html> La casa del orgullo (1910), Jack London (1876–1916)


Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


La casa del orgullo (1910)
(The House of Pride”)
Originalmente publicado en The Pacific Monthly, 24 (diciembre de 1910), págs. 599-607;
The House of Pride
(Nueva York: Macmillan Company, 1912, 232 págs.)



      Percival Ford no entendía qué hacía ahí. No sabía bailar y, aunque conocía a todos los presentes, tampoco sentía demasiada simpatía por los militares, que se deslizaban girando por el amplio lanai [porche] de la playa: los oficiales con sus uniformes blancos recién almidonados, los civiles de etiqueta y las mujeres con los hombros y los brazos al descubierto. Después de dos años en Honolulu, el vigésimo batallón partía a su nuevo destino en Alaska, y Percival Ford, en calidad de uno de los grandes hombres de las islas, no podía dejar de conocer a los oficiales y a sus esposas.
       Sin embargo, había una gran diferencia entre conocer a una persona y sentir aprecio por ella. Las esposas de los oficiales le asustaban un poco. Tenían poco que ver con el tipo de mujer con el que se sentía cómodo: mujeres entradas en años, solteronas, damas con gafas y señoras serias con las que se encontraba en la iglesia, en la biblioteca y en los comités de los jardines de infancia y que, dóciles, acudían a él en busca de consejo y de alguna contribución. Dirigía a esas mujeres haciendo uso de su intelecto superior, de su gran fortuna y del alto cargo que ocupaba en la baronía comercial de Hawai. Y no les tenía el menor miedo. Con ellas el sexo no era ningún impedimento. Sí, así era. Había en ellas algo distinto, algo más que la imponente vulgaridad de la vida. Él era un hombre quisquilloso, lo reconocía, y las mujeres de los oficiales, con sus hombros y brazos al descubierto, sus miradas directas, su vitalidad y esa feminidad retadora, atacaban su sensibilidad.
       Tampoco se llevaba mejor con los oficiales, que se tomaban la vida a la ligera y fumaban y bebían sin dejar de blasfemar, además de afirmar la esencial vulgaridad de la carne de manera no menos desvergonzada que sus esposas. Nunca se sentía cómodo en su compañía. También ellos parecían incómodos a su lado. Además, tenía constantemente la sensación de que se reían de él a sus espaldas, de que le compadecían o de que simplemente le toleraban. Y no sólo eso. Al mismo tiempo, y por mera contigüidad, parecían poner de manifiesto aquello que él no tenía y que daba gracias a Dios por no tener. ¡Agh! ¡Eran como sus mujeres!
       De hecho, Percival Ford no sentía mayor simpatía por los hombres que por las mujeres. Era fácil entender por qué sólo con mirarle. Percival era de constitución fuerte. Nunca enfermaba, ni siquiera padecía pequeñas molestias de salud, pero carecía por completo de vitalidad. El suyo era un organismo negativo. Ninguna sangre con un mínimo de fermento podría haber nutrido y dado forma a ese rostro alargado y estrecho, esos labios finos, esas magras mejillas y esos ojos pequeños y afilados. El pelo, del color del polvo, tieso y escaso, apuntaba su naturaleza avara. Lo mismo ocurría con su nariz que, fina y delicadamente modelada, recordaba ligeramente al pico de un pájaro. Su pobre sangre le había negado mucho en la vida, llevándole, eso sí, a ser extremista en una sola cosa: su rectitud. Se martirizaba reflexionando sin tregua sobre cuál era la conducta correcta, y necesitaba actuar con rectitud con la misma intensidad con la que el común de los mortales necesita ser amado.
