Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


Los huesos de Kahekili (1916)
(“The Bones of Kahelili”)
Originalmente publicado (póstumo) en la revista Cosmopolitan,
v. 67 (julio 1919), págs. 95-100, 102, 104;
On the Makaloa Mat (póstumo)
(Nueva York: The Macmillan Company, 1919, 229 págs.)



      Desde las elevadas montañas, errantes jirones de los vientos alisios balanceaban suavemente las enormes e impunes hojas de los plataneros, hacían susurrar a las palmeras y revoloteaban y murmuraban entre las hojas, como encaje, de los algarrobos. La atmósfera solo respiraba así de forma intermitente, porque aquello era respirar, era la manera en que suspiraba la lánguida tarde hawaiana. En los intervalos entre alientos, el aire se volvía pesado y cálido con el perfume de las flores y las exhalaciones de una tierra viva y densa.
       Había muchos humanos en la casa alargada parecida a un bungaló, pero solo uno de ellos dormía. Los demás, nerviosos, se movían de puntillas. En la parte de atrás de la casa un bebé diminuto dejó escapar una queja apagada que el pecho, ofrecido al instante, no logró calmar. La madre, una esbelta hapa-haole (medio blanca), ataviada con un holoku suelto de muselina blanca, se alejó rápidamente entre los plataneros y papayos para que la distancia borrara el ruido que hacía el bebé. Otras mujeres, hapa-haole y nativas sin mezcla, la observaron con ansia mientras se alejaba.
       Ante la puerta principal de la casa, sobre la hierba, una veintena de hawaianos se sentaba en cuclillas. Eran hombres musculosos, anchos de hombros y fornidos. Morenos de piel, de ojos luminosos castaños y negros, rasgos grandes y regulares, mostraban todos los indicios de ser tan bondadosos, alegres y tranquilos como el clima. Aunque eso quedaba contradicho por la ferocidad de sus pertrechos. De sus ásperas polainas de cuero sobresalían los mangos de los largos cuchillos que allí ocultaban. En los talones se apreciaban enormes espuelas españolas. Tendrían aspecto de bandidos de no ser por la incongruencia de las coronas de flores y de fragante maile que rodeaban las copas de sus sombreros de vaquero. Uno de ellos, con la picardía, la belleza y los ojos de un fauno, llevaba dos llameantes flores de hibisco coquetamente sujetas sobre la oreja. Por encima de ellos, protegiéndolos del sol y proporcionándoles sombra, se extendía un amplio dosel de flamboyán, una pura llamarada de flores rojas. A lo lejos, amortiguado por la distancia, se apreciaba el leve piafar de sus caballos atados. Todos miraban fijamente al solitario que dormía boca arriba sobre una esterilla de lauhala, a treinta metros de distancia, bajo los cenízaros.
       Por muy grandes que fueran los vaqueros, el que dormía lo era más. Y, según atestiguaban su barba y cabello blancos como la nieve, también era mucho mayor que ellos. El grosor de su muñeca y el tamaño de sus dedos daban autenticidad a la fuerte silueta oculta bajo los pantalones de peto sueltos y la camisa de algodón sin abotonar, abierta desde el diafragma hasta la nuez, que dejaba al aire un pecho cubierto por un pelo tan blanco como el de cabeza y rostro. El tamaño y la anchura de ese pecho, su elasticidad y sus músculos relajados y maleables, daban muestra de la enorme fuerza que aún conservaba. Además, por mucho que el sol y el viento la hubiesen bronceado, su piel revelaba que era totalmente haole, un hombre blanco.
       Boca arriba, la enorme barba blanca que señalaba al cielo y que ningún barbero había tocado ascendía y bajaba con cada respiración, mientras que, cada vez que exhalaba, el mostacho blanco se erguía en perpendicular, como las púas de un puerco espín, y descendía al inhalar. Una niña de catorce años, ataviada con un vestido recto o muumuu, que era nieta del durmiente, se agachaba a su lado y espantaba las moscas con un artilugio de plumas. En su rostro se dibujaban interés, nerviosismo y temor, como si cuidase de un dios.
       Lo cierto era que Hardman Pool, el durmiente del bigote, era para ella y para muchos más un dios, una fuente de vida, de alimento, de sabiduría, un prescriptor de leyes, un benefactor sonriente, una tiniebla de trueno y castigo; en resumen: un amo cuyo récord alcanzaba catorce hijos vivos y adultos, seis bisnietos y más nietos de los que era capaz de enumerar en sus momentos más lúcidos.
       Cincuenta y un años antes había desembarcado en Laupahoehoe, en la costa barlovento de Hawái. El bote en el que iba era el único superviviente del ballenero Black Prince, de New Bedford. Él también era de New Bedford y, debido a su fuerza y habilidad, con veinte años había embarcado como segundo de a bordo en el ballenero perdido. Luego llegó a Honolulú buscándose la vida y primero se casó con Kalama Kamaio-pili, luego fue práctico del puerto de Honolulú, después fundó un bar y una pensión y, por último, al morir el padre de Kalama, se dedicó a criar ganado en los amplios pastos que ella había heredado.
       Llevaba más de medio siglo viviendo con los hawaianos y todos reconocían que dominaba su lenguaje mejor que la mayoría de ellos. Al casarse con Kalama no solo se había casado con la tierra de ella, sino también con su elevado rango, y el vasallaje que los plebeyos le debían por su genealogía se le concedía también a él. Además, Hardman Pool poseía por naturaleza todos los atributos del jefe nato: estatura gigantesca, valentía, orgullo y un genio que no toleraba insolencias ni insultos, al que no lograba intimidar ni asombrar ninguna muestra de poder que caminase sobre dos piernas y que exigiese la obediencia de los seres humanos inferiores a él, y que no admitía adquisiciones innobles por medio del regateo, sino a través de una magnanimidad y condescendencia tácitas y esperadas. Conocía a los hawaianos a la perfección, mejor de lo que se conocían ellos mismos, con sus circunloquios, sus creencias, costumbres y misterios.
       A los setenta y un años, tras toda una mañana a caballo en los prados que había comenzado a las cuatro, yacía bajo los cenízaros, disfrutando de esa siesta habitual y sagrada que ningún criado se atrevía a interrumpir ni permitía que otros interrumpieran. Ese derecho solo se le concedía al rey, pero, como el rey había aprendido muy pronto, interrumpir la siesta de Hardman Pool era despertar a un Hardman Pool muy irritable y gruñón, capaz de hablar con total franqueza y de decir cosas desagradables pero ciertas que ningún rey quería oír.
       El sol abrasaba. Los caballos piafaban a lo lejos. Los debilitados alisios suspiraban y susurraban a intervalos cada vez más prolongados. El perfume se hacía más denso. La mujer regresó con el bebé, ya tranquilo, a la parte de atrás de la casa. Los cenízaros plegaron sus hojas y se entregaron a su propia siesta en la suave brisa, por encima del durmiente. La niña, igual de emocionada por la solemnidad de su tarea, continuaba espantando las moscas y los vaqueros seguían observando en silencio.
