus ojos advirtió a Daw que se había pasado de la raya. Extendió la mano.
       —Perdóneme, Doc. Olvídelo. Creo que me ha afectado haber perdido a los perros.


III

       No un día después, sino tres, los dos hombres, tras verse atrapados en la cima por una ventisca de primavera, llegaron tambaleándose a una cabaña que se alzaba junto al estruendoso Little Peco. Al entrar desde el luminoso exterior a la oscuridad de la cabaña, Linday poco pudo ver de sus ocupantes. Solo percibió que allí había dos hombres y una mujer. Pero no le interesaban. Fue directo al catre donde yacía el herido. Estaba boca arriba, con los ojos cerrados, y Linday se fijó en el fino trazo de las cejas y en los rizos sedosos del cabello castaño. Delgado y macilento, el rostro parecía demasiado pequeño para la musculatura del cuello y los delicados rasgos estaban bien delineados, a pesar de su mal estado.
       —¿Qué le han aplicado? —preguntó Linday a la mujer.
       —Sublimado corrosivo, solución normal —fue la respuesta.
       Él la miró de inmediato, volvió a mirar el rostro del herido y se enderezó. Ella empezó a respirar con fuerza, pero se contuvo realizando un gran esfuerzo. Linday se dirigió a los hombres.
       —Ustedes, váyanse. Corten leña o lo que quieran, pero fuera.
       Uno de ellos puso pegas.
       —Es un caso grave —continuó Linday—. Quiero hablar con su esposa.
       —Yo soy su hermano —dijo el otro.
       La mujer lo miró y rogó con la mirada. Él asintió de mala gana y se volvió hacia la puerta.
       —¿Yo también? —preguntó Daw desde el catre al que se había arrojado.
       —También.
       Linday se entretuvo en examinar superficialmente al paciente mientras la cabaña se vaciaba.
       —Así que… —dijo—, así que este es tu Rex Strang.
       Ella volvió la vista hacia el hombre del catre, como si necesitara comprobar su identidad, y luego miró a Linday en silencio.
       —¿Por qué no hablas?
       Ella se encogió de hombros.
       —¿Para qué? Ya sabes que es Rex Strang.
       —Gracias. Aunque debería recordarte que es la primera vez que lo veo. Siéntate. —Le indicó un taburete y él se sentó en el catre—. Estoy agotado. No hay autopista desde el Yukón hasta aquí.
       Sacó una navaja y se dedicó a extraer una espina que tenía clavada en el pulgar.
       —¿Qué piensas hacer? —preguntó ella al cabo de un minuto.
       —Comer y descansar antes de volver a casa.
       —¿Qué vas a hacer con…? —hizo un gesto con la cabeza hacia el hombre inconsciente.
       —Nada.
       La mujer se acercó al catre y pasó los dedos con suavidad sobre el cabello rizado.
       —Quieres decir que lo vas a matar —dijo despacio—. Lo matarás al no hacer nada, porque, si quieres, puedes salvarlo.
       —Puedes tomártelo así. —Reflexionó un momento y luego acompañó su pensamiento con una risa áspera—: Desde tiempos inmemoriales en este viejo mundo, ese suele ser el destino de los que roban esposas.
       —No eres justo, Grant —respondió ella en tono amable—. Olvidas que yo lo acepté y deseaba irme. Elegí. Rex no me obligó. Tú me perdiste. Me fui con él por propia voluntad, porque lo deseaba, feliz y contenta. Podrías acusarme a mí de robarlo a él. Nos fuimos juntos.
       —Un buen punto de vista —aceptó Linday—. Ya veo que sigues siendo tan sagaz como siempre, Madge. Seguro que eso lo tiene preocupado.
       —Una mujer sagaz puede ser buena amante.
       —Y nada tonta —intervino él.
       —Entonces, ¿admites lo acertado de mi teoría?
       Él levantó las manos.
       —Qué complicado, hablar con una mujer inteligente. El hombre se olvida y cae en la trampa. No me extrañaría que te lo hubieses ganado con un silogismo.
       Su respuesta fue un atisbo de sonrisa en sus ojos azules de mirada franca y una especie de orgullo femenino que pareció emanar de todo su ser.
       —No, lo retiro, Madge. Aunque hubieses sido una zoqueta lo habrías conquistado con tu aspecto, tu figura y tu porte. Lo sé mejor que nadie. He pasado por esa experiencia y, que el diablo me lleve, aún no lo he superado.
