Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


Un milagro de mujer (1912)
(“Wonder of Woman”)
Originalmente publicado en la revista Cosmopolitan:
[Parte 1] Cosmopolitan Magazine, v. 52 (mayo 1912), págs. 761-773;
[Parte 2] Cosmopolitan Magazine, v. 53 (junio 1912), págs. 107-120;
también fue impresa, como panfleto, por International Magazine Co. (New York, 1912);
Smoke Bellew
(Nueva York: The Century Co., 1912, 386 págs.)



      —De todos modos, tú no te has muerto de ganas por casarte! —afirmó Shorty, continuando una conversación que había terminado unos minutos antes.
       Smoke, sentado sobre el borde de su manta de dormir, examinando la pata de un perro al que había obligado a tumbarse en la nieve, no contestó. Shorty, tras darle la vuelta a un mocasín humeante en el palo que ocupaba junto a la hoguera, estudió con atención el rostro de su socio.
       —Mira esa aurora boreal de ahí arriba —continuó Shorty—. Qué frivolidad, ¿no? Como cualquier mujer: titubeante e indecisa. Las mejores son frívolas, si es que no están locas. Y son unas arpías, todas, las pequeñas y las grandes, las más guapas y las que no lo son. Son leones devoradores y hienas rugientes cuando van tras la pista del hombre que les gusta.
       El monólogo volvió a languidecer. Smoke sujetó al perro cuando este intento morderle la mano y continuó examinándole las almohadillas sangrantes y magulladas.
       —¡Ja! —insistió Shorty—. Tal vez no hubiera podido casarme aunque hubiese querido. Y tal vez me habría casado sin quererlo, si no me hubiera echado al monte. Smoke, ¿quieres saber qué me salvó? Te lo diré. Mi capacidad pulmonar. No he parado de correr. Me gustaría ver a una mujer capaz de moverse como yo y dejarme agotado.
       Smoke soltó al animal y dio la vuelta a sus mocasines, que también humeaban en los palos junto a la hoguera.
       —Mañana tenemos que descansar para hacerles mocasines —se dignó a contestar—. Esta costra tan fina de hielo les está destrozando las patas.
       —Pero hay que seguir adelante —objetó Shorty—. No tenemos bastante comida para regresar y como no demos pronto, muy pronto, con la migración de los caribúes o con los indios blancos nos comeremos a los perros, patas destrozadas incluidas. ¿Y quién ha visto a los indios blancos? Solo es un rumor. ¿Cómo es posible que un indio sea blanco? Sería como que un blanco fuese negro. Smoke, mañana tenemos que seguir viaje. En esta región no hay caza. Hace una semana que no vemos ni las huellas de un conejo y tenemos que salir de esta zona vacía para llegar a algún lugar donde haya carne.
       —Viajarían mucho mejor si les damos un día de descanso y les ponemos mocasines —aconsejó Smoke—. Si tienes la oportunidad, en cualquier divisoria baja, echa una ojeada al horizonte. Pronto llegaremos a terreno abierto y ondulado. Eso es lo que La Perle nos dijo que buscásemos.
       —¡Ja! Según él mismo cuenta, hace diez años que La Perle pasó por esta zona y estaba tan mal por el hambre que no sabía ni lo que veía. ¿Recuerdas lo que contó de unas banderas enormes que flotaban en las cimas de las montañas? Eso te indica lo mal que estaba. Y él nunca afirmó haber visto indios blancos. Esa batallita la contaba Anton. Además, Anton estiró la pata dos años antes de que tú y yo llegásemos a Alaska. Pero mañana echaré un vistazo. Puede que me encuentre un alce. ¿Qué te parece si dormimos?
       Smoke pasó la mañana en el campamento, cosiendo mocasines para los perros y reparando tirantes. A mediodía cocinó para dos, se comió su parte y empezó a aguardar el regreso de Shorty. Una hora después se puso las raquetas de nieve y salió tras las huellas de su socio. El camino seguía el cauce alto del arroyo a través de una estrecha garganta que de repente se ensanchaba y formaba un pasto para alces. Pero allí no había alces desde las primeras nieves del invierno anterior. Las huellas de las raquetas de nieve de Shorty cruzaban el pasto y ascendían la cómoda pendiente de una divisoria baja. Al llegar arriba, Smoke se detuvo. Las huellas bajaban la pendiente del otro lado. Las primeras píceas, junto al lecho del arroyo, se encontraban a más de un kilómetro de distancia y resultaba evidente que Shorty había pasado entre ellas y seguido adelante. Smoke miró su reloj, pensó que pronto oscurecería, en los perros y en el campamento, y de mala gana decidió no continuar avanzando. Pero antes de retroceder se detuvo para observar a fondo el paisaje. Al este, los picos nevados de la zona central de las Rocosas se recortaban contra el horizonte. El sistema montañoso al completo, cordillera tras cordillera, parecía tender hacia el noroeste, cortando de través el camino hacia el terreno abierto del que hablaba La Perle. Como consecuencia, daba la sensación de que las montañas conspiraban para hacer retroceder al viajero hacia el oeste y el Yukon. Smoke se preguntó cuántos hombres en el pasado, tras llegar hasta allí como había hecho él, se habrían visto obligados a desviarse por aquel paisaje tan inhóspito. La Perle no se había desviado, pero La Perle había cruzado desde la vertiente este de las Rocosas.
       Mantuvo encendida la hoguera hasta medianoche para ayudar a Shorty a guiarse. Polla mañana, tras esperar con el campamento levantado y los perros enganchados a que surgiese la primera luz, Smoke se lanzó en su busca. En el paso estrecho del cañón, su perro guía levantó las orejas y aulló. Luego Smoke vio a los indios, seis, que avanzaban hacia él. Viajaban ligeros, sin perros y la más pequeña de las mochilas a la espalda de cada uno. Rodearon a Smoke y de inmediato le dieron varias razones por las que sorprenderse. Estaba claro que lo buscaban. Enseguida se dio cuenta, también, de que no hablaban ninguna lengua india de las que él conocía. No eran indios blancos, aunque sí más altos y pesados que los indios de la cuenca del Yukón. Cinco de ellos llevaban el mosquete de cañón largo de la Compañía de la Bahía de Hudson, ya pasado de moda, y en las manos del sexto había un Winchester que Smoke reconoció: era el de Shorty.
       No perdieron tiempo en hacerlo prisionero. Desarmado, Smoke no pudo hacer más que someterse. Distribuyeron el contenido del trineo entre las mochilas de todos y a él le dieron una que incluía sus pieles de dormir y las de Shorty. Soltaron a los perros y, cuando Smoke protestó, uno de los indios le indicó por señas una senda demasiado accidentada para viajar con trineo. Smoke se rindió ante lo inevitable, apartó el trineo del camino, lo ocultó entre la nieve de la parte alta del terraplén que daba al arroyo y echó a andar con sus captores. Superaron la divisoria hacia el norte y bajaron en dirección a las píceas que Smoke había visto la tarde anterior. Siguieron el arroyo durante veinte kilómetros, pero lo abandonaron cuando tendió al oeste, momento en el que ellos pusieron rumbo al este por el cauce alto y estrecho de un afluente.
       Pasaron la primera noche en un campamento que había sido ocupado durante varios días. Allí tenían almacenada cierta cantidad de salmón desecado y una especie de pemmican que los indios añadieron a sus mochilas. Del campamento salía una senda pisada por muchas raquetas de nieve: los captores de Shorty, supuso Smoke. Antes de que oscureciese fue capaz de distinguir las huellas de las raquetas de Shorty, más estrechas que las otras. Al preguntar por señas a los indios, estos asintieron con la cabeza y señalaron al norte.
       Continuaron señalando al norte durante los días que siguieron y el camino, que giraba y zigzagueaba entre un revoltijo de picos elevados, siempre avanzaba al norte. En medio de aquella soledad nevada y desolada, parecía imposible que la senda pudiese proseguir, pero no dejaba de enroscarse y describir curvas para encontrar divisorias bajas y evitar las cadenas más altas e imposibles de cruzar. El grosor de la capa de nieve era mayor que en los valles inferiores y cada paso exigía un gran esfuerzo con las raquetas. Además, los captores de Smoke, todos jóvenes, viajaban ligeros y veloces, y no pudo evitar sentirse orgulloso porque era capaz de seguirlos sin problemas. Ellos estaban acostumbrados a viajar en condiciones duras y a usar las raquetas de nieve desde la infancia, sin embargo Smoke se encontraba en tan buenas condiciones que aquella travesía no le resultaba más agotadora que a ellos.
       Tardaron seis días en alcanzar y cruzar el paso central, de poca altura en comparación con las montañas que unía, pero formidable en sí mismo e imposible de recorrer con trineos cargados. Cinco días más de tortuosos serpenteos, siempre descendiendo, los llevaron al terreno abierto y ondulado que La Perle había encontrado diez años antes. Smoke lo reconoció al primer vistazo un día frío, con el termómetro a 40°C bajo cero y la atmósfera tan despejada que podía ver a ciento cincuenta kilómetros de distancia. El terreno abierto se extendía incluso más lejos. Al este, en lo alto, las Rocosas seguían elevando al cielo sus murallas nevadas. Hacia el sur y el oeste se diseminaban las accidentadas cordilleras del sistema de prominentes estribaciones que habían cruzado. Y en aquel enorme hueco se encontraba el país que La Perle había recorrido, cubierto de nieve pero sin duda lleno de caza en algún momento del año y, en verano, un territorio amable, repleto de flores y de árboles.
       Antes de mediodía, tras avanzar por el cauce bajo de un arroyo ancho, dejar atrás sauces enterrados en la nieve y álamos sin hojas y cruzar llanos cubiertos de bosques de píceas, llegaron al emplazamiento de un campamento grande y recientemente abandonado. Mientras observaba al pasar, Smoke calculó que habría cuatrocientas o quinientas hogueras y supuso que la población se contaría por miles. La senda era tan reciente y estaba tan bien apisonada por la multitud que Smoke y sus captores se quitaron las raquetas y, solo con los mocasines, avanzaron a un ritmo más rápido. Cada vez había más indicios de la presencia de caza: huellas de lobos y linces que no existirían sin carne. En una ocasión, uno de los indios exclamó satisfecho y señaló hacia una zona amplia y cubierta de nieve, en la que había varios cráneos de caribú con los huesos limpios, pisoteados y desordenados, como si un ejército se hubiese enfrentado allí. Smoke supo que los cazadores habían realizado una gran matanza después de la última nevada.
       Durante el prolongado crepúsculo no manifestaron intención de montar el campamento. Continuaron avanzando en medio de una oscuridad cada vez mayor que se desvaneció bajo el luminoso cielo cubierto de estrellas grandes y resplandecientes, medio veladas por el vapor verdoso de la palpitante aurora boreal. Sus perros fueron los primeros en percibir los ruidos del campamento y levantaron las orejas entre gemidos entusiastas. Luego, a los oídos humanos llegó un murmullo tenue y lejano, aunque sin la sensación relajante que suelen producir los murmullos lejanos. Era agudo y salvaje, un ritmo de sonidos estridentes interrumpido por otros sonidos más estridentes aún: el prolongado aullido de muchos perros lobo, gritos de cansancio y dolor, lúgubres por la desesperanza y la rebelión. Smoke apartó el cristal de su reloj y, tanteando con las yemas de los dedos las manecillas, supo que eran las once de la noche. Los hombres que iban con él se apresuraron. Las piernas que se habían movido durante doce horas agotadoras se movieron a un ritmo mayor y, aunque no llegaron a correr, hicieron algo más que andar. Cruzaron un oscuro bosque de píceas y salieron al brusco resplandor de la luz de muchas hogueras y al incremento abrupto aumento del volumen de los ruidos. Ante ellos se extendía el enorme campamento.
       Y mientras se adentraban en los irregulares pasillos del campamento de caza, un tumulto enorme, como si fuese una ola, se alzó para recibirlos y los siguió al pasar: exclamaciones, saludos, preguntas y respuestas, bromas y sus contestaciones, el gruñido de los perros lobo que se lanzaban como proyectiles peludos y llenos de ira contra los perros desconocidos de Smoke, las reprimendas de las indias, risas, el gimoteo de los niños y los lamentos de los bebés, los gemidos de los enfermos despertados de nuevo al dolor, el caos total de un campamento de gentes salvajes, primitivas y serenas.
