Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


El hombre de la otra orilla (1911)
(“The Man on the Other Bank”)
Smoke Bellew
(Nueva York: The Century Co., 1912, 386 págs.)



      Antes de que Smoke Bellew delimitara el absurdo emplazamiento de Tra-Lí, creara el histórico monopolio de huevos que estuvo a punto de arruinar la cuenta bancaria de Charley Aguas Rápidas o ganase la carrera de perros que tuvo lugar Yukon abajo y en la que estaba en juego un millón de dólares, Shorty y él se separaron en el cauce alto del Klondike. La tarea de Shorty consistía en regresar a Dawson, Klondike abajo, para registrar varias concesiones que habían delimitado.
       Smoke, con la traílla de perros, se dirigió al sur. Buscaba el lago Surprise y el mítico Two Cabins. Su travesía iba a pasar por la cabecera del río Indian y cruzar la desconocida región montañosa hasta el río Stewart. Por allí, en algún lugar —según decían los rumores—, se encontraba el lago Surprise, rodeado de escarpadas montañas y glaciares y con un fondo pavimentado de oro puro. Se contaba que algunos veteranos, cuyos nombres quedaron olvidados en los temporales de frío de muchos años antes, se habían lanzado a las aguas heladas del lago Surprise y sacado terrones de oro a manos llenas. Los grupos de veteranos se adentraron, en distintas ocasiones, en aquella agreste fortaleza para tomar muestras del fondo dorado del lago. Pero el agua estaba demasiado fría. Algunos murieron en el agua y salieron muertos a la superficie. Otros fallecieron después de tisis. Y hubo uno que se zambulló y nunca más volvió a salir. Todos los supervivientes habían planeado regresar y drenar el lago, pero ninguno lo había hecho. Siempre les sobrevenía algún desastre. Uno se cayó en un respiradero de Forty Mile y se ahogó; a otro lo mataron sus perros y se lo comieron; otro más fue aplastado por un árbol al caer. Y así sucesivamente. El lago Surprise era gafe. Nadie recordaba su situación y el oro aún pavimentaba su fondo, que seguía sin ser drenado.
       Two Cabins, no menos mítico, contaba con una ubicación más clara. A cinco sueños cauce arriba del río McQuestion, partiendo del Stewart, se alzaban dos cabañas viejas. Tan viejas eran que debieron ser construidas antes incluso de que el primer buscador de oro conocido hubiese entrado en la cuenca del Yukon. Algunos nómadas cazadores de alces, con los que Smoke se había encontrado y charlado, afirmaban haber hallado las dos cabañas en los viejos tiempos, aunque habían buscado en vano la mina que debieron explotar esos dos aventureros tan tempraneros.
       —Ojalá vinieras conmigo —dijo Shorty con nostalgia al partir—. Que te haya picado el gusanillo indio no es motivo para que te metas en líos. Te diriges a una zona de locos de la que es imposible salir. Trae mala suerte de principio a fin, según todo lo que hemos oído contar.
       —No te preocupes, Shorty —contestó Smoke—. Me daré una vuelta y regresaré a Dawson en seis semanas. El camino del Yukón está bien pisado y los ciento cincuenta primeros kilómetros de la senda del Stewart también deberían estarlo. Los veteranos de Henderson me contaron que unos cuantos grupos subieron el otoño pasado, después de la congelación total. Cuando encuentre su senda podré recorrer entre sesenta y ochenta kilómetros diarios. Incluso es probable que esté de vuelta en el plazo de un mes, una vez haya cruzado.
       —Sí, una vez hayas cruzado. Pero precisamente lo que me preocupa es ese cruce. Bueno, hasta pronto, Smoke. Ten mucho cuidado con el gafe. Y que no te dé vergüenza dar media vuelta si no consigues carne.
       Una semana después, Smoke se encontraba entre las caóticas cordilleras del río Indian. En la divisoria desde el Klondike había abandonado el trineo y cargado a sus perros lobo. Cada uno de sus enormes huskies llevaba veinticinco kilos, carga igual ala que él transportaba a la espalda. Él iba delante, abriendo camino en la nieve blanda y aplastándola con sus raquetas de nieve, y tras él, en filia india, avanzaban los perros.
       Le encantaba esa vida, el intenso invierno ártico, la naturaleza silenciosa, la interminable superficie de nieve sin huellas humanas. A su alrededor se alzaban picos helados sin nombre e inexplorados. No se veía el humo de ningún campamento de cazadores ascender en el aire quedo de los valles. Solo él cruzaba la calma desasosegante de las vastas extensiones nevadas y desconocidas, aunque la soledad no lo agobiaba. Todo aquello le gustaba: el duro trabajo del día, las peleas de los perros lobo, levantar el campamento durante el prolongado crepúsculo, las estrellas saltarinas sobre su cabeza y la llameante procesión de la aurora boreal.