       Hablaba con rapidez, nervioso e irritable, como siempre; y, según ella bien sabía, igual de sincero. Aprovechó el último comentario de él para decir:
       —¿Te acuerdas de Lake Geneva?
       —Cómo no. Allí fui absurdamente feliz.
       Ella asintió y sus ojos se iluminaron.
       —A veces se hacen cosas por los viejos tiempos. Por favor, Grant, ¿no podrías recordar… un poco… solo un poco… lo que fuimos el uno para el otro… entonces?
       —Te estás aprovechando —sonrió él y volvió a concentrarse en el pulgar. Sacó la espina, la inspeccionó a conciencia y luego concluyó—: No, gracias. No pienso hacer de buen samaritano.
       —Sin embargo, hiciste este duro viaje por un desconocido —insistió ella.
       La impaciencia de él resultó patente.
       —¿Crees que habría dado un solo paso si hubiese sabido que era el amante de mi esposa?
       —Pero ahora ya estás aquí. Y él ahí, herido. ¿Qué vas a hacer?
       —Nada. ¿Por qué iba a hacer algo? No estoy a su servicio. Él me ha robado.
       La mujer estaba a punto de hablar cuando alguien llamó a la puerta.
       —¡Largo! —gritó él.
       —Si necesita ayuda…
       —¡Fuera! ¡Traiga un cubo de agua! ¡Déjelo afuera!
       —¿Vas a…? —empezó a preguntar ella con voz trémula.
       —Lavarme.
       La brutalidad de la respuesta la hizo retroceder y sus labios se tensaron.
       —Escucha, Grant —dijo, muy segura—. Se lo diré a su hermano. Conozco bien a los Strang. Si tú puedes olvidarte de los viejos tiempos, yo también. Si no haces algo, te matará. Incluso te mataría Tom Daw, si yo se lo pido.
       —Ya deberías saber que conmigo no valen las amenazas —advirtió en tono serio y luego, con desprecio, añadió—: Además, no creo que matarme le sirva de ayuda a tu Rex Strang.
       La mujer suspiró, apretó los labios con fuerza y vio que los ojos de él se fijaban en los temblores que la asediaban.
       —No es histeria, Grant —gritó apresurada, impaciente y con los dientes apretados—. Nunca me has visto histérica. Nunca he sufrido de eso. No sé lo que es, pero lo controlaré. Simplemente es que estoy superada. Y en parte es ira hacia ti. También aprensión y miedo. No quiero perderlo. Lo amo, Grant. Es mi amor, mi amante. Llevo muchos días espantosos sentada aquí, junto a él. Oh, Grant, por favor, por favor.
       —Solo son nervios —comentó él en tono seco—. Sigue así. Puedes superarlo. Si fueses un hombre, te ofrecería tabaco.
       La mujer regresó con paso inseguro al taburete, desde donde lo observó y luchó por controlarse. A través de la tosca chimenea les llegó el canto de un grillo. En el exterior se peleaban dos perros lobo. El pecho del herido se alzaba y descendía visiblemente bajo las mantas de piel. Entonces, ella vio formarse una sonrisa, no del todo agradable en los labios de Linday.
       —¿Hasta qué punto lo amas? —preguntó.
       El pecho de ella se llenó de aire, por lo que se elevó, y sus ojos brillaron con una luz atrevida y orgullosa. Él asintió para indicar que se daba por contestado.
       —¿Te importa que me tome un poco de tiempo? —preguntó mientras buscaba la forma de empezar—. Recuerdo que leí un relato… creo que lo escribió Herbert Shaw. Quiero hablarte de él. En él había una mujer joven y hermosa, y un hombre magnífico: un trotamundos amante de la belleza. No sé hasta qué punto se parecía a tu Rex Strang, pero yo les encuentro alguna similitud. Pues ese hombre era pintor, bohemio y vagabundo. Era de los que se entregaba a fondo durante varias semanas y luego se iba. Ella sentía por él lo que yo creí que tú sentías por mí en Lake Geneva. En diez años perdió su belleza de tanto llorar. Ya sabes que algunas mujeres pierden el color y amarillean cuando la pena afecta al buen funcionamiento de sus organismos.