       Estaba sentado bajo un algarrobo entre el lanai y la playa. Paseó la mirada por las parejas que bailaban y se volvió para contemplar la Cruz del Sur que, más allá de la susurrante resaca, brillaba en el horizonte. Le irritaban los hombros y los brazos desnudos de las mujeres. Si tuviera una hija jamás le permitiría ir vestida así, jamás. Pero su hipótesis no dejaba de ser una total abstracción. El proceso mental que le había llevado a ella no venía acompañado de una visión interior de esa hija. No veía a una hija con brazos y hombros. Sonreía, en cambio, al pensar en la remota posibilidad del matrimonio. Había cumplido treinta y cinco años y no tenía la menor experiencia en el amor. Pensaba en él no como algo mítico, sino bestial. Cualquiera podía casarse. Los culis japoneses y chinos que trabajaban de sol a sol en las plantaciones de azúcar y en los campos de arroz se casaban. Invariablemente se casaban a la menor oportunidad, y eso se debía a que ocupaban el escalafón más bajo de la escala de la vida. No tenían nada más que hacer. Eran como los oficiales y sus esposas. Pero para él la vida tenía reservadas otras cosas, cosas más elevadas. Era distinto a ellos, a todos ellos. Estaba orgulloso de cómo era. Él no era el fruto de un mezquino matrimonio por amor, sino de un elevado concepto del deber y de la devoción por una causa. Su padre no se había casado por amor. El amor era una locura que nunca había perturbado a Isaac Ford. Cuando respondió a la llamada que le llevaría a difundir el mensaje de la vida entre los paganos, jamás pasó por su cabeza la posibilidad del matrimonio. En eso su padre y él eran iguales. Pero el Consejo de las Misiones vigilaba la economía. Después de sopesar y calcular el caso de Nueva Inglaterra, el Consejo decidió que los misioneros casados eran más baratos per cápita y más eficaces. Así que obligó a Isaac Ford a casarse. No sólo eso. También le facilitó una esposa, otra alma entusiasta que jamás había considerado la posibilidad del matrimonio y cuyo único afán era cumplir la labor de Dios entre los paganos. Se vieron por primera vez en Boston. El Consejo los unió, lo dispuso todo y, a finales de esa misma semana, estaban ya casados y emprendían el largo viaje alrededor del cabo de Hornos.
       Percival Ford estaba orgulloso de ser el fruto de semejante unión. Había nacido con un gran linaje y se consideraba un aristócrata de la espiritualidad. Y también estaba muy orgulloso de su padre. Sentía pasión por él. La figura recta y austera de Isaac Ford era la chispa que alimentaba la llama de su orgullo. Tenía una miniatura de aquel gran soldado del Señor en su despacho. De la pared de su dormitorio colgaba un retrato de Isaac Ford de la época en que había ejercido las funciones de primer ministro de la Corona. Y no es que aquel hombre hubiera ambicionado posición y bienes materiales. Lo que ocurría es que, como primer ministro y, más tarde, como banquero, había llevado a cabo una importante labor para la causa misionera. La comunidad alemana y la inglesa, y en realidad el resto de la comunidad comercial, habían mostrado su desprecio por Isaac Ford por considerarlo un salvador de almas con mentalidad mercantil. Aunque él, su hijo, pensaba de forma diferente. Cuando los nativos, que acababan de salir de golpe de su sistema feudal, sin la menor idea de la naturaleza y el significado de la propiedad de la tierra, dejaban que sus enormes acres se les escaparan de las manos, fue Isaac Ford quien se interpuso entre los grupos comerciales y sus presas y se hizo con vastas extensiones de terreno. No era de extrañar que a los comerciantes no les gustara acordarse de él. Pero nunca había considerado su enorme fortuna como suya. Se tenía por servidor de Dios. Con sus ganancias había construido escuelas, hospitales e iglesias. Tampoco fue culpa suya que, después de la caída del precio del azúcar, obtuviera unos beneficios del cuarenta por ciento, ni que el banco que fundó llegara a convertirse en una compañía de ferrocarriles, ni que, entre otras cosas, cincuenta mil acres de las tierras de pastos de Oahu, que había comprado a dólar el acre, produjeran ocho toneladas de azúcar por acre cada dieciocho meses. No, lo cierto es que Isaac Ford era una figura heroica, merecedora, según Percival Ford, de un lugar de honor junto a la estatua de Kamehameha I que estaba situada delante de la Judicatura. Isaac Ford había muerto, pero él, su hijo, seguía adelante con su buen hacer, si no con su misma maestría, al menos sí con idéntica inflexibilidad.
       Volvió la vista hacia el lanai. ¿En qué se diferenciaban —se preguntó— las desvergonzadas danzas hula [la danza hawaiana de tipo ritual que los misioneros consideraban “licenciosas”] y sus guirnaldas y los bailes décolletté [escotado] de las mujeres de su propia raza? ¿Existía en realidad tal diferencia o era sólo una cuestión de grado?
       Mientras reflexionaba sobre este dilema una mano se posó sobre su hombro.
       —Hola, Ford, ¿qué haces aquí? ¿No es esto demasiado festivo para ti?
       —Intento ser indulgente, doctor Kennedy, incluso mientras sigo mirando —respondió muy serio Percival Ford—. ¿No quieres sentarte?
