Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


Las lágrimas de Ah Kim (1916)
(“The Tears of Ah Kim”)
Originalmente publicado (póstumo) en la revista Cosmopolitan,
v. 65 (julio 1918);
On the Makaloa Mat (póstumo)
(Nueva York: The Macmillan Company, 1919, 229 págs.)



      Se oía ruido y jaleo, pero no escándalo, en el barrio chino de Honolulú. Quienes se encontraban cerca se limitaron a encogerse de hombros y a sonreír con tolerancia ante el altercado, como si fuese algo habitual.
       —¿Qué pasa? —preguntó Chin Mo, en la cama debido a una pleuresía, a su mujer, que se había detenido un instante frente a la ventana abierta, para escuchar.
       —Solo es Ah Kim —respondió ella—. Su madre vuelve a pegarle.
       La gresca tenía lugar en el jardín, en la parte trasera de las habitaciones donde vivían, a su vez en la trasera de la tienda que daba a la calle, con su orgulloso letrero: Compañía Ah Kim, Gran Almacén. El jardín era un espacio en miniatura de dos metros cuadrados que, de forma ingeniosa, lograba engañar la vista y hacerlo parecer de una inmensidad ilimitada. Había bosques de pinos y robles enanos, de siglos de antigüedad pero que solo medían entre sesenta y noventa centímetros de altura, cuya importación había exigido grandes cuidados y mucho dinero. Un puente diminuto, de un paso de ancho, se arqueaba sobre un río en miniatura que fluía entre rápidos y cataratas desde un lago enano repoblado con carpas doradas de infinitas aletas y un tono anaranjado que, en proporción con el lago y el paisaje, parecían ballenas. A cada lado surgían las muchas ventanas de los edificios de varios pisos. En el centro del jardín, sobre el estrecho paseo de gravilla junto al lago, Ah Kim recibía una ruidosa paliza.
       Ah Kim no era un muchacho de corta edad al que se pudiera pegar. Era el propietario de la Compañía Ah Kim y suyo era el logro de haberla levantado a lo largo de los años, partiendo de las cuatro perras ahorradas en su trabajo como culi hasta poseer una cuenta bancaria de cuatro cifras y una reputación de máxima garantía. Medio siglo de veranos e inviernos habían pasado sobre su cabeza y, al pasar, lo habían hecho engordar, por lo que tenía aspecto desahogado y aires de suficiencia. Bajo de altura, visto de frente resultaba tan orondo como una pepita de sandía. Tenía la cara redonda. Su atuendo era señorial, de seda, y su casquete de seda negra, coronado por un botón rojo, que ahora por desgracia se encontraba en el suelo, era el tipo de casquete que usaban los mercaderes de éxito y dignidad de su raza.
       Pero en ese momento su aspecto era de todo menos digno. Intentando evitar y protegerse de la lluvia de golpes propinados con una caña de bambú, se había agachado, doblado en dos. Cuando le pegaban en los nudillos y codos, con los que se protegía rostro y cabeza, sus muecas de dolor eran verdaderas e involuntarias. Desde las ventanas que los rodeaban, la vecindad observaba, disfrutando plácidamente.
       ¿Y quién manejaba la vara con la astucia que da la práctica? Tenía setenta y cuatro años que aparentaba hasta el último minuto. Sus delgadas piernas estaban enfundadas en unos pantalones rectos de lino rígido y negro, satinado. Su cabello ralo, canoso, estaba aplastado y peinado hacia atrás de forma implacable desde una frente despiadada y estrecha. No tenía cejas porque las había perdido tiempo atrás. Sus ojos eran diminutos y del negro más oscuro. Resultaba espantosamente cadavérica. Su arrugado antebrazo, a la vista bajo la manga floja, no tenía más músculo que varias cuerdas de arco tensadas sobre un hueso raquítico bajo una piel amarillenta como el pergamino. A lo largo del brazo momificado, unos brazaletes de jade ascendían y descendían, chocando entre sí a cada golpe.
       —¡Ah! —gritaba, enfatizando rítmicamente los golpes en series de tres por cada estridente comentario—. Te prohibí que hablases con Li Faa. Hoy te paraste en la calle con ella. No hace ni una hora. Hablasteis media hora seguida. ¿Qué es eso?
       —Ha sido el condenado teléfono —murmuró Ah Kim, mientras ella detenía la vara para oír lo que decía—. Te lo dijo la señora Chang Lucy. Sé que fue ella. Me vio. Haré que quiten el teléfono de casa. Es un aparato del demonio.
