Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)
La carne (1911)
(“The Meat”)
Originalmente publicado en la revista Cosmopolitan (Julio, 1911);
Smoke Bellew
(Nueva York: The Century Co., 1912, 386 págs.)
Soplaba un buen vendaval y Smoke Bellew avanzaba contra el viento a lo largo de la playa. A la luz gris del alba se veía a los hombres estibar una docena de barcas con los valiosos equipos porteados a través del paso Chilkoot. Eran barcas caseras y mal hechas, construidas por hombres que no eran carpinteros de ribera, con tablones serrados por ellos mismos de los troncos verdes, sin curar, de las píceas. Una de las barcas, completamente llena, se hizo al agua y Kit se detuvo para mirarla. El viento que lago abajo soplaba a favor aquí lo hacía directamente sobre la playa y provocaba un peligroso oleaje en los bajíos. Los hombres de la barca que zarpaba se adentraron en el agua, protegidos por sus altas botas de goma, para empujarla hacia aguas más profundas. Lo hicieron dos veces. Al subirse a bordo sin remar con la fuerza necesaria para alejarse, el viento empujaba la barca a tierra de nuevo y la hacía encallar. Kit se fijó en que los rociones que surgían a cada lado de la barca se convertían en hielo rápidamente. El tercer intento resultó un éxito parcial. Los dos últimos hombres que subieron a bordo iban mojados hasta la cintura, pero la barca se mantuvo a flote. Lucharon sin descanso con los pesados remos y poco a poco fueron alejándose de la orilla. Luego izaron una vela hecha con mantas que una ráfaga de viento se llevó por delante, y acabaron de nuevo encallados en la playa helada.
Kit sonrió y siguió andando. Eso era lo que se iba a encontrar porque, en su nuevo papel de ayudante de un caballero, ese mismo día debía zarpar de la playa en una barca similar.
Por todas partes se veía trabajar desesperadamente a los hombres debido a que el cierre final del invierno era tan inminente que nadie tenía claro si conseguirían cruzar la gran cadena de lagos antes de que las aguas se congelasen por completo. Sin embargo, cuando Kit llegó a las tiendas de los señores Sprague y Stine, no los vio ni impacientes ni moviéndose.
En cuclillas, junto a una hoguera y bajo la protección de una lona impermeable, un hombre bajo y fuerte fumaba un pitillo liado en papel de estraza.
—Hola —le dijo—. ¿Eres el nuevo ayudante del señor Sprague?
Al tiempo que asentía, Kit pensó que le había parecido notar cierto énfasis en las palabras ayudante y señor, además de un brillo especial en los ojos.
—Pues yo soy el ayudante de Doc Stine —continuó el otro—. Mido un metro cincuenta y siete y me llamo Shorty, Jack Short, y a veces también me llaman «el punto de la i».
Kit alargó su mano y estrechó la del otro.
—¿Te criaste comiendo carne de oso? —preguntó.
—Claro —fue la respuesta—, aunque, que yo recuerde, lo primero que me dieron fue leche de bisonte. Siéntate y come algo. Los jefes aún no se han levantado.
Y a pesar de que ya había desayunado, Kit se sentó bajo la lona y disfrutó de un segundo desayuno tres veces más copioso. Aquellas semanas de trabajo duro y depurador le habían proporcionado el estómago y el apetito de un lobo. Podía comer cualquier cosa, en cualquier cantidad y no ser consciente de que existía el proceso de la digestión. Shorty le pareció locuaz y pesimista, y le contó sorprendentes comentarios relacionados con sus jefes y siniestros pronósticos relativos a la expedición. Thomas Stanley Sprague era ingeniero de minas en ciernes e hijo de millonario. El doctor Adolph Stine también era hijo de padre acaudalado. Y, gracias a sus padres, un sindicato inversor había decidido financiar la aventura de los dos en el Klondike.
—Sin duda tienen dinero —explicó Shorty—. Cuando llegaron a la playa de Dyea el porteo estaba a un dólar con cuarenta, pero no había indios. Un grupo de auténticos mineros de del este de Oregon había logrado reunir un equipo de indios a un dólar con cuarenta. Los indios ya tenían las correas ajustadas a mil quinientos kilos de equipo cuando aparecieron Sprague y Stine. Ofrecieron uno sesenta, uno ochenta y dos dólares el kilo para que los indios abandonasen a los otros y se ocupasen de sus equipos. Sprague y Stine cruzaron, aunque les costó tres mil dólares, y el grupo de Oregon sigue en la playa. No podrán cruzar hasta el año que viene.
»Sí, tú jefe y el mío no tienen igual cuando se trata de soltar la pasta sin preocuparse por los demás. ¿Qué hicieron al llegar a Lindeman? Los carpinteros estaban terminando una barca que un grupo de San Francisco les había encargado a cambio de seiscientos dólares. Sprague y Stine les soltaron mil pavos y los carpinteros incumplieron su contrato. La barca tiene buena pinta, pero han hundido al otro grupo. Tienen aquí todo el equipo, aunque sin barca para seguir. Se quedarán un año entero atrapados en este agujero.
»Tómate otro café y créeme si te digo que no viajaría con semejante par si no tuviese tantas ganas de llegar al Klondike. No son buenos. Arrancarían la corona fúnebre de la puerta de una casa en la que se velase a un muerto si la necesitaran para sus negocios. ¿Has firmado un contrato?
Kit negó con la cabeza.
—Pues lo siento por ti, amigo. No hay comida en el interior y te dejarán en la estacada en cuanto lleguen a Dawson. Este invierno la gente va a pasar mucha hambre.
—Acordaron… —empezó a decir Kit.
—De palabra —interrumpió Shorty—. Es tu palabra contra la de ellos, nada más. Bueno, por cierto, ¿cómo te llamas, amigo?
—Llámame Smoke —dijo Kit.
—Pues, Smoke, te van a hacer sudar la camiseta de todos modos, aunque tu contrato sea de palabra. Lo de ahora es un claro ejemplo de lo que puedes esperar. Saben soltar pasta sin problema, pero no trabajan ni se levantan de la cama por las mañanas. Hace una hora que teníamos que haber cargado la barca y zarpado. Del trabajo nos ocuparemos solo tú y yo. Muy pronto los oirás pidiendo a gritos café, eso sí, desde la cama, claro, por muy creciditos que estén. ¿Qué sabes de navegación? Yo soy vaquero y buscador de oro, pero de agua y barcos no tengo ni idea y ellos menos aún. ¿Qué sabes tú?