       Con los garrotes y las culatas de las armas, el grupo de Smoke hizo retroceder a los perros que atacaban, mientras que los suyos, sin dejar de gruñir e intentar morder, impresionados ante tantos enemigos, se encogían entre las piernas de sus protectores humanos y avanzaban con el pelo erizado, dando brincos amenazadores.
       Se detuvieron sobre la nieve pisoteada, junto a una hoguera en la que Shorty y dos indios jóvenes, en cuclillas, asaban varias tiras de carne de caribú. Otros tres indios jóvenes, que estaban tumbados sobre una base de ramas de pícea y cubiertos de pieles, se sentaron al verlos. Desde el otro lado de la hoguera, Shorty miró a su socio con gesto serio e impasible, como los de sus compañeros, no dijo ni pío y continuó asando la carne.
       —¿Qué pasa? —preguntó Smoke, medio irritado—. ¿Te has quedado sin habla?
       La sonrisa de siempre asomó al rostro de Shorty.
       —No —respondió—. Soy un indio. Estoy aprendiendo a no mostrar sorpresa. ¿Cuándo te atraparon?
       —Al día siguiente de irte tú.
       —Mm —dijo Shorty con la fantasía bailando en sus ojos—. Pues a mí me va bien, gracias, muy amable. Este es el campamento de los solteros. —Hizo un gesto con la mano para abarcar su magnificencia, que consistía en una hoguera, varios lechos de ramas de pícea sobre la nieve, toldos de piel de caribú y pantallas cortaviento hechas con mimbres de sauce y pícea entrelazados—. Y estos son los solteros. —Esta vez su mano indicó a los jóvenes, tras lo que escupió unos cuantos sonidos guturales en la lengua de los indios que logró arrancar un gesto de reconocimiento en ojos y dientes—. Se alegran de conocerte, Smoke. Siéntate y pon a secar tus mocasines mientras te preparo algo de comer. Me voy manejando con su lengua, ¿no crees? Tendrás que aprenderla también porque parece que pasaremos mucho tiempo con esta gente. Hay otro blanco. Lo atraparon hace seis años. Es un irlandés al que pillaron por la zona del Gran Lago de los Esclavos. Se llama Danny McCan. Se ha emparejado con una india. Ya tiene dos hijos pero se largará si surge la oportunidad. ¿Ves esa hoguera baja hacia la derecha? Es su campamento.
       Al parecer, aquel era el domicilio que correspondía a Smoke, porque sus captores lo dejaron allí con sus perros y continuaron internándose en el campamento. Mientras se ocupaba de su calzado y devoraba las tiras de carne caliente, Shorty cocinaba y charlaba.
       —Estamos metidos en un buen lío, Smoke, hazme caso. Va a ser difícil salir de aquí. Estos son los auténticos y verdaderos indios salvajes. No son blancos, pero su jefe sí lo es. Habla como si tuviera la boca llena de gachas calientes y si no es escocés de pura cepa es que no hay escoceses en el mundo. Es el jefe supremo y mandamás de todo el cotarro. Lo que dice va a misa. Eso métetelo en la cabeza desde el principio. Danny McCan lleva seis años intentando perderlo de vista. Danny es buen tipo, pero no tiene lo que hay que tener. Conoce un camino de salida que aprendió durante los viajes de caza y que queda al oeste de la ruta por la que tú y yo llegamos. No ha tenido valor para intentarlo solo. Pero los tres podremos lograrlo. Patillas es de lo mejor, pero está bastante loco.
       —¿Quién es Patillas? —preguntó Smoke, deteniéndose en el proceso de devorar una tira de carne caliente.
       —Pues el mandamás. El escocés. Se está haciendo viejo y se habrá dormido ya, pero te verá mañana y te dejará muy claro que eres una mísera pulga en las tierras en las que él pisotea. Estas tierras le pertenecen. Métetelo en la mollera. Nadie las ha explorado ni nada, pero son suyas. Y no permitirá que lo olvides. Aquí posee cincuenta mil kilómetros cuadrados de terrenos de caza. Son solo suyos. Él es el indio blanco. Él y la mujer. ¡Ja! No me mires así. Espera a verla. Es guapa y totalmente blanca, como su padre, que es Patillas. ¡Y los caribúes! Los he visto: cien mil ejemplares de buena carne en el rebaño y diez mil lobos y felinos que lo siguen y viven de los rezagados y los restos. Nosotros dejamos los restos. El rebaño se mueve hacia el oeste y no tardaremos en seguirlo. Nos lo comemos todo y lo que no comemos lo curamos y ahumamos para la primavera, antes de que llegue el salmón. Y, oye, lo que Patillas no sepa de salmón y caribú no lo sabe nadie más, créeme.


       —Aquí viene Pantillas, haciendo como que va a alguna parte —susurró Shorty al tiempo que se echaba hacia delante para limpiarse la grasa de las manos en el pelaje de uno de los perros.
       Ya era por la mañana y los solteros, acuclillados, desayunaban carne de caribú que iban comiendo a medida que la asaban. Smoke levantó la mirada y vio a un hombre pequeño y delgado, vestido con pieles como cualquier salvaje, pero inconfundiblemente blanco, caminando en la vanguardia de una traílla y seguido por una docena de indios. Smoke rompió un hueso caliente y, mientras chupaba el tuétano, observaba al anfitrión, cada vez más próximo. Las pobladas patillas y un pelo canoso y amarillento, manchado por el humo de las hogueras, le ocultaban la mayor parte del rostro, aunque no conseguían esconder las mejillas demacradas, casi cadavéricas. Smoke decidió que su delgadez era saludable al percibir cómo se le hinchaban las aletas de la nariz y el ancho y profundidad del pecho, que garantizaban oxígeno y vida.
       —¿Cómo estás? —preguntó el hombre al tiempo que se sacaba una manopla y ofrecía la mano desnuda—. Me llamo Snass —añadió en el momento de estrechar la de Smoke.
       —Y yo, Bellew —contestó Smoke, desconcertado al mirar aquellos ojos negros y muy observadores.
       —Ya veo que tienes comida suficiente.
       Smoke asintió y continuó chupando el hueso, mientras disfrutaba del ronroneo propio del acento escocés.
       —Las raciones nunca son iguales, pero pocas veces pasamos hambre. Y la carne es más natural que la que se cría en las ciudades.
       —Veo que no te gustan las ciudades —se rio Smoke por decir algo y de inmediato lo asombró la transformación producida en Snass.
       Como una planta sensible al roce, la figura entera del hombre pareció estremecerse y marchitarse. Entonces un asco tenso y salvaje se concentró en los ojos, a los que asomó un odio que reflejaba un dolor incalculable. Se dio la vuelta para irse de repente y, tras recuperarse un poco, comentó por encima del hombro, como si nada:
       —Ya nos veremos, Bellew. Los caribúes se trasladan al este y me voy de avanzada a escoger el emplazamiento. Mañana vendréis todos los demás.
       —Vaya con Patillas, ¿eh? —murmuró Shorty mientras Snass se alejaba al frente de su grupo.
       De nuevo, Shorty se limpió las manos en el pelaje del perro lobo, que enseguida lamió, encantado, la deliciosa grasa.
       Más avanzada la mañana, Smoke se fue a dar un paseo por el campamento volcado en sus primitivas ocupaciones. Un gran grupo de cazadores acababa de regresar y los hombres se repartían entre las distintas hogueras. Las mujeres y los niños partían con los perros enganchados a trineos vacíos y regresaban con ellos llenos de carne recién cazada y ya congelada. Sufrían una ola de frío propia del principio de la primavera y el carácter agreste de la escena se perfilaba a una temperatura de 35 °C bajo cero. No se veían prendas tejidas. Todos llevaban pieles de pelo largo y cuero curtido. Los niños pasaban con arcos y carcajes llenos de flechas de hueso y Smoke vio muchos cuchillos para desollar hechos de hueso o de piedra colgados de los cintos o de las fundas que llevaban al cuello. Las mujeres se afanaban junto a las hogueras, ahumando la carne, cargando a la espalda niños que lo miraban todo con los ojos muy abiertos mientras chupaban trozos de sebo. Los perros, casi lobos, se enfurecían al paso de Smoke para sobrellevar la amenaza del garrote corto que portaba y percibir el olor de ese recién llegado al que debían aceptar en virtud de su garrote.
       En el centro del campamento, aunque aislada, Smoke llegó a lo que evidentemente era la hoguera de Snass. A pesar de ser temporal, era grande y estaba sólidamente construida. Un buen montón de equipo y fardos de pieles se apilaban sobre un andamio, lejos del alcance de los perros. Un gran toldo de protección que casi era media tienda, cobijaba las zonas de estar y dormir. A un lado se alzaba una tienda de seda, de esas que preferían los exploradores y adinerados cazadores de caza mayor. Smoke nunca había visto nada semejante y se acercó más. Mientras la observaba, la puerta se abrió y salió una joven. Se movió con tal rapidez y apareció de forma tan abrupta que Smoke tuvo la sensación de encontrarse ante una aparición. Por lo visto, él ejerció el mismo efecto sobre ella y se quedaron mirándose fijamente el uno al otro durante un buen rato.
       Ella iba vestida con pieles de los pies a la cabeza, pero de tal calidad y tan magníficamente trabajadas que Smoke se quedó impresionado. La parka, con la capucha echada hacia atrás, era de una piel de pelo largo y de un color ligerísimamente plateado. Los muclucs, con suelas de cuero de morsa, estaban hechos con las patas de almohadillas plateadas de muchos linces. Las manoplas de guanteletes largos, los flecos de las rodillas, todas las pieles, muy distintas y variadas, de su atuendo eran de un leve tono plateado que resplandecía a la gélida luz; y en medio de esa plata resplandeciente, sobre un cuello delicado y esbelto, se alzaba la cabeza, de rostro rosado y rubio con los ojos azules, orejas como dos conchas rosáceas y el cabello castaño claro salpicado de escarcha y chispeantes destellos de hielo.
       Smoke vio eso y mucho más, como en un sueño. Luego recuperó el control de sí mismo y se llevó la mano al gorro. En el mismo momento, la mirada de asombro en los ojos de la joven se convirtió en sonrisa y, con movimientos rápidos y vitales, se quitó una manopla y le tendió la mano.
       —¿Cómo estás? —murmuró muy seria, con un acento extraño y delicioso y una voz tan argentina como las pieles que llevaba y que sorprendió a Smoke, acostumbrado a los graznidos de las indias del campamento.
       Smoke solo fue capaz de mascullar algunas frases torpemente evocadoras de sus mejores modales en sociedad.
       —Me alegro de conocerte —continuó ella, despacio y tanteando, el rostro dominado por una enorme sonrisa—. Por favor, ten la amabilidad de perdonar mi forma de hablar inglés. No lo hago bien. Soy inglesa, como tú —aseguró, muy seria—. Mi padre es escocés. Mi madre ha muerto. Era francesa, inglesa y un poco india. Su padre era un hombre importante en la Compañía de la Bahía de Hudson. Caramba, hace frío. —Se puso la manopla y se frotó las orejas, cuyo tono rosado se había vuelto blanco—. Charlemos junto a la hoguera. Me llamo Labiskwee. ¿Y tú?
       Así fue cómo Smoke conoció a Labiskwee, la hija de Snass, a quien Snass llamaba Margaret.
       —Mi padre no se llama Snass —informó a Smoke—. Snass solo es un nombre indio.
       Aquel día Smoke aprendió muchas cosas, al igual que los días siguientes, mientras el campamento avanzaba tras la senda de los caribúes. Esos eran auténticos indios salvajes, con los que Anton se había tropezado y de los que había logrado huir muchos años atrás. Se encontraban en el límite occidental de su territorio y en verano se desplazaban hacia el norte, a las tundras del Ártico, y al este, hasta llegar al Luskwa. Smoke no pudo descifrar qué río era el Luskwa, ni supo decírselo Labiskwee, tampoco McCan. En ocasiones, Snass, acompañado de los cazadores más fuertes, avanzaba hacia el este y cruzaba las Rocosas, dejaba atrás los lagos y el Mackenzie y se adentraba en las tierras de la Región Septentrional. Durante la última travesía en esa dirección habían encontrado la tienda de seda que ocupaba Labiskwee.
       —Perteneció a la expedición Millicent-Adbury —le dijo Snass a Smoke.
       —¡Ah, ya me acuerdo! Buscaban bueyes almizcleros. La expedición de rescate no encontró ni rastro de ellos.