       El doctor Kennedy se sentó, juntando con brusquedad las palmas de las manos. Un sirviente japonés vestido con un uniforme blanco les atendió de inmediato.
       Kennedy pidió whisky con soda y a continuación se volvió hacia su acompañante y dijo:
       —Por supuesto, no hace falta que te pregunte si vas a tomar algo.
       —Pues sí, tomaré algo —dijo Ford con firmeza. Los ojos del médico no ocultaron su sorpresa y el sirviente esperó—. Chico, una limonada, por favor.
       El doctor se echó a reír con ganas, como si se acabara de gastar una broma a sí mismo, y miró a los músicos que tocaban bajo el hau [majagua].
       —Vaya, es la Orquesta Aloha —dijo—. Pensaba que tocaban en el Hotel Hawaiian los martes por la noche. Supongo que se habrá armado una buena.
       Detuvo la mirada durante un instante en uno de los músicos que tocaba la guitarra y cantaba en ese momento una canción hawaiana acompañado del resto de los instrumentos. Se puso serio mientras miraba al cantante y la misma expresión conservaba cuando se dirigió a su acompañante.
       —Oye, Ford, ¿no crees que ya es hora de que dejes de ser tan exigente con Joe Garland? Sé que te opones a que el Comité de Ascensos le envíe a Estados Unidos con la propuesta sobre las tablas de surf, y hace tiempo que quería hablarlo contigo. Pensaba que te alegraría que se fuera del país. Sería una buena forma de que dejaras de perseguirle.
       —¿Perseguirle? —preguntó Percival Ford, arqueando las cejas.
       —Llámalo como quieras —continuó Kennedy—. Llevas años acosando a ese pobre diablo. No es culpa suya. Hasta tú lo reconoces.
       —¿Qué no es culpa suya?
       Percival Ford apretó sus finos labios durante unos instantes.
       —Joe Garland es disoluto y un holgazán. Siempre ha sido un golfo y un derrochador.
       —Pero ésa no es razón para acosarlo así. Llevo observándote desde el principio. Lo primero que hiciste al volver de la universidad y encontrártelo trabajando como luna [capataz, supervisor] externo fue despedirle, tú con tus millones y él con sus sesenta dólares al mes.
       —No fue lo primero que hice —dijo Percival Ford intentando sonar imparcial, en el mismo tono que utilizaba en las reuniones del comité—. Le avisé. El superintendente dijo que era un luna muy capaz. Yo no tenía ninguna objeción respecto a eso. Lo inadmisible era lo que hacía fuera del trabajo. Echaba a perder mi obra más rápido de lo que yo tardaba en llevarla a cabo. ¿Para qué servían las escuelas dominicales, las escuelas nocturnas y las clases de costura si al llegar la noche aparecía siempre Joe Garland con su infernal guitarra y ese ukelele que no dejaba nunca de sonar, su botella y su danza hula? Una vez que le hube advertido, me lo encontré (nunca lo olvidaré), me lo encontré en las cabañas. Era de noche. Pude oír las canciones hula antes de ver la escena. Y cuando por fin la vi, allí estaban las chicas, bailando sin la menor vergüenza bajo la luna, esas chicas a las que con tanto ahínco había enseñado una conducta correcta y una forma de vida intachable. Y recuerdo que allí estaban también las chicas que acababan de graduarse en la escuela de la misión. Naturalmente que despedí a Joe Garland. Sé que fue un caso idéntico al de Hilo. La gente dice que se me fue la mano cuando convencí a Mason y a Fitch para que le despidieran. Pero fueron los misioneros quienes me pidieron que lo hiciera. Estaba echando a perder todo su trabajo con su conducta más que censurable.
       —Después, cuando empezó a trabajar en el ferrocarril, en tu ferrocarril, fue despedido sin causa aparente —le retó Kennedy.
       —No es cierto —fue la rápida respuesta de Ford—. Le llamé a mi oficina y hablé con él durante media hora.
       —¿Le despediste por ineficaz?
       —Por llevar una vida inmoral, si así lo prefieres.
       El doctor Kennedy soltó una risa estridente.