       Hardman Pool se despertó. La siguiente expiración, que debía mantener el ritmo, no se produjo. Tampoco se alzó el bigote blanco. En vez de eso, los pómulos, cubiertos por las patillas, se inflaron; los párpados se abrieron y dejaron a la vista unos ojos azules, coléricos y totalmente conscientes; la mano derecha fue en busca de la pipa a medio fumar que se encontraba junto a su costado, mientras la izquierda agarraba las cerillas.
       —Ve a buscar mi leche con ginebra —ordenó en hawaiano a la cría que temblaba, asustada al verlo despierto.
       Encendió la pipa, pero no dio muestras de haberse percatado de la presencia de quienes esperaban hasta que le trajeron el vaso de leche con ginebra y se lo hubo bebido.
       —¿Y bien? —preguntó de repente y, durante la pausa, mientras veinte rostros sonreían y veinte pares de ojos oscuros brillaban de placer y admiración, se limpió los restos de leche con ginebra que quedaban en su boca, rodeada de pelambrera—. ¿A qué esperáis? ¿Qué queréis? Venid aquí.
       Veinte gigantes, la mayoría jóvenes, se pusieron en pie y, entre el ruido metálico de las espuelas y el tintineo de las cadenas, se acercaron a zancadas. Se agruparon frente a él en un semicírculo, intentando encajar los hombros con timidez, uno junto al otro, en los rostros sonrisas de disculpa que al mismo tiempo expresaban un sentimiento democrático inconsciente y despreocupado. En realidad, Hardman Pool era para ellos más que un simple jefe. Era un hermano mayor, un padre o un patriarca, y estaba emparentado con todos ellos, de una forma u otra, según la costumbre hawaiana, a través de su esposa y de los muchos matrimonios de sus hijos y nietos. El más ligero movimiento de su ceño los perturbaba, su ira los aterraba, sus órdenes podían enviarlos a una muerte segura; sin embargo, ni uno de ellos se habría siquiera planteado llamarlo de forma menos íntima que por su nombre de pila; nombre que sus lenguas traducían como Kanaka Oolea.
       Tras un gesto de Hardman, el semicírculo tomó asiento sobre la hierba manienie y, entre sonrisas de disculpa, aguardó a que él continuase.
       —¿Qué queréis? —preguntó en hawaiano, con brusquedad y dureza simuladas.
       Sonrieron más ampliamente y retorcieron sus anchos hombros y enormes torsos con la satisfacción de un grupo de cachorrillos. Hardman Pool señaló a uno de ellos.
       —A ver, Iliiopoi, ¿qué quieres?
       —Diez dólares, Kanaka Oolea.
       —Diez dólares —vociferó Pool, aparentemente conmocionado por una suma tan elevada—. ¿Eso significa que vas a tomar una segunda esposa? Recuerda las enseñanzas del misionero. Solo puedes tener una esposa a la vez, Iliiopoi, solo una esposa, porque quien alberga varias esposas a la vez sin duda irá al infierno.
       Todos recibieron la broma entre risas y ojos sonrientes.
       —No, Kanaka Oolea —fue la respuesta—. El demonio sabe que ya me cuesta bastante conseguir kow-kow para una sola esposa y sus muchos parientes.
       —¿Kow-kow? —Pool repitió la palabra china usada para designar la comida, con la que los hawaianos habían sustituido paina, su propio término—. ¿Acaso no habéis tomado todos kow-kow aquí este mediodía?
       —Sí, Kanaka Oolea —contestó un nativo anciano y arrugado que acababa de llegar desde la casa para unirse al grupo—. Todos ellos tomaron kow-kow en la cocina, y en cantidad. Comieron como caballos perdidos traídos desde la zona de lava.
       —¿Y qué quieres tú, Kumuhana? —se distrajo Pool con el anciano, al tiempo que indicaba a la niña que espantase las moscas desde su otro costado.
       —Doce dólares —dijo Kumuhana—. Quiero comprar un burro y una silla y brida de segunda mano. Empiezo a estar demasiado viejo para ir andando.
       —Espera —ordenó su señor haole—. Hablaré contigo sobre ese asunto y sobre otras cosas importantes cuando haya acabado con los demás y se hayan ido.
       El anciano asintió y se entretuvo en encender su pipa.
       —El kow-kow que tomamos en la cocina era muy bueno —continuó Iliiopoi, relamiéndose—. El poi era denso, el cerdo estaba gordo, el salmón no olía, el pescado era fresco y abundante, aunque habían echado sal a los opihis (especie de lapa) y por eso estaban duros. Nunca hay que salar los opihis. Te he dicho muchas veces, Kanaka Oolea, que no hay que salar los opihis. Estoy lleno de buen kow-kow. Me pesa la barriga. Pero mi corazón no se alegra, porque no hay kow-kow en mi propia casa, donde está mi esposa, que es la tía de la segunda esposa de tu cuarto hijo, y donde está mi hijita y la anciana madre de mi mujer, y el hijo inválido de la anciana madre de mi mujer, y la hermana de mi esposa, que vive con nosotros, junto con sus tres hijos, ya que el padre murió de hidropesía…
       —¿Cinco dólares os salvarán a todos de celebrar algún funeral durante uno o varios días? —interrumpió Pool, muy irritado.
       —Sí, Kanaka Oolea, y llegarán para comprarle a mi mujer un peine nuevo, y a mí un poco de tabaco.
       De un saco de oro que extrajo del bolsillo trasero del peto, Hardman Pool apartó una moneda de oro que lanzó con acierto a la mano que esperaba para recogerla.
       A un soltero que quería seis dólares para unas polainas nuevas, tabaco y espuelas, le dio tres; lo mismo hizo con otro que necesitaba un sombrero; y a un tercero que humildemente pidió dos dólares, le entregó cuatro y le dedicó un cumplido por lo bien que había atrapado con el lazo a un toro salvaje de las montañas. Todos sabían que, por lo general, dividía por dos sus peticiones, por lo que aumentaban el total de lo solicitado. Hardman Pool era consciente de que le pedían el doble y sonreía para sí. Era su forma de hacer las cosas y, además, resultaba muy bien con sus multitudinarios parientes, sin reducir el aprecio que le tenían.
       —¿Y tú, Ahuhu? —le preguntó a uno cuyo nombre significaba «mala hierba venenosa».
       —Y el precio de un pantalón de peto —concluyó Ahuhu la lista de sus necesidades—. He cabalgado mucho y muy duro detrás de tu ganado, Kanaka Oolea, y donde mi peto ha rozado el asiento de la silla de montar, ya no hay tejido. No está bien que digan que un vaquero de Kanaka Oolea, que además es primo de la hermanastra de la esposa de Kanaka Oolea, debería avergonzarse de ser visto fuera de la silla de montar a menos que camine sin dar nunca la espalda a quienes lo miran.