—Que me registren —respondió Kit, protegiéndose mejor bajo la lona porque el viento soplaba con más fuerza y arremolinaba la nieve—. No he ido en barca desde que era niño. Pero supongo que puedo aprender.
Una esquina de la lona se soltó y el viento aplastó un chorro de nieve contra la nuca de Shorty.
—Sí, claro que podemos aprender —murmuró enfadado—. Podemos, sí. Hasta un niño puede aprender. Pero te apuesto lo que quieras a que ni siquiera nos pondremos en marcha hoy.
Eran las ocho cuando pidieron café desde la tienda y casi las nueve antes de que los dos jefes la abandonaran.
—Hola —dijo Sprague, un joven de veinticinco años bien alimentado y de mejillas sonrosadas—. Es hora de ponernos en marcha, Shorty. Tú y… —Miró con aire interrogativo a Kit—. Anoche no entendí bien tu nombre.
—Smoke.
—Bueno, Shorty, será mejor que tú y el señor Smoke empecéis a cargar la barca.
—Solo Smoke, sin señor —sugirió Kit.
Sprague asintió secamente con la cabeza y se fue a pasear entre las tiendas, seguido por el doctor Stine, un joven delgado y pálido.
Shorty le lanzó una mirada elocuente a su compañero.
—Más de tonelada y media de equipo y no echarán ni una mano. Ya lo verás.
—Será porque nos pagan para hacer el trabajo —respondió Kit con alegría—, y será mejor que empecemos.
Mover mil quinientos kilos a la espalda durante cien metros no era tarea sencilla, pero hacerlo además en pleno vendaval, pisoteando aguanieve con las pesadas botas de goma, resultaba agotador. Por si fuera poco, tuvieron que desmontar la tienda y recoger el equipo necesario en el campamento. Luego llegó el momento de cargar la barca. A medida que se asentaba con el peso, tenían que alejarla más de la orilla, por lo que aumentaba la distancia que debían caminar en el agua. A las dos lo habían hecho todo y Kit, a pesar de sus dos desayunos, se sentía débil y a punto de desmayarse de hambre. Le temblaban las rodillas. Shorty, en situación similar, buscó entre las sartenes y las cacerolas y sacó una cacerola grande de alubias cocidas y frías, con unos buenos pedazos de beicon incrustados. Solo había una cuchara de mango largo y se turnaron para usarla. Kit estaba convencido de que en toda su vida había probado algo tan bueno.
—Caramba —murmuró entre bocados—, nunca supe lo que era el apetito hasta que me eché al camino.
Sprague y Stine llegaron cuando se encontraban en medio de tan agradable ocupación.
—¿A qué viene este retraso? —se quejó Sprague—. ¿Es que no vamos a zarpar nunca?
Shorty tomó su bocado y le pasó la cuchara a Kit. Ninguno de los dos habló hasta que la cacerola quedó vacía y el fondo bien limpio.
—Claro, es que no hemos estado haciendo nada —dijo Shorty mientras se limpiaba la boca con el dorso de la mano—. No hemos hecho gran cosa. Y, por supuesto, ustedes no han comido. Un descuido por mi parte.
—Sí, sí —se apresuró a decir Stine—. Comimos en una de las tiendas con unos amigos.
—Lo imaginaba —gruñó Shorty.
—Pero ahora que ya habéis terminado, zarpemos de una vez —metió prisa Sprague.
—Ahí está la barca —dijo Shorty—. Y está cargada. ¿Cómo piensan zarpar?
—Subiendo a bordo y alejándonos de la orilla. Vamos.
Entraron en el agua y los patrones se encaramaron a la barca mientras Kit y Shorty la empujaban para alejarla de la orilla. Cuando las olas alcanzaron la parte más alta de sus botas de goma, treparon al interior. Los otros dos no tenían los remos preparados y la barca retrocedió y encalló. Repitieron la operación media docena de veces, con gran desgaste de energía.
Shorty se sentó desconsolado en la regala, cogió una porción de tabaco para mascar y se entregó a la desesperación, mientras Kit achicaba y los otros dos intercambiaban comentarios desagradables.
—Si obedecéis mis órdenes, la sacaré de aquí —dijo por fin Sprague.
Sus intenciones eran buenas, pero antes de poder trepar a bordo se había mojado hasta la cintura.
—Tenemos que acampar y encender una hoguera —dijo al tiempo que la barca encallaba de nuevo—. Me estoy congelando.
—No tengas miedo de mojarte —se burló Stine—. Otros hombres han zarpado hoy más empapados que tú. Ya verás como consigo sacarla yo.
Entonces fue él quien se mojó y anunció, mientras le castañeteaban los dientes, que necesitaba una hoguera.
—¡Si solo ha sido una salpicadura de nada! —exclamó Sprague con rencor—. Seguiremos adelante.
—Shorty, coge la bolsa de mi ropa y enciende una hoguera —ordenó el otro.
—De eso nada —gritó Sprague.
Shorty miró a uno y luego al otro, expectoró pero no se movió.
—Trabaja para mí e imagino que obedecerá mis órdenes —respondió Stine—. Shorty, lleva la bolsa a la orilla.
Shorty obedeció y Sprague tiritó en la barca. Kit, al no haber recibido órdenes, permaneció inactivo, contento de poder descansar.
—Una barca dividida contra sí misma no flotará —monologó.
—¿Qué has dicho? —gruñó Sprague.
—Hablaba solo. Tengo esa costumbre —respondió.
Su jefe lo miró con dureza y permaneció enfurruñado varios minutos más. Luego se rindió.
—Saca mi bolsa, Smoke —ordenó—, y ayuda a encender la hoguera. Ya no saldremos hasta mañana.
Al día siguiente aún soplaba el viento. El lago Lindeman no era más que un estrecho desfiladero de montaña lleno de agua. Al bajar desde las montañas y atravesar ese embudo, el viento era irregular, por lo que a veces las ráfagas resultaban insoportables y otras veces quedaban reducidas a una fuerte brisa.
—Si me da una oportunidad, creo que podré sacar la barca —dijo Kit cuando estuvo todo listo para zarpar.
—¿Qué sabes tú de esto? —preguntó Stine de malos modos.
—Más bien poco —respondió Kit y bajó el ritmo.
Era la primera vez en su vida que trabajaba a sueldo, pero aprendía la disciplina del asunto con rapidez. Obediente y alegre participó en varios esfuerzos inútiles por abandonar la playa.