       —¿Quién demonios te ha dado permiso para ser a la vez juez y jurado? ¿Acaso ser el dueño y señor de las tierras te da poder sobre las almas inmortales de aquellos que trabajan para ti? He sido tu médico. ¿Debo esperar que mañana me pidas que elija entre el whisky con soda y tenerte como cliente? ¡Bah! Ford, te tomas la vida demasiado en serio. Además, cuando Joe se vio envuelto en aquel lío de contrabando (ni siquiera era ya empleado tuyo), y se puso en contacto contigo para que pagaras su multa, dejaste que cumpliera los seis meses de trabajos forzados en el arrecife de coral. No olvides que aquella vez le dejaste en la estacada. Fue un duro golpe, muy duro; y sin embargo recuerdo que el primer día de colegio (nosotros estábamos internos y tú eras un alumno externo) tuvimos que iniciarte. Había que ahogarte tres veces en la piscina. ¿Te acuerdas? Era la dosis habitual para todos los novatos. Y tú te resistías. Decías que no sabías nadar. Estabas asustado, histérico…
       —Sí, lo sé —dijo Percival Ford pausadamente—. Tenía miedo. Y era mentira porque sí sabía nadar… y tenía miedo.
       —Y ¿te acuerdas de quién salió en tu defensa, quién mintió por ti aún más de lo que tú eras capaz de mentir y juró que no sabías nadar? ¿Quién saltó a la piscina y te sacó del agua después de la primera ahogadilla? ¿Quién casi se gana que los demás chicos, que para entonces ya habían descubierto que sabías nadar, le ahogaran a él por eso?
       —Claro que me acuerdo —intervino Ford con frialdad—. Pero una simple muestra de generosidad en la niñez no excusa toda una vida plagada de errores.
       —Él nunca te ha hecho daño, ¿verdad? Quiero decir, nunca directa o personalmente.
       —No —fue la respuesta de Percival Ford—. Y eso es lo que hace que mi posición sea inquebrantable. No tengo nada personal contra él. Es un mal hombre, eso es todo. Lleva una mala vida…
       —O lo que es lo mismo: Joe no está de acuerdo contigo en cómo debe vivirse la vida —le interrumpió el médico.
       —Puedes decirlo así. Da igual. Es un holgazán…
       —Y con razón —fue la interrupción—, si tenemos en cuenta los trabajos de los que le has despedido.
       —Es un inmoral.
       —Oh, vamos, Ford. No me vengas con esas. Cómo se nota que corre por tus venas la sangre de Nueva Inglaterra. Joe Garland es medio kanaka [hombre, así llamaban los hombres blancos a los nativos]. Tú eres de sangre fría. Él de sangre caliente. Para ti la vida es una cosa y para él otra muy distinta. Él se pasa la vida riendo, cantando y bailando. Es un hombre alegre, generoso, infantil, y amigo de todo el mundo. Tú vas por la vida como un molinillo de oraciones ambulante, amigo sólo de la gente honrada, y la gente honrada es aquella que siempre está de acuerdo contigo sobre lo que es honrado. Y, al fin y al cabo, ¿a quién tienes? Vives como un anacoreta. Joe Garland vive como un buen tipo. ¿Cuál de los dos le ha sacado mejor partido a la vida? Se nos paga para vivir, ¿sabes? Cuando los salarios son demasiado bajos dejamos el trabajo, lo que es causa de todo suicidio racional, créeme. Joe Garland se moriría de hambre con los honorarios que tú recibes de la vida. Date cuenta, él está hecho de otra madera. También tú te morirías de hambre con sus honorarios, que no son más que sus canciones, el amor…
       —La lujuria, si permites que te corrija —le interrumpió Ford.
       El doctor Kennedy sonrió.
       —Para ti el amor es una palabra de cuatro letras y una definición que has sacado del diccionario. Pero el amor, el amor de verdad, puro, palpitante y tierno, ése no lo conoces. Si Dios nos creó a ti y a mí, y a los hombres y a las mujeres, créeme cuando te digo que también creó el amor. Pero volvamos a lo nuestro. Ya es hora de que dejes de perseguir a Joe Garland. No es digno de ti y además es una actitud cobarde por tu parte. Lo que deberías hacer es acercarte a él y tenderle la mano.
       —¿Por qué yo y no tú? —pregunto Percival Ford—. ¿Por qué no le tiendes tú la mano?
       —Ya lo he hecho. Le estoy ayudando en estos momentos. Estoy intentando convencerte de que no rechaces la propuesta del Comité de Ascensos y puedan enviarle al extranjero. Fui yo quien le consiguió el trabajo en Hilo con Mason y Fitch. De hecho, le he conseguido media docena de trabajos, de los que tú conseguiste que le echaran. Pero eso no importa demasiado. Hay una cosa que no debes olvidar, y perdona, pero creo que un poco de franqueza no te vendrá mal: no es justo hacerle pagar a Joe Garland los errores de los demás, y sabes perfectamente que algo así no es propio de alguien como tú. Sencillamente porque no es de buen gusto. Es del todo indecente.