       —Te daré lo que cuesta una docena de petos, Ahuhu —sonrió Hardman Pool al tiempo que le lanzaba la suma necesaria—. Me enorgullece que mi familia comparta mi orgullo. Después, Ahuhu, me darás uno de la docena de petos, para que no me vea obligado a caminar hacia atrás, ya que mi único peto está tan gastado como el tuyo.
       Mientras se reían encantados de la última salida de su jefe haole, aquellos hombres de cuerpos imponentes y mentes sin resabiar se dirigieron a sus caballos. Todos, excepto Kumuhana, el anciano arrugado que había recibido la orden de aguardar.
       Permanecieron cinco minutos sentados en silencio. Luego Hardman Pool ordenó a la niña que fuera a buscar un vaso de leche con ginebra y, cuando esta se lo llevó, le indicó que se lo entregase a Kumuhana. El vaso no se apartó de sus labios hasta quedar vacío, momento en el que soltó un audible «A-a-a-h» y se relamió.
       —Mucho awa he bebido en mi vida —dijo reflexivamente—. Sin embargo, el awa es la bebida del hombre común, mientras que el licor haole es la bebida de los jefes. El awa no provoca la disposición a entrar en calor del licor, ese golpe en las costillas, esa agradable comezón que te hace sentir vivo.
       Hardman Pool sonrió e hizo un gesto de asentimiento, por lo que Kumuhana continuó:
       —Hace entrar en calor. Calienta la barriga y el alma. Entibia el corazón. Cuando se es viejo, incluso el alma y el corazón se enfrían.
       —Y tú eres viejo —admitió Pool—. Casi tanto como yo.
       Kumuhana negó con la cabeza y murmuró:
       —Si no fuese más viejo que tú, sería tan joven como tú.
       —Yo tengo setenta y uno —dijo Pool.
       —Yo no cuento la edad de esa forma —fue la respuesta—. ¿Qué pasó cuando naciste?
       —A ver… —calculó Pool—. Estamos en 1880. Restamos setenta y uno y queda un nueve. Nací en 1809, que es el año en que murió Keliimaki y el año en que Archibald Campbell, el escocés, vivió en Honolulú.
       —Entonces sí que soy mayor que tú, Kanaka Oolea. Recuerdo bien al escocés, porque yo ya jugaba entre las cabañas de techo de paja de Honolulú y usaba una tabla de surf en la rompiente wahine (mujer) de Waikiki. Podría llevarte al lugar donde estaba la cabaña del escocés. Lo ocupa ahora la Misión del Navegante. Pero no sé en qué año nací. Mi abuela y mi madre me hablaron de eso a menudo. Nací cuando Madame Pele (diosa del fuego o de los volcanes) se enfadó con la gente de Paiea porque no le sacrificaron peces de su laguna y envió un flujo de lava de Haulalai que cubrió la laguna por completo. La laguna de Paiea quedó tapada para siempre. Entonces fue cuando nací.
       —Eso fue en 1801, cuando James Boyd construía barcos para Kamehameha en Hilo —Pool repasó el calendario—, así que tienes setenta y nueve años, ocho más que yo. Eres viejo.
       —Sí, Kanaka Oolea —murmuró Kumuhana, al tiempo que intentaba henchir de orgullo su hundido pecho.
       —Y eres muy sabio.
       —Sí, Kanaka Oolea.
       —Y sabes muchos de los secretos que solo saben los ancianos.
       —Sí, Kanaka Oolea.
       —Así que sabes… —Hardman Pool se interrumpió con gran efecto, para impresionar e hipnotizar al otro anciano con la mirada fija de sus ojos azul pálido—. Dicen que los huesos de Kahekili fueron retirados del lugar oculto donde descansaban y ahora están en el Mausoleo Real. Pero yo he oído contar que solo tú, de todos los hombres vivos, sabes la verdad.
       —La sé —fue la orgullosa respuesta—. Solo yo la sé.
       —Pues dime, ¿yacen ahí? Sí o no.
       —Kahekili era un alii (gran jefe). Kalama, tu esposa, desciende directamente de él. Ella es una alii. —El viejo criado hizo una pausa y frunció los labios mientras meditaba—. Pertenezco a ella como todos mis antepasados pertenecieron a los suyos. Solo ella puede pedirme que le cuente los grandes secretos. Ella es sabia, demasiado sabia para ordenarme que cuente el secreto. A ti, Kanaka Oolea, no te respondo ni sí ni no. Es un secreto de los aliis que ni siquiera los aliis saben.
       —Muy bien, Kumuhana —elogió Hardman Pool—. Sin embargo, olvidas que soy un alii y que lo que mi buena Kalama no osa pedir, yo lo ordeno. Puedo llamarla ahora y decirle que te ordene contestar. Pero eso sería una estupidez, a menos que demuestres ser doblemente estúpido. Cuéntame el secreto y ella nunca lo sabrá. Las mujeres están hechas para soltar por la boca lo que entra por sus oídos. Yo soy un hombre y los hombres estamos hechos de otra manera. Como bien sabes, mis labios se sellan para guardar secretos como el pulpo se pega a la roca salada. Si no me lo cuentas a mí solo, nos lo contarás a Kalama y a mí, y sus labios hablarán, sus labios hablarán, y hasta el último malahini sabrá muy pronto lo que, de otra forma, solo tú y yo sabremos.
       Kumuhana permaneció sentado en silencio un buen rato, dándole vueltas al argumento, sin encontrar la forma de evadir su lógica.
       —Grande es tu sabiduría haole —reconoció al final.
       —¿Sí o no? —fue al grano Hardman Pool.
       Kumuhana miró a su alrededor y luego clavó su mirada, lentamente, en la niña que espantaba las moscas.
       —Vete —le ordenó Pool—. Y no vuelvas si no oyes una palmada mía.
       Hardman Pool no dijo nada más, incluso después de que la niña hubiese entrado en la casa, aunque en su rostro se leía claramente: «Sí o no?».
       Kumuhana volvió a mirar a su alrededor y alzó la vista hacia las ramas del cenízaro, como si buscase capturar algún oyente que estuviese al acecho. Tenía los labios muy secos. Se los humedeció con la lengua varias veces. En dos ocasiones intentó hablar, pero solo emitió un ruido inarticulado. Por fin, con la cabeza inclinada, susurró, en voz tan baja y solemne que Hardman Pool se vio obligado a inclinar su propia cabeza para oír: «No».
       Pool dio una palmada y la niña salió corriendo de la casa hacia él, casi revoloteando con las prisas.