       —Es un aparato del demonio, sí —aceptó la señora Tai Fu, mientras agarraba mejor la vara—, pero el teléfono se queda. Me gusta hablar por teléfono con la señora Chang Lucy.
       —Tiene los ojos de diez mil gatos —dijo Ah Kim, al tiempo que se agachaba y recibía el golpe en los nudillos—. Y las lenguas de diez mil chivatos —añadió antes de volver a agacharse.
       —Es una desvergonzada insolente y maleducada —recalcó la señora Tai Fu.
       —La señora Chang Lucy siempre lo ha sido —murmuró Ah Kim, hijo obediente.
       —Yo hablo de Li Faa —lo corrigió su madre con un buen golpe de vara—. Ya sabes que solo es medio china. Su madre era una kanaka desvergonzada. Usa faldas como las enviciadas mujeres haole, y corsés, como yo misma he podido ver. ¿Dónde están sus hijos? Sin embargo, ha enterrado a dos maridos.
       —Uno se ahogó y al otro lo mató un caballo de una coz —matizó Ah Kim.
       —Un año con ella, hijo indigno de un padre bueno, y estarías encantado de ahogarte o de permitir que un caballo te cocease.
       Las risas apagadas del público que miraba por las distintas ventanas aplaudieron su comentario.
       —Tú también enterraste a dos maridos, venerada madre —contestó Ah Kim, sin lograr contenerse.
       —Y tuve el buen gusto de no casarme con un tercero. Además, mis dos maridos murieron honorablemente en sus camas. Ni los coceó un caballo ni se ahogaron. ¿Qué les importa a nuestros vecinos si tuve dos maridos, diez o ninguno? ¿Por qué cuentas eso? Has provocado un escándalo a mi costa y por eso te daré una paliza en toda regla.
       Ah Kim soportó la entrecortada lluvia de golpes y, cuando su madre se detuvo, dijo cansado y casi sin aliento:
       —Siempre he insistido y suplicado, venerada madre, que me pegues dentro de casa con las ventanas y la puerta bien cerradas, en lugar de en la calle o en el jardín trasero.
       —Has llamado a esa extravagante de Li Faa plateada flor de luna —contestó la señora Tai Fu con una falta de lógica muy femenina, pero certera, porque distrajo a su hijo y evitó que insistiese en su atinada ofensiva.
       —Te lo dijo la señora Chang Lucy —acusó él.
       —Me lo dijeron por teléfono —se zafó su madre—. No conozco todas las voces que me hablan por ese aparato del demonio.
       Curiosamente, Ah Kim no se molestaba en escapar de su madre, algo que podría haber hecho con facilidad. Y ella, por su parte, encontraba más motivos para seguir golpeándolo.
       —¡Ah! ¡Testarudo! ¿Por qué no lloras? ¡Mula que avergüenza a sus ancestros! Nunca he conseguido hacerte llorar, ni cuando eras pequeño. ¡Contesta! ¿Por qué no lloras?
       Debilitada y jadeante debido al esfuerzo, soltó la vara, resolló y tembló como si sufriera una parálisis nerviosa.
       —No lo sé, pero soy así —contestó Ah Kim, al tiempo que observaba a su madre, solícito—. Te traeré una silla, te sentarás, descansarás y te sentirás mejor.
       Pero ella se apartó de él con un bufido, cruzó el jardín tambaleándose y entró en la casa. Mientras, Ah Kim recuperó su casquete, se alisó la ropa, se frotó las heridas y miró a su madre con devoción. Incluso sonrió y casi dio la impresión de que había disfrutado con la paliza.


       Ah Kim había recibido esas palizas desde que era niño, cuando vivía en las altas orillas de la undécima catarata del río Yangtsé. Allí había nacido su padre y trabajado duramente toda su vida como culi remolcador, desde muy joven. Al morir, Ah Kim aceptó la misma honrada profesión. Todos los hombres de su familia, hasta donde alcanzaba la memoria y más allá, habían sido culis remolcadores. En la época de Cristo, sus antepasados directos ya se dedicaban a lo mismo: se encontraban con los juncos —construidos de forma similar— antes de pasar los rápidos, al pie del cañón, anudaban ochocientos metros de cuerda a cada junco y, dependiendo de su tamaño, entre cien y doscientos culis se ponían en fila y, con la fuerza bruta de los hombres que se inclinaban hasta que sus manos rozaban el suelo y sus frentes quedaban a veces a solo treinta centímetros de él, arrastraban el junco para subirlo por los rápidos hasta la parte alta del cañón.