       —Los encontré yo —dijo Snass—. Pero ambos estaban muertos.
       —El mundo sigue sin saberlo. No nos llegó la noticia.
       —De aquí nunca salen noticias —aseguró Snass en tono amable.
       —¿Quieres decir que, si hubiesen estados vivos cuando los encontraste…?
       Snass asintió.
       —Se habrían quedado a vivir conmigo y con mi gente.
       —Anton se escapó —lo retó Smoke.
       —No recuerdo ese nombre. ¿Cuánto hace?
       —Catorce o quince años —respondió Smoke.
       —Así que consiguió cruzar. ¿Sabes? Me he preguntado muchas veces qué habría sido de él. Lo llamábamos Diente Largo. Era un hombre fuerte, muy fuerte.
       —La Perle pasó por aquí hace diez años.
       Snass negó con la cabeza.
       —Encontró rastros de vuestros campamentos. Era verano.
       —Eso lo explica todo —contestó Snass—. En verano nos desplazamos cientos de kilómetros al norte.
       Pero, por más que se esforzó, Smoke no consiguió enterarse de la historia de Snass previa a su vida en los remotos parajes del norte. Era un hombre culto, aunque en los años que llevaba allí no había leído ni libros ni periódicos. No sabía lo que había ocurrido en el mundo ni deseaba saberlo. Había oído hablar de los mineros del Yukon y del oro del Klondike. Los mineros nunca habían invadido su territorio, de lo que se alegraba. Pero el mundo exterior no existía para él. No toleraba que se lo mencionaran.
       Tampoco pudo Labiskwee ofrecer a Smoke información de esa época. Había nacido en los territorios de caza. Su madre murió cuando ella tenía seis años. Su madre había sido muy guapa y era la única mujer blanca que Labiskwee había visto. Lo decía con tristeza y, con la misma tristeza y de mil formas distintas, demostraba saber muchas cosas del gran mundo exterior al que su padre le había cerrado la puerta. Pero ese conocimiento era secreto. Había aprendido mucho tiempo atrás que mencionarlo hacía enfadar a su padre.
       Anton le había hablado de su madre a una de las indias y le había dicho que era hija de un importante directivo de la Compañía de la Bahía de Hudson. Después, la india se lo contó a Labiskwee. Pero nunca había sabido el verdadero nombre de su madre.
       Danny McCan no servía como fuente de información. No le gustaba la aventura. La vida en estado salvaje le parecía un horror y llevaba nueve años viviéndola. Embarcado por la fuerza tras emborracharlo en San Francisco, había desertado del ballenero en Punta Barrow, con tres compañeros. Dos murieron y el tercero lo abandonó durante la espantosa travesía hacia el sur. Vivió dos años con los esquimales antes de reunir el coraje suficiente para intentar viajar hacia el sur y entonces, a pocos días de una de las factorías de la Compañía de la Bahía de Hudson, un grupo de los jóvenes de Snass se lo llevó con ellos. Era un hombre pequeño y tonto al que siempre le dolían los ojos y que solo soñaba con volver a su querida San Francisco y a su maravilloso oficio de albañil. No hablaba de otra cosa.
       —Eres el primer hombre inteligente que encontramos —elogió Snass a Smoke una noche, junto a la hoguera—. Excepto el anciano Cuatro Ojos. Así lo llamaban los indios. Llevaba gafas y era corto de vista. Era profesor de zoología. Murió hace un año. Mis jóvenes lo habían encontrado tras perderse del resto de una expedición al cauce alto del Porcupine. Era inteligente, sí, pero también un necio. Esa era su debilidad: perderse. Sabía de geología y de trabajar los metales. En el Luskwa, donde hay carbón, tenemos varias forjas que hizo él, muy buenas. Reparaba nuestras armas y enseñó a los jóvenes a hacerlo. Murió el año pasado y lo echamos mucho de menos. Se perdió, eso fue lo que pasó, y se murió de frío a poco más de un kilómetro del campamento.
       Esa misma noche, Snass le dijo a Smoke:
       —Deberías escoger una mujer y tener tu propia hoguera. Estarás mejor que con los jóvenes solteros. Las hogueras de las doncellas, una especie de fiesta de las vírgenes, no se encienden hasta que llegan el verano y el salmón, pero si tú quieres, puedo dar órdenes para que se adelanten.
       Smoke se rio y negó con la cabeza.
       —Recuerda —concluyó Snass con mucha calma— que Anton es el único que logró escapar. Tuvo suerte, mucha suerte.
       Labiskwee le dijo a Smoke que su padre tenía una voluntad de hierro.
       —Cuatro Ojos solía llamarle Pirata del Hielo, aunque no sé por qué, Tirano de la Escarcha, Oso de la Cueva, Bestia Primitiva, Rey del Caribú, Compañero Barbado y cosas parecidas. A Cuatro Ojos le encantaban las palabras como esas. Fue él quien me enseñó la mayor parte del inglés que hablo. Bromeaba mucho y yo nunca sabía si hablaba en serio o no. Si me enfadaba, decía que era su amiga guepardo. ¿Qué es un guepardo? Siempre me tomaba el pelo con eso.
       Continuaba charlando con la inocencia entusiasta de un niño, algo que a Smoke le costaba reconciliar con su rostro y su cuerpo de mujer adulta.
       Sí, su padre era muy estricto. Todo el mundo le tenía miedo. Cuando se enfadaba, era terrible. Por ejemplo, los indios porcupine. A través de ellos y de los luskwa, Snass vendía sus pieles en las factorías y conseguía provisiones de munición y tabaco. Siempre fue justo, pero el jefe de los porcupine empezó a hacer trampas. Después de que Snass le advirtiera dos veces, quemó su aldea de cabañas y más de una docena de indios porcupine murieron en la pelea. Pero se acabaron las trampas. Una vez, cuando ella era pequeña, un hombre blanco murió cuando intentaba escapar. No, no lo mató su padre, aunque sí dio la orden a los jóvenes. Ningún indio desobedecía a su padre.
       Y de cuanto más se enteraba Smoke, más aumentaba el misterio de Snass.
       —Y dime si es verdad —estaba diciendo la joven— que hubo un hombre y una mujer llamados Paolo y Francesca que se amaban mucho.
       Smoke asintió.
       —Me lo contó Cuatro Ojos —sonrió feliz Labiskwee—. Así que no se lo inventó. No estaba segura. Se lo pregunté a mi padre, pero se enfadó mucho. Los indios me contaron que le echó una buena bronca al pobre Cuatro Ojos. También me habló de Tristán e Isolda, de las dos Isoldas. Qué triste. Pero me gustaría amar así. ¿Lo hacen así todos los jóvenes del mundo? Aquí no. Se casan sin más. No tienen tiempo. Yo soy inglesa y nunca me casaré con un indio, ¿y tú? Por eso no he encendido mi hoguera de doncella. Algunos de los jóvenes le insisten a mi padre para que me obligue a hacerlo. Libash es uno de ellos, un gran cazador. Y Mahkook viene a cantar canciones. Es gracioso. Esta noche, si te acercas a mi tienda después de anochecer, lo oirás cantar al frío. Pero mi padre dice que puedo hacer lo que quiera, así que no pienso encender la hoguera. Verás, cuando una joven decide casarse, avisa a los hombres de esa forma. Cuatro Ojos siempre dijo que era una buena costumbre, aunque él nunca tomó esposa. Tal vez era demasiado viejo. No tenía mucho pelo, pero a mí no me parecía muy viejo. ¿Cómo se sabe si se está enamorado? Como Paolo y Francesca, claro.
       La mirada franca de sus ojos azules desconcertó a Smoke.
       —Pues, dicen… —tartamudeó—, quienes están enamorados, que el amor vale más que la vida. Cuando alguien descubre que hay una persona a la que aprecia por encima de los demás y de todo lo demás, entonces es cuando se está enamorado. Es así, aunque resulta difícil de explicar. Se sabe y punto.
       Ella miró más allá del humo del campamento, suspiró y continuó trabajando en la manopla de piel que estaba cosiendo.
       —Bueno —anunció muy decidida—, de todos modos, yo nunca me casaré.


       —Cuando huyamos, vamos a tener que correr como nunca —dijo Shorty en tono sombrío.
       —Este sitio es una trampa —estuvo de acuerdo Smoke.
       Observaban los dominios nevados de Snass desde la cima de una colina. Los elevados picos del revoltijo de cordilleras los bordeaban al este, oeste y sur. Hacia el norte, el terreno abierto parecía interminable, pero ellos sabían que incluso en esa dirección media docena de cadenas montañosas transversales bloqueaban el camino.
       —En esta época del año podría darte tres días de ventaja —le dijo Snass a Smoke esa tarde—. No serías capaz de ocultar las huellas. Anton se escapó cuando no había nieve. Mis jóvenes viajan tan rápido como el mejor de los blancos y, además, tú les irías abriendo camino. Cuando la nieve se derrita, me ocuparé de que no tengas la oportunidad que tuvo Anton. Aquí se vive bien y pronto te olvidarás del mundo. Nunca he dejado de sorprenderme de lo fácil que es salir adelante sin el resto del mundo.
       —Lo que me preocupa es Danny McCan —le confió Shorty a Smoke—. Es el eslabón débil en cualquier tipo de camino. Pero jura que sabe cómo salir hacia el oeste, así que vamos a tener que cargar con él, Smoke, o las pasarás canutas.
       —Estamos todos en la misma situación —contestó Smoke.
       —Ni de broma. Lo tuyo sí que es fastidiado de verdad.
       —¿El qué?
       —¿No te has enterado?
       Smoke negó con la cabeza.
       —Me lo han contado los solteros. Acaban de saberlo. Se celebra esta noche, aunque con varios meses de adelanto.
       Smoke se encogió de hombros.
       —¿No te interesa oírlo? —se burló Shorty.
       —Estoy esperando a que me lo cuentes.
       —Pues la mujer de Danny se lo acaba de decir a los solteros. —Shorty hizo una pausa para crear tensión—. Y los solteros me lo contaron a mí, claro. Esta noche se van a encender las hogueras de las doncellas. Eso es todo. ¿Qué te parece?
       —No sé por dónde vas, Shorty.
       —Ah, ¿no? Pues todo el mundo lo sabe. Hay una mujer que va a por ti y esa mujer va a encender su hoguera y esa mujer se llama Labiskwee. Oh, la he visto observarte cuando no miras. Nunca ha encendido su hoguera. Dice que no se casará con un indio. Por eso ahora, cuando encienda su hoguera, seguro que lo hará por mi pobre y viejo amigo Smoke.
       —Parece un silogismo —comentó Smoke, agobiado, repasando los actos de Labiskwee durante los días anteriores.
       —Pues es muy sencillo —respondió Shorty—. Y siempre es así: justo cuando organizamos nuestra huida aparece una mujer para complicarlo todo. No tenemos suerte. Eh, ¡escucha eso, Smoke!
       Tres indias ancianas se habían detenido entre el campamento de los solteros y el de McCan y la mayor de las tres declamaba en un falsete de lo más estridente.
       Smoke reconoció los nombres, pero no todas las palabras y Shorty tradujo con regodeo.
       —Labiskwee, hija de Snass el Hacedor de Lluvia, el Gran Jefe, enciende esta noche su primera hoguera de doncella. Maka, hija de Owits, el Corredor de Lobos…
       El recital incluía los nombres de una docena de doncellas y tras declamarlos los tres heraldos continuaron camino para realizar su anuncio junto a otras hogueras.
       Los solteros, que habían jurado no hablar con ninguna doncella, no se interesaron por la ceremonia y con la intención de mostrar su desdén empezaron a prepararse para partir de inmediato a realizar una misión que Snass les había encomendado y que en un principio iban a dejar para la mañana siguiente. Los cálculos aproximados sobre la cantidad de caribúes realizados por los cazadores viejos no satisfacían del todo a Snass, quien decidió que el rebaño se había dividido. La tarea encomendada a los solteros era explorar hacia el norte y hacia el oeste en busca del otro grupo desgajado del gran rebaño.
       Smoke, preocupado por la hoguera de Labiskwee, anunció que acompañaría a los solteros. Pero antes habló con Shorty y con McCan.
       —Nos encontraremos al tercer día —dijo Shorty—. Nosotros llevaremos el equipo y los perros.
       —Pero no lo olvidéis —advirtió Smoke—, si surge algún imprevisto y no podemos encontrarnos, vosotros seguid adelante y salid al Yukón. Eso no se discute. Si lo conseguís, podéis volver a buscarme en verano. Si soy yo quien tiene la oportunidad, lo lograré y volveré a buscaros.