—¿Cómo lo harías tú? —preguntó Sprague por fin, casi sin aliento y gimoteando.
—Me sentaría a descansar hasta que el viento nos dé una tregua, entonces me dejaría la piel en el intento.
La idea era sencilla, pero a nadie se le había ocurrido. Salió bien a la primera tentativa. Luego izaron una manta y corrieron lago abajo. Stine y Sprague se mostraron animados de inmediato. Shorty, a pesar de su pesimismo crónico, siempre estaba alegre y Kit, interesado en que todo saliese bien, se dejó llevar por el buen humor. Sprague se peleó con el timón de espadilla durante un cuarto de hora y luego miró suplicante a Kit, quien lo relevó.
—La tensión casi me rompe los brazos —murmuró Sprague con aire de disculpa.
—Usted nunca ha comido carne de oso, ¿verdad? —preguntó Kit en tono indulgente.
—¿Qué demonios quieres decir?
—Oh, nada. Son cosas mías.
Pero, a espaldas del jefe, Kit percibió la sonrisa de aprobación de Shorty, que ya había descubierto el significado de su metáfora.
Kit manejó el timón durante todo el trayecto del lago Lindeman, demostrando una capacidad que llevó a los dos jóvenes adinerados y poco interesados en trabajar a nombrarlo timonel oficial. Shorty se mostró encantado y se ofreció voluntario para ocuparse de la cocina y dejarle al otro el trabajo de la barca.
Entre los lagos Lindeman y Bennett había una etapa de porteo. La barca, ligeramente cargada, fue llevada a la sirga a lo largo del arroyo, pequeño pero de aguas violentas, que unía ambos lagos, y allí Kit aprendió mucho más sobre las barcas y el agua. Pero cuando llegó el momento de acarrear el equipo, Stine y Sprague desaparecieron y sus ayudantes emplearon dos días de trabajo agotador en cruzar todos los bultos. Lo mismo ocurrió durante muchos míseros días de viaje: Kit y Shorty trabajaban hasta caer extenuados mientras sus jefes descansaban y exigían que los atendiesen.
Pero el férreo invierno del ártico continuaba asentándose con fuerza, lo que provocaba retrasos inevitables y numerosos. En Windy Arm, Stine, arbitrariamente, desposeyó a Kit del timón y en menos de una hora accidentó la barca en una costa de sotavento golpeada por el oleaje. Allí perdieron dos días efectuando reparaciones y la mañana en que zarpaban de nuevo, al bajar a la orilla para embarcar, descubrieron que alguien había escrito a proa y popa, en letras grandes: «El chechaquo».
Kit sonrió ante el acierto de tan odiosa palabra.
—¡Ja! —dijo Shorty cuando Stine lo acusó de haberla escrito—. Sé leer y escribir y sé que chechaquo significa novato, pero mi formación no ha sido tan buena como para permitirme escribir algo tan complicado.
Ambos jefes lanzaron una mirada asesina a Kit, porque el insulto escocía, pero él no les contó que la noche anterior Shorty le había preguntado cómo se escribía esa palabra en concreto.
—Es casi tan malvado como tu vapuleo con lo de la carne de oso —le dijo Shorty más tarde.
Kit se rió. El descubrimiento continuo de sus propios poderes iba unido al desagrado, siempre en aumento, que sentía por los jefes. Era más repugnancia que irritación, aunque esta siempre estaba presente. Él había probado el sabor de la carne y le había gustado, pero ellos le estaban enseñando la forma en que nunca debía comerse. Daba gracias a Dios por no ser como ellos. Mostraban una aversión hacia él que rayaba en el odio. Que fingieran estar enfermos para no trabajar lo molestaba menos que su ineficiencia y su incapacidad. Al parecer, el anciano Isaac Bellew y el resto de sus recios familiares ganaban terreno en su interior.
—Shorty —dijo un día durante la habitual demora previa a la salida—, casi me dan ganas de darles con un remo en la cabeza y enterrarlos en el río.
—Lo mismo digo —convino Shorty—. Estos no son comedores de carne. Estos comen pescado y apestan.
Llegaron a los rápidos, primero a los del cañón Box y luego, varios kilómetros más abajo, a los de White Horse. El cañón Box era una verdadera trampa. Una vez en él, la única forma de salir era atravesarlo. A cada lado se alzaban paredes verticales de piedra. El río se estrechaba de tal modo que cruzaba con gran estruendo ese paso tan peligroso, en medio de un movimiento tan demencial que amontonaba el agua en el centro y formaba una cresta que superaba en dos metros y medio la altura de las pedregosas orillas. Esa cresta de agua se veía coronada a su vez por unas olas enormes y compactas que se encrespaban, aunque sin llegar a romper, y se mantenían invariables en su sitio. El miedo al cañón era justificado porque se cobraba un alto precio en vidas de buscadores de oro.
Tras amarrar la barca a la orilla, junto a otra veintena de barcas preocupadas, Kit y sus compañeros continuaron a pie para investigar. Se acercaron al borde y miraron hacia abajo, donde se arremolinaba el agua. Sprague retrocedió estremecido.
—¡Dios mío! —exclamó—. Un buen nadador no tiene ni la más mínima oportunidad de salir bien parado.
Shorty le dio un codazo a Kit y le dijo en voz baja:
—Este se echa atrás. Doble contra sencillo a que no cruzan.
Kit casi ni lo oyó. Desde que habían empezado el viaje en barca había aprendido mucho sobre la obstinación y la inconcebible crueldad de los elementos, y aquella imagen de lo que había a sus pies supuso un reto para él.
—Tenemos que deslizamos sobre esa creta —dijo—. Si nos apartamos de ella nos estrellaremos contra las paredes.
—Y no lo veremos venir —fue el veredicto de Shorty—. ¿Sabes nadar?
—Preferiría no saber, si algo va mal ahí abajo.
—Estoy de acuerdo —dijo apesadumbrado un desconocido que miraba al cañón junto a ellos—. Ojalá lo hubiese pasado ya.
—Pues yo no vendería mi oportunidad de cruzarlo —respondió Kit.
Lo dijo sinceramente, pero con la intención de animar al hombre. Se dio la vuelta para volver a la barca.
—¿Va a lanzarse? —preguntó el hombre.
Kit asintió con la cabeza.