       Al parecer, a pesar de los siglos transcurridos, el pago por los servicios prestados no mejoraba. Su padre, el padre de su padre y también él, Ah Kim, habían recibido la misma e invariable remuneración: una catorceava parte de centavo por junco, según el valor del dinero en Hawái. Durante los días largos y afortunados del verano —cuando las aguas estaban más tranquilas, los juncos abundaban y había dieciséis horas de luz—, en dieciséis horas de un trabajo tan heroico podían llegar a ganar más de un centavo. Pero un culi remolcador no ganaba en todo el año más de un dólar y medio. La gente podía vivir, y vivía, con semejantes ingresos. Algunas criadas recibían un dólar al año por sus servicios. Los rederos de Ti Wi ganaban entre un dólar y dos dólares al año. Vivían con esos sueldos o, al menos, no morían. Pero los culis remolcadores contaban con otras ganancias, que aportaban honor a la profesión y convertían al gremio en una sociedad o sindicato hereditario. Un junco de cada cinco que remolcaban para ascender o descender los rápidos se accidentaba. Uno de cada diez se perdía por completo. Los culis del gremio de remolcadores conocían las rarezas y los caprichos de las corrientes, y aferraban, amontonaban y recogían del río una cosecha aguada. Los culis inferiores respetaban a los del gremio porque podían permitirse tomar té compacto y arroz del número cuatro todos los días.
       Ah Kim se había sentido satisfecho y orgulloso hasta que, un frío día de primavera, entre viento, granizo y aguanieve, arrastró hasta la orilla a un marinero cantonés que se ahogaba. Mientras entraba en calor junto al fuego, aquel trotamundos fue quien primero pronunció ante él el mágico nombre de Hawái. El marinero dijo que él nunca había estado en aquel paraíso del obrero, pero que muchos chinos de Cantón habían ido allí y enviaban cartas en las que contaban cómo vivían. En Hawái nunca había heladas ni hambrunas. Hasta los cerdos, a los que no hacía falta alimentar, estaban siempre gordos gracias a la cantidad y calidad de los desperdicios que el hombre desdeñaba. Una familia cantonesa o del Yangtsé podía vivir de la basura de un culi hawaiano. ¡Y los sueldos! Los demonios blancos, magnates del azúcar, pagaban al mes por contrato a un culi chino diez dólares de oro o veinte dólares comerciales. En un año, el culi recibía la prodigiosa suma de doscientos cuarenta dólares comerciales, más de cien veces lo que un culi que trabajaba diez veces más duro recibía en la undécima catarata del Yangtsé. Teniéndolo todo en cuenta, la posición económica de un culi hawaiano era cien veces mejor y, si se calculaba la cantidad de trabajo, mil veces mejor. Además, el clima era maravilloso.
       Cuando Ah Kim cumplió veinticuatro años, y a pesar de las palizas y ruegos de su madre, renunció al antiguo y honorable gremio de los culis remolcadores, dejó que su madre entrara como criada en la casa de un jefe culi a cambio de un dólar al año y un vestido anual inferior a treinta centavos, y partió Yangtsé abajo, rumbo al gran mar. Corrió muchas aventuras y muchas fueron sus penalidades y esfuerzos hasta llegar a Cantón como marinero de un junco de agua salada. A los veintiséis entregó por contrato cinco años de su vida y su trabajo a los magnates del azúcar hawaiano y partió rumbo a aquella isla lejana, formando parte de un grupo de ochocientos culis, a bordo de un vapor medio podrido, gobernado por un capitán loco y unos oficiales borrachos, que la Lloyds rechazaba asegurar.
       Entre los obreros, la posición de Ah Kim como culi remolcador había sido honorable. En Hawái, aunque recibía cien veces más dinero, se encontró con que lo consideraban y trataban como lo peor de lo peor: un culi de plantación; no se podía caer más bajo. Pero un culi cuyos ancestros han remolcado juncos en la undécima catarata del Yangtsé desde antes del nacimiento de Cristo inevitablemente hereda gran cantidad de un rasgo concreto: la paciencia. Esa era la paciencia de Ah Kim. Al cabo de los cinco años, terminado su contrato obligatorio, magro como nunca de cuerpo, en la cuenta bancada le faltaban solo diez dólares para poseer mil dólares comerciales.
       Con esa suma podría haber regresado al Yangtsé y retirarse para vivir como un hombre rico. Habría poseído una cifra aún mayor si no hubiese jugado de vez en cuando y de forma conservadora al fan-tan y otros juegos clásicos y si, durante un año, no hubiese trabajado arduamente entre los ciempiés y los escorpiones de los asfixiantes cañamelares en el estado semionírico que provoca la ingesta continuada de opio. El motivo por el que no trabajó los cinco años hechizado por el opio fue lo caro que resultaba dicho hábito. No había tenido escrúpulos morales. Simplemente, la droga costaba demasiado.