       McCan, de pie junto a su hoguera, con la mirada indicó una montaña accidentada, donde la elevada cordillera del oeste sobresalía en terreno abierto.
       —Es ahí —dijo—. En el lado sur hay un arroyo pequeño. Iremos cauce arriba. Al tercer día nos encontraremos. Pasaremos por tu zona al tercer día. En cualquier punto de ese arroyo acabarás por encontrarte con nosotros o con nuestra senda.
       Pero Smoke no tuvo la oportunidad esperada al tercer día. Los solteros cambiaron la dirección de su avance y mientras Shorty y McCan se esforzaban arroyo arriba con los perros, Smoke y los solteros se encontraban a casi cien kilómetros al noroeste, siguiendo el rastro del segundo rebaño de caribúes. Regresaron al campamento varios días después, en medio de una nevada y en pleno crepúsculo. Una india dejó de gemir junto a una hoguera y se lanzó hacia Smoke. Con términos muy duros y mirada resentida y envenenada, lo maldijo mientras señalaba una silueta envuelta en pieles y en silencio, que permanecía sobre el trineo en la que la habían transportado.
       Smoke solo pudo suponer lo ocurrido y, al llegar a la hoguera de McCan, estaba preparado para que lo maldijesen otra vez. Pero lo que vio fue al propio McCan concentrado en masticar una tira de carne de caribú.
       —No soy un luchador —explicó, quejumbroso—. Pero Shorty se escapó, aunque aún lo persiguen. No sabes cómo peleó. Pero acabarán por atraparlo. No tiene oportunidad. Disparó a dos hombres que se recuperarán. Al tercero, la bala le atravesó el pecho.
       —Sí, lo sé —dijo Smoke—. Acabo de ver a su viuda.
       —Snass quiere verte —añadió McCan—. Ha ordenado que en cuanto llegases acudieras a su hoguera. No he cantado. No sabes nada. No lo olvides. Shorty se escapó por su cuenta, solo conmigo, sin ti.
       En la hoguera de Snass, Smoke encontró a Labiskwee, quien lo miró con unos ojos tan dulces y tiernos que lo asustaron.
       —Me alegro de que no intentaras escapar —dijo—. Verás, yo… —dudó, pero no apartó los ojos, envueltos en una luz inconfundible—. Encendí mi hoguera y, claro, era para ti. Ha ocurrido. Te aprecio por encima de todo y de todos. Más que a mil como Libash o como Mahkook. Amo. Es muy raro. Amo como amó Francesca, como amó Isolda. El viejo Cuatro Ojos decía la verdad. Los indios no aman así. Pero yo tengo los ojos azules y soy blanca. Somos blancos, tú y yo.
       Smoke nunca había vivido la experiencia de que alguien le hiciera una propuesta de matrimonio y no supo estar a la altura de la situación. Peor, ni siquiera fue una propuesta. Se daba por hecho que él había aceptado. En la mente de Labiskwee estaba todo tan organizado, tan cálida era la luz de sus ojos que lo asombró que no lo abrazara y descansara la cabeza en su hombro. Luego comprendió que, a pesar de la sinceridad de su amor, la joven no conocía las distintas formas de expresarlo. Entre los salvajes primitivos no existía esa costumbre y ella no había tenido la oportunidad de aprenderla.
       Continuó parloteando y cantado el feliz estribillo de su amor mientras él luchaba por reunir fuerzas para herirla con la verdad, por decirlo de algún modo. Eso, al principio, le proporcionó una buena oportunidad.
       —Pero Labiskwee, escucha —empezó a decir—. ¿Estás segura de que Cuatro Ojos te contó toda la historia sobre el amor de Paolo y Francesca?
       Ella dio una palmada y se rio con la total certeza de ser feliz.
       —¡Oh! ¡Hay más! ¡Ya sabía yo que tenía que haber mucho más sobre el amor! He pensado sin descanso desde que encendí mi hoguera. He…
       En ese momento, Snass atravesó la cortina de nieve que caía, se acercó a la hoguera y Smoke perdió su oportunidad.
       —Buenas noches —saludó secamente Snass—. Tu socio la ha liado buena. Me alegro de que tú tuvieses más sentido.
       —Podrías contarme qué ha pasado —comentó Smoke.
       El brillo de los dientes blancos tras la barba manchada no resultó agradable.
       —Claro, te lo contaré. Tu socio ha matado a uno de los míos. Esa pulga llorica de McCan desertó al primer disparo. No volverá a escaparse. Pero mis cazadores tienen a tu socio rodeado en las montañas y lo atraparán. Nunca llegará a la cuenca del Yukón. En cuanto a ti, desde ahora dormirás junto a mi hoguera. Y no volverás a salir a explorar con los jóvenes. Te mantendré vigilado.
       La nueva situación de Smoke en la hoguera de Snass resultaba violenta. Veía más que nunca a Labiskwee. La sinceridad de su amor resultaba terrible por su dulzura y su inocencia. Lo miraba enamorada de verdad, lo acariciaba con los ojos. Muchas veces se armó Smoke de valor para hablarle de Joy Gastell, pero siempre acababa descubriendo que era un cobarde. Lo peor era lo encantadora que resultaba Labiskwee. Mirarla era una delicia. A pesar de que cada momento que pasaba con ella su autoestima se resentía, disfrutaba igual. Por primera vez en su vida, Smoke estaba aprendiendo a entender a las mujeres. Tan nítida era el alma de Labiskwee, tan terrible su inocencia e ignorancia, que no podía interpretarla mal. Albergaba en su interior toda la prístina bondad de su sexo, sin que le afecten los convencionalismos del conocimiento ni el engaño de la autodefensa. Repasó de memoria la obra de Schopenhauer y supo, sin reparo alguno, que tan triste filósofo estaba equivocado. Conocer a una mujer como Smoke había llegado a conocer a Labiskwee era saber que todos los hombres que odiaban a las mujeres estaban enfermos.
       Labiskwee era maravillosa. Sin embargo, junto a su rostro real surgía siempre la imagen de Joy Gastell. Joy se contenía, se dominaba y contaba con todas las inhibiciones femeninas propias de la civilización, pero, debido a la imaginación de Smoke y al ejemplo de la mujer que tenía delante, la bondad de Joy Gastell no tenía nada que envidiar a la de Labiskwee. La una revalorizaba a la otra y todas las mujeres del mundo entero se revalorizaban debido a lo que Smoke veía en el alma de Labiskwee, junto a la hoguera de Snass, en la tierra de las nieves.
       Smoke también aprendió mucho sobre sí mismo. Recordó todo lo que sabía de Joy Gastell y fue consciente de que la amaba. Sin embargo, disfrutaba con Labiskwee. Y esa sensación de disfrute, ¿qué era, sino amor? No podía degradarla dándole otro nombre. Era amor, tenía que serlo. El descubrimiento de esa vena polígama en su naturaleza lo conmocionó en lo más profundo del alma. En los estudios de San Francisco había oído discutir que un hombre podía amar a dos mujeres, o incluso a tres, al mismo tiempo. Pero nunca lo había creído. ¿Cómo iba creerlo sin haberlo experimentado? Ahora era distinto. Amaba de verdad a dos mujeres y, aunque la mayoría del tiempo estaba seguro de que quería más a Joy Gastell, había momentos en que tenía la misma certeza de amar más a Labiskwee.
       —Debe de haber muchas mujeres en el mundo —dijo ella un día—. Y a las mujeres les gustan los hombres. Has debido gustar a muchas mujeres. Cuéntamelo.
       Él no contestó.
       —Cuéntamelo —insistió la joven.
       —Nunca me he casado —evitó el tema Smoke.
       —¿Y no hay nadie más? ¿No hay otra Isolda allá lejos, al otro lado de las montañas?
       Entonces Smoke tuvo claro que era un cobarde. Mintió. Lo hizo a regañadientes, pero lo hizo. Negó con la cabeza mientras sonreía despacio, travieso y, al notar la rápida y feliz transfiguración de Labiskwee, sintió más cariño de lo que podía imaginar.
       Se disculpó ante sí mismo. Su razonamiento resultaba claramente jesuítico, pero él no era lo bastante espartano como para asestarle a aquella niña-mujer un golpe mortal.
       Además, Snass constituía un factor inquietante del problema. Poco escapaba a sus penetrantes ojos negros y hablaba de manera significativa.
       —Ningún hombre quiere ver a su hija casada —le dijo a Smoke—. Al menos ningún hombre que tenga imaginación. Duele. Pensarlo duele, te lo aseguro. De todos modos, siguiendo el orden natural de las cosas, Margaret debe casarse en algún momento.
       Se hizo el silencio y Smoke volvió a preguntarse, por enésima vez, cuál sería la historia de Snass.
       —Soy un hombre cruel y severo —continuó Snass—. Pero la ley es la ley y soy justo. Entre estas gentes primitivas, yo soy la ley y la justicia. Nadie desoye mi voluntad. Pero además soy padre y siempre he sufrido la maldición de tener una imaginación muy viva.
       Smoke no llegó a saber qué intenciones llevaba ese monólogo porque se vio interrumpido por un arrebato de amonestaciones y risas argentinas procedentes de la tienda de Labiskwee, donde jugaba con un cachorrillo de lobo recién atrapado. Un espasmo de dolor contrajo el rostro de Snass.
       —Puedo soportarlo —murmuró con tristeza—. Margaret debe casarse y yo tengo la suerte, como ella, de que estés aquí. Tuve pocas esperanzas con Cuatro Ojos. McCan era tan inútil que se lo entregué a una india que había encendido su hoguera durante veinte estaciones. De no ser por ti, habría sido un indio. Libash podría haberse convertido en el padre de mis nietos.
       Entonces Labiskwee salió de su tienda y se acercó a la hoguera con el cachorro en los brazos, atraída como un imán, para mirar a aquel hombre con los ojos llenos de un amor que nadie le había enseñado a ocultar.


       —Escúchame —dijo McCan—. El deshielo primaveral ha llegado y con él esa costra de hielo que se forma sobre la nieve tras derretirse y volver a congelarse y que permite viajar sin problemas a determinadas horas. Es la mejor época para viajar, excepto por las ventiscas de primavera en las montañas. Las conozco bien. Contigo huiría sin problemas.
       —Pero tú no puedes huir —lo contradijo Smoke—. No puedes mantener el ritmo de nadie. Tu médula es flexible como si estuviera descongelada. Si huyo, lo haré solo. Aunque el mundo se desvanece y tal vez no huya nunca. La carne de caribú es muy buena y pronto vendrán el verano y el salmón.
       Snass le dijo después:
       —Tu socio ha muerto. No lo mataron mis cazadores. Encontraron su cadáver, congelado tras la primera de las tormentas de primavera en las montañas. Nadie escapa. ¿Cuándo celebramos tu matrimonio?
       Y Labiskwee:
       —Te observo y veo preocupación en tus ojos, en tu rostro. Oh, conozco bien tu rostro. Tienes una pequeña cicatriz en el cuello, justo bajo la oreja. Cuando estás contento, las comisuras de tu boca se elevan. Si piensas en algo triste, descienden. Cuando sonríes se forman tres o cuatro arrugas en el borde de los ojos. Si te ríes hay seis. A veces incluso he contado siete. Pero ahora ya no las cuento. Nunca he leído un libro. No sé leer. Pero Cuatro Ojos me enseñó muchas cosas. Sé gramática. Él me la enseñó. Y en sus ojos vi también la preocupación que causa el hambre del mundo exterior. Él sentía a menudo hambre de mundo, aunque aquí había buena carne, pescado en abundancia, bayas y raíces y a veces los porcupine y los luskwa nos daban harina a cambio de pieles. Pero él sentía hambre de mundo. ¿Tan bueno es el mundo que también tú sientes hambre de él? Cuatro Ojos no tenía nada. Pero tú me tienes a mí. —Suspiró y negó con la cabeza—. Cuatro Ojos murió aún hambriento de mundo. Si vivieras aquí, ¿también morirías hambriento de mundo? Me temo que no conozco el mundo. ¿Quieres huir para volver al mundo?
       Smoke no pudo hablar pero a la joven le bastó con observar las comisuras de su boca.
       Transcurrieron varios minutos de silencio, durante los que ella luchó visiblemente y Smoke se maldijo a sí mismo por esa debilidad insospechada que le permitía decir la verdad sobre su hambre de mundo mientras mantenía sus labios sellados a la verdad de la existencia de la otra mujer.