—Ojalá reuniera yo el valor suficiente para hacerlo —confesó el otro—. Llevo aquí varias horas. Cuanto más lo miro más miedo tengo. No soy barquero y solo cuento con la ayuda de mi sobrino, que es un crío, y de mi esposa. Si lo cruza sano y salvo, ¿pasará luego mi barca?
Kit miró a Shorty, que tardó en contestar.
—Viaja con su mujer —sugirió Kit y supo que no había juzgado mal a su amigo.
—Claro —confirmó Shorty—. Justo era eso lo que estaba pensando. Sabía que había un motivo por el que debía decir que sí.
De nuevo se giraron para irse, pero Sprague y Stine no se movieron.
—Buena suerte, Smoke —le dijo Sprague—. Yo… ah… —dudó—. Me quedaré aquí para ver cómo lo haces.
—Necesitamos tres hombres a bordo, dos en los remos y uno al timón —dijo Kit con calma.
Sprague miró a Stine.
—Ni se me ocurriría —dijo el caballero—. Si tú no tienes miedo de quedarte aquí a mirar, yo tampoco.
—¿Quién tiene miedo? —preguntó Sprague, enfadado.
Stine contestó en el mismo tono y sus ayudantes los dejaron en medio de una pelea.
—Podemos apañarnos sin ellos —le dijo Kit a Shorty—. Tú vas a proa con un remo y yo me ocupo del timón. Basta con que me ayudes a mantenerla recta, sin que se desvíe. Cuando hayamos entrado en el cañón no podrás oírme, así que céntrate en mantenerla siempre recta.
Soltaron amarras y se dirigieron al centro de una corriente cada vez más rápida. Desde el cañón les llegaba un estruendo que no paraba de crecer. El río se encogía para acceder a la entrada con la suavidad del cristal fundido y en ese punto, al tiempo que las sombrías paredes los recibían, Shorty cogió una porción de tabaco de mascar y sumergió el remo. La barca saltó sobre las primeras olas de la cresta y el estruendo del agua desenfrenada, multiplicado al reverberar en las estrechas paredes, los ensordeció. Sintieron que se ahogaban entre tantas salpicaduras. A veces Kit era incapaz de ver a su compañero en la proa. Fue solo cuestión de dos minutos, tiempo en el que se deslizaron sobre la cresta durante algo más de un kilómetro, salieron sanos y salvos al otro extremo y ataron la barca en la orilla.
Shorty vació la boca del jugo de tabaco que había olvidado escupir y dijo, exultante:
—Eso sí que era carne de oso: auténtica carne de oso. Oye, la que hemos armado. Smoke, no me importa confesarte que antes de zarpar era el hombre más asustado a este lado de las Rocosas. Ahora soy un devorador de osos. Venga, vamos a cruzar la otra barca.
A medio camino de regreso, a pie, se encontraron con sus jefes, que los habían visto cruzar desde arriba.
—Ahí vienen los que comen pescado —dijo Shorty—. Mantente a barlovento.
Tras cruzar la barca del desconocido, Kit y Shorty conocieron a su esposa, una mujer delgada que parecía una niña y cuyos ojos azules se humedecieron de gratitud. Breck intentó darle cincuenta dólares a Kit y luego probó con Shorty.
—Desconocido —le dijo este último—, vengo al país para sacarle dinero a la tierra, no a los que son como yo.
Breck, el desconocido, rebuscó en su barca y sacó una damajuana de whisky. La mano de Shorty se lanzó a cogerla, pero se detuvo en seco a medio camino. Luego negó con la cabeza.
—Los rápidos de White Horse están ahí al lado y dicen que son peores que el cañón. Creo que es mejor llegar despejados.
Al cabo de varios kilómetros se detuvieron en la orilla y los cuatro continuaron a pie para ver cómo bajaba la corriente. En ese punto el río, que era una sucesión de rápidos, se veía desviado hacia la orilla derecha por un escollo rocoso. La masa de agua, que se precipitaba en el estrecho y tortuoso pasaje, aceleraba su velocidad de una forma impresionante y saltaba hacia arriba, formando unas olas inmensas, blancas, coléricas. Esas eran las temidas crines del caballo blanco (White Horse) y allí el precio en vidas resultaba incluso más elevado. A un lado de las crines había una espiral de las que atrapan y succionan, y en el lado de enfrente un remolino enorme. Para pasar era necesario deslizarse sobre las crines.
—Esto hace que el cañón parezca pan comido —concluyó Shorty.
Mientras miraban, una barca se lanzó a los rápidos. Era grande, mediría entre nueve y diez metros de largo, iba cargada con varias toneladas de equipo y la manejaban seis hombres. Antes de llegar a las crines se sumergía y saltaba sin parar y a veces la espuma y las salpicaduras la ocultaban por completo.
Shorty miró a Kit de reojo y le dijo:
—Corre que echa humo y aún no ha llegado a lo peor. Han recogido los remos. Allá va. ¡Dios! ¡Ha desaparecido! ¡No, ahí está!
A pesar de lo grande que era, la espuma asfixiante que provocaban las olas la había tapado por completo. Al instante siguiente, en lo más denso de las crines, la barca ascendió una ola y se dejó ver. Para asombro de Kit, distinguió perfectamente perfilado el largo fondo de la barca porque, durante una fracción de segundo, se mantuvo en el aire, con los hombres despreocupadamente sentados en sus puestos, excepto uno, el que iba a popa y se ocupaba del timón de espadilla. Luego se produjo la zambullida en el seno de la ola y una segunda desaparición. Tres veces la barca saltó y quedó oculta; luego, los que estaban en la orilla vieron que se desviaba de las crines y la proa se acercaba al remolino. El timonel, ejerciendo en vano todo su peso sobre el timón, se rindió a la fuerza del remolino y ayudó a la barca a describir el círculo.
Giró tres veces, cada una de ellas tan cerca de las rocas sobre las que se encontraban Kit y Shorty que cualquiera de ellos podría haber saltado a bordo. El timonel, un joven de barba pelirroja y reciente, los saludó con la mano. La única forma de salir del remolino era por las crines y, en la tercera vuelta, la barca entró en las crines oblicuamente por el extremo más alto. Posiblemente por miedo a la atracción del remolino, el timonel no intentó enderezarla lo bastante rápido. Cuando lo hizo ya era tarde. Hundiéndose en el agua y saltando en el aire, la barca se desvió de las crines y fue atrapada por la espiral del otro lado del río, que la estrelló contra la pared. Treinta metros más abajo cajas y fardos empezaron a salir a la superficie. Después surgió el fondo de la barca y luego las cabezas, dispersas, de seis hombres. Dos consiguieron llegar a la orilla en la olla inferior. Los otros se hundieron y los desechos se perdieron de vista, obligados tomar la curva por la rápida corriente que los empujaba.