       Le gustaba en especial su campamento al final del día porque en él veía una imagen que siempre había querido pintar y que nunca olvidaría, de eso estaba seguro. Un hueco pisoteado en la nieve, donde ardía su hoguera; su lecho, un par de prendas hechas con pieles de conejo extendidas sobre ramas de pícea recién cortadas; su refugio, una tira de lona desplegada que atrapaba el calor de la hoguera y lo obligaba a bajar de nuevo; el cubo y la cafetera renegridos descansando sobre un pedazo de madera, los mocasines apoyados en palos para secarse, las raquetas de nieve clavadas en vertical; al otro lado de la hoguera, los perros lobo intentando arrimarse a ella en busca del calor, deseosos, con ansia, el pelaje cubierto de escarcha, las peludas colas protegiendo las patas del frío; y a su alrededor, remitiendo lo justo, el muro de oscuridad que lo cercaba.
       En momentos como ese San Francisco, The Billow y O’Hara parecían muy lejanos, perdidos en un pasado remoto, sombras de un sueño que nunca había sucedido. Le costaba creer que había conocido otra vida que no fuese aquella, entre la naturaleza, pero aún le resultaba más difícil reconciliarse con el hecho de que se había entretenido y perdido el tiempo con la deriva bohemia de la ciudad. A solas, sin nadie con quien hablar, pensaba mucho, profunda y sencillamente. Se sentía horrorizado por el desperdicio de sus años urbanos, por el poco valor de las filosofías de escuelas y libros, por el astuto cinismo del estudio y la sala de redacción, por la hipocresía de los empresarios en sus clubes. No sabían lo que era la comida, el sueño o la salud; tampoco podían conocer la punzada del verdadero apetito, el considerable dolor de la fatiga ni la avalancha de sangre fuerte y rabiosa que penetra como el vino en cada rincón del cuerpo al tiempo que se trabaja.
       Y durante todo ese tiempo, aquella Esparta del norte, sabia y exquisita, había estado allí sin que él lo supiera. Lo que más lo asombraba era que, con una aptitud física intrínseca tan buena, jamás hubiese oído la más mínima llamada ni se le hubiese ocurrido salir en busca de todo aquello. Pero también acabó por resolver ese misterio.
       —¡Escucha, Cara Amarilla, ya lo tengo claro!
       El perro al que se había dirigido levantó primero una pata delantera y luego la otra con movimientos rápidos y apaciguadores, volvió a enroscar la cola sobre ellas y le sonrió desde el otro lado de la hoguera.
       —Herbert Spencer tenía casi cuarenta años cuando tuvo la visión de su mayor eficiencia y deseo. Yo no soy tan lento. Ni siquiera he esperado a los treinta para tener la mía. Aquí están mi eficiencia y mi deseo. Cara Amarilla, casi deseo haber nacido entre lobos y ser tu hermano humano.
       Deambuló durante días entre un caos de cañones y divisorias que no cedían ante ningún plano topográfico racional. Era como si algún bromista cósmico las hubiera arrojado allí, sin más. En vano buscó un arroyo o afluente que de verdad fluyera al sur, hacia el McQuestion y el Stewart. Luego se formó una tormenta de montaña y la ventisca y la nieve se apoderaron de aquella masa de divisorias altas y poco profundas. Por encima del límite superior de la vegetación arbórea y sin poder encender fuego durante dos días, luchó a ciegas para encontrar la forma de descender a niveles más bajos. Al segundo día alcanzó el borde de un enorme precipicio. Tan densa caía la nieve que no alcanzaba a ver el fondo del abismo ni se atrevía a comenzar el descenso. Se cubrió con todas sus mantas y apiñó a los perros a su alrededor en lo más hondo de un ventisquero, pero sin permitirse quedarse dormido.
       Por la mañana, tras amainar la tormenta, salió a investigar. Alrededor de cuatrocientos metros por debajo de él, sin lugar a dudas, se extendía un lago congelado y cubierto de nieve. Estaba rodeado de cumbres accidentadas. Encajaba perfectamente en la descripción. A ciegas, había encontrado el lago Surprise.
       —Bien bautizado —murmuró una hora más tarde al llegar junto a su orilla.
       Los únicos árboles eran un grupo de píceas envejecidas. Camino del lago había tropezado con tres tumbas, sepultadas bajo la nieve pero marcadas con postes hechos a mano y escritos con una letra indescifrable. En el borde del grupo de árboles había una pequeña cabaña destartalada. Tiró del pestillo y entró. En un rincón, en lo que una vez había sido una cama de ramas de pícea, aún envuelto en unas pieles raídas que estaban hechas pedazos, yacía un esqueleto. El último visitante del lago Surprise, concluyó Smoke al tiempo que recogía un terrón de oro tan grande como su puño. Junto al terrón había una lata de pimienta llena de pepitas del tamaño de una nuez y de superficie irregular que no mostraban señales de haber sido lavadas.
       Tan convencida estaba la gente de la verdad de la historia que Smoke aceptó, sin cuestionarla, que aquel oro procedía del fondo del lago. Oculto bajo una buena cantidad de hielo e inaccesible, no había nada que hacer y a mediodía, desde el borde del precipicio, le echó una mirada de despedida a su descubrimiento.
       —No pasa nada, señor Lago —le dijo—. Usted quédese donde está. Volveré para drenarlo… si el dichoso gafe no me afecta. No sé cómo llegué hasta aquí, pero lo sabré por la forma en que saldré.