       »Resultó que el hombre se quedó ciego y diez años después, llevado de la mano como si fuese un niño, regresó a ella. No quedaba nada. Ya no podía pintar. Y ella se alegró muchísimo de que no pudiese verle el rostro. Recuerda que él adoraba la belleza. El hombre continuó abrazándola y creyendo en la hermosura de la mujer, cuyo recuerdo permanecía vivido en su interior. Nunca dejaba de hablar de ella y de lamentarse por no poder verla más.
       »Un día le habló de los cinco grandes cuadros que deseaba pintar. Si pudiese recuperar la vista para pintarlos, podría despedirse de la pintura y ser feliz. Entonces, no importa cómo, a manos de ella llegó un elixir. Si ungía sus ojos con él, el hombre recuperaría la vista por completo.
       Linday se encogió de hombros.
       —Luego vemos cómo lucha ella. Si recupera la vista, él podrá pintar sus cinco cuadros. Pero también la abandonará. Su religión es la belleza, por eso resulta imposible que soporte el rostro estropeado de ella. Lucha durante cinco días. Después aplica el ungüento a los ojos del hombre.
       Linday guardó silencio y la observó fijamente, con las luces reflejadas en el negro intenso de las pupilas.
       —La cuestión es, ¿amas a Rex Strang tanto como eso?
       —¿Y si es así? —preguntó ella.
       —¿Lo amas?
       —Sí.
       —¿Puedes sacrificarte? ¿Puedes renunciar a él?
       El «sí» de ella fue lento y forzado.
       —¿Y vendrás conmigo?
       —Sí. —Ahora su voz no era más que un susurro—. Cuando él esté bien… sí.
       —¿Lo comprendes? Tiene que volver a ser como en Lake Geneva. Serás mi esposa.
       Pareció que se encogía y encorvaba, pero asintió con la cabeza.
       —Muy bien —dijo Linday. Se puso de pie con energía, se acercó a su petate y empezó a abrirlo—. Voy a necesitar ayuda. Que entre su hermano. Que entren todos. Necesito agua hirviendo en gran cantidad. He traído vendas, pero quiero ver qué tenéis vosotros aquí. Oiga, Daw, alimente ese fuego y empiece a hervir tanta agua como pueda. Usted —ordenó dirigiéndose al otro hombre—, saque de ahí la mesa y póngala bajo la ventana. Limpíela, friéguela, escáldela. Limpíela como nunca antes haya limpiado en su vida. Usted, señora Strang, será mi ayudante. Supongo que no tienen sábanas. Bueno, nos las arreglaremos. Usted es su hermano. Yo lo anestesiaré, pero usted deberá mantenerlo luego en el mismo estado. Preste atención mientras le doy instrucciones. En primer lugar… pero, antes, dígame, ¿sabe tomar el pulso?


IV

       Famoso por su osadía y éxito como cirujano, en los días y semanas que siguieron Linday se superó a sí mismo en osadía y éxito. Nunca, debido a las terribles mutilaciones y destrozos y al enorme retraso, se había enfrentado a un caso tan espantoso. Pero tampoco nunca antes había contado con un espécimen tan saludable de despojo humano con el que trabajar. Incluso así podría haber fracasado, de no ser por la fuerza física y mental, casi inexplicable, con la que el paciente se agarraba a la vida, similar a la de un gato.
       Hubo días de fiebres altas y delirio; días de desazón cuando el pulso de Strang era casi imperceptible; días en los que yacía consciente, con los ojos agotados, demacrado y el rostro bañado en el sudor provocado por el suplicio. Linday se mostró infatigable, cruelmente eficiente, audaz y afortunado, corriendo un riesgo tras otro y ganando siempre. No se contentaba con lograr que el hombre viviera. Se concentró en el complicado y peligroso problema de devolverle la fuerza y dejarlo como antes.
       —¿Quedará lisiado? —preguntó Madge.
       —No se limitará a andar, hablar y ser una caricatura mustia de su ser anterior —dijo Linday—. Correrá, saltará, nadará en los rápidos, cazará osos, luchará con los jaguares y todo lo que su insensatez lo empuje a hacer. Y, te lo advierto, fascinará a las mujeres tanto como antes. ¿Quieres eso? ¿Estás contenta? Recuerda que no estarás con él.
       —Sigue, sigue —respondió ella—. Déjalo bien. Déjalo como antes.