Se produjo un largo minuto de silencio. Shorty fue el primero en hablar.
—Vamos —dijo—. A lo mejor lo conseguimos. Si me quedo más tiempo aquí, me entrará el canguelo.
—Iremos tan rápido que dejaremos humareda —sonrió Kit.
—Y tú te ganarás el nombre —contestó Shorty, que se giró hacia sus jefes y les preguntó—: ¿Vienen?
Quizás el estruendo del agua evitó que oyeran la invitación del otro.
Shorty y Kit regresaron sobre treinta centímetros de nieve hasta la cabecera de los rápidos y soltaron amarras. Kit se encontraba dividido entre dos impresiones: una era el calibre de su camarada, que le servía de acicate; la otra, también un acicate, era saber que Isaac Bellew y los demás Bellew habían hecho cosas como esa en su marcha del imperio hacia poniente. Él podía hacer lo que ellos habían hecho. Aquello era la carne, la carne fuerte, y ahora sabía sin lugar a dudas que para comer esa clase de carne también había que ser muy fuerte.
—Aquí sí que hay que mantenerse en lo alto de la cresta —le gritó Shorty al tiempo que se llevaba una pizca de tabaco a la boca y la barca alcanzaba velocidad en la corriente y se adentraba en la cabecera de los rápidos.
Kit asintió, apoyó toda su fuerza y su peso sobre el timón y dirigió la barca hacia la primera zambullida.
Varios minutos después, medio empapado y apoyado en la orilla de la olla inferior de White Horse, Shorty escupió el jugo del tabaco y estrechó la mano de Kit.
—¡Carne! ¡Carne! —canturreó Shorty—. ¡Nos la comemos cruda! ¡Nos la comemos viva!
En la parte alta de la orilla se encontraron con Breck. La esposa aguardaba un poco más lejos. Kit estrechó la mano del hombre.
—Me temo que su barca no podrá pasar —le dijo—. Es más pequeña que la nuestra y no está en tan buenas condiciones.
El hombre sacó un fajo de billetes.
—Si la pasan, les daré cien dólares a cada uno.
Kit miró las revueltas crines de White Horse. Empezaba a caer un crepúsculo gris y prolongado, cada vez hacía más frío y una desolación brutal parecía adueñarse del paisaje.
—No es eso —dijo Shorty—. No queremos su dinero. No lo tocaríamos ni locos. Pero mi socio es un auténtico valiente y si él dice que no es seguro para usted, lo dice porque sabe de lo que habla.
Kit asintió y miró a la señora Breck. Tenía la mirada clavada en él y Kit supo que anca había visto unos ojos suplicar como lo hacían aquellos. Shorty siguió la mirada je su amigo y vio lo mismo que él. Luego, confusos, se miraron el uno al otro y callaron Dejándose llevar por el mismo impulso, hicieron un gesto de asentimiento y se dirigieron al camino que llevaba a la cabecera de los rápidos. No habían recorrido ni cien metros cuando se encontraron a Stine y a Sprague, que bajaban paseando.
—¿A dónde vais? —preguntó el último.
—A cruzar la otra barca —respondió Shorty.
—No, de eso nada. Está oscureciendo. Lo que vais a hacer es montar el campamento.
Kit estaba tan enfadado que se abstuvo de hablar.
—Va con su mujer —dijo Shorty.
—Es su problema —intervino Stine.
—Y el de Smoke y el mío —contestó Shorty.
—Os lo prohíbo —dijo Sprague, muy severo—. Smoke, si das un paso más, te despido.
—Y yo a ti, Shorty —añadió Stine.
—En buen lío se meterían si nos despiden —respondió Shorty—. ¿Cómo llevarán su condenada barca hasta Dawson? ¿Quién les servirá el café mientras se tapan con las mantas y les hará la manicura? Vamos, Smoke. No se atreverán a despedirnos. Además, tenemos nuestros contratos. Si nos despiden, tendrán que darnos provisiones para todo el invierno.
Acababan de alejar la barca de Breck de la orilla y entrar en la corriente cuando las olas empezaron a saltar a bordo. Eran pequeñas, pero anunciaban lo que estaba por venir. Shorty le echó una mirada de duda burlona mientras roía su inevitable pizca de tabaco y Kit sintió un extraño arrebato de afecto en el corazón por aquel hombre que no sabía nadar ni decir que no.
Los rápidos empeoraron y la espuma empezó a volar. En medio de la creciente oscuridad, Kit entrevió las crines y el tortuoso movimiento de la corriente que se adentraba en ellas. Logró deslizarse sobre la corriente y se le iluminó el rostro de satisfacción cuando la barca penetró justo en el centro de las crines. Después de eso, medio ahogado, saltando, zambulléndose, abrumado por las olas, no sintió nada más que la fuerza con la que manejaba el timón y el deseo de que su tío estuviese allí para verlo. Emergieron sin aliento, totalmente empapados y con la barca llena de agua casi hasta la borda. Algunos bultos pequeños del equipaje y el equipo flotaban en su interior. Unos pocos golpes de remo, muy bien manejado por Shorty, llevaron la barca hacia la fuerza de atracción de la olla, que hizo el resto y la empujó hasta que rozó la orilla. La señora Breck los observaba desde la parte alta. Sus súplicas habían sido escuchadas y las lágrimas corrían por sus mejillas.
—Tienen que aceptar el dinero como sea —les gritó Breck desde arriba.
Shorty se puso en pie, resbaló y quedó sentado en el agua, mientras la embarcación escoraba y volvía a enderezarse.
—Que le den al dinero —dijo Shorty—. Saque el whisky. Ahora que ya ha pasado todo, me está entrando el miedo y me vendrá muy bien un trago.
Por la mañana, como siempre, fueron casi los últimos en partir. Breck, a pesar de su incompetencia con la barca y de no contar con más tripulación que su mujer y su sobrino, había levantado el campamento, cargado la embarcación y zarpado en cuanto amaneció. Pero no había forma de apremiar a Stine y Sprague, quienes parecían incapaces de comprender que el río podía congelarse por completo en cualquier momento. Vagueaban, incordiaban, perdían el tiempo y duplicaban el trabajo de Kit y Shorty.