       En un pequeño valle, junto a un arroyo congelado y bajo unas benefactoras píceas, encendió una hoguera cuatro días después. En algún punto de esa anarquía blanca que había dejado atrás se encontraba el lago Surprise… en algún punto, aunque no sabía dónde, porque cien horas de lucha a la deriva entre un viento y una nieve cegadores le habían ocultado el camino y no sabía en qué dirección quedaba ese «atrás». Era como si acabara de salir de una pesadilla. No estaba seguro de si habían transcurrido cuatro días o una semana. Había dormido con los perros, peleado para cruzar un número ya olvidado de divisorias poco profundas, seguido el zigzagueo de unos cañones extraños que acababan en cavidades pequeñas y en dos ocasiones había logrado encender una hoguera y derretir un poco de carne de alce congelada. Y allí estaba, bien acampado y bien alimentado. La tormenta había pasado, el cielo estaba despejado y hacía frío. La disposición de la tierra volvía a ser racional. El riachuelo en el que se encontraba parecía normal y tendía hacia el suroeste, como debería. Pero había perdido el lago Surprise, como lo habían perdido muchos otros antes que él.
       Medio día de viaje riachuelo abajo lo llevó al valle de un arroyo más grande que, según decidió, era el McQuestion. Allí cazó un alce y cada perro volvió a cargar con veinticinco kilos de carne. Al tomar una curva cauce abajo del McQuestion, tropezó con una senda para trineos. Las últimas nieves se habían amontonado encima, pero por debajo estaba bien pisoteada por los muchos viajes realizados. Llegó a la conclusión de que en el McQuestion se habían asentado dos campamentos y aquella era la senda que los unía. Evidentemente, habían encontrado Two Cabins y ese era el campamento inferior, así que continuó cauce abajo.
       Esa noche, cuando acampó, había 40°C bajo cero y se quedó dormido preguntándose quiénes serían los hombres que habían redescubierto las dos cabañas de Two Cabins y si llegaría a ellas al día siguiente. Con las primeras luces del amanecer ya estaba en camino, siguiendo con facilidad la senda medio borrada y apisonando la nieve recién caída con sus raquetas para que los perros no se revolcaran.
       Entonces se produjo lo inesperado. Cayó sobre él en una curva del río. Le pareció oír y sentir al mismo tiempo. El ruido del disparo llegó desde la derecha y la bala, que atravesó las hombreras de su parka de dril y del abrigo de lana, le hizo describir medio giro debido a la fuerza de su impacto. Se balanceó sobre las raquetas de nieve enredadas para recuperar el equilibrio y oyó un segundo disparo. Esta vez el tiro falló por completo. No esperó más y se lanzó hacia la orilla, a unos treinta metros de distancia, en busca de la protección de los árboles. El rifle no dejó de disparar y, con desagrado, fue consciente de que un reguero de humedad cálida descendía por su espalda.
       Ascendió el terraplén de la orilla con los perros tras él dando traspiés tras él y se ocultó entre los árboles y los matorrales. Se quitó las raquetas, se estiró cuan largo era y sacó con cuidado la cabeza para mirar. No se veía nada. Quienquiera que le hubiese disparado guardaba silencio y se ocultaba entre los árboles de la orilla opuesta.
       —Si no ocurre algo pronto —murmuró al cabo de media hora—, tendré que escabullirme como sea y encender un fuego o aceptar que se me congelen los pies. Cara Amarilla, ¿qué haces tumbado en plena helada, cogelándote la sangre y con un hombre intentando dispararte?
       Retrocedió unos pocos metros arrastrándose, pisoteó la nieve, bailó una giga que le devolvió la circulación a sus pies y logró resistir media hora más. Luego, procedente del cauce bajo del río, oyó el inconfundible cascabeleo de unos perros. Echó una ojeada y vio que un trineo tomaba la curva. Solo había un hombre, que manejaba la vara del trineo y animaba a los perros a avanzar. Smoke se sintió conmocionado, porque era el primer ser humano que veía desde que se había despedido de Shorty tres semanas atrás. Lo siguiente que hizo fue pensar en el potencial asesino que se ocultaba en la orilla de enfrente.
       Sin quedar expuesto, Smoke soltó un silbido de advertencia. El hombre no lo oyó y continuó avanzando a toda prisa. Smoke silbó de nuevo, con más intensidad. El hombre hizo detener a los perros, y se había girado para mirar a Smoke cuando se oyó el disparo del rifle. Al instante siguiente, Smoke disparó hacia el bosque, en la dirección de la que había llegado el ruido del disparo. La primera bala había alcanzado al hombre del río. La sacudida de la bala de alta velocidad lo hizo tambalearse. Se acercó al trineo a trompicones, casi cayéndose, y sacó un rifle de debajo de las correas. Luchaba por llevárselo al hombro cuando se dobló por la cintura y se deslizó lentamente hasta quedar sentado sobre el trineo. Luego, en el mismo momento en que su arma se disparó sin apuntar, cayó hacia atrás y sobre una esquina de la carga del trineo, de manera que Smoke solo podía ver sus piernas y su estómago.