       —Ahora sí que no te sigo —respondió Percival Ford—. Defiendes una oscura teoría científica basada en la herencia biológica y en la irresponsabilidad personal. Pero soy incapaz de entender que haya una sola teoría científica que demuestre que Joe Garland no es responsable de sus maldades y que a la vez demuestre que el responsable soy yo, más responsable que cualquier otro, incluido Joe Garland.
       —Supongo que es una cuestión de delicadeza, o de buen gusto, lo que te impide darme la razón —soltó el doctor Kennedy—. Está muy bien, por el bien de la sociedad, omitir tácitamente algunas cosas, pero tú haces más que eso.
       —¿Qué es exactamente lo que omito tácitamente?
       El doctor Kennedy estaba enojado. Se había puesto rojo, y no sólo por el efecto del whisky con soda. Respondió:
       —Que es hijo de tu padre.
       —¿Y eso qué quiere decir exactamente?
       —Maldita sea, no creo que se pueda ser más explícito. Pero si eso es lo que quieres, de acuerdo. Joe Garland es hijo de tu padre. Es tu hermano.
       Percival Ford siguió en silencio. Estaba evidentemente conmocionado y molesto. Kennedy le miraba con curiosidad. Los minutos iban pasando despacio, y el médico empezaba a sentirse avergonzado y asustado.
       —¡Dios mío! —gritó por fin—. ¡No esperarás que crea que no lo sabías!
       Como respuesta, las mejillas de Percival Ford fueron tiñéndose lentamente de gris.
       —Es una broma de muy mal gusto —dijo—. De muy mal gusto.
       El médico había vuelto a recuperar el dominio de sí mismo.
       —Todo el mundo lo sabe —dijo—. Creía que tú también lo sabías. Y ya que no es así, era hora de que te enteraras, y me alegro de haber tenido la oportunidad de hacértelo saber. Joe Garland y tú sois hermanos, medio hermanos.
       —Es mentira —gritó Ford—. Mientes. La madre de Joe Garland era Eliza Kunilio.
       El doctor Kennedy asintió.
       —La recuerdo bien —continuó Ford—. Recuerdo perfectamente su estanque con patos y su bancal de taro [un tubérculo de subsistencia en todas las zonas tropicales, especialmente en el Pacífico]. Su padre era Joseph Garland, el limpiador de la playa.
       El doctor Kennedy movió la cabeza. Ford siguió hablando:
       —Murió hace sólo dos o tres años. Se emborrachaba a menudo. De ahí le viene a Joe ese carácter disoluto. Ahí tienes tu herencia biológica.
       —Y nadie te lo ha dicho hasta ahora —dijo Kennedy sin ocultar su asombro tras una breve pausa.
       —Doctor Kennedy, acabas de decir algo terrible que no puedo pasar por alto. Debes probarlo o… o…
       —Compruébalo tú mismo. Vuélvete y mírale. Le tienes de perfil. Fíjate en su nariz. Es la de Isaac Ford. La tuya es una versión más fina, cierto. Mira. Las líneas están más marcadas, pero están ahí.
       Percival Ford miró al mestizo kanaka que tocaba a la sombra del hau y, por arte de alguna iluminación, le pareció estar contemplando su propio fantasma. Había en cada uno de los rasgos de ambos una inconfundible semejanza. O, más que eso, era él el fantasma de ese hombre musculado y generosamente moldeado. Y tanto sus propios rasgos como los de aquel hombre recordaban a Isaac Ford. Y nadie se lo había dicho. Conocía al detalle el rostro de Isaac Ford. Su memoria pasó revista a los retratos, fotografías y miniaturas de su padre y aquí y allá, una y otra vez, encontraba en el rostro que tenía delante semejanzas y sutiles conexiones estéticas. Sólo la mano del diablo podía reproducir los austeros rasgos de Isaac Ford y convertirlos en los rasgos sensuales y abandonados que tenía delante. El hombre se volvió una vez y durante una décima de segundo a Percival Ford le pareció que era su padre, ya muerto y enterrado, quien le miraba desde el rostro de Joe Garland.