       Labiskwee volvió a suspirar.
       —Está bien. Te quiero más de lo que temo la ira de mi padre y su ira es peor que una tormenta de montaña. Tú me dijiste lo que es el amor. Esta es una prueba de amor. Te ayudaré a huir de vuelta al mundo.


       Smoke se despertó suavemente, sin moverse. Unos dedos pequeños y cálidos rozaron su mejilla y resbalaron despacio hasta presionar sus labios. Un pelaje con el frío de la helada adherido hormigueó sobre su piel y la única palabra pronunciada, «Vamos», fue un susurro junto a su oído. Se sentó con cuidado y escuchó. Los cientos de perros lobo del campamento se entregaban a su cántico nocturno, pero bajo su ruido, muy cerca, pudo distinguir la respiración ligera y regular de Snass.
       Labiskwee tiró levemente de la manga de Smoke y él supo que quería que la siguiera. Cogió los mocasines y los calcetines altos y salió a la nieve con ellos en la mano, solo calzado con los mocasines de dormir. Tras alejarse del brillo de la brasa ya moribunda de la hoguera, la joven le indicó que se calzara y, mientras él obedecía, volvió a entrar a la tienda en la que dormía Snass.
       Palpando las manecillas de su reloj, Smoke supo que era la una de la madrugada. Hacía bastante calor, calculó que alrededor de 20°C bajo cero. Labiskwee regresó y lo guio por los oscuros pasillos del campamento que dormía. Por mucho cuidado que tuviesen, la escarcha crujía bajo sus mocasines, aunque el ruido quedaba ahogado por el clamor de los perros, demasiado concentrados en aullar para gruñir al hombre y la mujer que pasaban.
       —Ya podemos hablar —dijo ella, a casi un kilómetro de distancia de la última hoguera.
       Ahora, a la luz de las estrellas y frente a él, Smoke se fijó por vez primera en que la joven iba cargada y, al tantear, descubrió que llevaba las raquetas de nieve de él, un rifle, dos cintos de munición y las mantas de dormir.
       —Lo tengo todo preparado —le dijo, riendo feliz—. Tardé dos días en hacer la despensa. Hay carne e incluso harina, cerillas y esquíes, que son mejores para la capa dura de hielo. Luego, cuando la capa se rompa, las raquetas aguantarán más. Sé viajar por la nieve e iremos veloces, mi amor.
       Smoke guardó silencio. Que ella hubiese estado organizando su huida ya era una gran sorpresa, pero que planeara acompañarlo era más de lo que podía asumir. Incapaz de decidir cómo solucionarlo, fue liberándola, despacio y objeto a objeto, de la carga que llevaba. Luego la abrazó, pero seguía sin saber qué hacer.
       —Dios es bueno —susurró ella—. Me ha enviado a alguien que me quiere.
       Smoke fue lo bastante valiente como para no sugerir marcharse solo. Y antes de volver a hablar vio retroceder y desvanecerse todos sus recuerdos del mundo luminoso y las tierras bañadas por el sol.
       —Regresaremos, Labiskwee —dijo—. Serás mi esposa y siempre viviremos con el pueblo del caribú.
       —¡No! ¡No! —Negó con la cabeza y su cuerpo, rodeado por el brazo de él, reflejó cuánto la ofendía su propuesta—. Lo sé. Lo he pensado mucho. Te atacaría el hambre de mundo y durante las largas noches devoraría tu corazón. Cuatro Ojos murió de hambre je mundo. También morirías tú. Todos los hombres de mundo se mueren por él. Y yo no quiero que mueras. Cruzaremos las montañas de nieve transversalmente hacia el sur.
       —Querida, escucha —insistió él—. Debemos regresar.
       Ella presionó su manopla contra los labios de Smoke para que no siguiera hablando.
       —Me quieres. Di que me quieres.
       —Te quiero, Labiskwee. Eres un milagro de amor.
       La caricia de la manopla volvió a impedir que siguiera hablando.
       —Continuaremos hasta la despensa —dijo ella con decisión—. Está a cinco kilómetros de aquí. Vamos.
       Él no se movió y aunque ella tiró de su brazo no consiguió hacerlo avanzar. Estaba a punto de hablarle de la otra mujer que vivía en el sur.
       —Sería un gran error que regresaras —dijo ella—. Yo… no soy más que una joven salvaje y el mundo me da miedo, pero temo más por ti. Verás, es tal y como me dijiste. Te quiero más que a nadie o nada en el mundo. Te quiero más que a mí misma. La lengua india no es buena. El inglés no es bueno. Lo que mi corazón piensa de ti son ideas brillantes como las estrellas y tantas como ellas, pero no hay lengua que las exprese. ¿Cómo decírtelas? Están ahí, ¿lo ves?
       Al tiempo que hablaba, despojó la mano de él de su guante y la introdujo en la calidez de la parka de ella hasta dejarla descansar sobre el corazón. Con fuerza y sin soltarla, presionó la mano de él y, en medio del prolongado silencio, Smoke oyó el latido del corazón de la joven y supo que latía por amor. Entonces despacio, casi de forma imperceptible, sin dejar de sujetar la mano de Smoke, el cuerpo de ella empezó a alejarse de él en dirección a la despensa. Smoke no pudo resistirse. Era como si el corazón de ella, que casi tenía en el hueco de su mano, tirase de él.
       La costra era tan resistente —se había congelado durante la noche tras haberse derretido la superficie durante el día— que avanzaron rápidamente con los esquíes.
       —Aquí mismo está la despensa, entre los árboles —le dijo Labiskwee a Smoke.
       Al instante lo agarró del brazo, sobresaltada. Las llamas de una pequeña hoguera bailaban alegremente y, acurrucado junto al fuego, aguardaba McCan. Labiskwee murmuró algo en indio que sonó tan violento, tan parecido a un latigazo, que Smoke recordó cómo la llamaba Cuatro Ojos: Guepardo.
       —Estaba seguro de que intentarías escapar sin mí —explicó McCan cuando se acercaron a él, con la mirada fija y brillante de astucia—, así que vigilé a la chica y cuando la vi almacenar esquíes y comida, me preparé. He traído esquíes, raquetas y comida. ¿La hoguera? No hay peligro. Todo el campamento duerme y ronca y hacía frío mientras os esperaba. ¿Nos vamos ya?
       Labiskwee miró consternada a Smoke al tiempo que juzgaba la situación y hablaba. En sus palabras dejó ver, por muy niña-mujer enamorada que fuese, la firme y rápida decisión de quien en otros asuntos de la vida no resultaba nada dependiente.
       —McCan, eres un canalla —susurró, asomando a sus ojos una ira salvaje—. Sé que estás decidido a despertar al campamento si no te llevamos con nosotros. Muy bien, tendremos que llevarte. Pero ya conoces a mi padre: yo soy como él. Harás tu parte del trabajo. Obedecerás. Y si nos haces una sola jugarreta, te arrepentirás de haber huido.
       McCan la miró, reflejando temor y odio en sus ojillos de cerdo, mientras la ira de ella, al mirar a Smoke, se transformaba en radiante ternura.
       —¿Te parece bien lo que he dicho? —preguntó.
       Al amanecer se encontraban en la franja de estribaciones que se extendía entre el terreno abierto y ondulado y las montañas. McCan sugirió desayunar, pero continuaron avanzando. No comerían hasta que el deshielo de primera hora de la tarde ablandase la costra y les impidiera viajar.
       Las estribaciones enseguida se volvieron más accidentadas y el arroyo por cuyo lecho congelado viajaban empezó a enhebrar cañones cada vez más profundos. Los indicios primaverales escaseaban, aunque en un cañón encontraron tramos espumosos de aguas abiertas y en dos ocasiones vieron grupos de sauces enanos con los primeros síntomas de ir a echar brotes.
       Labiskwee le explicó a Smoke su conocimiento del país y la manera en la que planeaba desconcertar a sus perseguidores. Solo había dos formas de salir: una hacia el oeste y la otra hacia el sur. Snass enviaría de inmediato grupos de jóvenes para vigilar ambas sendas. Pero existía otra ruta hacia el sur. Cierto era que se limitaba a penetrar hasta medio camino entre las altas montañas y luego, tras girar al oeste y cruzar tres divisorias, desembocaba en el camino normal. Cuando los jóvenes no encontrasen huellas ni rastro alguno en el camino normal, retrocederían convencidos de que habían huido rumbo al oeste, sin siquiera imaginar que los fugitivos pudiesen adentrarse en la senda más larga y mucho más dura.
       Tras echar una ojeada a McCan, que iba en la retaguardia, Labiskwee le dijo a Smoke en voz baja:
       —Está comiendo. Eso no es bueno.
       Smoke miró y vio que el irlandés mascaba en secreto sebo de caribú que llevaba en el bolsillo.
       —Nada de picar entre comidas, McCan —ordenó—. No hay caza en la zona a la que vamos y tendremos que repartir las provisiones en raciones iguales desde el principio. Solo puedes viajar con nosotros si juegas limpio.
       A la una, la costra se había derretido hasta el punto de que los esquíes la atravesaban y antes de las dos tampoco servían las raquetas. Montaron el campamento y comieron. Smoke hizo un inventario de las provisiones. La parte de McCan resultó ser una decepción. Había metido a presión tantas pieles de zorro plateado en el fondo de la bolsa de la comida que casi no dejó espacio para la carne.
       —Te aseguro que no sabía que había tantas —explicó—. Lo hice a oscuras. Pero valen lo suyo. Y con tanta munición podremos cazar cuanto queramos.
       —Los lobos se cebarán contigo —fue el desesperado comentario de Smoke, mientras los ojos de Labiskwee brillaban de ira.
       En opinión de Smoke y Labiskwee, tenían comida para un mes si economizaban con cuidado y no saciaban nunca por completo el apetito. Smoke distribuyó el peso y volumen de las cargas cediendo ante la insistencia de Labiskwee, quien se declaraba perfectamente capaz de llevar tanto como ellos.
       Al día siguiente el arroyo perdió profundidad al cruzar un ancho valle de montaña y, para cuando alcanzaron la superficie más dura de la pendiente de la divisoria, la costra de las marismas ya no soportó su peso.
       —Diez minutos más y no habríamos podido cruzar las marismas —comentó Smoke cuando se detuvieron para recuperar el aliento en la cima baldía de la divisoria—. Aquí debemos estar a unos trescientos metros de altura.
       Pero Labiskwee, sin hablar, señaló hacia abajo, a un claro entre los árboles. En el centro, separados aunque en la misma horizontal, se veían cinco puntos oscuros que casi no se movían.
       —Los jóvenes —dijo Labiskwee.
       —Están hundidos hasta las caderas —comentó Smoke—. Hoy no podrán llegar a una zona de suelo firme. Les llevamos horas de ventaja. Vamos, McCan, espabila. No comeremos hasta que ya no podamos seguir viaje.
       McCan gruñó pero no tenía sebo de caribú en el bolsillo y volvió a ocupar la retaguardia.
       En el valle más alto en el que se encontraban, la costra no se rompió hasta las tres de la tarde, momento en el que lograron alcanzar la sombra de una montaña donde la costra ya se estaba congelando de nuevo. Solo se detuvieron en una ocasión para sacar el sebo confiscado a McCan, que fueron comiendo mientras caminaban. La carne estaba congelada como una piedra y solo podían comerla tras descongelarla en una hoguera, pero el sebo se desmenuzaba en sus bocas y calmaba el palpitante desfallecimiento de sus estómagos.
       La oscuridad más negra, con el cielo encapotado, llegó a las nueve, tras un crepúsculo muy largo, y entonces montaron el campamento entre un grupo de píceas enanas. McCan gemía, inútil por completo. El día de marcha había resultado agotador pero además, a pesar de sus nueve años de experiencia en el ártico, se había dedicado a comer nieve, por lo que la boca reseca y ardiente le provocaba una agonía terrible. Mientras los otros dos montaban el campamento, él se acurrucó junto a la hoguera, sin dejar de quejarse.
       Labiskwee se mostraba incansable y Smoke sintió asombro ante la vida que albergaba su cuerpo y la resistencia de mente y músculo. Además, su alegría no era impostada. Siempre tenía una risa o una sonrisa para él y, cuando su mano tocaba la de él por casualidad, se detenía para convertir el gesto en una caricia. Sin embargo, cada vez que miraba a McCan, su rostro se endurecía, despiadado, y su mirada se congelaba.