       Desde el cauce bajo del río le llegó el sonido de más cascabeles. El hombre no se movía. Tres trineos tomaron la curva, acompañados por media docena de hombres. Smoke gritó para advertirlos, pero ya habían visto la situación del primer trineo y corrían hacia él. De la orilla de enfrente no salieron más disparos y Smoke, llamando a sus perros para que lo siguieran, salió a terreno despejado. Los hombres dejaron escapar exclamaciones de sorpresa y dos de ellos se quitaron la manopla de la mano derecha y lo apuntaron con sus rifles.
       —Ven aquí, maldito asesino —ordenó uno de ellos, que tenía una barba negra—. Y tira el arma a la nieve ahora mismo.
       Smoke dudó, luego dejó caer el rifle y se acercó a ellos.
       —Regístralo, Louis, y quítale todas las armas que lleve —ordenó el de la barba negra.
       Louis era un voyageur[6] francocanadiense, decidió Smoke, al igual que cuatro de los otros. El registro solo reveló el cuchillo de caza de Smoke, del que se apropiaron.
       —A ver, ¿qué tienes que decir, desconocido, antes de que te pegue un tiro y te mate? —preguntó el de la barba negra.
       —Que te equivocas si crees que yo maté a ese hombre —respondió Smoke.
       Uno de los voyageurs pegó un grito. Había continuado avanzando por el camino y encontrado las huellas de Smoke en el punto en el que lo había abandonado para refugiarse tras la orilla. El hombre explicó en qué consistía su hallazgo.
       —¿Por qué mataste a Joe Kinade? —preguntó el de la barba negra.
       —Te he dicho que yo no lo maté —empezó a contestar Smoke.
       —Ah, ¿de qué sirve hablar? Te hemos pillado con las manos en la masa. Ahí delante está el punto donde abandonaste el camino al oírlo llegar. Te tumbaste entre los árboles y le tendiste una emboscada. Un tiro a corta distancia. No podías fallar. Pierre, vea buscar el arma que ha tirado.
       —Podríais dejarme contar lo que ocurrió —se quejó Smoke.
       —Cállate —gruñó el hombre—. Tu arma nos contará la historia.
       Todos los hombres examinaron el rifle de Smoke: expulsaron y contaron los cartuchos y estudiaron con atención la boca del cañón y la recámara.
       —Un disparo —concluyó Barbanegra.
       Pierre, con los orificios nasales temblorosos y dilatados como los de un ciervo, olisqueó la recámara.
       —Y es muy reciente —dijo.
       —La bala le entró por la espalda —intervino Smoke—. Me estaba mirando cuando recibió el tiro. Le dispararon desde la otra orilla.
       Barbanegra meditó un segundo esa propuesta y negó con la cabeza.
       —No. No me sirve. Dadle la vuelta para que mire a la otra orilla… así es como le disparaste por la espalda. Que alguno de vosotros revise el camino, a ver si hay huellas que se dirijan a la otra orilla.
       La respuesta fue que en ese lado la nieve estaba virgen. Barbanegra se inclinó sobre el muerto y al enderezarse llevaba en la mano una bola de lana. La desgarró y en el centro encontró la bala que había atravesado el cuerpo. La punta se había extendido hasta alcanzar el tamaño de una moneda de medio dólar y la parte de atrás, en su camisa de acero, estaba intacta. La comparó con uno de los cartuchos que Smoke llevaba al cinto.
       —Es una prueba más que suficiente para satisfacer a un ciego, desconocido. Esta bala es de punta blanda y camisa de acero. Las tuyas son de punta blanda y camisa de acero. Esta es del calibre 30-30. Las tuyas son del calibre 30-30. Esta ha sido fabricada por la J & T Arms Company. Las tuyas han sido fabricadas por la J & T Arms Company. Ahora acompáñame e iremos al otro lado de la orilla para ver cómo lo hiciste.
       —A mí también me tendieron una emboscada —dijo Smoke—. Mira el agujero de mi parka.
       Mientras Barbanegra lo examinaba, uno de los voyageurs abrió la recámara del arma del muerto. Quedó claro que la había disparado una vez. El cartucho vacío aún estaba allí.
       —Una pena que el pobre Joe no te matara —dijo con amargura Barbanegra—. Aunque no lo hizo mal, teniendo en cuenta el tiro que llevaba encima. Vamos.
       —Registrad antes la otra orilla —insistió Smoke.
       —Cállate y deja que hablen los hechos.
       Abandonaron el camino en el punto exacto en el que lo había abandonado él y siguieron su rastro a lo largo de la orilla y luego entre los árboles.
       —Aquí bailó para conservar el calor en los pies —señaló Louis—. Ahí se arrastró boca abajo. Ahí apoyó el codo para disparar.
       —¡A aquí está el cartucho vacío con el que lo mató! —descubrió Barbanegra—. Amigos, solo nos queda hacer una cosa.
       —Podríais preguntarme por qué disparé —interrumpió Smoke.
       —También podría hacer que te tragues los dientes si vuelves a meter baza. Ya responderás más adelante a las preguntas que te hagamos. Amigos, somos honrados, respetamos la ley y esto debemos manejarlo como es debido. ¿Cuánto crees que hemos recorrido, Pierre?