       —Trae leche con ginebra para el anciano Kumuhana —ordenó Pool. Y a Kumuhana le dijo—: Ahora cuéntame la historia al completo.
       —Espera —fue la respuesta—. Espera a que la pequeña wahine vuelva y se marche de nuevo.
       Cuando la niña se fue y la leche con ginebra recorrió su camino predestinado, Hardman Pool aguardó sin prisas a escuchar el resto de la historia. Kumuhana se llevó una mano al pecho y tosió varias veces, en busca de aliento, pero al final habló sin que el otro se lo pidiera.
       —En los viejos tiempos, cuando un gran alii moría era algo terrible. Kahekili era un gran alii. Podría haber sido rey, de haber vivido. ¿Quién sabe? Yo era joven, aún no estaba casado. Tú, Kanaka Oolea, sabes cuándo murió Kahekili y puedes decirme cuántos años tenía yo. Murió cuando el gobernador Boki dirigía aquí, en Honolulú, el hotel Blonde. ¿Lo oíste contar?
       —Aún estaba a barlovento de Hawái —respondió Pool—. Pero lo oí contar. Boki montó una destilería y arrendó las tierras de Manoa para cultivar azúcar para la destilería, pero Kaahumanu, que era el regente, canceló el contrato, levantó la caña de azúcar y plantó patatas. Boki se enfadó y se preparó para la guerra. Reunió a sus soldados junto con una docena de desertores de los balleneros y cinco cañones de latón de seis libras, en Waikiki…
       —Entonces fue cuando murió Kahekili —interrumpió Kumuhana, impaciente—. Eres muy sabio. Sabes muchas cosas de los viejos tiempos mejor que nosotros, los ancianos kanakas.
       —Fue en 1829 —continuó Pool, muy satisfecho—. Tenías veintiocho años y yo veinte. Fue cuando llegué a tierra en un bote tras el incendio del Black Prince.
       —Yo tenía veintiocho —continuó Kumuhana—. Coincide. Recuerdo bien los cañones de Boki en Waikiki. Kahekili murió entonces, también en Waikiki. La gente aún cree que llevaron sus huesos al Hale o Keawe (mausoleo) de Honaunau, en Kona…
       —Y mucho después los trasladaron al Mausoleo Real de aquí, de Honolulú —completó Pool.
       —También hay algunos, Kanaka Oolea, que creen que la reina Alice los tiene almacenados, con el resto de sus huesos ancestrales, en las grandes vasijas de su sala tabú. Todos se equivocan. Yo lo sé. Los huesos sagrados de Kahekili han desaparecido para siempre. No descansan en ningún sitio. Ya no existen. Y muchos vientos kona han blanqueado las olas de Waikiki desde que el último hombre vio los restos de Kahekili. De esos hombres, solo yo permanezco con vida. Soy el último y no me alegré de presenciar ese final.
       »Verás, yo era joven y mi corazón ardía como lava incandescente por Malia, que pertenecía al hogar de Kahekili. El corazón de Anapuni también ardía por ella, aunque el color de su corazón era el negro, como verás. Esa noche estábamos bebiendo, Anapuni y yo, la noche que murió Kahekili. Anapuni y yo éramos plebeyos, como todos los kanakas y wahines que se encontraban bebiendo con los marineros y los tripulantes de los balleneros. Bebíamos sobre las esterillas, en la playa de Waikiki, cerca del viejo heiau (templo), que no queda lejos de lo que ahora es la casa de la playa de los Wilder. Entonces aprendí para siempre las cantidades de bebida que los marineros haole soportan. En cuanto a nosotros, los kanakas, teníamos las cabezas alteradas y alegres, con un mido interior como el de una calabaza seca, todo debido al whisky y al ron.
       »Pasaba de la medianoche, lo recuerdo bien, cuando vi a Malia, a quien nunca había visto en una reunión para beber, acercarse cruzando la zona de arena dura y mojada de la playa. Mi cerebro ardió como las brasas del infierno al ver cómo la miraba Anapuni, quien se encontraba más cerca de ella porque estaba frente a mí, en el círculo de bebedores. Ya sé que lo que me dominaba eran el whisky, el ron y la juventud; pero allí, en ese momento, mi cabeza disparatada decidió que, si ella le hablaba y aceptaba bailar antes con él, rodearía su garganta con mis manos y lo arrojaría al oleaje wahine, donde lo ahogaría hasta matarlo y librarme del obstáculo que se interponía entre Malia y yo. Porque ella no acababa de elegir entre uno de los dos y solo él tenía la culpa de que Malia no fuese mía desde mucho tiempo atrás.
       »Era una joven impresionante, con un cuerpo tan generoso como el de una jefa y, mientras se acercaba cruzando la arena mojada bajo el brillo trémulo de la luna, parecía aún más hermosa. Incluso los marineros haole guardaron silencio y se quedaron mirándola con la boca abierta. ¡Cómo caminaba! Te he oído hablar, Kanaka Oolea, de esa mujer llamada Helena que provocó la guerra de Troya. De Malia te digo que más hombres habrían atacado las murallas del infierno por ella de los que asaltaron esa ciudad de la antigüedad de la que tanto hablas cuando has bebido demasiada ginebra y muy poca leche.
       »¡Qué andares! A la luz de la luna, el suave resplandor de las medusas en el oleaje parecía el de las candilejas que he visto en el nuevo teatro haole. No eran los andares de una niña, sino los de una mujer. No avanzaba revoloteando como las olas pequeñas sobre una playa plácida, protegida por el arrecife. En su forma de andar había algo grandioso, majestuoso, como el movimiento de las fuerzas de la naturaleza, como el rítmico fluir de la lava por las laderas de Kau hasta el mar, como la oscilación de las enormes y ordenadas olas que provocan los alisios, como el ascenso y descenso de las cuatro grandes mareas del año, que serán como música para el oído eterno de Dios, ya que ocurren con tal lentitud que no pueden formar una melodía para el hombre común que vive poco, muere pronto y cuyo corazón late con rapidez.
       »Anapuni estaba más cerca. Pero ella me miró a mí. ¿Has oído alguna vez, Kanaka Oolea, una llamada sin sonido pero que resulta más fuerte que las caracolas de Dios? Así me llamó ella desde el otro lado del círculo de bebedores. Empecé a levantarme, porque aún no estaba totalmente borracho, pero el brazo de Anapuni la agarró y tiró de ella, por lo que me dejé caer de nuevo sobre el codo y observé, hecho una furia. Él quería obligarla a sentarse a su lado y yo esperé. Si se sentaba y luego bailaba con él, yo sabía que antes del alba Anapuni sería hombre muerto, porque lo asfixiaría y ahogaría en las aguas poco profundas.
       »¿No te parece extraño, Kanaka Oolea, ese fuego que llamamos amor? Y, sin embargo, no es extraño. Tiene que ser así mientras somos jóvenes o la humanidad no perduraría.