       En más de una ocasión, cuando la recuperación de Strang lo permitía, Linday lo anestesió y lo sometió a intervenciones tremendas: cortaba, cosía, rehacía y volvía a conectar el alterado organismo. Después surgió un contratiempo con el brazo izquierdo. Strang podía levantarlo hasta un límite, pero no más allá. Linday se concentró en el problema. Había que arreglar más conexiones encogidas, retorcidas, desconectadas. De nuevo cortó, cosió, descongestionó y desenredó. Su tremenda vitalidad y la buena salud de su carne era lo que salvaba a Strang.
       —Lo va a matar —se quejó el hermano—. Déjelo ya. Por el amor de Dios, déjelo. Es mejor que esté vivo y lisiado a muerto y entero.
       Linday se dejó llevar por la ira:
       —¡Fuera de aquí! Salga de la cabaña hasta que sea capaz de volver y pedirme que le devuelva la vida. ¡Anímese! Por Dios, hombre, tiene que apoyarme con toda su alma. Su hermano camina por el filo de la navaja. ¿Lo entiende? Basta un mal pensamiento para hacerlo caer. Ahora váyase y vuelva recuperado y animado, convencido más allá de cualquier duda de que vivirá y será como antes de que usted y él hicieran estupideces. He dicho que salga.
       El hermano, con los puños apretados y los ojos llenos de amenazas, miró a Madge en busca de consejo.
       —Vete, por favor —rogó ella—. Tiene razón. Sé que tiene razón.
       En otro momento, cuando el estado de Strang parecía más prometedor, el hermano dijo:
       —Doc, es usted un genio y durante todo este tiempo he olvidado preguntar cómo se llama.
       —Eso no es asunto suyo. No me incordie. Váyase.
       El brazo derecho, muy afectado, dejó de mejorar y la terrible herida volvió a abrirse.
       —Necrosis —dijo Linday.
       —Pues ya no hay nada que hacer —gimió el hermano.
       —¡Cállese! —gruñó Linday—. ¡Fuera! Llévese a Daw. Y a Bill. Traigan conejos, pero vivos y saludables. Pongan trampas por todas partes.
       —¿Cuántos? —preguntó el hermano.
       —Cuarenta, cuatro mil, cuarenta mil, tantos como puedan. Usted me ayudará, señora Strang. Voy a escarbar en ese brazo hasta calibrar el daño. Váyanse, amigos. Traigan los conejos.
       Y escarbó con rapidez y precisión, raspó el hueso en proceso de desintegración y precisó el alcance de la podredumbre.
       —No habría ocurrido —dijo a Madge— si no hubiese tenido tantas otras heridas vitales de las que ocuparse. Ni siquiera él, con lo fuerte que es, ha podido superarlo. No dejé de vigilarlo, pero tenía que esperar y arriesgarme. Hay que extraer ese trozo de hueso. Podría vivir sin él, pero el hueso de conejo lo dejará como antes.
       De los cientos de conejos que le llevaron, descartó, rechazó, seleccionó, probó, seleccionó y volvió a probar, hasta que se decidió por uno. Utilizó lo que le quedaba de cloroformo y realizó un injerto de hueso: de hueso vivo a hueso vivo, hombre y conejo, vivos los dos, inmóviles, atados y unidos por las vendas, hasta lograr la unión perfecta y la reconstrucción del brazo.
       Durante todo ese período agotador, en especial mientras Strang se recuperaba, Linday y Madge hablaron muchas veces. Ni él fue amable ni ella rebelde.
       —Es un fastidio —le dijo él—. Pero la ley es la ley y tendrás que divorciarte para que podamos casarnos de nuevo. ¿Qué me dices? ¿Iremos a Lake Geneva?
       —Como desees —contestó ella.
       Y en otra ocasión:
       —¿Qué demonios viste en él? Ya sé que tenía dinero. Pero tú y yo tampoco vivíamos mal. Por entonces, con la consulta ganaba unos cuarenta mil al año… Repasé los libros de cuentas. Lo único que no tenías eran palacios y yates.
       —Tal vez tú mismo lo hayas explicado —respondió ella—. Tal vez la consulta te interesaba demasiado. Puede que te olvidaras de mí.
       —Mmm —se burló él—. ¿Y a tu Rex no le interesan demasiado los jaguares y los palitos cortos?
       Continuamente insistía para que ella explicase lo que él calificaba de encaprichamiento por el otro hombre.
       —No hay explicación —respondía ella.