       —Algo más de treinta kilómetros.
       —Está bien. Almacenaremos el equipo y llevaremos al pobre Joe y a este hombre hasta Two Cabins. Creo que hemos visto suficiente y podremos testificar para que cuelgue de una soga.
       Tres horas después de oscurecer, el muerto, Smoke y sus captores llegaron a Two Cabins. A la luz de las estrellas Smoke contó más de una docena de cabañas nuevas y arracimadas alrededor de una cabaña más grande y vieja que se alzaba en un llano junto a la orilla del río. Lo arrojaron al interior de la cabaña grande, que estaba ocupada por un joven gigante, su mujer y un anciano ciego. La mujer, a la que su esposo llamaba Lucy, era una criatura fornida, de las que suelen encontrarse en la frontera. El anciano según se enteraría Smoke más delante, había sido trampero en el río Stewart durante años y había perdido la vista por completo el invierno anterior. También se enteraría de que el campamento de Two Cabins lo había levantado el otoño anterior una docena de hombres llegados en varias bateas cargadas de provisiones. Allí, en el emplazamiento de Two Cabins, habían encontrado al trampero ciego y alrededor de su cabaña levantaron las demás. Otros, llegados posteriormente ablandando el hielo con traíllas de perros habían triplicado la población. Contaban con carne de sobra y habían descubierto un yacimiento no excesivamente rico en el que estaban trabajando.
       En el plazo de cinco minutos todos los hombres de Two Cabins se apiñaban en el interior de la cabaña. Smoke, obligado a quedarse en un rincón, ignorado o mal mirado, con las manos y los pies atados con tiras de piel de alce, observaba lo que ocurría. Contó treinta y ocho hombres, todos fornidos y violentos, todos colonizadores de Estados Unidos o voyageurs de la zona alta de Canadá. Sus captores contaron la historia una y otra vez en el centro de un grupo nervioso y muy enfadado. Se oyeron comentarios del tipo de: «¡Linchémoslo ahora mismo! ¿Por qué esperar?», y en una ocasión solo por la fuerza lograron evitar que un irlandés enorme se abalanzara contra el indefenso prisionero y le diese una paliza.
       Mientras contaba a los presentes, Smoke entrevió un rostro familiar. Era Breck, el hombre cuya barca Smoke había cruzado entre los rápidos. Se preguntó por qué el otro no se acercaba a hablar con él, pero tampoco dio señales de reconocerlo. Más tarde, cuando Breck le guiñó un ojo disimulando para que los demás no lo vieran, Smoke comprendió.
       Barbanegra, a quien Smoke había oído llamar Eli Harding, puso fin a la discusión sobre si debían linchar de inmediato al prisionero o no.
       —¡Alto! —rugió—. No os emocionéis. Este hombre me pertenece. Yo lo atrapé y lo traje aquí. ¿Creéis que lo he traído hasta aquí para lincharlo? Ni de broma. Eso ya podía haberlo hecho yo cuando lo encontré. Lo he traído para garantizarle un juicio imparcial y por Dios que eso es lo que va a tener. Está bien atado y no hay peligro. Tiradlo sobre algún catre hasta mañana y celebraremos el juicio aquí mismo.
       Smoke se despertó. Una corriente de aire con la rigidez de un carámbano taladraba el frontal de sus hombros porque se encontraba de lado y cara a la pared. Cuando lo habían atado al catre esa corriente no existía, por lo que el aire exterior, que se internaba en el ambiente caldeado de la cabaña con la presión de 45°C bajo cero, bastaba para indicar que alguien había retirado desde el exterior el musgo que cubría las grietas entre los troncos. Se retorció tanto como se lo permitieron las ataduras y luego estiró el cuello hacia delante hasta que logró acercar los labios a la grieta.
       —¿Quién es? —susurró.
       —Breck —fue la respuesta casi inaudible—. Ten cuidado de no hacer ruido. Te voy a pasar un cuchillo.
       —No sirve —dijo Smoke—. No podría usarlo. Tengo las manos atadas a la espalda y sujetas a la pata del catre. Además, no podrías pasar un cuchillo por esa grieta. Pero debemos hacer algo. Esos tipos tienen intención de colgarme y, por supuesto, tú sabes que yo no maté a ese hombre.
       —No era necesario que lo mencionaras, Smoke. Y si lo hubieses hecho, tus razones habrías tenido. Pero no se trata de eso. Quiero sacarte de este lío. Estos hombres son muy duros, ya lo has visto. Están apartados del mundo y crean y hacen valer sus propias leyes a través de las asambleas mineras. Ya se han ocupado de dos hombres, ambos ladrones de comida. A uno lo expulsaron del campamento sin un gramo de comida y sin cerillas. Recorrió sesenta kilómetros y aguantó un par de días antes de congelarse. Hace dos semanas que expulsaron al segundo. Le dejaron elegir: cero comida o diez latigazos por cada ración diaria. Aguantó cuarenta latigazos antes de desmayarse. Ahora te tienen a ti y están convencidos de que mataste a Kinade.