       Pero Ah Kim no regresó a China. Había observado la vida comercial de Hawái y adquirido una ambición desmesurada. Durante seis meses, para aprender el negocio y, de paso, a hablar inglés, trabajó como dependiente en la tienda de la plantación. Al cabo de ese tiempo sabía más sobre ese almacén que ningún encargado de plantación sobre cualquier almacén de plantación. Cuando renunció a su puesto ganaba cuarenta dólares de oro al mes —u ochenta comerciales— y empezaba a engordar. Además, su actitud hacia los simples culis contratados se había vuelto claramente aristocrática. El encargado quiso subirle el sueldo hasta los sesenta dólares de oro, lo que al año hubiese significado la fabulosa cifra de mil cuatrocientos cuarenta dólares comerciales o setecientas veces más sus ingresos anuales en el Yangtsé como caballo de carga bípedo a una catorceava parte de un centavo de oro por junco.
       En lugar de aceptar, Ah Kim se fue a Honolulú y, en los grandes almacenes Fong & Chow Fong, empezó a trabajar desde abajo por quince dólares de oro al mes. Allí se quedó un año y medio y dimitió a los treinta y tres años, a pesar de los setenta y cinco dólares de oro al mes que sus jefes chinos le pagaban. Entonces fue cuando levantó su primer letrero: Compañía Ah Kim, Gran Almacén. Además, al estar mejor alimentado, su figura menos magra empezaba a presagiar la silueta de pepita de calabaza que lo caracterizaría en el futuro.
       Prosperó cada vez más al pasar los años y, a los treinta y seis, su figura engordaba con rapidez y, al ser miembro del poderoso y exclusivo Hai Gun long y de la Asociación de Comerciantes Chinos, acostumbraba a participar en calidad de anfitrión en cenas que le habrían costado treinta años de arduo trabajo en la undécima catarata. Solo echaba en falta dos cosas: una esposa y su madre, para que lo golpease con la vara como antaño.
       A los treinta y siete consultó el saldo de su cuenta bancaria. Tenía tres mil dólares de oro. Por un pago inicial de dos mil quinientos y una hipoteca asequible podía comprar la casucha de tres plantas y el solar sobre el que se levantaba. Pero entonces solo le quedarían quinientos para la esposa. Fu Yee Po tenía una hija casadera con los pies adecuadamente pequeños, a la que estaba dispuesto a traer desde China y vendérsela por ochocientos dólares más los gastos de importación. Además, Fu Yee Po incluso se ofrecía a aceptar un pago inicial de quinientos y el resto en un pagaré al seis por ciento.
       Ah Kim, de treinta y siete años, gordo y soltero, deseaba de verdad tener esposa, sobre todo una esposa de pies pequeños, porque, al haber nacido en China y ser criado allí, su fantasía femenina incluía esa inmemorial mujer de pies diminutos. Pero más, incluso más y mucho más que una esposa de pies pequeños, quería a su madre y las deliciosas palizas que le daba. De modo que rechazó las facilidades que le ofrecía Fu Yee Po y, a un precio muy inferior, importó a su propia madre, quien pasó de servir en casa de un jefe culi, por un sueldo anual de un dólar y un vestido de treinta centavos, a ser la señora de su casa de tres pisos de Honolulú, con dos criados domésticos, tres dependientes y un mozo trabajando a sus órdenes, por no hablar de la mercancía —tejidos— valorada en diez mil dólares que se apilaba en los estantes y que abarcaba desde los crepés de algodón más baratos a las sedas bordadas a mano más caras. Porque incluso entonces, el gran almacén de Ah Kim ya empezaba tener en cuenta a los turistas procedentes de Estados Unidos.
       Ah Kim había vivido tolerablemente bien y feliz con su madre durante trece años, recibiendo metódicamente sus palizas por motivos justos o injustos, reales o imaginados. Al cabo de ese tiempo, sentía que su corazón y su cabeza anhelaban, tanto como siempre, tener esposa e hijos que lo sobrevivieran y que prolongasen la dinastía de la Compañía Ah Kim. Ese es el sueño que siempre ha afligido al hombre, desde aquellos que entre los primitivos fueron los primeros en usurpar un derecho de caza, monopolizar una barra de arena en la que hacer una trampa para pescar o asaltar una aldea y pasar a cuchillo a todos los hombres. Es algo que tienen en común los reyes, los millonarios y los comerciantes chinos de Honolulú, a pesar de que puedan alabar a Dios por haberlos hecho diferentes y con una apariencia agradable para sí mismos.