       Por fin, un día le dijo:
       —Nadie puede explicar el amor. Y yo menos que nadie. En Fort Vancouver había un magnate de la Compañía de la Bahía de Hudson que se enfadó con el párroco residente de la Iglesia de Inglaterra. El párroco había escrito a casa quejándose de que a los hombres de la Compañía, empezando por el factor, les apasionaban las esposas indias. «¿Por qué no les explicó las circunstancias atenuantes?», preguntó el magnate. Y el párroco respondió: «El rabo de la vaca crece hacia abajo. Yo no pretendo explicar por qué el rabo de la vaca crece hacia abajo. Me limito a citar el hecho».
       —¡Malditas sean las mujeres listas! —exclamó Linday, con los ojos brillantes de ira.
       —¿Qué te trajo al Yukon, de tantos lugares posibles? —preguntó ella en otro momento.
       —Tenía demasiado dinero, sin esposa en quien gastarlo. Necesitaba descansar. Trabajaba en exceso. Me fui a Colorado, pero los telegramas de mis pacientes me siguieron y algunos lo hicieron en persona. Luego me fui a Seattle y ocurrió lo mismo. Ransom me llevó a su mujer en un tren especial. No había forma de escapar. La operación fue un éxito. La prensa local se enteró. Ya te imaginas el resto. Tenía que esconderme, así que huí al Klondike. Y, bueno, Tom Daw me encontró jugando al whist en una cabaña junto al Yukón.
       Llegó un día en que sacaron la cama de Strang al exterior para que le diera el sol.
       —Deja que se lo cuente ahora —le dijo ella a Linday.
       —No. Espera —respondió él.
       Después, Strang fue capaz de sentarse en el borde de la cama y dar sus primeros e inseguros pasos, ayudado por un hombre a cada lado.
       —Deja que se lo cuente ahora —insistió ella.
       —No. Prefiero que se recupere por completo. No quiero recaídas. El brazo izquierdo aún no está bien del todo. Es poca cosa, pero quiero dejarlo tal y como Dios lo hizo. Mañana me ocuparé de ese brazo y lo solucionaré. Pasará un par de días en la cama. Siento que no haya más cloroformo. Tendrá que morder algo y aguantar. Podrá hacerlo. Tiene el aguante de una docena de hombres.
       Llegó el verano. La nieve desapareció, excepto al este, en los lejanos picos de las Rocosas. Los días se alargaron hasta que ya no hubo oscuridad y el sol se ocultaba solo unos pocos minutos tras el horizonte, a medianoche y hacia el norte. Linday no descuidó a Strang. Observaba su forma de andar, los movimientos de su cuerpo, lo corregía sin descanso y lo obligaba a flexionar sus músculos una y otra vez. Le dieron tantos masajes que Linday llegó a afirmar que Tom Daw, Bill y el hermano estaban perfectamente capacitados para trabajar en un baño turco y realizar procedimientos osteopáticos en un hospital. Pero Linday no estaba satisfecho. Hizo pasar a Strang por todo su repertorio de hazañas físicas, siempre buscando cualquier debilidad oculta. De nuevo lo obligó a guardar cama durante una semana, le abrió la pierna, realizó uno o dos hábiles trucos con las venas más pequeñas y rascó un trozo de hueso del tamaño de un grano de café hasta que solo quedó una superficie rosada y saludable, sobre la que cosió la carne viva.
       —Deja que se lo cuente —rogó Madge.
       —Aún no —fue la respuesta—. Se lo dirás cuando yo lo decida.
       Transcurrió julio y agosto se acercaba a su fin cuando ordenó a Strang salir al camino para cazar un alce. Linday lo acompañó con la intención de observarlo y estudiarlo. Era un hombre esbelto, de músculos fuertes como los de un felino y caminaba como Linday no había visto caminar a nadie, sin esfuerzo, con todo el cuerpo, levantando las piernas casi hasta los hombros, con una agilidad impresionante, como si no le pesaran. Lo hacía con tanta facilidad que le aportaba una elegancia peculiar y parecía que se movía a una velocidad inferior a la real. Era el ritmo agotador del que se había quejado Tom Daw. Linday se esforzaba por seguirlo, sudando y jadeando, y algunas veces, cuando el terreno resultaba favorable, echaba a correr para no perderlo de vista. Al cabo de quince kilómetros se rindió y se dejó caer sobre el musgo.
       —¡Ya basta! —exclamó—. No puedo seguir su ritmo.