       —El hombre que mató a Kinade también me disparó a mí. Su bala me arrancó la piel del hombro. Consigue que retrasen el juicio hasta que alguien suba a registrar la orilla en la que se escondió el asesino.
       —No servirá de nada. Aceptan las pruebas de Harding y los cinco franceses que iban con él. Además, aún no han ahorcado a nadie y están deseando hacerlo. Verás, la vida aquí es muy monótona y están hartos de buscar el lago Surprise. Salieron en varias estampidas al principio del invierno, pero ya se han cansado. El escorbuto empieza a hacer estragos entre ellos y tienen ganas de divertirse.
       —Parece que se divertirán a mi costa —comentó Smoke—. Oye, Breck, ¿qué haces en medio de este grupo olvidado de Dios?
       —Tras poner en marcha las concesiones del arroyo Squaw y contratar a varios hombres para explotarlas, llegué hasta aquí siguiendo el Stewart, en busca de Two Cabins. Ellos habían llegado antes, así que continué rumbo al cauce alto del Stewart. Regresé ayer mismo porque me quedé sin comida.
       —¿Encontraste algo?
       No mucho. Pero creo que tengo una propuesta hidráulica que funcionará de maravilla cuando se abra la zona. Eso o un dragador de oro.
       —Alto —interrumpió Smoke—. Espera un momento. Déjame pensar.
       Era consciente de los ronquidos de los que dormían mientras perseguía la idea que se le había ocurrido de repente.
       —Oye, Breck, ¿han abierto los paquetes de carne que llevaban mis perros? —preguntó.
       —Un par de ellos. Yo estaba presente. Los han guardado en la despensa de Harding.
       —¿Han encontrado algo?
       —Carne.
       —Bien. Tienes que abrir el paquete de lona marrón envuelto en piel de alce. Encontrarás unos pocos kilos de terrones de oro. Jamás has visto oro como ese en todo el país ni tú ni nadie más. Esto es lo que tienes que hacer. Escucha.
       Breck se marchó un cuarto de hora después, totalmente instruido y quejándose de que tenía los dedos de los pies congelados. Smoke, con la nariz y una mejilla congeladas por su proximidad a la grieta, se las frotó contra la manta durante media hora antes de que el hormigueo y la quemazón de la circulación al recuperarse le garantizaran que no surgirían problemas.
       —Lo tengo muy claro. No hay duda de que mató a Kidane. Anoche lo oímos todo. ¿De qué sirve darle más vueltas? Yo voto que es culpable.
       Así dio comienzo el juicio de Smoke. El que hablaba, un hombretón desgarbado de Colorado, manifestó irritación e indignación cuando Harding desoyó su sugerencia, exigió que se siguiese el procedimiento normal y nombró a un tal Shunk Wilson juez y presidente de la reunión. La población de Two Cabins constituía el jurado y, tras alguna discusión, a Lucy, la mujer, se le negó el derecho a votar si Smoke era culpable o inocente.
       Mientras todo eso ocurría, Smoke, aplastado en un rincón del catre, oyó una conversación susurrada entre Breck y un minero.
       —¿No tienes veinticinco kilos de harina para vender? —preguntó Breck.
       —Tú no tienes polvo de oro suficiente para pagar el precio que pido —fue la respuesta.
       —Te doy doscientos dólares.
       El hombre negó con la cabeza.
       —Trescientos. Trescientos cincuenta.
       Al final, el hombre acepto cuatrocientos y dijo:
       —Ven a mi cabaña para pesar el polvo de oro.
       Los dos se abrieron paso hasta la puerta y se escabulleron. Al cabo de unos minutos, Breck regresó solo.
       Harding se encontraba testificando cuando Smoke vio que la puerta se abría ligeramente y en la rendija asomaba el rostro del hombre que había vendido la harina. Hacía señas y llamaba con insistencia a alguien que estaba dentro, quien se levantó del lugar que ocupaba cerca de la estufa y empezó a abrirse camino hacia la puerta.
       —¿A dónde vas, Sam? —preguntó Shunk Wilson.
       —Vuelvo enseguida —explicó Sam—. Tengo que irme.
       A Smoke se le permitía interrogar a los testigos y estaba ocupándose de Harding cuando desde fuera les llegaron las quejas de unos perros enganchados y el chirrío y el estruendo de los patines de un trineo. Alguien que estaba junto a la puerta echó una ojeada.
       —Son Sam, su socio y una traílla de perros tomando a una velocidad endiablada el camino del río Stewart —informó el hombre.
       Nadie habló durante medio minuto, pero todos se miraron entre sí y una inquietud generalizada dominó la atestada habitación. De reojo, Smoke vio susurrar a Breck, Lucy y su marido.
       —Vamos —le dijo Shunk Wilson a Smoke en tono seco—, acabe de una vez. Sabemos lo que intenta demostrar, que nadie registró la otra orilla. El testigo lo admite. Nosotros lo admitimos. No era necesario. No había huellas que llevasen a la otra orilla. La nieve estaba intacta.
       —Pero, de todos modos, había un hombre en la otra orilla —insistió Smoke.