       El ideal de mujer por el que Ah Kim ardía en deseos a los cincuenta años no era el mismo que el de los treinta y siete. Ya no quería una esposa de pies pequeños, sino una mujer libre, natural, de paso largo y pies normales que, de alguna forma, se le aparecía cuando soñaba despierto y lo rondaba por las noches con la imagen de Li Faa, su Plateada Flor de Luna. ¿Qué más daba que hubiese enviudado dos veces, fuese hija de madre kanaka, usase las faldas y los corsés de los demonios blancos y calzase tacón alto? Él la quería. Al parecer estaba escrito que ella fuese cofundadora, junto con él, del linaje que continuaría con la propiedad y la gerencia de la Compañía Ah Kim, Gran Almacén, durante generaciones.


       —No tendré una nuera medio paké —solía repetir la madre a Ah Kim. Paké era la palabra hawaiana que significaba chino—. Mi nuera tiene que ser totalmente paké, como lo eres tú, hijo mío, y lo soy yo. Y tiene que usar pantalones, hijo mío, como han hecho todas las mujeres de nuestra familia antes que ella. Ninguna mujer que use las faldas y los corsés de los demonios blancos puede venerar como es debido a nuestros antepasados. Los corsés y las reverencias no casan bien. Y la desvergonzada de Li Faa es una de esas. Es insolente e independiente y no obedecerá a su esposo ni a la madre de su esposo. Esa descarada de Li Faa se creerá que es la fuente de la vida y el primer antepasado, por lo que no reconocerá antepasados previos a ella. Se ríe de nuestras varillas de incienso, nuestras oraciones de papel y nuestros dioses familiares, como muy bien me ha dicho…
       —La señora Chang Lucy —gruñó Ah Kim.
       —No solo la señora Chang Lucy, hijo mío. He preguntado. Al menos una docena de personas la han oído decir que nuestros templos son tonterías de micos. Son palabras dichas por ella, que come pescado crudo, pulpo crudo y perro asado. Y la tontería son nuestros templos. Sin embargo, se casaría contigo, un mico, debido a tu almacén, que es un palacio, y a tu riqueza, que te convierte en un gran hombre. A mí me cubriría de vergüenza, y a tu padre, muerto honorablemente hace ya mucho.
       Resultaba imposible discutir el asunto. Tal y como estaban las cosas, Ah Kim sabía que su madre tenía razón. Por algo Li Faa había nacido, cuarenta años antes, de un padre chino que había renegado de la tradición, y de una madre kanaka cuyos antepasados inmediatos habían roto los tabúes y se habían desprendido de sus propios dioses polinesios para escuchar, débiles de corazón, las prédicas de los misioneros cristianos que hablaban del dios remoto e inimaginable de los cristianos. Li Faa, una mujer educada, capaz de leer y escribir en inglés, hawaiano y, en buena medida, también en chino afirmaba no creer en nada, aunque en lo más hondo de su corazón ocultaba que temía a los kahunas (hechiceros hawaianos), quienes podían espantar la mala suerte con sus hechizos o provocar la muerte de alguien, de eso estaba muy segura. Li Faa nunca entraría en casa de Ah Kim, como él bien sabía, para postrarse ante su madre y ser su esclava, según la inmemorial costumbre china. Li Faa era, desde el punto de vista chino, una mujer nueva, una feminista, que montaba a caballo a horcajadas, se divertía impúdicamente ataviada sobre una tabla de surf en Waikiki y que, en más de un luau, había bailado el hula de forma excesiva, deleitando y escandalizando a todos.
       También Ah Kim, una generación más joven que su madre, había sido corroído por el ácido de la modernidad. Respetaba el viejo orden porque aún sentía, en lo más hondo de su ser, la polvorienta mano del pasado descansando sobre él. Sin embargo, pagaba las caras pólizas de los seguros de incendio y vida, actuaba como tesorero de los rebeldes chinos locales que estaban a favor de convertir el Imperio Celestial en una república, realizaba donativos al equipo de béisbol de los chinos nacidos en Hawái que superaba al equipo yanqui en su propio juego, hablaba de teosofía con Katso Suguri —budista japonés e importador de sedas—, aceptaba las corruptelas policiales, representaba y pagaba su insidiosa participación en la política democrática del Hawái anexionado, y estaba pensando en comprarse un automóvil. Ah Kim no se atrevía a reconocer ante sí mismo, a desgranar y discutir largo y tendido en cuántos conceptos antiguos había dejado de creer. Su madre representaba a lo antiguo, pero él la veneraba y era feliz bajo su vara de bambú. Li Faa, su Plateada Flor de Luna, era lo nuevo y él no podría ser nunca completamente feliz sin ella.