       —Por eso el deseo por la mujer tiene que ser mayor que el deseo por la vida —coincidió Pool—. De lo contrario no habría hombres ni mujeres.
       —Sí —dijo Kumuhana—. Aunque ya han pasado muchos años desde que ese fuego se apagó en mi interior. Lo recuerdo como quien recuerda un amanecer pasado, algo que fue. Envejecemos, nos enfriamos y bebemos ginebra, no para perder el control, sino para calentarnos. Y la leche es muy nutritiva.
       »Pero Malia no se sentó junto a él. Recuerdo sus ojos desorbitados, su cabello suelto y en movimiento, al tiempo que se inclinaba sobre él y susurraba algo a su oído. El cabello lo cubrió y lo ocultó mientras ella hablaba, y aquella imagen hizo latir mi corazón contra mis costillas hasta que me mareé y casi me quedé ciego. Con toda la fuerza de mi voluntad decidí que, si en poco tiempo, Malia no se acercaba a mí, yo cruzaría el círculo en su busca.
       »Aunque eso no llegó a ocurrir. ¿Te acuerdas del jefe Konukalani? Pues se acercó al círculo a grandes zancadas. Estaba rojo de ira. Agarró a Malia, no por el brazo, sino por el pelo, la arrastró consigo y desapareció. Ni siquiera ahora entiendo la mitad de lo ocurrido entonces. Yo, que estaba dispuesto a matar a Anapuni por ella, no alcé una mano ni protesté cuando Konukalani se la llevó arrastrándola del pelo… tampoco lo hizo Anapuni. Claro que nosotros éramos vasallos y él era un jefe. Eso lo sé. Pero ¿por qué dos hombres comunes, locos de deseo por una mujer, siendo en ellos más fuerte el deseo por esa mujer que el deseo de vivir, permiten que cualquier jefe, aunque fuese el más importante de todos, se lleve a la mujer agarrándola del pelo? Si la desean más que a la vida, ¿por qué esos dos hombres temen matar en ese momento al jefe? Se trata de algo más fuerte que la vida, más fuerte que una mujer, pero ¿qué es? Y ¿por qué?
       —Te lo diré —contestó Hardman Pool—. Ocurre porque la mayoría de los hombres son necios y, por eso, los pocos hombres sabios deben cuidar de ellos. Ese es el secreto de los jefes. En todo el mundo hay jefes que dominan a los hombres. Siempre ha habido jefes que deben decir a los muchos necios: «Haced esto; no hagáis eso. Trabajad, y trabajad como os decimos, o vuestras barrigas permanecerán vacías y moriréis. Obedeced las leyes que os imponemos o seréis bestias sin lugar en el mundo. No habríais existido de no ser por los jefes anteriores, que dieron órdenes y controlaron a vuestros padres. No habrá simiente vuestra en el futuro si ahora no os damos órdenes y os controlamos. Tenéis que respetar la paz, ser decentes y sonaros la nariz. Por la noche debéis acostaros temprano y madrugar para trabajar, si queréis dormir en una cama y no en las ramas de los árboles, como las aves de corral. Por eso plantamos ñame y vosotros tenéis que plantarlo ahora. Es ahora, hoy, así que olvidaros de pasar el día en el campo bailando hula y de plantar ñame mañana o cualquier otro día de los muchos que pasáis sin preocupaciones. No debéis mataros los unos a los otros y debéis dejar en paz a las mujeres de vuestros vecinos. Todo esto os dará la vida, porque vosotros vivís al día, mientras que nosotros, vuestros jefes, pensamos en los días por venir».
       —Para mí, tu sabiduría, Kanaka Oolea, es como una nube de montaña que baja y te envuelve sin que te des cuenta de que es una nube —murmuró Kumuhana—. Aunque es una pena que yo haya nacido vasallo y deba serlo durante toda mi vida.
       —Eso es porque eres vasallo por naturaleza —aseguró Hardman Pool—. Cuando un hombre nace vasallo, pero no lo es por naturaleza, se alza, derroca a los jefes y se convierte en jefe de los jefes. ¿Por qué no diriges mi rancho, con sus muchos miles de cabezas de ganado, rotas los pastos cuando llueve, escoges los becerros, negocias y vendes la carne a los barcos, a los buques de guerra y a los habitantes de Honolulú, te peleas con los abogados, ayudas a legislar e incluso le dices al rey lo que debe hacer y lo que resultaría peligroso para él? ¿Por qué ningún otro hombre hace lo que yo hago? Cualquiera de los hombres que trabajan para mí, comen de mi mano y permiten que piense por ellos. Yo, que trabajo más que cualquiera de ellos, que no como más que ellos y que no puedo dormir en más de una esterilla lauhala a la vez, como cualquiera de ellos.
       —Me he deshecho de la nube, Kanaka Oolea —dijo Kumuhana con un semblante mucho más alegre—. Veo con más claridad. Durante toda mi vida he permitido que los aliis a cuya sombra nací pensaran por mí. Siempre, cuando tenía hambre, acudí a ellos en busca de comida, como ahora acudo a tu cocina. Mucha gente come en tu cocina y es natural que así ocurra los días de festín, cuando sacrificas los bueyes más gordos para todos nosotros. Por eso acudo a ti hoy, que soy un viejo cuya fuerza y trabajo no merecen ni un chelín a la semana, y te pido doce dólares para comprar un burro y una silla y brida de segunda mano. Por eso hace media hora que veinte hombres, bajo estos cenízaros, te pidieron un dólar o dos, cuatro o cinco, diez o doce. Somos los despreocupados que viven sin preocupaciones y que no plantarán el ñame a tiempo si su alii no se lo ordena, que nunca pensarán por su cuenta y que, cuando envejecen hasta perder todo valor, saben que su alii proporcionará kow-kow a sus barrigas y pondrá un techo de paja sobre sus cabezas.
       Hardman Pool asintió como muestra de comprensión e insistió:
       —Pero háblame de los huesos de Kahekili. El jefe Konukalani acababa de llevarse a Malia a rastras y Anapuni y tú permanecisteis sentados, sin protestar, en el círculo de bebedores. ¿Qué fue lo que Malia susurró al oído de Anapuni cuando se inclinó sobre él y le ocultó el rostro con la melena?
       —Que Kahekili había muerto. Eso fue lo que le susurró a Anapuni. Que Kahekili estaba muerto, acababa de morir, y los jefes, tras ordenar a los presentes que permanecieran en el interior de la casa, debatían cómo ocuparse de sus restos antes de que la noticia de su muerte se hiciera conocida. Que quien lo organizaba todo era el sumo sacerdote Eoppo y que ella había oído que precisamente Anapuni y yo habíamos sido elegidos para ser sacrificados y acompañar a Kahekili y sus huesos, con la misión de cuidar de él para siempre en el misterioso otro mundo.