       Por la noche llegaron el viento y la nieve y luego avanzaron con dificultad durante el día, cegados por la ventisca que les hizo pasar de largo la desviación que llevaba al cauce alto de un pequeño arroyo y cruzaba una divisoria al oeste. Deambularon durante dos días más, cruzando otras divisorias equivocadas, y durante esos dos días dejaron atrás la primavera y ascendieron al lugar donde moraba el invierno.
       —Los jóvenes han perdido nuestro rastro. ¿Por qué no descansamos un día? —rogó McCan.
       Sin embargo, no descansaron. Smoke y Labiskwee sabían el peligro que corrían. Estaban perdidos en la zona más elevada de las montañas y no habían visto caza alguna ni rastro de ella. Día tras día luchaban para avanzar en medio de un paisaje durísimo que los obligaba a adentrarse en cañones laberínticos y valles que casi nunca llevaban al oeste. En una ocasión, dentro de uno de esos cañones, no les quedó más remido que seguirlo, sin importar adonde los guiase, porque los picos helados y las cordilleras más altas que los acompañaban a cada lado resultaban imposibles de escalar, infranqueables. El enorme esfuerzo y el frío agotaban sus energías; aun así, se vieron obligados a recortar las raciones.
       Una noche, el ruido de una pelea despertó a Smoke. Oyó claramente un jadeo, como si alguien se ahogase, procedente del lugar donde dormía McCan. Alimentó la hoguera para provocar la llama y a su luz vio a Labiskwee con las manos en el cuello del irlandés, obligándolo a escupir un pedazo de carne parcialmente masticada. En ese momento, la joven echó la mano a la cadera y en ella brilló un cuchillo de caza.
       —¡Labiskwee! —gritó Smoke, autoritario.
       La mano dudó.
       —No —insistió él, al tiempo que llegaba a su lado.
       La joven temblaba de rabia pero la mano, tras dudar un poco más, descendió de mala gana hasta la funda. Como si temiera no poder contenerse, se acercó a la hoguera y añadió más leña. McCan se sentó entre gemidos y gruñidos, medio asustado y medio enfadado, farfullando una explicación inarticulada.
       —¿De dónde la has sacado? —preguntó Smoke.
       —Rebusca en su cuerpo —dijo Labiskwee.
       Era lo primero que decía y su voz tembló debido a una ira que no lograba contener.
       McCan quiso luchar, pero Smoke lo agarró con crueldad y lo registró. De debajo de su axila, donde se había derretido al calor de su cuerpo, extrajo una tira de carne de caribú. Una rápida exclamación de Labiskwee llamó la atención de Smoke. Se había acercado a la mochila de McCan y la estaba abriendo. En lugar de carne, encontró musgo, agujas de pícea, virutas de madera: todos los desechos ligeros que habían ocupado el lugar de la carne y proporcionado a la mochila el tamaño adecuado sin tanto peso.
       La mano de Labiskwee volvió a la cadera y la joven se lanzó hacia el culpable para acabar en los brazos de Smoke, donde se rindió, sollozando con la futilidad de su ira.
       —Oh, amor, no es por la comida —jadeó—. Es por ti, por tu vida. ¡Canalla! ¡Te está comiendo a ti! ¡Te come a ti!
       —Sobreviviremos —la consoló Smoke—. A partir de ahora llevará la harina. No podrá comérsela cruda y si lo hace, yo mismo lo mataré, porque se comerá tu vida, además de la mía. —La estrechó aún más—. Escúchame, matar es para los hombres. Las mujeres no matan.
       —¿No me querrías si mato a ese canalla? —preguntó ella, sorprendida.
       —No tanto —quiso ganar tiempo Smoke.
       Ella suspiró resignada.
       —Está bien —dijo—. No lo mataré.


       La persecución de los jóvenes era implacable. Por pura suerte, además de deducir el camino que debían seguir los fugitivos según la topografía, los jóvenes encontraron la senda oculta por la ventisca y se pegaron a ella. Si la nieve volaba, Smoke y Labiskwee seguían las rutas más improbables y giraban hacia el este cuando la mejor senda se abría al sur o al oeste, o ascendían una divisoria alta en lugar de cruzar una más baja. Como estaban perdidos, tanto les daba. Sin embargo, no lograban librarse de los jóvenes. A veces les sacaban varios días de ventaja, pero los jóvenes siempre conseguían aparecer de nuevo. Tras una tormenta, cuando perdían el rastro por completo, se organizaban como una jauría de perros de caza y quien encontraba el rastro más reciente avisaba a sus compañeros haciendo señales de humo.
       Smoke perdió la cuenta del tiempo: de los días, las noches, las tormentas y los campamentos. Labiskwee y él avanzaban luchando en medio de una fantasmagoría absurda de sufrimiento y esfuerzo, con McCan trastabillando tras ellos, parloteando sobre San Francisco, su sueño perpetuo. A su alrededor se alzaban unos picos enormes, despiadados y serenos que se recortaban sobre el gélido azul. Descendían por cañones negros de paredes tan empinadas que ni la nieve podía pegarse a sus rocas o cruzaban valles glaciales en los que, muy por debajo de sus pies, se extendían lagos congelados. Una noche, entre dos tormentas, un volcán lejano iluminó el cielo. Nunca más volvieron a verlo y se preguntaron si habría sido un sueño.
       Las costras quedaban cubiertas por varios metros de nieve reciente, sobre la que volvían a formarse costras que a su vez de nuevo cubría la nieve. En algunos puntos —en los ventisqueros de los cañones— cruzaban extensiones de nieve de decenas de metros de profundidad, y también atravesaban diminutos glaciares en grietas muy ventosas y sin nieve alguna. Se deslizaban como espectros silenciosos sobre la superficie de una avalancha inminente o su rugido los despertaba de un sueño exhausto. En el límite superior de la vegetación arbórea acampaban sin encender hogueras y derretían las raciones de carne con el calor de sus cuerpos. A pesar de todo eso, Labiskwee siguió siendo Labiskwee. Su buen humor solo se desvanecía cuando miraba a McCan y ni el peor aturdimiento provocado por la fatiga o el frío silenciaba la elocuencia de su amor por Smoke.
       Observaba como un gato el reparto de las escasas raciones y Smoke era consciente de que guardaba rencor a McCan por cada movimiento de sus mandíbulas. Una vez le tocó a ella distribuir la ración. Enseguida se oyó una violenta arenga de protesta por parte de McCan. No solo a él, sino también a ella misma, Labiskwee había entregado una porción más pequeña que la de Smoke. Después de eso, Smoke se ocupó siempre de repartir la carne. Una mañana, tras una noche en la que no dejó de nevar, una pequeña avalancha los atrapó y los lanzó cien metros ladera abajo, tras lo que emergieron medio ahogados pero ilesos, aunque McCan salió sin su mochila, en la que iba toda la harina. Un segundo alud, más grande, la enterró sin esperanza alguna de recuperación. Después de eso, aunque él no había tenido la culpa del desastre, Labiskwee no volvió a mirar a McCan y Smoke supo que era porque no se atrevía.
       Era una mañana absolutamente serena, de cielo azul y despejado, en la que la luz del sol se reflejaba sobre la nieve. La senda ascendía una ladera larga y ancha cubierta de costra. Andaban como fantasmas agotados de un mundo muerto. Ni un soplo de viento se movía en la calma glacial y estancada. Los picos lejanos, a ciento cincuenta kilómetros de distancia, que tachonaban arriba y abajo la columna vertebral de las Rocosas, se apreciaban tan claramente como si no estuvieran a más de diez kilómetros.
       —Ya a pasar algo —susurró Labiskwee—. ¿No lo sientes? Aquí, allá, en todas partes. Todo está raro.
       —Siento un estremecimiento que no es de frío —respondió Smoke—. Tampoco de hambre.
       —Está en tu cabeza, en tu corazón —convino ella, nerviosa—. Así lo siento yo también.
       —No es algo que dependa de mis sentidos —diagnosticó Smoke—. Es algo que siento desde fuera, un estremecimiento de hielo, un escalofrío de mis nervios.
       Un cuarto de hora después hicieron una pausa para recuperar el aliento.
       —Ya no veo los picos lejanos —dijo Smoke.
       —El aire se espesa, se hace denso —dijo Labiskwee—. Cuesta respirar.
       —Hay tres soles —murmuró McCan con la voz ronca, tambaleándose al tiempo que se apoyaba en su bastón.
       A cada lado del sol auténtico había otro falso.
       —Hay cinco —dijo Labiskwee.
       Y mientras miraban se formaron nuevos soles que brillaron ante sus ojos.
       —Dios santo, el cielo está tan lleno de soles que es imposible contarlos —gritó McCan aterrorizado.
       Era verdad porque, miraran hacia donde mirasen, el medio círculo del cielo resplandecía con la formación de nuevos soles.
       McCan soltó un chillido agudo de sorpresa y dolor.
       —¡Algo me ha picado! —exclamó y volvió a chillar.
       Luego gritó Labiskwee y Smoke sintió una puñalada hormigueante en la mejilla, tan fría que quemaba como el ácido. Le recordó a la experiencia de nadar en el mar y sufrir la picadura de los filamentos venenosos de una carabela portuguesa. La sensación era tan similar que se frotó la mejilla de forma automática para librarse de la sustancia urticante que no estaba allí.
       Entonces se oyó un disparo extrañamente amortiguado. Colina abajo se encontraban los jóvenes, erguidos sobre sus esquíes, y uno tras otro fueron abriendo fuego.
       —¡Desplegaos! —ordenó Smoke—. ¡Y seguid ascendiendo! Casi hemos llegado a la cima. Ellos están cuatrocientos metros más abajo, lo que significa que podremos sacarles tres kilómetros de ventaja antes de que empiecen a descender por la otra vertiente.
       Con los rostros irritados y aguijoneados por las invisibles cuchilladas atmosféricas, los tres se desplegaron sobre la superficie nevada y continuaron luchando por ascender. Los disparos amortiguados de los rifles sonaban raros a sus oídos.
       —Gracias a Dios que cuatro tienen mosquetes y solo hay un Winchester —dijo jadeando Smoke a Labiskwee—. Además, todos esos soles afectan a su puntería. Los engañan. No se han acercado a nosotros tanto como creen.
       —Pero muestran el carácter de mi padre —dijo ella—. Tienen órdenes de matar.
       —Qué raro hablas —contestó Smoke—. Tu voz me llega como si viniera desde muy lejos.
       —Tápate la boca —gritó Labiskwee de repente—. Y no hables. Ya sé lo que es. Tápate la boca con la manga, así, y no hables.
       McCan cayó primero y luchó, agotado, por ponerse en pie. Después todos cayeron varias veces antes de alcanzar la cima. Sus voluntades superaban la capacidad de sus músculos, aunque no sabían por qué, excepto que el entumecimiento y la pesadez de movimientos oprimían sus cuerpos. Al mirar atrás desde la cima vieron a los jóvenes tropezar y caer mientras ascendían.
       —Jamás conseguirán llegar hasta aquí —dijo Labiskwee—. Es la muerte blanca. Lo sé aunque nunca la he visto. He oído a los ancianos hablar de ella. Pronto caerá una neblina distinta a cualquier neblina, niebla o vaho de escarcha. Pocos la han visto y sobrevivido.
       McCan jadeó e hizo un ruido como si se ahogara.
       —Mantón la boca tapada —ordenó Smoke.
       Un penetrante destello de luz los rodeó e hizo que Smoke alzase la vista hacia los muchos soles. Brillaban como ocultos tras un velo. El aire estaba cubierto de destellos microscópicos. La extraña neblina borraba por completo los picos cercanos. Los jóvenes, que luchaban con resolución por acercarse a ellos, se vieron devorados por la niebla. McCan se acuclilló sobre sus esquíes, con la boca y los ojos protegidos tras los brazos.
       —Vamos, en marcha —ordenó Smoke.
       —No puedo moverme —gimió McCan.
       Su cuerpo doblado intentó balancearse. Smoke se dirigió hacia él despacio, casi incapaz de obligarse a moverse debido al letargo que pesaba sobre su carne. Se fijó en que la cabeza funcionaba bien. Solo se veía afectado el cuerpo.
       —Déjalo —murmuró Labiskwee con severidad.