—Le estoy perdiendo el respeto a Dios por haber hecho estos dos errores humanos —fue la forma en que el último expresó su indignación.
—Bueno, pero tú eres un acierto —le sonrió Kit—. Cuanto más te miro, más respeto a Dios.
—Conmigo se lo tomó en serio, ¿a que sí? —Shorty no encontró otra manera de superar la vergüenza que le provocó el cumplido del otro.
La senda fluvial cruzaba el lago Labarge, donde no había corrientes fuertes, sino un tramo sin mareas de sesenta y cinco kilómetros que era necesario cubrir a remo si no soplaba viento favorable. Pero la temporada de los vientos favorables había pasado y ahora soplaba, en contra, un viento duro y helado del norte, que provocaba un fuerte oleaje frente al que resultaba casi imposible hacer avanzar la barca a remo. Un problema añadido era el temporal de nieve. Además, el agua que se congelaba en las palas de los remos mantenía a un hombre ocupado en eliminarla con un hacha pequeña. Aunque se veían obligados a turnarse con los remos, Sprague y Stine vagueaban como siempre. Kit aprendió a impulsar su peso sobre el remo, pero se fijó en que sus jefes aparentaban hacerlo y hundían los remos en el agua en un ángulo más cómodo para ellos, que no era el adecuado.
Al cabo de tres horas, Sprague retiró el remo del agua y ordenó regresar a la cabecera del río en busca de refugio. Stine lo secundó y así perdieron los pocos kilómetros avanzados con tanto esfuerzo. El segundo y tercer día volvieron a intentarlo, de nuevo en vano. En la cabecera del río, las barcas que llegaban continuamente desde White Horse formaban una flotilla de más de doscientas. Cada día llegaban entre cuarenta y cincuenta, y solo dos o tres alcanzaban la orilla noroeste y no regresaban. El hielo se formaba ya en las ollas y las unía entre sí con líneas delgadas. El congelamiento total era inminente.
—Podríamos conseguirlo si tuvieran un mínimo de ganas —le dijo Kit a Shorty la noche del tercer día, mientras secaban los mocasines junto a la hoguera—. Podríamos haberlo logrado hoy no se hubiesen rajado. Una hora más de esfuerzo habría bastado para alcanzar la orilla oeste. Son… son como niños perdidos en un bosque.
—Tienes razón —convino Shorty. Acercó su mocasín más al fuego y pensó durante un minuto—. Mira Smoke, faltan cientos de kilómetros para llegar a Dawson. Si no queremos morir congelados aquí, tenemos que hacer algo. ¿No crees?
Kit lo miró y esperó.
—Tenemos que manejar a esos dos críos —afirmó Shorty—. Saben dar órdenes y soltar pasta, pero, como tú dices, son como niños. Si queremos llegar a Dawson, tendremos que hacernos cargo de todo.
Se miraron.
—De acuerdo —dijo Kit y le estrechó la mano para ratificar su alianza.
Por la mañana, mucho antes de amanecer, Shorty empezó a dar órdenes.
—¡Vamos! —rugió—. ¡Arriba, dormilones! ¡Aquí está el café! ¡Poneos en marcha que nos vamos ahora mismo!
Gimiendo y quejándose, Stine y Sprague se vieron obligados a ponerse en marcha dos horas antes de lo que lo habían hecho nunca. El viento soplaba con más fuerza y en poco tiempo todos tenían los rostros congelados y los remos estaban cubiertos de hielo. Lucharon durante tres horas, cuatro, mientras uno llevaba el timón, otro rompía el hielo y dos se ocupaban de los remos, todos relevándose por turnos. La orilla noroeste se acercaba cada vez más. El ventarrón soplaba con mayor fuerza y llegó un momento en el que Sprague retiró su remo en señal de rendición. Shorty se hizo cargo de él de inmediato, aunque acababa de terminar su turno.
—Retira el hielo —ordenó al tiempo que le entregaba el hacha a Sprague.
—Pero ¿para qué? —se quejó el otro—. No lo conseguiremos. Nos damos la vuelta.
—Vamos a seguir —dijo Shorty—. Retira el hielo. Y cuando te sientas mejor, me relevas.
Fue una tarea demoledora, pero alcanzaron la orilla, aunque descubrieron que estaba formada por rocas y barrancos golpeados por el oleaje, sin ningún lugar donde saltar a tierra.
—Os lo dije —lloriqueó Sprague.
—Tú solo sabes quejarte —contestó Shorty.
—Nos damos la vuelta.
Nadie habló y Kit alejó la barca para bordear aquella orilla amenazadora. A veces solo avanzaban treinta centímetros por cada golpe de remo y en otras ocasiones tenían que dar dos o tres golpes para mantener la posición, sin avanzar. Kit hizo lo posible por animar a los dos enclenques. Les dijo que las barcas que habían alcanzado la orilla no regresaban, así que forzosamente habían encontrado refugio más adelante. Se esforzaron durante una hora más, y luego otra.
—Si hubieseis cogido los remos con las ganas que cogéis el café entre las mantas, lo habríamos conseguido —fue la forma de animarlos que se le ocurrió a Shorty—. Imitáis los movimientos, pero no hacéis fuerza.
Unos minutos más tarde, Sprague volvió a levantar el remo.
—Estoy acabado —dijo entre lágrimas.
—Como los demás —respondió Kit, dispuesto a llorar también o a matar a alguien, tan agotado estaba—. Pero seguimos peleando.
—Retrocedemos. Dale la vuelta a la barca.
—Shorty, si no rema, ocúpate tú de su remo —ordenó Kit.
—Claro —respondió el otro—, él que se dedique a romper el hielo.
Pero Sprague se negó a entregarle el remo. Stine había dejado de remar y la barca retrocedía.
—Da la vuelta, Smoke —ordenó Sprague.
Y Kit, que nunca en su vida había maldecido a un hombre, se asombró de sí mismo.
—Antes nos vemos en el infierno —contestó—. Coge el remo y dale con fuerza.
En los momentos de extenuación es cuando el hombre pierde todas las reservas que la civilización le ha aportado y ese momento había llegado para ellos. Todos habían alcanzado su límite. Sprague se quitó un guante, sacó el revólver y apuntó al timonel. Fue una experiencia nueva para Kit. Nunca lo habían apuntado con un arma. Pero, para su sorpresa, no le dio importancia. Le pareció lo más normal del mundo.
—Si no guardas el arma —dijo—, te la arrancaré de las manos y te daré una paliza con la culata.