       —El moeppu, el sacrificio humano —comentó Pool—. Sin embargo, ya hacía nueve años que habían llegado los misioneros.
       —Y el año anterior a su llegada los ídolos fueron desterrados y el tabú roto —añadió Kumuhana—. Pero los jefes continuaban practicando las viejas tradiciones, la costumbre de hunakele, y escondían los huesos de los aliis donde ningún hombre pudiese encontrarlos y hacer anzuelos con las mandíbulas o puntas de flecha con los huesos más largos para divertirse matando pequeños ratones. ¡Mira, Kanaka Oolea!
       El anciano sacó la lengua y, para asombro de Pool, dejó al descubierto la superficie de ese órgano tan delicado, tatuada por completo con intrincados motivos.
       —Eso me lo hicieron después de que llegaran los misioneros, varios años después cuando murió Keopuolani. Además, me arranqué cuatro de los dientes delanteros y quemé semicírculos por todo mi cuerpo con una corteza abrasadora. Esa noche, los jefes mataron a todos los que se atrevieron a salir de casa. Tampoco se permitió encender la más mínima luz, ni hacer ruidos o susurrar. Incluso mataron a los perros y los cerdos que hicieron ruido y, durante toda esa noche, las campanas de los barcos haole que estaban en puerto tampoco pudieron sonar. En aquellos tiempos, cuando un alii moría, era horrible.
       »Pero volvamos a la noche en que murió Kahekili. Cuando Konukalani se llevó a Malia a rastras, nosotros continuamos sentados en el círculo de bebedores. Algunos de los marineros haole se quejaron, pero en aquellos tiempos ellos eran minoría y los kanakas abundaban. Nadie volvió a ver a Malia. Solo Konukalani supo cómo había muerto, y nunca lo contó. Y eso que, en años posteriores, Anapuni y yo, a pesar de ser vasallos, nos atrevimos a preguntárselo.
       »Había logrado advertir a Anapuni antes de que se la llevaran. Pero Anapuni tenía el corazón negro. A mí no me dijo nada. Se merecía la muerte que yo había pensado para él. En el círculo había un arponero gigantesco cuyo canto era como el bramido de un toro. Lo miré asombrado cuando empezó a vociferar una canción marinera y, cuando volví a mirar hacia Anapuni, Anapuni ya no estaba. Había huido a lo alto de las montañas para ocultarse allí, con los que atrapaban pájaros, durante siete meses. Eso lo supe después.
       »¿Yo? Continué sentado, avergonzado porque mi deseo por una mujer no hubiese sido tan fuerte como mi obediencia esclava a un jefe. Ahogué mi vergüenza en largos sorbos de ron y whisky, hasta que el mundo empezó a dar vueltas, tanto dentro como fuera de mi cabeza, la Cruz del Sur bailó un hula en el cielo, las montañas Koolau inclinaron sus elevadas cimas hacia Waikiki y las olas de Waikiki besaron sus frentes. El arponero gigante siguió bramando y sus rugidos fueron lo último que oí antes de caer boca arriba sobre la esterilla lauhala como si estuviera muerto.
       »Cuando me desperté empezaba a clarear. Un talón descalzo y duro me golpeaba en las costillas. Debido a la cantidad de bebida que había tomado, las sensaciones que aquel talón provocó en mí no eran agradables. Los kanakas y las wahines del círculo ya no estaban. Solo quedaba yo entre los marineros dormidos, y el arponero gigante, que roncaba como una ballena, apoyaba la cabeza en mis pies.
       »Los golpes de talón continuaron, así que me senté y me mareé. Pero el de los golpes estaba impaciente y quiso saber dónde se encontraba Anapuni. Yo no lo sabía y recibí golpes por ambos lados, propinados por dos hombres impacientes. Tampoco sabía que Kahekili había muerto. Aunque imaginé que algo grave ocurría porque los dos hombres que me pateaban eran jefes y no había vasallos inclinándose tras ellos para cumplir sus órdenes. Uno era Aimoku, de Kaneohe; el otro, Humuhumu, de Manoa.
       »Me ordenaron que los acompañase y no lo hicieron con amabilidad. Al levantarme, la cabeza del arponero dejó de apoyarse en mis pies, rodó sobre la esterilla y acabó en la arena. Gruñó como un cerdo, sus labios se abrieron y la enorme lengua salió de la boca, sobre la arena. Pero no la retiró. Por primera vez supe lo larga que podía ser la lengua de un hombre. Ver la arena pegada a ella hizo que volviera a marearme. El día siguiente a una noche de borrachera es terrible. Todo me ardía, tenía sed, mi interior estaba carbonizado, era como aa lava, como la lengua del arponero, seca y llena de arenas. Me incliné para coger un coco a medio beber, pero Aimoku le dio una patada y lo arrancó de mis temblorosos dedos, mientras Humuhumu me golpeaba en el cuello con el canto de la mano.
       »Caminaban por delante de mí, uno junto al otro, con gesto solemne y sombrío, y yo iba pegado a sus talones. Me apestaba el aliento por la bebida, la cabeza me daba vueltas y me habría cortado la mano derecha por un poco de agua, por muy poco, incluso por un único sorbo. Si la hubiese tomado, sé que habría crepitado en el interior de mi barriga, como el agua que se arroja sobre las piedras calientes para cocinar. El día siguiente a beber es terrible. He vivido la vida entera de muchos hombres que murieron jóvenes desde la última vez que fui capaz de beber de esa forma, cuando la juventud no sabe lo que es llegar a un límite ni se intimida ante nada.
       »Pero al ir avanzando, me di cuenta de había muerto algún alii. No vi kanakas dormidos en la arena, aunque yo sabía que no habían abandonado sus aventuras amorosas para volver a casa por su propia cuenta; tampoco habían salido las canoas a pescar, precisamente cuando más fácil resultaba, durante el cambio de marea. Tras dejar atrás el heiau (templo) y llegar al punto donde el gran Kamehameha sacaba del agua sus bergantines y goletas, vi, bajo los cobertizos de las canoas, que habían retirado las cubiertas de paja de la gran canoa doble de Kahekili y que, a pesar de estar la marea baja, muchos hombres la empujaban playa abajo para botarla. Pero todos esos hombres eran jefes. Y, aunque me costaba centrar la mirada, la cabeza me daba vueltas y el interior del cuerpo me ardía, supuse que el alii muerto era Kahekili. Era viejo y, por lo tanto, más probable que muriese.
       —Según oí contar, fue su muerte lo que de verdad arruinó la rebelión del gobernador Boki, más que la intercesión de Kekuanaoa —intervino Hardman Pool.