       Pero Smoke insistió y obligó al irlandés a levantarse de cara a la larga ladera que debían descender. Luego le dio un empujón para ponerlo en marcha y McCan, usando el bastón para frenar y guiarse, se adentró en el brillo de polvo de diamante y desapareció.
       Smoke miró a Labiskwee, quien sonrió, aunque era lo único que podía hacer para evitar desplomarse. Smoke le hizo un gesto con la cabeza para animarla a marcharse, pero ella se acercó a él y, uno junto al otro, separados por tres metros de distancia, descendieron cruzando la densidad punzante del fuego helado.
       Aunque frenaba continuamente, el cuerpo de Smoke pesaba más que el de Labiskwee, por lo que acabó adelantándola y avanzando en solitario durante un buen trecho y a una velocidad tremenda que no disminuyó hasta que llegó a una meseta horizontal, cubierta de costra. Allí frenó para que Labiskwee lo alcanzara y continuaron avanzando uno junto al otro, cada vez más despacio hasta que se detuvieron por completo. El letargo era más acusado. Ni el mayor esfuerzo de voluntad lograba que se movieran a un ritmo superior al de un caracol. Pasaron junto a McCan, de nuevo acuclillado sobre los esquíes, y Smoke lo espabiló con el bastón.
       —Ahora debemos detenernos —susurró Labiskwee con mucho esfuerzo—, o moriremos. Tenemos que taparnos por completo. Eso dicen los ancianos.
       No se detuvo en desatar nudos, sino que directamente cortó las correas de su mochila. Smoke la imitó y, tras echar una última ojeada a la abrasadora neblina mortal y a la farsa de los soles, se taparon por completo con las mantas de dormir y se acurrucaron el uno en los brazos del otro. Sintieron que un cuerpo tropezaba con ellos y caía, y luego oyeron un débil gimoteo y una blasfemia ahogada en un violento ataque de tos, por lo que supieron que era McCan quien se aovillaba junto a ellos al tiempo que se tapaba con la manta.
       Ellos también comenzaron a sentir que se ahogaban y una tos seca, espasmódica e incontrolable los desgarraba y torturaba. Smoke se dio cuenta de que su temperatura aumentaba porque tenía fiebre y lo mismo le ocurría a Labiskwee. Hora tras hora los ataques de tos aumentaron en frecuencia e intensidad y lo peor no llegó hasta media tarde. Después, poco a poco, la situación fue mejorando y entre ataque y ataque dormitaban, exhaustos.
       Sin embargo, McCan continuó tosiendo cada vez más y, por sus gemidos y aullidos, supieron que deliraba. En una ocasión, Smoke hizo ademán de apartar las mantas, pero Labiskwee se agarró a él con fuerza.
       —No —rogó—. Si te destapas ahora moriremos. Entierra aquí el rostro, en mi parka, respira despacio y no hables, ¿lo ves?, como hago yo.
       Continuaron dormitando durante el período de oscuridad, a pesar de que los decrecientes ataques de tos de uno siempre despertaban al otro. Después de la medianoche, según calculó Smoke, McCan tosió por última vez. Luego solo emitió gemidos bestiales, sin fuerza y sin cesar.
       Smoke se despertó con el roce de unos labios en los suyos. Los brazos de Labiskwee lo rodeaban en parte y su cabeza descansaba sobre el pecho de ella, que le habló con la misma voz alegre de siempre. Ya nada amortiguaba su sonido.
       —Es de día —dijo, levantando lo justo el bordillo de las mantas—. Mira, amor, es de día. Hemos sobrevivido y ya no tosemos. Volvamos al mundo, aunque yo me quedaría aquí y así por siempre jamás. Esta última hora ha sido muy dulce. He estado despierta, amándote mientras dormías.
       —No oigo a McCan —dijo Smoke—. ¿Y qué les ha pasado a los jóvenes, que no nos han encontrado?
       Apartó las mantas y vio que en el cielo brillaba un sol normal y solitario. Soplaba una brisa suave y fría que anunciaba futuros días más cálidos. El mundo volvía a ser lógico. McCan yacía de espaldas con el rostro sucio y moreno debido al humo del campamento congelado como el mármol. La imagen no afectó a Labiskwee.
       —¡Mira! —exclamó—. Un gorrión de las nieves. Es buena señal.
       No se veía ni rastro de los jóvenes. O habían muerto al otro lado de la divisoria o habían regresado.
       Tenían tan poca comida que no se atrevieron a consumir ni la décima parte de lo que necesitaban, ni una centésima parte de lo que deseaban y durante los días siguientes, mientras vagaban entre montañas solitarias, la nítida punzada de la vida se fue atenuando y el viaje se convirtió casi en un sueño. De repente, Smoke recuperaba la consciencia y se encontraba mirando esos picos nevados, interminables y odiosos, con su parloteo inconsciente sonando aún en los oídos. Cuando volvía a darse cuenta, tras lo que parecían siglos, era porque de nuevo sus propias divagaciones lo habían despertado. También Labiskwee avanzaba aturdida la mayor parte del tiempo. Ambos se esforzaban de forma automática e irracional. Y siempre intentaban marchar hacia el oeste, pero los picos nevados y las cordilleras infranqueables los empujaban al norte o al sur.
       —No hay camino hacia el sur —dijo Labiskwee—. Los ancianos lo saben. Hay que avanzar siempre hacia el oeste, solo hacia el oeste.
       Los jóvenes ya no los seguían, pero la hambruna acechaba.
       Llegó un día en que hizo más frío y una nieve densa, que no era nieve sino cristales de escarcha del tamaño de granos de arena, empezó a caer. Cayó de día y de noche y siguió cayendo durante tres días y tres noches. Resultaba imposible viajar hasta que, bajo el sol de primavera, formase costra, de manera que se tumbaron sobre sus pieles y descansaron. Tan pequeña era la ración permitida que no apaciguaba la punzada del hambre, en buena parte debida al estómago pero en mayor medida al cerebro. Labiskwee delirando, enloquecida por el sabor de su diminuta porción, entre murmullos, sollozos y chillidos agudos de alegría como los de un animalito se lanzó sobre su ración del día siguiente y se la metió en la boca.
       Entonces Smoke presenció una especie de milagro. Al sentir la comida entre los dientes, Labiskwee recuperó la consciencia. La escupió y, muy enfadada, se dio puñetazos en la boca culpable.
       Durante los días que siguieron, Smoke pudo ver muchos otros milagros. Tras la prolongada nevada sopló un vendaval que empujó las partículas de escarcha secas y diminutas como si fuesen arena en una tormenta. La arena de escarcha se movió durante toda la noche y, a la luz de un día despejado y ventoso, Smoke vio con los ojos llorosos y la cabeza dándole vueltas lo que tomó como la imagen de un sueño. A su alrededor se alzaban picos grandes y pequeños, centinelas solitarios y grupos de poderosos titanes. En la punta de cada pico, oscilaban, ondeaban, resplandecían ampliamente contra el azul celeste del firmamento y flameaban unas gigantescas banderas de nieve que medían varios kilómetros de largo, lechosas y nebulosas, que ondulaban luces y sombras y arrancaban destellos plateados al sol.
       —Mis ojos han visto la gloria de la llegada del Señor —canturreó Smoke mientras disfrutaba de esa polvareda de nieve empujada por el viento y convertida en fulares de luz sedosa y reluciente para el cielo.
       Continuó mirando y los picos con sus banderas no se esfumaron, pero él siguió pensando que soñaba hasta que Labiskwee se sentó entre las pieles.
       —Estoy soñando, Labiskwee —le dijo—. Mira, ¿tú también sueñas dentro de mi sueño?
       —No es un sueño —contestó ella—. Esto me lo contaron los ancianos. Después de esto soplarán los vientos cálidos y nosotros viviremos y llegaremos al oeste.
       De un disparo, Smoke mató un gorrión de las nieves y se lo repartieron. Otra vez, en un valle donde los sauces mostraban brotes aún rodeados de nieve, mató una liebre. También cazó una magra comadreja nival. Esa fue toda la carne que encontraron, nada más, aunque en una ocasión, a ochocientos metros de altura y rolando al oeste y al Yukon, vieron pasar una bandada de patos salvajes.
       —En los valles inferiores es verano —dijo Labiskwee—. Pronto lo será aquí también.
       El rostro de Labiskwee había adelgazado pero los ojos brillantes y grandes eran más grandes y más brillantes y, cuando lo miraba, una belleza salvaje y sobrenatural la transfiguraba.
       Los se hicieron más largos y la nieve empezó a hundirse. La costra se derretía a diario y volvía a congelarse de noche, por lo que caminaban temprano y tarde y se veían obligados a acampar y descansar durante las horas centrales del día, en las que la costra al derretirse no soportaba su peso. Cuando Smoke se quedaba ciego debido al resplandor de la nieve, Labiskwee lo remolcaba con una tira de cuero que se ataba a la cintura. Y cuando la ciega era ella, quien remolcaba era él. Hambrientos, en medio de un sueño, continuaron luchando para cruzar una tierra que despertaba y que estaba vacía de vida, exceptuando la de ellos dos.
       Aunque se sentía exhausto, Smoke temía quedarse dormido, tan espantosas y amargas eran las visiones que provocaba en él esa tierra crepuscular e insana. Siempre estaban relacionadas con la comida y siempre, cuando ya la tenía en los labios, el maligno inventor de sus sueños se la arrebataba. Celebraba cenas para sus compañeros de los viejos tiempos en San Francisco y él mismo, estimulando su apetito y sintiendo celos, se ocupaba de dirigir los preparativos y de decorar la mesa con hojas y racimos de uvas otoñales. Los invitados se retrasaban y mientras los recibía y todos se mostraban brillantes e ingeniosos, él enloquecía de ganas de sentarse a la mesa. Sin que nadie lo viese, se acercaba a ella, se apoderaba de un puñado de aceitunas negras y se giraba para recibir a otro invitado. Varios lo rodeaban y continuaban las risas y las ocurrencias, mientras las carnosas aceitunas permanecían ocultas en su mano cerrada.
       Daba muchas cenas de ese tipo y todas tenían el mismo final vacío. Asistía a festines pantagruélicos en los que las multitudes se alimentaban de innumerables bueyes asados enteros en hoyos humeantes, de los que los sacaban y, con cuchillos bien afilados, cortaban enormes tiras de carne. Permanecía boquiabierto bajo largas hileras de pavos que vendían carniceros ataviados con mandiles blancos. Todo el mundo compraba menos Smoke, con la boca aún abierta, encadenado a la acera por su incapacidad para moverse. De vuelta a la infancia, se sentaba con la cuchara en equilibrio sobre unos cuencos enormes llenos de leche y pan. Perseguía a las tímidas vaquillas por los pastos de las tierras altas y se atormentaba en un vano esfuerzo por robarles la leche, y en fétidas mazmorras luchaba con las ratas para apoderarse de las sobras y la basura. No había comida que para él no implicase locura y vagabundeaba por establos inmensos en los que unos caballos bien alimentados y gordos permanecían en sus casillas, que formaban hileras de un kilómetro de largo, pero por más que buscaba nunca encontraba los cubos de salvado gracias a los que se atiborraban.
       Solo una vez sacó ventaja a su sueño. Muriéndose de hambre, tras naufragar o haber sido abandonado en una isla, luchó contra el oleaje del Pacífico para arrancar los mejillones agarrados a las rocas y los llevó playa arriba hasta la madera de deriva seca empujada por las mareas vivas. La usó para encender una hoguera, sobre cuyas brasas depositó su valioso tesoro. Vio brotar el vapor y abrirse las conchas cerradas, dejando a la vista la carne color salmón. Sabía que ya estaban cocinados. Y esa vez no había ninguna presencia intrusa que pudiese llevarse la comida. Por fin —eso fue lo que soñó dentro de su sueño— el sueño se haría realidad. Esa vez iba a comer. Sin embargo, en su certeza dudó y ya se armaba de valor para soportar el inevitable cambio de situación cuando sintió que la carne color salmón, sabrosa y caliente, estaba en el interior de su boca. Sus dientes se cerraron sobre el mejillón. ¡Y comió! La conmoción lo despertó, se encontró rodeado de oscuridad, boca arriba, y se oyó a sí mismo soltar grititos y gruñidos de alegría. Sus mandíbulas se movían y entre sus dientes crujía un trozo de carne. No se movió y enseguida unos dedos pequeños tantearon en busca de sus labios e introdujeron en su boca otra diminuta lonchita de carne. Se negó a seguir comiendo, se enfadó mucho, Labiskwee lloró y se quedó dormida, sollozando, entre sus brazos. Pero él permaneció despierto, maravillado por aquel milagro de mujer y el amor que era capaz de sentir.