       —No es tan grave —oyó con dificultad decir al doctor Kennedy—. En aquellos tiempos la gente se mezclaba muchísimo. Tú lo sabes bien. Has sido testigo de ello durante toda tu vida. Los marineros se casaban con las reinas y engendraban princesas, ya sabes. Era algo habitual en las islas.
       —Pero no en mi padre —le interrumpió Percival Ford.
       —Ya estamos otra vez —dijo Kennedy encogiéndose de hombros—. La savia cósmica y el humo de la vida. El viejo Isaac Ford era un mojigato y todo lo demás, y sé que no tiene explicación posible, sobre todo para sí mismo. Él lo entendió tanto como tú, es decir nada. El humo de la vida, eso es todo. Y recuerda esto, Ford: había en el viejo Isaac Ford una pizca de sangre indisciplinada, y fue Joe Garland quien la heredó. Joe lo heredó todo: el humo de la vida y la savia cósmica, mientras que tú heredaste toda la sangre ascética. Y sólo porque seas de sangre fría, contenida y disciplinada, no tienes por qué mirar con malos ojos a Joe Garland. Cuando él echa a perder tu trabajo, recuerda que se trata sólo de las dos caras del viejo Isaac Ford, deshaciendo con una mano lo que hace con la otra. Digamos que tú eres la mano derecha de Isaac Ford y que Joe Garland es su mano izquierda.
       Percival Ford no respondió y en el silencio que siguió el doctor Kennedy dio cuenta de su whisky con soda. A lo lejos un automóvil tocó la bocina imperativamente.
       —Ahí está el coche —dijo el doctor Kennedy levantándose—. Tengo que irme. Siento toda esta conmoción, y al mismo tiempo me alegro de haber sido el causante. Y no olvides que la pizca de sangre indisciplinada de Isaac Ford era notablemente pequeña, y Joe Garland la heredó toda. Y otra cosa: si la mano izquierda de tu padre te ofende, no la castigues. Además, Joe es un buen tipo. Francamente, si tuviera que vivir con uno de vosotros dos en una isla desierta escogería a Joe.
       Unos pequeñuelos con las piernas desnudas jugaban sobre la hierba, correteando a su alrededor, pero Percival Ford no los veía. Miraba fijamente al cantante que seguía bajo el hau. Llegó inclusó a cambiar de postura una vez para acercarse un poco a él. El contable del Seaside pasó a su lado, cojeando de viejo y arrastrando sus reticentes pies. Llevaba cuarenta años viviendo en las islas. Percival Ford le llamó, y el contable se le aproximó respetuosamente, sorprendido de que hubiera reparado en él.
       —John —dijo Ford—, quiero que me des cierta información. ¿No quieres sentarte?
       El contable se sentó extrañado, pasmado ante tamaño honor. Parpadeó al mirar a Ford y tartamudeó:
       —Sí, señor. Gracias.
       —John, ¿quién es Joe Garland?
       El contable le miró, parpadeó, se aclaró la garganta y no dijo nada.
       —Vamos —le ordenó Percival Ford—. ¿Quién es?
       —Me está tomando el pelo, señor —consiguió articular el empleado.
       —Te estoy hablando totalmente en serio.
       El contable se apartó un poco de él.
       —¿No querrá hacerme creer que no lo sabe? —preguntó. La pregunta era en sí misma su propia respuesta.
       —Quiero saberlo.
       —Bueno, él es… —John se interrumpió y miró desesperanzado a su alrededor—. ¿No sería mejor que se lo preguntara a otro? Todos pensábamos que usted lo sabía. Siempre pensamos…
       —Sí, sigue.
       —Siempre pensamos que por eso usted se la tenía jurada.
       Por la cabeza de Percival Ford desfilaban en tropel las fotografías y miniaturas de su padre: sus fantasmas parecían moverse en círculos, rodeándole.
       —Que tenga usted buenas noches —oyó decir al contable al tiempo que veía cómo empezaba a alejarse cojeando.
       —John —le llamó de súbito.
       John volvió y se detuvo cerca de él, parpadeando y humedeciéndose los labios sin ocultar su nerviosismo.
       —Todavía no has contestado a mi pregunta.
       —Oh, ¿sobre Joe Garland?
       —Sí, sobre Joe Garland. ¿Quién es?
       —Es su hermano, señor, si me permite usted.
       —Gracias, John. Buenas noches.
       —Y ¿no lo sabía usted? —preguntó el anciano que, ahora que el punto crucial había quedado aclarado, parecía tener ganas de quedarse.
       —Gracias, John. Buenas noches —fue la respuesta.