       —La arruinó la muerte de Kahekili —confirmó Kumuhana—. Todos los vasallos, cuando esa noche se extendió la noticia de su muerte, se cobijaron en el interior de las cabañas, sin encender fuego ni pipas y sin hacer ruido al respirar, ya que todo eso era tabú, por lo que podrían acabar sacrificados. Los vasallos que luchaban con el gobernador Boki, además de los haoles desertores de los barcos, huyeron del mismo modo, de manera que los cañones de latón quedaron inservibles y el puñado de jefes restante no pudo hacer nada.
       »Aimoku y Humuhumu ordenaron que me sentara sobre la arena, cerca del lugar donde botaban la gran canoa doble. Una vez a flote, todos los jefes tuvieron sed porque no estaban acostumbrados a semejantes esfuerzos. Me ordenaron subir a las palmeras que se alzaban tras los cobertizos de las canoas y arrojar varios cocos para que pudieran beber su agua. Ellos bebieron y se refrescaron, pero a mí no me dieron permiso.
       »Después llevaron a Kahekili desde su casa a la canoa en un ataúd haole, engrasado, barnizado y nuevo. Había sido hecho por un carpintero de ribera que pensaba que estaba fabricando un bote que no debía filtrar agua. Era hermético y arriba, donde estaba el rostro de Kahekili, solo había una lámina fina de cristal. Los jefes no habían atornillado el tablón exterior para cubrir el cristal. Tal vez no sabían cómo funcionan los ataúdes de los haoles; pero, en cualquier caso, yo acabaría por alegrarme de que no lo supieran, como muy pronto verás.
       »—Solo hay un moepuu —dijo el sacerdote Eoppo mientras miraba hacia mí, que estaba sentado en el ataúd, sobre el fondo de la canoa. Los jefes ya remaban para remontar el arrecife.
       »—El otro ha huido y se ha escondido —respondió Aimoku—. Solo encontramos a este.
       »Entonces lo supe. Lo supe todo. Me iban a sacrificar. El otro sacrificado iba a ser Anapuni. Eso fue lo que Malia le susurró a Anapuni mientras bebíamos. Pero se la habían llevado antes de que pudiera advertirme a mí. Y, en su maldad, él no me lo había dicho.
       »—Deberían ser dos —dijo Eoppo—. Lo dice la ley.
       »Aimoku dejó de remar y miró hacia la orilla, como si pensara en volver para buscar un segundo sacrificado. Pero varios de los jefes se negaron y dijeron que todos los vasallos habían huido a las montañas o cumplían el tabú en sus casas, por lo que podrían tardar varios días en apresar a uno. Al final, Eoppo cedió, aunque de vez en cuando se quejaba de que la ley exigía dos moeppus.
       »Continuamos remando, dejamos atrás Diamond Head, llegamos hasta Koko Head y seguimos hasta encontrarnos en medio del canal de Molokai. Había bastante oleaje, aunque los alisios no soplaban con fuerza. Los jefes descansaron un rato, excepto los timoneles, que mantenían la proa en la dirección que mejor permitía aprovechar viento y oleaje. Antes de recuperar los remos, abrieron más cocos y bebieron.
       »—No me importa demasiado ser el moeppu —le dije a Humuhumu—, pero me gustaría beber algo antes de que me matéis.
       »No me dieron de beber. Pero dije la verdad. El exceso de whisky y ron me afectaba lo suficiente como para no temer a la muerte. Al menos dejaría de tener tan mal sabor de boca, no me dolería la cabeza ni tendría las entrañas como arena seca y caliente. Casi lo peor de todo era cuando pensaba en la lengua del arponero tal y como la había visto por última vez: sobre la arena y cubierta de arenas… Kanaka Oolea, ¡qué animales son los jóvenes con la bebida! Hasta que no son viejos, como tú y yo, no controlan su sed injustificada y empiezan a beber con moderación, como tú y yo.
       —Porque nos vemos obligados —contestó Hardman Pool—. Los estómagos viejos se vuelven frágiles y delicados y bebemos con moderación porque no nos atrevemos a beber más. Somos sabios, pero la sabiduría es amarga.
       —El sacerdote Eoppo cantó una larga mele sobre la madre de Kahekili, la madre de su madre y todas las madres hasta el principio de los tiempos —continuó Kumuhana—. Yo tenía la sensación de que iba a morir antes de que acabase. Convocó a todos los dioses del inframundo, el mundo medio y el superior para que cuidasen y albergasen al alii muerto que estábamos a punto de entregarles y para que cumpliesen las maldiciones, unas maldiciones espantosas, con las que amenazaba a todo hombre vivo entonces y después que pudiese manipular los huesos de Kahekili para usarlos en su deporte de matar alimañas.
       »¿Sabes, Kanaka Oolea? El sacerdote hablaba una lengua muy diferente y ahora sé que era la lengua de los sacerdotes, la lengua antigua. A Maui no lo llamaba Maui, sino Maui-Tiki-Tiki y Maui-Po-Tiki. A Hiña, la diosa madre de Maui, la llamaba Ina. Y al dios padre de Maui lo llamaba a veces Akalana y otras Kanaloa. ¡Es curioso que alguien a punto de morir y tan sediento se acuerde de esas cosas! También recuerdo que el sacerdote llamaba Vaii a Hawái y Ngangai a Lanai.
       —Esos eran los nombres maoríes —explicó Hardman Pool—, y los nombres samoanos y tonganos que los sacerdotes trajeron con ellos en los primeros viajes desde el sur, hace mucho tiempo, cuando descubrieron Hawái y se establecieron aquí.
       —Grande es tu sabiduría, Kanaka Oolea —reconoció el anciano en tono solemne—. A Ku, nuestro Defensor de los Cielos, el sacerdote lo llamaba Tu y también Ru. Y a La, nuestro Dios del Sol, lo llamaba Ra…
       —Ra era el dios del sol en Egipto, hace mucho tiempo —interrumpió Pool, dando muestras de interés—. Es cierto que los polinesios habéis viajado muy lejos, tanto en el tiempo como en el espacio, desde que empezasteis a hacerlo. Hay mucha diferencia entre el antiguo Egipto, cuando la Atlántida se mantenía a flote, y la joven Hawái del Pacífico Norte. Pero continúa, Kumuhana. ¿Recuerdas algo más de lo que cantaba el sacerdote Eoppo?
       —Al final —prosiguió Kumuhana—, aunque yo estaba casi muerto, y próximo a morir bajo el cuchillo del sacerdote, cantó algo de lo que recuerdo todas las palabras. Escucha. Decía así.
       El viejo cantó en un falsete trémulo, con las acostumbradas notas entrecortadas.
       —Sin duda se trata de un cántico maorí a la muerte —exclamó Pool—, cantado por un hawaiano con la lengua tatuada. Repítelo y yo te lo traduciré.
       Cuando el anciano lo cantó de nuevo, él lo recitó despacio:


Pero la muerte no es nada nuevo.
La muerte existe desde que el viejo Maui murió.