       Porque amaba a Li Faa. De cara redonda, orondo como una pepita de sandía, astuto hombre de negocios y con la sabiduría que da haber vivido cincuenta años, Ah Kim se volvía artista cada vez que pensaba en ella. Convertía sus pensamientos en poemas, transformaba a la mujer con términos florales para expresar belleza y con abstracciones filosóficas para reflejar logro y sosiego. Para él era, y solo para él en el mundo, su Flor de Ciruelo, su Tranquilidad de Mujer, su Flor de Serenidad, su Nenúfar de la Luna y su Descanso Perfecto. Mientras murmuraba esas formas tan tiernas de llamarla le parecía que en ellas se oía la ondulación del agua que corre, el tintineo de las campanillas de plata que mueve el viento y los aromas de la adelfa y el jazmín. Ella era su poema hecho mujer, un placer lírico, una delicia de carne y alma en tres dimensiones, el destino y la buena fortuna escritos antes de que existieran el primer hombre y la primera mujer, hechos por los dioses cuyo capricho había consistido en crear a todos los hombres y mujeres para el sufrimiento y el placer.
       Pero su madre le obligó a asir el pincel y bajo él, sobre la mesa, situó la tablilla para escribir.
       —Pinta el ideograma de casarse —ordenó.
       Obedeció sin apenas sorprenderse y pintó el simbólico jeroglífico con la destreza y habilidad de su raza y su formación.
       —Resuélvelo —exigió la madre.
       Ah Kim la miró, curioso, dispuesto a complacerla y sin darse cuenta de lo que ella pretendía.
       —¿De qué se compone? —insistió ella—. ¿Cuáles son los tres ideogramas originales cuya suma significa casarse, matrimonio, unión y boda de un hombre y una mujer? Píntalos, pinta los tres originales aparte, por separado, para que veamos cómo los sabios de la antigüedad formaron el ideograma de casarse.
       Ah Kim obedeció y pintó, y vio que lo que había pintado eran tres caracteres que representaban una mano, una oreja y una mujer.
       —Nómbralos —dijo su madre, y él los nombró.
       —Es verdad —afirmó ella—. Es una gran historia. Es lo que forma el ideograma del matrimonio. Así era el matrimonio en el principio y así seguirá siendo siempre en mi casa. La mano del hombre agarra la oreja de la mujer y, así agarrada, se la lleva a su casa, donde debe mostrar obediencia ante él y la madre de él. Tu padre, fallecido honorablemente hace ya tanto tiempo, me llevó así de la oreja. He observado tu mano. No es como la de él. También he observado la oreja de Li Faa. Jamás podrás llevarla de la oreja. No tiene esa clase de oreja. Aún viviré mucho tiempo y seré la señora de la casa de mi hijo, según nuestras costumbres ancestrales, hasta que muera.


       —Pero es mi venerada antepasada —explicó Ah Kim a Li Faa.
       Se sentía tímidamente infeliz porque Li Faa, tras averiguar que la señora Tai Fu se encontraba en el templo del Esculapio chino realizando una ofrenda consistente en pato desecado y oraciones para que su salud no empeorase más, había aprovechado la oportunidad, visitándolo en la tienda.
       Li Faa dio forma de capullo de rosa a medio abrir a sus labios insolentes y sin pintar, y contestó:
       —Eso será en China. Yo no conozco China. Esto es Hawái y en Hawái todos los extranjeros cambian sus costumbres.
       —Con todo, es mi antepasada —protestó Ah Kim—; la madre que me dio la vida, ya me encuentre en China o en Hawái, ¡oh, Plateada Flor de Luna a la que quiero por esposa!
       —He tenido dos maridos —afirmó Li Faa, sin inmutarse—. Uno era paké y el otro portugués. Aprendí mucho de los dos. Además, he recibido formación, he cursado secundaria y he tocado el piano en público. De mis dos maridos aprendí muchas cosas. El paké es el mejor esposo. Jamás me volveré a casar con alguien que no sea paké. Pero no debe agarrarme de la oreja…
       —¿Cómo sabes eso? —la interrumpió con suspicacia.
       —Por la señora Chang Lucy —fue la respuesta—. La señora Chang Lucy me cuenta todo lo que tu madre le dice, y tu madre le dice muchas cosas. Así que te advierto que yo no tengo esa clase de oreja.
       —Que es lo que mi venerada madre me ha dicho a mí —gimió Ah Kim.