       —Eso es mucho decir, joven. No somos tantos en el McQuestion y sabemos dónde estábamos todos.
       —¿Quién era el hombre que echaron del campamento hace dos semanas? —preguntó Smoke.
       —Alonzo Miramar, mexicano. ¿Qué tiene que ver con esto ese ladrón de comida?
       —Nada, excepto que no saben dónde estaba él, señor juez.
       —Se fue río abajo, no cauce arriba.
       —¿Cómo sabe hacia dónde se fue?
       —Lo vi partir.
       —¿Y eso es lo único que sabe sobre lo que le ocurrió?
       —No, no solo eso, joven. Sé, como sabemos todos, que tenía comida para cuatro días y ningún arma con la que cazar. Si no llegó al asentamiento del Yukón, hace mucho que habrá cascado.
       —Supongo que también saben dónde están todas las armas de esta parte del país —señaló Smoke directamente.
       Shunk Wilson se enfadó.
       —Tal y como me hace las preguntas, parece que el prisionero soy yo. Venga, pase al siguiente testigo. ¿Dónde está Louis el Francés?
       Mientras Louis el Francés se acercaba, Lucy abrió la puerta.
       —¿A dónde va? —gritó Shunk Wilson.
       —Creo que no tengo por qué quedarme —respondió ella en tono desafiante—. No me dejáis votar y, además, mi cabaña está tan llena de gente que no puedo respirar.
       Su marido la siguió a los pocos minutos. El ruido de la puerta al cerrarse fue el primer aviso de su partida que el juez recibió.
       —¿Quién se ha ido? —preguntó, interrumpiendo la declaración de Pierre.
       —Bill Peabody —contestó alguien—. Dijo que quería preguntarle una cosa a su mujer y que volvía ahora mismo.
       En lugar de Bill, fue Lucy quien entró, se quitó las pieles y recuperó su lugar junto a la estufa.
       —Creo que no es necesario escuchar al resto de los testigos —decidió Shunk Wilson cuando Pierre hubo terminado—. Sabemos que testificarán los mismos hechos que ya hemos escuchado. Oye, Sorenson, sal y trae de vuelta a Bill Peabody. Enseguida votaremos el veredicto. Y ahora, desconocido, puedes ponerte en pie y contar tu versión de lo que pasó. Mientras, haremos que pasen de mano en mano los dos rifles, la munición y la bala asesina, así ahorraremos tiempo.
       A mitad del relato de cómo había llegado a esa parte del territorio y en el momento en que describía la emboscada que había sufrido y su huida hacia la orilla, un indignado Shunk Wilson interrumpió a Smoke.
       —Joven, ¿qué sentido tiene que testifique de esa forma? Está perdiendo un tiempo muy valioso. Claro que tiene derecho a mentir para salvar su cuello, pero no vamos a aguantar semejante tontería. El rifle, la munición y la bala que mató a Joe Kinade hablan en su contra. ¿Qué pasa ahí? ¡Que alguien abra la puerta!
       El frío entró de golpe, tomando forma y consistencia en el calor de la habitación, mientras a través de la puerta abierta se oyeron los gañidos de unos perros, que perdían fuerza rápidamente al alejarse.
       —Son Sorenson y Peabody —gritó alguien—. ¡Se lanzan río abajo sin dejar de usar el látigo!
       —Pero ¿qué…? —se interrumpió Shunk Wilson con la boca abierta mirando a Lucy—. Creo que usted puede explicárnoslo, señora Peabody.
       Ella negó con la cabeza y apretó los labios. La mirada airada y recelosa de Shunk Wilson avanzó y se detuvo en Breck.
       —También creo que ese recién llegado con el que ha estado charlando podría explicarlo, si tuviera intención de hacerlo.
       Breck, claramente incómodo, se convirtió en el centro de todas las miradas.
       —Sam también estuvo hablando con él antes de salir corriendo —dijo alguien.
       —Mire, señor Breck —continuó Wilson—, usted se ha dedicado a interrumpir este proceso y tendrá que explicarnos por qué. ¿De qué hablaba con la gente?
       Breck se aclaró la garganta con timidez y contestó:
       —Solo intentaba comprar comida.
       —¿Con qué?
       —Con polvo de oro, por supuesto.
       —¿De dónde lo ha sacado?
       Breck no contestó.
       —Ha estado curioseando por el Stewart —comentó uno de los presentes—. Hace una semana, estando de caza, pasé por su campamento. Y debo decir que se comportó con mucha reserva.
       —El polvo no ha salido de allí —dijo Breck—. Eso solo es una propuesta hidráulica de baja calidad.
       —Traiga aquí su bolsa y veamos ese oro —ordenó Wilson.
       —Ya le he dicho que no viene de allí.
       —Quiero verlo igual.
       Breck hizo ademán de negarse, pero estaba rodeado de rostros amenazadores. De mala gana, metió la mano en el bolsillo de su abrigo. Al sacar de él una lata de pimienta un objeto sólido repiqueteó en su interior.
       —¡Vacíela! —atronó Shunk Wilson.