—Si no le das la vuelta a la barca, te pegaré un tiro —amenazó Sprague.
Entonces intervino Shorty. Dejó de picar el hielo y se situó de pie detrás de Sprague.
—Venga, dispara —le dijo al tiempo que balanceaba el hacha—. Estoy deseando tener la oportunidad de machacarte. Vamos, que empiece la fiesta.
—Esto es un motín —dijo Stine—. Os contratamos para obedecer nuestras órdenes.
Shorty se volvió hacia él.
—Me ocuparé de ti en cuanto acabe con tu colega, señoritingo pozo sin fondo entrometido.
—Sprague —dijo Kit—, te doy treinta segundos para que guardes el arma y cojas el remo.
Sprague dudó, soltó una breve carcajada histérica, guardó el revólver y volvió al tajo.
Durante dos horas más, centímetro a centímetro, lucharon por avanzar siguiendo la hilera de rocas espumeantes, hasta que Kit temió haberse equivocado. Entonces, cuando ya estaba a punto de decidir dar la vuelta, llegaron a la altura de una entrada estrecha —tendría unos cinco metros de ancho— que llevaba a un espacio rodeado de tierra en el que las ráfagas más potentes apenas rizaban la superficie del agua. Era el refugio al que habían llegado las barcas que los precedían. Desembarcaron en una playa en cuesta y los dos jefes se dejaron caer desmayados en la barca, mientras Kit y Shorty preparaban la tienda, encendían una hoguera y cocinaban.
—¿Qué es un señoritingo pozo sin fondo entrometido, Shorty? —preguntó Kit.
—No tengo ni idea —fue la respuesta—. Pero lo es.
El viento, que había ido amainando, cesó por completo al caer la noche, despejada y fría. Una taza de café puesta a enfriar y olvidada apareció a los pocos minutos con una capa de hielo de tres centímetros. A las ocho, cuando Sprague y Stine, ya envueltos en sus mantas, dormían exhaustos, Kit volvió de echarle una ojeada a la barca.
—Es la congelación, Shorty —anunció—. La laguna ya está cubierta de hielo.
—¿Qué vas a hacer?
—Solo podemos hacer una cosa. El lago es lo primero que se congela. La corriente rápida del río, que corre por el centro, puede mantenerse abierta unos días más. Mañana a esta hora cualquier barca que se encuentre en el lago Labarge se quedará en él hasta el año que viene.
—¿Quieres decir que tenemos que zarpar esta noche? ¿Ahora?
Kit asintió.
—¡Arriba, dormilones! —fue la respuesta de Shorty, al tiempo que levantaba los vientos de la tienda.
Los otros dos se despertaron, gimiendo por el dolor que les provocaban los músculos agarrotados y el hecho de abandonar el sueño reparador.
—¿Qué hora es? —preguntó Stine.
—Las ocho y media.
—Aún está oscuro —se oyó protestar.
Shorty arrancó un par de vientos y la tienda empezó a hundirse.
—No es por la mañana —dijo—. Es por la noche. Vamos. El lago se está congelando. Tenemos que cruzarlo.
Stine se sentó, iracundo y resentido.
—Que se congele. No pensamos movernos.
—Muy bien —dijo Shorty—. Nosotros continuaremos viaje con la barca.
—Habéis sido contratados…
—Para llevar vuestro equipo a Dawson —interrumpió Shorty—. Y eso es lo que vamos a hacer.
Enfatizó su afirmación dejando caer media tienda sobre ellos.
Se abrieron camino rompiendo la fina capa de hielo de la pequeña ensenada y salieron al lago, donde el agua, pesada y vítrea, se congelaba sobre los remos a cada golpe. Pronto se convirtió en una especie de pasta que bloqueaba los remos y se congelaba en el aire al gotear. Luego empezó a formarse una capa sobre la superficie y la barca avanzó cada vez más despacio.
Después, cuando Kit intentaba recordar aquella noche y solo conseguía revivir una especie de pesadilla, se preguntaba hasta qué punto habrían sufrido Stine y Sprague. Él tenía la impresión de haber luchado contra un frío penetrante y un agotamiento insoportable durante mil años, más o menos.
La mañana los encontró parados. Stine se quejaba de tener los dedos congelados y Sprague, la nariz. El dolor que Kit sentía en las mejillas y la nariz le indicó que el frío también lo había alcanzado. Al aumentar la luz podían ver más lejos, pero lo único que divisaban era una superficie congelada. Ya no había agua en el lago. La orilla del extremo norte se encontraba a cien metros de distancia. Shorty insistió en que allí estaba la entrada al río y que podía ver el agua. Solo Kit y él eran capaces de trabajar, así que se ocuparon de romper el hielo con los remos y hacer avanzar la barca. Con el último resto de sus fuerzas alcanzaron el punto en el que la corriente los arrastró. Al mirar atrás vieron varias barcas que habían luchado durante la noche pero que se habían quedado atrapadas en el hielo. Después la corriente, que avanzaba a unos diez kilómetros por hora, los obligó a tomar una curva y dejaron de verlas.
Día tras día flotaron sobre las aguas veloces del río y días tras día el hielo de la orilla se extendía más hacia el interior del cauce. Cuando acampaban por la noche, tenían que abrir un hueco en el hielo a hachazos para la barca y transportar el equipo decenas de metros hasta tierra. Por la mañana, liberaban la barca del hielo nuevo y salían a la corriente. Shorty preparó la cocina portátil en el interior de la barca para que Stine y Sprague se calentasen durante las interminables horas de viaje. Se habían rendido, va no daban órdenes y solo deseaban llegar a Dawson. Shorty, pesimista, infatigable y alegre, con frecuencia vociferaba unas líneas de la primera estrofa de una canción que había olvidado. Cuanto más frío hacía, más a menudo cantaba:
Como argonautas de la antigüedad,
abandonamos esta Grecia moderna,
tan-tan, tan-tan, tan-tan, tan-tan,
para esquilar el Vellocino de Oro.
Al pasar junto a las desembocaduras de los ríos Hootalinqua, Big y Little Salmon, vieron que sus aguas arrojaban hielo blando al cauce principal. Ese hielo se acumulaba alrededor de la barca y se pegaba a ella, y por las noches se veían obligados a sacar la barca a hachazos de la corriente. Por las mañanas volvían a utilizar el hacha para adentraría de nuevo en el río.