       —Sí, señor. Gracias, señor. Creo que va a llover. Buenas noches, señor.
       Del cielo despejado, tachonado de estrellas e iluminado por la luna, empezó a caer una lluvia tan fina y atenuada que más parecía vapor de agua. A nadie pareció importarle. Los niños siguieron jugando, correteando con las piernas desnudas por la hierba y arrastrándose por la arena. La llovizna cesó en pocos minutos. Hacia el sudeste, Diamond Head, una mancha negra perfectamente definida, se recortaba como un cráter contra las estrellas. La marea impulsaba en perezosos intervalos la espuma sobre la arena hasta alcanzar la hierba, y más allá podían verse las pequeñas motas negras de los nadadores bajo la luna. Las voces de los cantantes, que hasta entonces habían estado entonando un vals, se extinguieron, y en el silencio, desde debajo de los árboles, se elevó la risa de una mujer que no era otra cosa que un grito de amor. Percival Ford se sobresaltó al oírlo, y recordó la frase del doctor Kennedy. Junto a las canoas con batanga que estaban varadas sobre la arena, vio a algunos kanakas, hombres y mujeres recostados indolentemente en actitud soñadora. Las mujeres vestían holokus [vestimenta formal de larga cola, usada en el siglo XIX por las mujeres hawaianas] blancos. Percival distinguió contra uno de los holokus la cabeza oscura del timonel de la canoa que descansaba sobre el hombro de la mujer. Más lejos, donde la lengua de arena se ensanchaba a la entrada de la laguna, vio a una mujer y a un hombre que paseaban juntos. Al acercarse al lanai iluminado, vio cómo la mujer se llevaba la mano a la cintura para deshacerse del brazo que la rodeaba. Cuando la pareja pasó junto a él, Percival Ford saludó a un capitán que conocía y a la hija de un mayor. El humo de la vida, eso era. Qué gran frase. Y de nuevo, desde uno de los algarrobos llegó la risa de una mujer que no era otra cosa que un grito de amor. Junto a su silla pasó una criada japonesa que llevaba a la cama a un jovencito con las piernas desnudas, sin dejar de regañarle. Los cantantes rompieron a cantar una suave y enternecedora balada hawaiana, y los oficiales y sus mujeres empezaron a deslizarse y a girar, bailando agarrados sobre el lanai. De nuevo la mujer volvió a reír bajo los algarrobos.
       Y Percival Ford sólo tenía sentimientos de censura para aquello. Le irritaba el grito de amor de la mujer, el timonel con su cabeza apoyada sobre el holoku blanco, las parejas que paseaban por la playa, los oficiales y sus mujeres bailando, las voces de los cantantes cantándole al amor y su hermano cantando con ellos bajo el hau. Sobre todo le irritaba la risa de la mujer. Le asaltó una curiosa cadena de pensamientos. Él era el hijo de Isaac Ford y podía ocurrirle lo que le había ocurrido a Isaac Ford. Sintió en sus mejillas la débil calidez del sonrojo ante esa posibilidad y le invadió una intensa sensación de vergüenza. Le horrorizaba pensar en lo que llevaba en la sangre. Era como enterarse de repente de que su propia sangre podía estar infectada con esa terrible enfermedad. Isaac Ford, el austero soldado del Señor, ¡viejo hipócrita! ¿Qué le diferenciaba del limpiador de la playa? La casa del orgullo que Percival Ford había construido se estaba desmoronando ante sus ojos.
       Pasaron las horas, los militares reían y bailaban, la orquesta de nativos seguía tocando, y Percival Ford luchaba contra el abrupto y aplastante dilema que le había caído encima. Rezaba en silencio con el codo apoyado en la mesa y la cabeza sobre la mano, en nada distinto a cualquier mirón aburrido. Entre baile y baile los militares y sus mujeres y los civiles hablaban convencionalmente, y cuando volvían al lanai él reanudaba su lucha particular en el punto donde la había dejado.