       Llegó el momento en que se acabó la comida. Los picos altos desaparecieron, las divisorias eran más bajas y el camino se abría prometedor hacia el oeste. Pero sus reservas de fuerza se habían agotado y, sin comida, no tardó en llegar una noche en la que se acostaron para dormir y al día siguiente ya no pudieron levantarse. Smoke, muy debilitado, se puso en pie, se derrumbó y, a cuatro patas, se ocupó de preparar una hoguera. Pero, por más que lo intentó, Labiskwee no logró incorporarse, tan extrema era su debilidad. Smoke se dejó caer a su lado, en el rostro una mueca de burla hacia ese instinto que lo había empujado a luchar para encender una hoguera innecesaria. No tenían nada que cocinar y el día era cálido. Una brisa suave suspiraba entre las píceas y de todas partes, bajo la nieve que desaparecía, llegaba la música lenta de los riachuelos ocultos.
       Labiskwee yacía aturdida y su respiración era tan imperceptible que a menudo Smoke pensaba que estaba muerta. A primera hora de la tarde lo despertó el parloteo de una ardilla. Tirando del pesado rifle, chapoteó entre la nieve medio derretida. Se arrastraba a cuatro patas o se ponía en pie para caerse de nuevo en la dirección de la ardilla que cotorreaba su enfado y que huía despacio, incitándolo a seguirla. No tenía fuerzas para efectuar un disparo rápido y la ardilla no se quedaba quieta. A veces se tumbaba sobre la humedad de la nieve derretida y lloraba de pura debilidad. En otras ocasiones la llama de su vida parpadeaba y la oscuridad lo invadía. No supo cuánto había durado su último desmayo, pero se despertó temblando por el frío del atardecer, con la ropa húmeda congelada y pegada a la nueva costra. La ardilla no estaba y, tras una lucha agotadora, consiguió volver junto a Labiskwee. Su debilidad era tan profunda que pasó toda la noche como si estuviera muerto y ni siquiera sus sueños lo molestaron.
       El sol brillaba en el cielo y la misma ardilla parloteaba entre los árboles cuando el contacto de la mano de Labiskwee sobre su mejilla despertó a Smoke.
       —Pon tu mano en mi corazón, amor —dijo ella con voz diáfana pero tenue, muy lejana—. Mi corazón es mi amor y tú lo tienes en tu mano.
       Transcurrió mucho tiempo antes de que volviera a hablar.
       —No olvides que no hay salida hacia el sur. El pueblo del caribú lo sabe bien. Oeste, ese es el camino. Ya casi has llegado y lo conseguirás.
       Smoke dormitó en el aturdimiento cercano a la muerte, hasta que ella volvió a despertarlo.
       —Pon tus labios sobre los míos —dijo—. Quiero morir así.
       —Moriremos juntos, mi amor —fue su respuesta.
       —No.
       El frágil revoloteo de su mano lo contuvo. Su voz era tan débil que le costaba oírla, aunque consiguió entender todo lo que ella dijo. Labiskwee introdujo la mano en la capucha de su parka y sacó una bolsita que depositó sobre la mano de él.
       —Y ahora acerca tus labios, amor. Pon tus labios sobre los míos y tu mano en mi corazón.
       En medio de ese beso prolongado, la oscuridad se apoderó otra vez de él y, cuando recuperó la consciencia, supo que estaba solo y que iba a morir. Se sentía tan cansado que se alegraba de morir.
       Descubrió que su mano descansaba sobre la bolsita. Sonriendo para sus adentros debido a la curiosidad que lo empujaba a tirar del cordón, la abrió. De ella salió una pequeña marea de alimentos. No había ni una sola partícula que no reconociese, todas ellas robadas a Labiskwee por Labiskwee: fragmentos de pan guardados mucho tiempo atrás, en los días previos a que McCan perdiese la harina; tiras de carne de caribú parcialmente roídas; trocitos de sebo; la pata trasera de la liebre sin tocar; la pata trasera y parte de la delantera de la comadreja nival; el ala, con las marcas de sus reacios dientes, y la pata del gorrión de las nieves, restos lastimosos, trágicas renuncias, crucifixiones de vida, bocados robados a su hambre espantosa por un amor increíble.
       Con una risa de loco, Smoke lo lanzó todo sobre la costra de nieve que se endurecía y volvió a entregarse a la oscuridad.
       Soñó. El Yukón corría seco. Él vagaba sobre su lecho, entre charcas de agua y barro y rocas erosionadas por el hielo, recogiendo enormes pepitas de oro. Su peso se convertía en una carga para él hasta que descubría que podía comérselas. Empezó a comérselas con glotonería. Al fin y al cabo, ¿de que servía el oro que los hombres tanto valoraban si no era bueno para comérselo?
       Se despertó al día siguiente. Su mente estaba curiosamente despejada. Ya no veía borroso. Las conocidas palpitaciones que se apoderaban de todo su cuerpo habían desaparecido. La vida parecía cantar en su interior, como si la primavera se hubiese adentrado en él. Sentía un bienestar maravilloso. Se giró para despertar a Labiskwee, vio y recordó. Buscó la comida que había arrojado sobre la nieve. No estaba. Y supo que en medio del delirio y del sueño la había convertido en las pepitas de oro del Yukón. En medio del delirio y del sueño había revivido gracias al sacrificio de Labiskwee, quien había depositado su corazón en la mano de él y le había abierto los ojos al milagro de la mujer.
       Le sorprendió la facilidad con la que se movía, se quedó atónito al ver que era capaz de arrastrar el cuerpo de ella, envuelto en pieles, hasta la orilla de grava fundida y al descubierto, donde cavó con el hacha para enterrarla.


       Tres días, sin más comida, luchó rumbo al oeste. En la mitad del tercer día cayó bajo una pícea solitaria junto a un ancho cauce cuyas aguas corrían libres y que, según sabía, tenía que ser el Klondike. Antes de que la oscuridad se apoderara de él, se quitó la mochila, se despidió del mundo y se arropó con las mantas.
       Unos trinos aletargados lo despertaron. Había dado comienzo el largo crepúsculo. Por encima de él, entre las ramas de la pícea, había perdices nivales. El hambre lo empujó a actuar al instante, aunque sus actos resultaron infinitamente lentos. Transcurrieron cinco minutos antes de que pudiera llevarse el rifle al hombro y otros cinco antes de que se atreviera, tumbado sobre la espalda y apuntando hacia arriba, a apretar el gatillo. Falló. No cayó ningún ave, pero tampoco ninguna salió volando. Se movieron despacio e hicieron ruiditos amodorrados. Le dolía el hombro. El segundo disparo lo malogró la mueca de dolor involuntaria que hizo al apretar el gatillo. Seguramente se habría caído en algún lugar durante los tres días anteriores y herido el hombro, aunque no recordaba cómo.
       Las perdices no salieron volando. Dobló varias veces la manta que lo cubría y la introdujo en el hueco entre el brazo derecho y el costado. Descansó la culata del rifle sobre ella, disparó de nuevo y cayó un ave. La agarró con glotonería y descubrió que con el disparo había hecho volar por los aires la mayor parte de la carne del ave. La bala de gran calibre había dejado poco más que un puñado de plumas destrozadas. Pero las perdices seguían allí, no habían salido volando, por lo que decidió que debía tirar a las cabezas. Eso hizo. Volvió a cargar varias veces el rifle. Fallaba, acertaba y las estúpidas perdices, a las que les costaba irse volando, cayeron sobre él como una lluvia de comida: vidas interrumpidas para que la suya se alimentase y perdurara. Habían sido nueve y, cuando le arrancó la cabeza a la novena de un disparo, permaneció tumbado riéndose y llorando a la vez, sin saber por qué.
       Se comió la primera cruda. Luego descansó y durmió mientras su vida asimilaba la vida del ave. Se despertó en medio de la oscuridad, hambriento y con fuerzas para encender una hoguera. Hasta el alba cocinó y comió, pulverizando los huesos con sus dientes, ociosos durante tanto tiempo. Durmió, se despertó en medio de otra noche y de nuevo durmió hasta el día siguiente.
       Sorprendido, se dio cuenta de que la hoguera ardía con la fuerza renovada de la leña y que una cafetera renegrida humeaba pegada a las brasas. Junto al fuego, a la distancia de un brazo, se sentaba Shorty, que fumaba un cigarrillo de papel de estraza y lo observaba fijamente. Los labios de Smoke se movieron, pero la garganta se paralizó al tiempo que sentía el pecho a punto de estallar en sollozos. Extendió la mano en busca del cigarrillo y llenó los pulmones de humo una y otra vez.
       —Hace mucho que no fumo —dijo por fin, en voz baja y tranquila—. Mucho, mucho tiempo.
       —Y hace mucho que no comes, por tu aspecto —añadió Shorty, huraño.
       Smoke negó con la cabeza y señaló las plumas de perdiz nival que lo rodeaban.
       —Aunque antes de esto, sí —contestó—. ¿Sabes qué? Me gustaría tomar una taza de café. Me sabrá raro. También tortitas y un poco de beicon.
       —¿Y alubias? —lo tentó Shorty.
       —Me sabrán a gloria. La verdad es que vuelvo a tener mucha hambre.
       Mientras uno cocinaba y el otro comía, se contaron brevemente lo que les había ocurrido desde su separación.
       —El Klondike empezaba a despejarse —concluyó Shorty su relato—, y solo tuvimos que esperar a que fluyera totalmente libre. Dos bateas, seis hombres más, ya los conoces, unos fuera de serie, y toda clase de equipo. No dejamos de avanzar: con la pértica, la sirga o porteando. Pero los desniveles los retendrán una semana. Allí los dejé, abriendo camino para las bateas sobre los despeñaderos. Tenía la corazonada de que debía seguir adelante. Así que llené una mochila de comida y me puse en marcha. Sabía que te encontraría medio perdido y echo polvo.
       Smoke asintió y apretó la mano del otro en silencio.
       —Bueno, pues pongámonos en marcha —dijo.
       —¡Y un cuerno! —estalló Shorty—. Nos quedamos aquí para que descanses y te alimentes durante un par de días.
       Smoke negó con la cabeza.
       —Si pudieras verte —protestó Shorty.
       Lo que él veía no resultaba agradable. El rostro de Smoke, donde la piel quedaba al descubierto, estaba negro, púrpura y lleno de postillas debido a las múltiples congelaciones. Tenía las mejillas descarnadas, de manera que a pesar de la barba los dientes superiores sobresalían bajo la carne encogida. En la frente y alrededor de los ojos hundidos, la piel se veía tirante mientras que la áspera barba, que debía haber sido rubia, estaba chamuscada y sucia por el humo de las hogueras.
       —Será mejor que recojas —dijo Smoke—. Quiero continuar.
       —Pero estás débil como un bebé. No puedes viajar. ¿A qué viene tanta prisa?
       —Shorty, voy tras lo más grande del Klondike y no puedo esperar. Eso es todo. Empieza a recoger. Es lo más grande del mundo. Más grande que lagos de oro y montañas de oro, más que la aventura, comer carne y matar osos.
       Shorty lo miraba con ojos desorbitados.
       —Por el amor de Dios, ¿qué es? —preguntó con voz ronca—. ¿O simplemente te has vuelto loco?
       —No, estoy bien. Tal vez haya que dejar de comer para ver cosas. En cualquier caso, he visto cosas que nunca soñé que podrían existir. Ahora ya sé lo que es una mujer.
       La boca de Shorty se abrió y en los labios y la luz de los ojos surgió el enigmático anuncio de la burla a punto de llegar.
       —No, por favor —pidió Smoke con delicadeza—. Tú no lo sabes. Yo sí.
       Shorty se tragó la broma y cambió de idea.
       —¡Ja! No me hace falta una corazonada para adivinar el nombre de la chica. Todos los demás se han ido al lago Surprise para la operación de drenaje, pero Joy Gastell se negó a ir. Se ha quedado en Dawson, a la espera de ver si regreso contigo. Y ha jurado que, si no lo consigo, venderá sus propiedades y contratará un ejército de tiradores para adentrarse en el país del caribú y dejar al condenado de Snass y a toda su pandilla sin fluido vital. Si eres capaz de contener tus ansias un par de minutos, creo que me dará tiempo a recoger y acompañarte.


(1912)


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