Luego Pata-tai se rio mucho
y despertó al dios duende,
quien lo cortó en dos y lo encerró,
por lo que llegó el crepúsculo.


       —Aunque al final —continuó Kumuhana— no me mataron. Eoppo, con el cuchillo en la mano y dispuesto a alzarlo para matar, no lo alzó. ¿Y yo? ¿Cómo me sentía y qué pensaba? A menudo, Kanaka Oolea, me he reído al recordarlo. Me sentía muy sediento. No quería morir. Quería beber agua. Sabía que iba a morir y no paraba de pensar en los miles de cascadas que caían por los palis (precipicios), desperdiciando el agua, a barlovento de las montañas Koolau. No pensaba en Anapuni. Tenía demasiada sed. No pensaba en Malia. Tenía demasiada sed. Pero sin descanso, en mi cabeza, veía la lengua del arponero, seca y cubierta de arenas, como la había visto por última vez, sobre la arena. Yo también tenía la lengua así. Y en el fondo de la canoa rodaban muchos cocos. Pero no intenté beber, porque ellos eran jefes y yo su vasallo.
       »—No —dijo Eoppo, al tiempo que ordenaba a los jefes que arrojasen el ataúd por la borda—. No hay dos moepuus, por lo tanto, no habrá ninguno.
       »—Mata al que hay —gritaron los jefes.
       »Pero Eoppo negó con la cabeza y dijo:
       »—No podemos enviar a Kahekili de viaje con solo una parte de su séquito.
       »—Medio pez es mejor que ninguno —dijo Aimoku, echando mano del viejo refrán.
       »—No en el entierro de un alii —respondió enseguida el sacerdote—. Lo dice la ley. No podemos mostrarnos miserables con Kahekili y reducir a la mitad su cuota de sacrificio.
       »Y así, de momento, mientras arrojaban el ataúd por la borda, no me mataron. Lo extraño fue que de inmediato me alegré de poder vivir. Empecé a acordarme de Malia y a planear cómo me vengaría de Anapuni. Mientras la sangre de la vida se renovaba en mi interior, mi sed se multiplicó por diez y sentí lengua, boca y garganta tan llenas de arena como la lengua del arponero. En cuanto arrojaron el ataúd por la borda, me senté en el fondo de la canoa. Un coco rodó entre mis piernas y las cerré para sujetarlo. Pero en el instante en que lo agarré con la mano, Aimoku me golpeó con el borde del remo y dijo: «¡Mirad!».
       »Alzó una mano, en la que había dos dedos torcidos debido a alguna fractura sin reducir.
       »No tuve tiempo de quejarme de dolor porque cosas peores me aguardaban. Todos los jefes gritaban horrorizados. El ataúd, boca arriba, no se había hundido. Se mecía en el mar, por detrás de nosotros. Y la canoa, sin nadie que la gobernase, era arrastrada por el viento y las olas hacia el ataúd. El cristal quedaba a nuestra altura, por lo que veíamos el rostro y la cabeza de Kahekili. Nos sonreía y parecía vivo, ya en el otro mundo, enfadado con nosotros y, gracias al poder del otro mundo, a punto de vengar su ira sobre nosotros. No paraba de balancearse y la canoa cada vez se acercaba más a él.
       »—¡Mátalo! ¡Desángralo! ¡Apuñálalo en el corazón! —era lo que los jefes le gritaban a Eoppo, dominados por el miedo—. ¡Dale una parte de su séquito! ¡Que el alii se lleve medio pez!
       »Eoppo, a pesar de ser sacerdote, también tenía miedo y su lógica se debilitó ante la imagen de Kahekili en el ataúd que no se hundía. Me agarró por el pelo, me arrastró hasta sus pies y alzó el cuchillo para clavármelo en el corazón. Yo no me resistí. De nuevo solo pensaba en la mucha sed que tenía y, ante mis ojos casi ciegos, en medio del aire y muy cerca, colgaba la lengua cubierta de arena del arponero.
       »Pero antes de que el cuchillo cayera y entrara en mi carne, ocurrió algo que fue mi salvación. Akai, hermanastro del gobernador Boki, como recordarás, era el timonel de la canoa, por lo que iba a proa y se encontraba más cerca que nadie del ataúd y del muerto que no quería hundirse. Estaba muerto de miedo y lanzó de golpe la punta del remo para repeler al alii encerrado, que parecía dispuesto a subir a bordo. La punta del remo golpeó el cristal. El cristal se rompió…
       —Y el ataúd se hundió de inmediato —intervino Hardman Pool—, porque el aire que lo hacía flotar salió a través del cristal roto.
       —El ataúd se hundió de inmediato, porque el carpintero lo había construido como si fuera un bote —confirmó Kumuhana—. Y yo, que era un moepuu, volví a ser un hombre. Sobreviví, aunque sufrí mil muertes debido a la sed antes de que regresáramos a la playa de Waikiki.
       »Así que ya ves, Kanaka Oolea, los huesos de Kahekili no descansan en el Mausoleo Real. Están en el fondo del Canal de Molokai, si es que no hace mucho que se convirtieron en polvo flotante o cieno, o, incorporados a los cuerpos de las criaturas coralinas ya muertas, forman parte del arrecife de coral. Yo soy el único hombre vivo de quienes vieron los huesos de Kahekili hundirse en el Canal de Molokai.
       Se produjo una pausa, durante la que Hardman Pool se concentró en sus pensamientos y Kumuhana se lamió los secos labios varias veces. Al final rompió el silencio:
       —¿Los doce dólares, Kanaka Oolea, para el burro y la silla y brida de segunda mano?
       —Los doce dólares serían tuyos —respondió Pool mientras entregaba al anciano seis dólares y medio—, si no fuese porque tengo en mi establo la silla y la brida perfectas para ti y te las regalo. Con estos seis dólares y medio comprarás un burro más que apropiado al pake (chino) de Kokako, quien ayer mismo me dijo que ese era el precio.
       Continuaron sentados. Pool meditaba y memorizaba en su interior el cántico maorí a la muerte que había escuchado, sobre todo el verso: «Por lo que llegó el crepúsculo», en el que encontraba una intensa satisfacción de la belleza. Kumuhana se lamía los labios y daba muestras de que esperaba algo más. Por fin, volvió a romper el silencio.
       —He hablado mucho tiempo, Kanaka Oolea. Mi boca no conserva la humedad duradera de la juventud. Siento que vuelve a dominarme la sed que me atormentó mientras me perseguía la imagen de la lengua del arponero. La leche y la ginebra, Kanaka Oolea, son buenas para una lengua como la del arponero.
       La sombra de una sonrisa aleteó en el rostro de Pool. Dio una palmada y la niña llegó corriendo.
       —Trae un vaso de leche con ginebra para el anciano Kumuhana —ordenó Hardman Pool.



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