       —Que es lo que tu venerada madre le dijo a la señora Chang Lucy y lo que la señora Chang Lucy me dijo a mí —completó Li Faa con ecuanimidad—. Y yo ahora te digo Oh Tercer Esposo Futuro, que no ha nacido hombre capaz de agarrarme de la oreja. En Hawái no se hace así. Solo iré de la mano de mi hombre, a su lado, al cincuenta por ciento, según se ha puesto de moda decir ahora entre los haoles. Mi marido portugués pensaba de otra forma. Intentó pegarme. Tres veces lo envié al tribunal correccional y cada una de ellas cumplió su condena con trabajos en el arrecife. Después se ahogó.
       —Mi madre ha sido mi madre durante cincuenta años —afirmó Ah Kim tenazmente.
       —Y durante cincuenta años te ha pegado —dijo Li Laa entre risitas—. ¡Cómo se reía mi padre de Yap Ten Shin! Al igual que tú, Yap Ten Shin había nacido en China y trajo consigo las costumbres del país. Su anciano padre no paraba de pegarle con una vara. Él amaba a su padre. Pero su padre le pegó más que nunca cuando se convirtió al misionero paké. Cada vez que asistía a los oficios del misionero, su padre le pegaba. Y cuando el misionero se enteraba de lo ocurrido, se dirigía a Yap Ten Shin con dureza por permitir que su padre le pegase. Mi padre no paraba de reírse, porque mi padre era un paké muy liberal que había cambiado sus costumbres más rápidamente que la mayoría de los extranjeros. El único problema era que Yap Ten Shin tenía un corazón muy afectuoso. Amaba a su venerado padre. Amaba al Dios del amor del misionero cristiano. Pero al final, en mí encontró el mayor amor de todos, que es el amor de la mujer. En mí olvidó su amor por su padre y su amor por el afectuoso Cristo.
       »Ofreció seiscientos dólares de oro a mi padre por mí; el precio era bajo porque no tenía los pies demasiado pequeños. Pero yo era medio kanaka. Dije que no era una esclava y que no permitiría que me vendiesen a ningún hombre. Mi profesora de secundaria era una solterona haole que decía que el amor de una mujer era tan valioso que jamás debía venderse. Quizás por eso estaba soltera. No era guapa. No podía llevarse a sí misma al altar. Mi madre kanaka dijo que los kanakas no vendían a sus hijas a cambio de dinero. Entregaban a sus hijas por amor y ella estaba dispuesta a ser razonable si Yap Ten Shin aportaba luaus en cantidad y de calidad. Como ya he dicho, mi padre paké era liberal. Me preguntó si quería a Yap Ten Shin por esposo. Le dije que sí. Y me fui con él libremente, porque así lo deseé. Fue a él a quien coceó un caballo, pero antes de eso resultó un esposo muy bueno.
       »En cuanto a ti, Ah Kim, para mí siempre serás respetable y encantador y, algún día, cuando no sea necesario que me agarres de la oreja, me casaré contigo y vendré aquí para estar siempre a tu lado, y tú serás el paké más feliz de Hawái; porque he tenido dos esposos, he cursado secundaria y sé lo que hay que hacer para que un marido sea feliz. Pero eso será cuando tu madre haya dejado de pegarte. La señora Chang Lucy me ha dicho que te pega mucho.
       —Es verdad —afirmó Ah Kim—. ¡Mira!
       Se remangó las mangas sueltas y dejó a la vista sus antebrazos suaves y angelicales. Estaban cubiertos de unas marcas negras y azules que anunciaban la fuerza y el número de golpes de los que habían protegido rostro y cabeza.
       —Pero nunca me ha hecho llorar —se apresuró a añadir Ah Kim—. Nunca, desde que era pequeño, me ha hecho llorar.
       —Eso dice la señora Chang Lucy —contestó Li Faa—. Cuenta que tu venerada madre suele quejarse ante ella de que nunca ha logrado hacerte llorar.
       La sibilante advertencia de uno de sus empleados llegó demasiado tarde. Al haber accedido a la casa por el callejón trasero, la señora Tai Fu salió de las habitaciones privadas directamente al lugar de la tienda donde ellos se encontraban. Ah Kim nunca había visto los ojos de su madre brillar con tanta furia como entonces. Ignoró a Li Faa mientras le gritaba a él:
       —Ahora sí te haré llorar. Te pegaré como nunca antes, hasta que consiga hacerte llorar.
       —Pues vayamos a las habitaciones privadas, venerada madre —sugirió Ah Kim—. Cerraremos puertas y ventanas y podrás pegarme.