La última noche en la orilla la pasaron entre las desembocaduras de los ríos White y Stewart. La luz del día les mostró el Yukón, de ochocientos metros de ancho, totalmente blanco, desde una orilla bordeada de hielo hasta la otra. Shorty maldijo el universo con menos chispa que otras veces y miró a Kit.
—Seremos la última barca que llegue a Dawson este año —dijo Kit.
—Pero si no hay agua, Smoke.
—Entonces tendremos que deslizamos sobre el hielo. Vamos.
Protestando inútilmente, Sprague y Stine subieron a bordo a empujones. Durante media hora Kit y Shorty se pelearon con las hachas para adentrarse en el arroyo, rápido y sólido a la vez. Cuando lograron apartar el hielo de la orilla, los bloques de hielo flotante los obligaron a continuar pegados al borde durante cien metros, llevándose por delante la mitad de una regala y dejando la barca bastante maltrecha. Luego, en el extremo bajo de la curva, se adentraron por fin en la corriente que se apartaba de la orilla Continuaron esforzándose por acercarse al centro. La corriente ya no se componía de hielo blando, sino de bloques duros. Entre cada bloque solo había hielo blando que se solidificaba al instante. Empujando los bloques con los remos, a veces incluso saltando a los bloques para empujar la barca desde ellos, tardaron una hora en llegar al centro. Cinco minutos después de cesar en su esfuerzo, la barca quedó atrapada en el hielo. El río entero se coagulaba al tiempo que fluía. Los bloques se unían a otros bloques, hasta que la barca se convirtió en el centro de un bloque que medía más de veinte metros de diámetro. A veces flotaban de lado y otras con la popa por delante, mientras la gravedad hacía pedazos los grilletes de hielo que se formaban en la masa en movimiento, aunque solo para verse atrapados por otros nuevos que surgían con mayor rapidez. Mientras transcurrían las horas, Shorty alimentaba la cocina portátil, preparaba las comidas y entonaba su cántico de guerra.
Llegó la noche y, tras muchos esfuerzos, renunciaron a llevar la barca a la orilla y continuaron avanzando impotentes en medio de la oscuridad.
—¿Y si pasamos Dawson? —preguntó Shorty.
—Retrocederemos andando —respondió Kit—, si no nos aplasta alguna barrera de hielo.
El cielo estaba despejado y, a la luz de las estrellas frías y saltarinas, a veces veían fugazmente las montañas que se cernían a cada lado. A las once, desde abajo, les llegó un chirrido estruendoso. Su velocidad empezó a disminuir y los bloques de hielo se alzaron en vertical, chocando entre ellos y haciéndose añicos. En el río comenzaban a formarse barreras. Uno de los bloques, obligado a ponerse en vertical, se deslizó sobre el bloque en el que ellos se encontraban y se llevó por delante un costado de la barca. No se hundió porque su propio bloque la mantenía a flote, pero en uno de los remolinos vieron surgir, durante un instante, las aguas oscuras a treinta centímetros de ellos. Luego cesó todo movimiento. Al cabo de media hora el río se animó y empezó a moverse otra vez. Así siguió una hora más, hasta que otra barrera lo frenó. De nuevo avanzó a buen ritmo, entre chirridos y golpes. Después vieron luces en la orilla y, cuando se encontraban a su altura, la gravedad y el Yukón se rindieron y el río se detuvo durante seis meses.
En la orilla de Dawson, los curiosos que se habían reunido para presenciar la congelación completa del río oyeron el cántico de guerra de Shorty en medio de la oscuridad.
Como argonautas de la antigüedad,
abandonamos esta Grecia moderna,
tan-tan, tan-tan, tan-tan, tan-tan,
para esquilar el Vellocino de Oro.
Kit y Shorty trabajaron durante tres días para portear la tonelada y media de equipo desde el centro del río hasta la cabaña que Stine y Sprague habían comprado en la colina que daba a Dawson. Acabado ese trabajo, en el interior de la cálida cabaña, a la hora del crepúsculo, Sprague le hizo un gesto a Kit para que se acercara. Fuera el termómetro marcaba 55°C bajo cero.
—Aún no has trabajado un mes entero, Smoke —dijo Sprague—, pero te lo pago completo. Que tengas suerte.
—¿Y nuestro acuerdo? —preguntó Kit—. Sabes que aquí hay hambruna. Nadie consigue trabajo en las minas si no tiene provisiones. Tú acordaste que…
—Yo no sé nada de ningún acuerdo —lo interrumpió Sprague—. ¿Y tú, Stine? Te contratamos por un mes. Aquí tienes tu paga. ¿Quieres firmar el recibo?
Kit cerró con fuerza los puños y durante un minuto lo vio todo rojo. Los otros dos retrocedieron asustados. Jamás en su vida le había pegado a un hombre estando enfadado y tenía tan claro que machacaría a Sprague al primer intento que no se atrevió a lanzarse.
Shorty comprendió lo que le ocurría e intervino.
—Oye, Smoke, yo no pienso seguir viajando con semejante par de cascarrabias. Así que aquí me bajo. Tú y yo nos vamos juntos. ¿Comprendes? Tú coge tus mantas y vete al Elkhorn. Espérame allí. Yo haré las cuentas con estos, cobraré lo que nos deben y les daré su merecido. No valgo mucho en el agua, pero ahora estoy en tierra firme y voy a levantar una buena humareda.
Media hora después, Shorty apareció en el Elkhorn. Por la forma en que le sangraban los nudillos y la piel que le faltaba en una mejilla, resultaba evidente que les había dado su merecido a Stine y a Sprague.
—Tendrías que ver la cabaña —se rió, los dos de pie ante la barra—. Destrozada es decir poco. Doble contra sencillo a que ninguno de los dos sale a la calle en una semana. Ya lo tengo todo organizado para nosotros. Las provisiones están a tres dólares el kilo. Nadie te contrata si no tienes provisiones. La carne de alce se vende a cuatro dólares el kilo y no hay, escasea. Tenemos dinero para comprar provisiones y munición para un mes. Luego nos vamos hacia el interior, Klondike arriba. Si no hay alces, nos quedamos a vivir con los indios. Pero si dentro de seis semanas no tenemos dos mil quinientos kilos de carne, estoy dispuesto a volver y pedirles disculpas a nuestros jefes. ¿Te vale?
Kit le tendió la mano y se la estrechó. Luego balbuceó:
—No sé nada de caza.
Shorty levantó su vaso para brindar.
—Pero sin duda eres un devorador de carne. Yo te enseñaré.
(1911)
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