       De la lata salió la enorme pepita, del tamaño de un puño y de un amarillo como el de ningún oro visto antes por cualquiera de los presentes. Shunk Wilson lanzó un grito ahogado. Media docena de hombres, tras echarle una ojeada al oro, salieron corriendo hacia la puerta. La alcanzaron al mismo tiempo y, entre maldiciones y peleas, se atascaron y la cruzaron en masa. El juez vació el contenido de la lata de pimienta sobre la mesa y la visión de los terrones de oro logró que otra media docena corriera hacia la puerta.
       —¿A dónde vas? —preguntó Eli Harding al tiempo que Shunk se ponía en marcha.
       —A por mis perros, claro.
       —¿No piensas colgarlo?
       —Ahora me llevaría demasiado tiempo. Tendrá que esperar a que volvamos, así que se levanta la sesión. Este no es momento para entretenerse.
       Harding dudó. Miró a Smoke con saña, vio a Pierre llamando por señas a Louis desde la puerta, le echó un último vistazo al oro que había sobre la mesa y se decidió.
       —No te servirá de nada intentar escapar —le dijo a Smoke por encima del hombro al irse—. Además, me llevo a tus perros prestados.
       —¿Qué pasa? ¿Otra condenada estampida? —preguntó el viejo trampero ciego en un falsete extraño e irritado, a la vez que los gritos de los hombres y los perros y el chirriar de los trineos barrían el silencio de la habitación.
       —Sin duda —respondió Lucy—. Y nunca he visto oro como este. Tócalo, anciano.
       Le puso la pepita en la mano. Él mostró poco interés.
       —Este era un buen territorio de caza —se quejó—, antes de que llegasen los malditos mineros y espantasen a todos los animales.
       Se abrió la puerta y entró Breck.
       —Bueno —dijo—, en el campamento solo quedamos nosotros cuatro. Por el atajo que abrí hay sesenta y cinco kilómetros hasta el Stewart, y el más rápido no logrará Hacer el viaje de ida y vuelta en menos de cinco o seis días. Aun así, Smoke, será mejor que te marches ya.
       Breck cortó las ataduras del otro con su cuchillo de caza y miró a la mujer.
       —Espero que no se oponga —le dijo con educación.
       —Por mí no se preocupe —contestó Lucy—. Si no valgo para colgar a un hombre, tampoco valgo para retenerlo.
       Smoke se puso en pie al tiempo que se frotaba las muñecas donde las ataduras habían dificultado la circulación.
       —Tengo una mochila preparada para ti —le dijo Breck—. Comida para diez días, mantas, cerillas, tabaco, un hacha y un rifle.
       —En marcha —lo animó Lucy—. Vete lejos, desconocido, y date tanta prisa como puedas.
       —Voy a comer en condiciones antes de partir —dijo Smoke—. Y cuando me vaya lo haré cauce arriba del McQuestion, no cauce abajo. Quiero registrar la otra orilla en busca del responsable de esa muerte.
       —Hazme caso y vete cauce abajo del Stewart y el Yukón —objetó Breck—. Cuando todos estos regresen, vendrán hechos una furia.
       Smoke se rio y negó con la cabeza.
       —No puedo abandonar para siempre este territorio, Breck. Tengo intereses en la zona. He encontrado el lago Surprise. De ahí procede ese oro. Además, se han llevado mis perros y he de esperar para recuperarlos. Sé bien lo que hago. Había un hombre escondido en esa orilla. Estuvo a punto de vaciar su cargador sobre mí.
       Media hora después, con un plato enorme de carne de alce y una buena taza de café ante él, Smoke hizo ademán de levantarse de su silla. Había sido el primero en oír el ruido. Lucy abrió la puerta.
       —Hola, Spike. Hola, Methody —saludó a los dos hombres cubiertos de escarcha que se inclinaban sobre la carga de su trineo.
       —Venimos desde el campamento superior —dijo uno mientras ambos entraban tambaleándose y manipulaban un objeto envuelto en pieles al que trataban con mucho cuidado—. Esto es lo que encontramos por el camino. Creo que no tiene remedio.
       —Tumbadlo en ese catre de ahí atrás —dijo Lucy.
       Se inclinó y apartó las pieles, dejando al descubierto un rostro compuesto principalmente por unos ojos negros y enormes, de mirada fija, y por una piel oscura y llena de postillas debido a recurrentes procesos de congelación, tensa y muy estirada sobre los huesos.
       —¡Pero si es Alonzo! —exclamó—. ¡Pobre diablo muerto de hambre!
       —Es el hombre de la otra orilla —dijo Smoke en voz baja a Breck.
       —Lo encontramos desvalijando una despensa que Harding había hecho —explicó uno de los hombres—. Estaba comiendo harina cruda y beicon congelado. Cuando lo atrapamos gritaba y chillaba como un cerdo. ¡Miradlo! Está muerto de hambre y casi congelado. La palmará en cualquier momento.
       Media hora después, tras haber cubierto el rostro de aquella figura inmóvil con las pieles, Smoke le dijo a Lucy:
       —Si no le importa, señora Peabody, me tomaría otro pedazo de esa carne. Prepáremelo grueso y poco hecho. Soy un comedor de carne.


(1911)


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