       —No. Recibirás tu paliza aquí, delante de todo el mundo y de esta desvergonzada, capaz de agarrarte a ti de la oreja y decir que eso es el matrimonio. ¡Quédate, desvergonzada!
       —Ya pensaba quedarme —dijo Li Faa y dirigió una mirada agresiva a los dependientes—. De aquí no me echará nadie que no sea la policía.
       —Jamás serás mi nuera —espetó la señora Tai Fu.
       Li Faa asintió con la cabeza para mostrar su acuerdo.
       —Pero igualmente su hijo será mi tercer esposo —añadió.
       —¿Quieres decir cuando haya muerto? —gritó la anciana madre.
       —El sol sale todos los días —dijo Li Faa enigmáticamente—. Llevo toda la vida viéndolo salir.
       —Tienes cuarenta años y usas corsé.
       —Pero no me tiño el cabello, eso ya llegará —replicó con calma Li Faa—. En cuanto a mi edad, tiene razón. El próximo día de Kamehameha cumpliré cuarenta y uno. Llevo cuarenta años viendo salir el sol. Mi padre era un anciano. Antes de morir me dijo que no había detectado diferencias en la forma en la que salía el sol desde que era pequeño. La tierra es redonda. Confucio no lo sabía, pero usted lo encontrará en todos los libros de geografía. La tierra es redonda. Siempre gira sobre sí misma, una y otra vez, sin descanso. Y las estaciones meteorológicas y las etapas de la vida giran con ella. Lo que es, ya ha sido antes. Lo que ha sido, volverá a ser. Las temporadas del árbol del pan y del mango siempre vuelven, y el hombre y la mujer se repiten. El petirrojo anida y en primavera llegan los chorlitos desde el norte. A cada primavera le sigue otra. La palmera cocotera se alza en el aire, madura su fruto y pasa a mejor vida, pero siempre hay más palmeras cocoteras. No todo esto es sabiduría propia. Gran parte me lo dijo mi padre. Adelante, venerada señora Tai Fu, pegue a su hijo, que es mi Tercer Esposo Futuro. Pero me reiré. Le advierto que me reiré.
       Ah Kim se puso de rodillas para favorecer lo más posible a su madre. Y mientras la lluvia de golpes de su vara caía sobre él, Li Faa sonreía y dejaba escapar alguna que otra risita, hasta que acabó riéndose a carcajadas.
       —¡Más fuerte, venerada señora Tai Fu! —instaba Li Faa entre arrebatos de júbilo.
       La señora Tai Fu hizo cuanto pudo —que no fue demasiado— hasta que observó lo que la llevó a dejar caer la vara de puro asombro. Ah Kim estaba llorando. Unas lágrimas redondas y compactas caían por sus mejillas. Li Faa se quedó atónita. También los dependientes, que estaban boquiabiertos. El más asombrado de todos era Ah Kim, porque no podía evitar el llanto; y, aunque los golpes se detuvieron, él continuó llorando.


       —Pero, ¿por qué llorabas? —preguntaba Li Faa a menudo a Ah Kim—. Fue una tontería. Ni siquiera te hacía daño.
       —Espera a que nos casemos —respondía siempre Ah Kim—. Entonces, Nenúfar de la Luna, te lo diré.


       Dos años después, más parecido que nunca a una pepita de sandía, Ah Kim volvió a casa una tarde, tras una reunión en la Asociación Protectora China, y encontró a su madre muerta en su sofá. La frente era más estrecha y despiadada que nunca y el pelo tirante más implacable. Pero en su rostro se veía una sonrisa apagada. Los dioses habían sido amables. Había fallecido sin dolor.
       En primer lugar, marcó el número de Li Faa, pero no la encontró hasta que llamó a la señora Chang Lucy. Tras dar la noticia, puso fecha al matrimonio con un plazo de espera diez veces inferior al que dictaban las costumbres chinas tradicionales. Y, si en las bodas chinas hay algo parecido a una dama de honor, ese fue el papel que hizo la señora Chang Lucy.
       —¿Por qué? —preguntó Li Faa a Ah Kim cuando se quedaron a solas en su noche de bodas—. ¿Por qué lloraste cuando tu madre te pegó aquel día en el almacén? Fue una tontería. Ni siquiera te hacía daño.
       —Por eso lloré —respondió Ah Kim.
       Li Faa lo miró sin comprender.
       —Lloré —explicó él, porque de repente supe que el fin de mi madre se acercaba. En sus golpes no había fuerza, no hacían daño. Lloré porque supe que ya no tenía fuerza para herirme. Por eso lloré, mi Flor de Serenidad, mi Descanso Perfecto. Ese es el único motivo por el que lloré.



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