       Se limpió el sudor del rostro y Strang se sentó sobre el tronco de una pícea, sonriendole al médico y, con la camaradería de un panteísta, a todo el paisaje.
       —¿Ha sentido alguna punzada, dolor o principio de dolor? —preguntó Linday.
       Strang negó con la cabeza cubierta de rizos y estiró su ágil cuerpo, disfrutando de hasta la última de sus fibras.
       —Saldrá adelante, Strang. Durante un invierno o dos es posible que note el frío y la humedad en las heridas. Pero eso también pasará e incluso puede que ni siquiera llegue a notarlo.
       —Caramba, doctor, ha hecho usted milagros conmigo. No sé cómo agradecérselo. Ni siquiera sé cómo se llama.
       —Algo que no tiene importancia. Lo he sacado adelante y eso es lo principal.
       —Pero todo el mundo debería conocer su nombre —insistió Strang—. Estoy seguro de que, si lo oyera, lo reconocería.
       —Es muy posible —respondió Linday—, pero no viene al caso. Quiero hacerle una última prueba y habré acabado con usted. Más allá de la divisoria, en la cabecera de este arroyo, hay un afluente del Big Windy. Daw me ha dicho que el año pasado descendió por él hasta el horcajo del medio y regresó, todo en tres días. Dice que, además, estuvo a punto de matarlo por el esfuerzo. Esta noche acampará aquí y esperará. Le enviaré a Daw con el equipo. Luego quiero que vaya hasta el horcajo del medio y regrese en el mismo tiempo que hizo el año pasado.


V

       —Bueno —le dijo Linday a Madge—, tienes una hora para recoger. Yo me ocuparé de preparar la canoa. Bill ha ido a buscar el alce y no volverá hasta que haya oscurecido. Hoy mismo llegaremos a mi cabaña y dentro de una semana estaremos en Dawson.
       —Yo esperaba… —empezó a decir ella, pero se interrumpió, orgullosa.
       —¿Que renunciaría a mis honorarios?
       —Oh, un pacto es un pacto, pero no era necesario que fueses tan odioso a la hora Recobrar. No has sido justo. Lo has enviado lejos durante tres días y me has privado de mi última conversación con él.
       —Déjale una carta.
       —Se lo contaré todo.
       —Lo contrario sería injusto para los tres —fue la respuesta de Linday.
       Cuando regresó de preparar la canoa, ella había recogido sus cosas y escrito la carta.
       —Déjame leerla —dijo él—. Si no te importa.
       Madge dudó un momento y se la entregó.
       —Muy directa —comento Linday tras haberla leído. Bueno, ¿estas lista?
       Llevó el equipaje de ella hasta la orilla, se arrodilló y con una mano estabilizó la canoa mientras extendía la otra para ayudarla a subir. La observó atentamente, pero Madge le tendió la mano sin un solo temblor y se dispuso a saltar a bordo.
       —Espera —dijo él—. Un momento. ¿Recuerdas la historia que te conté sobre el elixir? No te conté el final. Cuando la mujer hubo aplicado el ungüento y se disponía a marcharse, se vio por casualidad en un espejo y comprobó que había recuperado su belleza. Él abrió los ojos, grito de alegría ante el espectáculo de tanta belleza y la rodeó con sus brazos.
       Madge esperaba, tensa pero sin perder el control, a que él continuase, con un gesto de asombro en el rostro y los ojos.
       —Eres muy hermosa, Madge —dijo Linday. Hizo una pausa y continuó en tono seco—: El resto es obvio. Supongo que los brazos de Rex Strang no permanecerán mucho tiempo vacíos. Adiós.
       —Grant… —dijo ella, casi en un suspiro. El tono de su voz hacía innecesarias las palabras.
       Él soltó una carcajada un tanto desagradable.
       —Solo quería demostrarte que no soy tan mala persona. Avergonzarte devolviéndote bien por mal.
       —Grant…
       Linday subió a la canoa y le tendió una mano delgada y nerviosa.
       —Adiós —dijo.
       Ella cubrió la mano de él con las dos suyas.
       —Una mano fuerte y querida —murmuró Madge, se inclinó y la besó.
       Linday se la arrebató de un tirón, apartó la canoa de la orilla, hundió el remo en la rápida fuerza de la corriente y se internó en la cabecera de los rápidos, donde el agua fluía cristalina antes de estallar en el blanco frenesí de la espuma.


(1911)


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