       Empezó a reordenar su destruido ideal de Isaac Ford, y para cimentarlo utilizó una lógica sutil y astuta, el tipo de lógica que se elabora en el laboratorio mental de los egoístas. Y funcionó. Era indiscutible que su padre había sido creado de un barro de calidad superior al de los que le rodeaban. Sin embargo, el viejo Isaac se había quedado en el proceso de llegar a ser algo, mientras que él, Percival Ford, había llegado a serlo. Como prueba de ello, rehabilitó a su padre y al mismo tiempo exaltó su propia figura. Su insignificante ego alcanzó proporciones colosales. Era lo suficientemente magnánimo para perdonar. Se sonrojó al pensarlo. Isaac Ford había sido un gran hombre, pero él era aún mejor, puesto que podía perdonar a su padre e incluso devolverle al lugar sagrado que había ocupado en su memoria, aunque el lugar no fuera en realidad tan sagrado como había creído. Además, aplaudía a Isaac Ford por haber dado la espalda al resultado de su paso en falso. Muy bien. También él le daría la espalda.
       Los bailarines se disgregaban. La orquesta había terminado de tocar el Aloha Oe y sus miembros se disponían a volver a casa. Percival Ford llamó a la criada japonesa con unas palmadas.
       —Dile a aquel hombre que quiero verle —dijo, señalando a Joe Garland—. Dile que venga aquí ahora.
       Joe Garland se acercó y se detuvo respetuosamente a unos pasos de él, pasando nerviosamente los dedos por la guitarra que todavía llevaba consigo. Percival no le invitó a sentarse.
       —Eres mi hermano —dijo Ford.
       —Bueno, eso lo sabe todo el mundo —fue la sorprendida respuesta de Joe.
       —Sí, ya lo veo —dijo Percival con sequedad—. Pero yo no lo sabía hasta esta noche.
       Su medio hermano siguió esperando, incómodo, mientras Percival Ford decidía en silencio qué hacer a continuación.
       —¿Te acuerdas de la primera vez que llegué al colegio y los chicos me ahogaron? —preguntó—. ¿Por qué me defendiste?
       Joe Garland sonrió con descaro.
       —¿Porque lo sabías?
       —Sí, por eso lo hice.
       —Pero yo no lo sabía —dijo Percival Ford con idéntica sequedad.
       —Ya —dijo Joe.
       Se produjo un nuevo silencio. Los criados estaban empezando a apagar las luces del lanai.
       —Lo sabes… ahora —dijo sin ambages el medio hermano.
       Percival Ford frunció el ceño. Luego miró a Joe detenidamente.
       —¿Cuánto me costaría que te fueras de las islas para siempre? —preguntó.
       —¿Para siempre? —vaciló Joe Garland—. Ésta es la única tierra que conozco. Hace frío en las otras tierras. Además, no las conozco. Aquí tengo muchos amigos. En otras tierras no habrá una voz que me diga: «Aloha, Joe, mi niño».
       —He dicho para siempre —reiteró Percival Ford—. El Alameda zarpa mañana para San Francisco.
       Joe Garland no daba crédito.
       —Pero ¿por qué? —preguntó—. Ahora sabes que somos hermanos.
       —Precisamente por eso —fue la réplica—. Como tú mismo has dicho, todos lo saben. Te compensaré bien.
       Joe Garland perdió toda vergüenza y dejó de sentirse incómodo. Por un instante, las coordenadas que hasta entonces habían marcado la cuna y la posición se vieron superadas e invertidas.
       —¿Quieres que me vaya? —preguntó.
       —Quiero que te vayas y que no vuelvas nunca —respondió Percival Ford.
       Y en ese momento, fugaz como un único destello, Ford tuvo la oportunidad de ver cómo su hermano se cernía sobre él como una montaña y se sintió empequeñecido hasta alcanzar una insignificancia microscópica. Sin embargo, no es bueno para nadie tener que verse como realmente es, como tampoco es posible verse así durante mucho tiempo y sobrevivir a la experiencia. Durante ese breve instante Percival Ford se vio a sí mismo y a su hermano desde una perspectiva real. Al instante siguiente Ford se dejaba gobernar por su pobre e insaciable ego.
       —Como ya te he dicho, te compensaré generosamente. No sufrirás. Te pagaré bien.
       —De acuerdo —dijo Joe Garland—. Me iré.
       Empezó a girarse para alejarse.
       —Joe —le llamó Ford—. Ve a ver a mi abogado mañana por la mañana. Quinientos mañana y doscientos al mes mientras no vuelvas.
       —Eres muy generoso —respondió con suavidad Joe Garland—. Demasiado generoso. De todas formas, creo que no quiero tu dinero. Zarparé mañana a bordo del Alameda.
       Se alejó sin decir adiós.
       Percival Ford dio un par de palmadas.
       —Chico —dijo al criado japonés—. Una limonada.
       Y mientras disfrutaba de su limonada siguió sonriendo con satisfacción.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar