Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


¿Quién quiere vivir? (1914)
(“Whose Business Is to Live”)
Dutch Courage and Other Stories [póstumo]
(Nueva York: Macmillan Company, 1922, 180 págs.)



      Stanton Davies y Jim Wemple dejaron de hablar para escuchar el aumento del tumulto en la calle. Una lluvia de piedras repiqueteó y retumbó en las mosquiteras de alambre que protegían las ventanas. La noche era cálida y sus rostros rezumaban sudor mientras escuchaban. El clamor incoherente de la multitud se elevó, salpicado de gritos individuales en el español de México. Las amenazas menos terribles eran: «¡Muerte a los gringos!», «¡Matad a los cerdos norteamericanos!», «¡Ahogad a los perros norteamericanos en el mar!».
       Stanton Davies y Jim Wemple se encogieron de hombros con paciencia y continuaron conversando en voz más alta para oírse por encima del jaleo.
       —La cuestión es cómo —dijo Wemple—. Hasta Pánuco hay setenta y cinco kilómetros por río…
       —Y por tierra es imposible, con los hombres de Zaragoza y de Villa saqueando e incluso puede que fraternizando —mostró su acuerdo Davies.
       Wemple asintió con la cabeza y continuó:
       —Y ella está en la East Coast Magnolia, tres kilómetros más allá, si es que no ha vuelto al campamento de caza. Tenemos que ir a buscarla.
       —Hemos sido muy legales en este asunto, Wemple —dijo Davies—. Así que deberíamos reconocer lo que ambos sabemos que el otro sabe. Tú la quieres y yo la quiero.
       Wemple encendió un cigarrillo y asintió.
       —Ha llegado el momento de que hagamos como que no la queremos y solo nos interesa salvarla y traerla aquí.
       —Establecer una tregua hasta que la salvemos… Ya te entiendo —afirmó Wemple.
       —Una tregua hasta que la traigamos sana y salva aquí, a Tampico, o la dejemos a bordo de un acorazado. ¿Y después?
       Ambos se encogieron de hombros y sonrieron mientras se estrechaban la mano para ratificar su acuerdo.
       Una nueva lluvia de piedras tamborileó contra la protección de las ventanas, una voz de niño se alzó, estridente, sobre el griterío proclamando la muerte a los gringos, y la casa reverberó tras el pesado golpe de algo que envistió con fuerza contra la puerta de la calle, situada en el piso de abajo. Ambos cogieron sus rifles automáticos y bajaron corriendo para proteger la puerta amenazada con sus disparos.
       —Si entran tendremos que disparar —dijo Wemple.
       Davies asintió en silencio y luego, de forma inconsecuente, soltó una buena retahíla de maldiciones.
       —¡Quién lo diría! —explicó su rabia—. Uno de cada tres de esos granujas de ahí fuera ha trabajado para ti o para mí: llegaban hambrientos, descalzos, empobrecidos y encantados de ganar diez centavos al día con tal de tener trabajo. Nosotros les dimos trabajo fijo y ciento cincuenta centavos al día, y ahora están ahí pidiendo a gritos acabar con nosotros.
       —Solo los mestizos —corrigió Davies.
       —Ya sabes a qué me refiero —contestó Wemple—. Los únicos peones que perdimos son los que huyeron o recibieron un tiro.
       El ataque contra la puerta cesó y regresaron arriba. Media docena de disparos dispersos realizados desde lejos en la misma calle lograron que la multitud se retirase, porque una tranquilidad relativa se asentó en la zona.
       A través de las ventanas entreabiertas oyeron un silbido y la voz de un hombre que decía:
       —¡Wemple! ¡Abre la puerta! ¡Soy Habert! ¡Quiero hablar contigo!
       Wemple bajó y regresó enseguida con un norteamericano de cincuenta años, fornido, con barriga y canas. Estrechó la mano de Davies y se dejó caer en una silla, jadeando. No soltó su Colt 44 automático, aunque de inmediato se concentró en sacar un nuevo cargador del bolsillo de su chaqueta de lino. Había llegado sin sombrero y sin fuelle, y con el rostro manchado de sangre debido a un corte provocado por el golpe de una piedra en la mejilla. En cuanto cambió el cargador de la pistola, se puso en pie de un salto y también él, rabioso, empezó a maldecir.
       —Tenían una bandera norteamericana en el suelo, donde la pisoteaban y escupían sobre ella. Me ordenaron que escupiese.
       Wemple y Davies lo miraron interrogantes, en silencio.
       —¡Oh, ya sé lo que estáis pensando! —estalló—. ¿Escupiría sobre ella en caso de necesidad? Eso es lo que queréis saber. Pues os contestaré. Directamente, sin andarme por las ramas, LO HARÍA. Así que ya podéis ir haciéndoos a la idea.
       Hizo una pausa para coger un puro de la caja que había sobre la mesa y encenderlo con mano firme y desafiante.
       —¡Demonios! Todos en esta zona conocen bien a Anthony Habert y podéis estar seguros de que nadie lo tiene por un cobarde. Sin duda, en caso de necesidad, escupiría sobre mi bandera. ¿Por qué rayos creéis que he salido a la calle en semejante noche? Me escapé del Southern Hotel hace media hora, donde hay cuarenta norteamericanos con sus mujeres, todos armados. Allí estaba seguro. ¿Por qué creéis que he venido? ¿Para rescataros?
       Su indignación lo obligó a callar, a punto de sufrir una apoplejía.
       —Desembucha —ordenó Davies, fríamente.
       —Os lo diré —explotó Habert—. Es por mi Billy. Nos separan ochenta kilómetros y veinte mil federales y rebeldes despiadados. ¿Sabéis lo que haría ese chico si estuviese aquí, en Tampico, y yo me encontrase a ochenta kilómetros río Pánuco arriba? Pues yo sí lo sé. Y pienso hacer lo mismo: iré a buscarlo.
       —Nosotros estamos pensando en salir río arriba —afirmó Wemple.
       —Por eso vine hasta aquí. Por la señorita Drexel, ¿no?
       Los otros dos asintieron con una sonrisa. Era una época en la que los hombres se atrevían a hablar de asuntos intocables en otros momentos.
       —Entonces debemos salir ya —proclamó Habert al tiempo que miraba su reloj—. Es medianoche. Tenemos que llegar al río y conseguir un barco.
       Pero, en respuesta, el griterío de la multitud que regresaba se coló por las ventanas entreabiertas.
       Davies estaba a punto de hablar cuando sonó el teléfono y Wemple se acercó al aparato.
       —Es Carson —dijo mientras escuchaba—. Aún no han cortado la línea que cruza el río. Hola, Carson. ¿Te la han abierto o es solo un corte? Mejor para ti… Sí, traslada las mulas al potrero más allá de Tancochín… ¿Quién está en el depósito del agua?… ¿Aún puedes llamarlo por teléfono?… Dile que mantenga los depósitos llenos y que corte el suministro a Arico. Dile también que aguante hasta el último minuto y que tenga un caballo ensillado para cortar el suministro y salir huyendo. Antes de irse, que arranque el teléfono… Sí, sí, sí. Claro. Nada de mestizos. Que deje a cargo a los indios. Gabriel es un buen hombre. En cuanto salgamos huyendo, sabe Dios cuándo podremos volver… Jaramillo no puede producir menos de dos mil quinientos barriles. Tenemos que almacenar durante diez días. Tendrá que ocuparse Gabriel. Mantened la maquinaria en marcha, aunque tengamos que descargar en el río…
       —Pregúntale si tiene una lancha —interrumpió Habert.
       —No tiene —contestó Wemple—. Los federales requisaron la última a mediodía. Oye, Carson, ¿cómo vas a organizar tu fuga? —preguntó Wemple.
       El hombre con el que hablaba estaba al otro lado del Pánuco, en la orilla sur, en la terminal petrolera.
       —Dice que no hay forma de huir —informó Wemple a los otros dos—. Los federales están por todas partes y no entiende cómo no lo han asaltado hace horas… ¿Quién? ¿Campos? ¡Qué miserable!… de acuerdo… No te preocupes si no tienes noticias mías. Me voy río arriba con Davies y Habert… Actúa según tu criterio y si tienes la oportunidad de vengarte de Campos, cárgatelo… Oh, aquí la cosa está que arde. Ahora mismo intentan echar la puerta abajo. Sí, claro que sí… adiós, amigo.
       Wemple encendió un cigarrillo y se secó el sudor de la frente.
       —Ya conocéis a Campos, José H. Campos —explicó—. El muy granuja le ha estafado a Carson veinte mil pesos. Si no pagábamos, habría obligado a la mitad de nuestros peones a alistarse o habría prendido fuego a los pozos. Y tú bien sabes, Davies, lo que hemos hecho por él durante años. ¿Gratitud? ¿Decencia? ¡Y un cuerno!


       Era la noche del 21 de abril. La mañana de ese mismo día, la infantería de marina norteamericana había desembarcado en Veracruz y tomado la aduana y la ciudad. El telégrafo transmitió la noticia de inmediato y una vengativa turba de mexicanos tomó posesión de las calles de Tampico y expresó su disconformidad con la acción de Estados Unidos arrancando las banderas norteamericanas y amenazando de muerte a los estadounidenses.
       Excepto por su propia debilidad, no había nada que evitase que la multitud cumpliera con sus amenazas. Si hubiesen derribado las puertas del Southern Hotel, de otros hoteles o de residencias como la de Wemple, habría dado comienzo una lucha en la que los miles de soldados federales presentes en Tampico se habrían unido a sus compatriotas civiles en la loable tarea de reducir la población gringa de esa parte de México. Los buques de guerra norteamericanos tendrían que haber actuado como elemento disuasorio; pero por algún inexplicable exceso de tacto, o estrategia o lo que fuera, Estados Unidos, al dar la orden de tomar Veracruz, había retirado sus buques de guerra de Tampico hasta el Golfo, a unas doce millas náuticas de distancia. Esa orden la había recibido el almirante Mayo por radio desde Washington y en tres ocasiones pidió que se la repitieran hasta que, con lágrimas en los ojos, dio la espalda a sus compatriotas y puso rumbo a mar abierto.


       —¡Hay que ser estúpido para dejarnos en la estacada de esta forma! —condenó Habert a las autoridades de su país—. Mayo jamás lo habría hecho. Creedme, lo habrán obligado desde Washington. Así que aquí estamos, con nuestros seres queridos dispersos a lo largo de ochenta kilómetros. Si pierdo a mi Billy no seré capaz de volver a casa y enfrentarme a mi mujer. Vamos, en marcha. Entre los tres haremos huir a cualquier pandilla que ande por las calles.
       —Venid a echar un vistazo —les dijo Davies desde donde se encontraba, algo apartado de la ventana y mirando a la calle.
       Estaba repleta de alborotadores, todos arengando, maldiciendo, amenazando de muerte y animándose entre ellos para echar la puerta abajo, pero nadie se atrevía porque sabían que la muerte esperaba a los primeros del grupo.
       —No podemos pasar entre semejante grupo, Habert —comentó Davies.
       —Si morimos bajo sus pies no podremos ayudar a tu Billy ni a nadie que esté Pánuco arriba —añadió Wemple—. Y si…
       Un nuevo movimiento de la turba lo hizo callar. Se dividía en dos ante el avance lento y silencioso de una hilera de hombres vestidos de blanco.
       —Marineros. Parece que Mayo ha vuelto para rescatarnos —murmuró Habert.
       —Entonces podremos conseguir una lancha de la Armada —dijo Davies.
       El alboroto de la turba se fue apagando y, en silencio, los marineros llegaron hasta la puerta de la calle y llamaron. Bajaron los tres juntos para abrir y descubrir que quienes llamaban no eran norteamericanos, sino dos tenientes alemanes y media docena de infantes de Marina de la misma nacionalidad. Al ver a los estadounidenses, la multitud volvió a rugir y fue reprimida por los golpes de las culatas de los rifles alemanes.
       —No, gracias —rechazó la invitación a entrar el teniente al mando, en un inglés pasable. Cuando el ruido de la multitud ahogaba su voz, aprovechaba para dar una calada a su puro—. Regresamos a nuestro buque. Nuestro comandante ha consultado con los comandantes inglés y holandés, pero se han negado a cooperar, así que nuestro comandante asume toda la responsabilidad. Hemos hecho una ronda por los hoteles. Resistirán por su cuenta hasta el alba, cuando los sacaremos de allí. Les hemos dado bengalas como estas. Tengan. Si entran en la casa, resistan y lancen una bengala desde la azotea. Llegaremos en cuarenta y cinco minutos. Tenemos las lanchas preparadas, las tripulaciones y los marineros de servicio en tierra están a bordo y zarparemos en cuanto veamos la primera bengala.
       —Ya que van ahora a bordo, nos gustaría acompañarlos —dijo Davies, tras darles las gracias.
       La sorpresa y el desagrado se reflejaron en los rostros de ambos tenientes.
       —Oh, no —se rio Davies—. No buscamos refugio. Tenemos amigos río arriba, a ochenta kilómetros de aquí, y queremos llegar al río para ir a buscarlos.
       El alivio de los oficiales fue inmediato mientras se miraban en silencio.
       —Ya que nuestro comandante asume una gran responsabilidad en una noche como esta, ¿podemos nosotros dejar de asumir una responsabilidad menor? —preguntó el mayor de los tenientes.
       El joven le dio la razón encantado. En un santiamén, los tres norteamericanos subieron y volvieron a bajar equipados con más munición, pistolas y una buena provisión de puros, cigarrillos y cerillas. Wemple dio las últimas instrucciones hacia lo alto de la escalera a los imaginarios ocupantes de la casa que quedaban al cargo, se aseguró de que la cerradura funcionaba y cerró de un portazo.
       Los oficiales abrieron la marcha, seguidos por los norteamericanos y los seis marineros, que ocupaban la retaguardia. La multitud violenta les gritó, pero no se atrevió a arrojar ni una sola piedra y los dejó pasar.


       Al cruzar la pasarela del crucero, vieron lanchas y barcazas atadas en hileras a los tangones, llenas de hombres que esperaban recibir las señales de los hoteles sitiados. Un cañón atronó cerca, río arriba, seguido del retumbar de numerosos cañones y las descargas de muchos rifles disparados en rápida sucesión.
       —¿Por qué arma tanto jaleo la Topila? —se quejó Habert y se unió a los otros en la contemplación del panorama.
       La luz de un reflector, que evidentemente surgía de la cañonera mexicana, rasgaba la oscuridad en medio del río, donde jugaba sobre el agua. Más allá, ocupando el centro del círculo de luz en movimiento, corría una motora estrecha y alargada. Un proyectil estalló en el aire treinta metros por detrás de ella. En algún sitio, fuera del círculo de luz, estallaban más proyectiles en el agua, porque vieron que la motora se balanceaba debido a las olas provocadas por las explosiones. Imaginaron que las balas de los rifles también pasarían zumbando.
       Pero el espectáculo duró solo unos minutos. Tal era la velocidad de la motora que se refugió detrás del buque alemán y la cañonera mexicana se vio obligada a dejar de disparar. La motora redujo velocidad, describió un giro ancho y escorado, y se detuvo junto a la lancha más próxima a la pasarela.
       Las luces de la pasarela permitieron ver que en su interior solo había un ocupante, un joven rubio de veinte años con el rostro engrasado, muy delgado, muy tranquilo y muy satisfecho de sí mismo.
       —¡Pero si es Peter Tonsburg! —exclamó Habert al tiempo que alargaba la mano para estrechar la del otro—. ¿Qué tal, Peter? ¿A dónde demonios vas, pasando de esa forma tan escandalosa por delante de la Topila?
       Peter, un chico de origen sueco nacido en Texas, respetuoso de las viejas tradiciones texanas, estrechó también las manos de Wemple y Davies y los saludó en un tono que solo pueden articular los originarios de Texas.
       —¿Yo? —respondió a Habert—. No voy a ninguna parte, excepto para alejarme del fuego de artillería. La Topila es un peligro. ¡Ja! Pero les he hecho calentar motores. No han podido conmigo. Parecían aficionados en una cacería de patos.
       —¿Cuál de las Chill es tu motora? —preguntó Wemple.
       —La Chill II —respondió Peter—. Es la única que queda. La Chill I la tienen los mexicanos. Campos la requisó a mediodía. Yo manejaba la Chill III cuando me atraparon al atardecer. Me obligaron a entregarla a punta de pistola en la costa este, pero logré huir después de dejarla, a pesar de los disparos.
       »El jefe había salido a bordo de esta rumbo a Tampico a primera hora de la tarde y hace unos diez minutos que la descubrí atracada en la costa oeste, junto a un grupo de federales borrachos, así que se la afané. ¿Dónde está el jefe? No estará herido, ¿verdad? Porque voy a buscarlo.
       —No, no vas a ir, Peter —dijo Davies—. El señor Frisbie está a salvo en el Southern Hotel, solo tiene una pequeña herida en el cuero cabelludo que le ha provocado un fuerte dolor de cabeza. Está a salvo, así que te vienes con nosotros. Me refiero a que nos vas a llevar hasta más allá de Pánuco.
       —¿Eh? No sé —contestó Peter mientras se limpiaba la nariz manchada de grasa en un pedazo de algodón igual de grasiento—. Estoy acatarrado. Además, pilotar de noche no me sienta bien.
       —Mi hijo está allí —dijo Habert.
       —Pero es mayor que yo y supongo que sabrá cuidar de sí mismo.
       —También hay una mujer. La señorita Drexel —dijo Davies sin perder la calma.
       —¿Quién? ¿La señorita Drexel? ¿Cómo no me lo dijeron antes? —preguntó Peter, dolido. Suspiró y añadió—: Bueno, suban y pongámonos en marcha. Pero si quieren que lleguemos a alguna parte, convenzan a sus amigos alemanes para que me donen un mínimo de ochenta litros de gasolina.


       —No les servirá de nada agacharse —afirmó Peter Tonsburg cuando, al zarpar río arriba a toda velocidad, la luz del reflector de la Topila los enfocó—. De pie o tumbados, si uno de sus proyectiles cae demasiado cerca, ¡adiós, muy buenas!
       Nada más terminar de decirlo, la Topila empezó a disparar. El rugido del escape de la Chill casi ahogaba el ruido de los cañones, pero el frágil casco de la embarcación sufría las sacudidas y los zarándeos provocados por los proyectiles al estallar. Alguna bala hacía blanco en el interior de la Chill con un golpe sordo o, si era en el exterior, con un ruido metálico y, a pesar de la advertencia de Peter —que tanto daba estar de pie o agachados si uno de los proyectiles se acercaba demasiado— todos los que iban a bordo, incluido Peter, se agacharon, con el pecho contraído entre los hombros inclinados, realizando un esfuerzo instintivo e inconsciente por reducir la superficie corporal presentada como blanco o receptáculo de los fragmentos de acero que pasaban volando.
       La Topila era una cañonera federal. Para complicar la situación, los constitucionalistas, reunidos en la orilla norte durante el asedio de Tampico, abrieron fuego contra la motora con sus muchos rifles y una ametralladora.
       —Vaya, cómo me alegro de que sean mexicanos y no norteamericanos —comentó Habert tras cinco minutos de locura durante los que no recibieron daño alguno—. Los mexicanos nacen con un arma en la mano pero nunca aprenden a usarla.
       Cuando por fin la Chill tomó la curva del río que la protegía de la luz del reflector, tanto ellos como la embarcación se encontraban en buen estado.
       —Estaremos en la población de Pánuco en menos de tres horas… si no chocamos contra algún tronco —dijo Peter. Luego se inclinó hacia atrás y gritó al oído de Wemple—: Y si chocamos contra un tronco a la deriva, tendremos lío mucho antes.
       La Chill II volaba en la oscuridad, pilotada por el joven rubio que conocía cada centímetro del río y que se guiaba por la sombra de las orillas, a la tenue luz de las estrellas. Una brisa repentina levantaba pequeñas olas en los tramos más anchos, que los salpicaban. Y, a pesar del calor de la noche tropical, el viento, añadido a la velocidad de la lancha, los hacía estremecerse de frío porque tenían la ropa empapada.
       —Ahora ya sé por qué se llama Chill —comentó Habert mientras le castañeteaban los dientes.
       Pero la conversación languideció durante las casi tres horas de viaje a oscuras. En una ocasión se cruzaron una lancha sin luces que iba río abajo, de lo que se dieron cuenta por el ruido de su escape. Y en otra, el resplandor de unas luces junto a la orilla sur, cuando cruzaban el campo petrolífero de Toreno, provocó un breve debate sobre si las luces pertenecían a los pozos de Toreno o al bungaló de la plantación platanera de Merrick.
       Al cabo de una hora, Peter redujo la velocidad y se acercó a la orilla.
       —Aquí guardo un repuesto de gasolina, cuarenta litros —explicó—. Y prefiero asegurarme de que sigue aquí para el viaje de vuelta. —Sin bajar de la motora, hundiendo el brazo en la maleza, anunció—: Todo en orden. —Se ocupó de comprobar el aceite del motor mientras hablaba a solas—. Anoche leí un artículo en una revista. Se titulaba. «¿Quién quiere morir?». A mí me parece que nadie. Todos queremos vivir. Puede que hayan pensado que íbamos a morir cuando la Topila nos acribillaba. Pero se equivocaban. Estamos vivos, ¿no? Ganamos la partida. De eso se trata. Nadie quiere morir. Si me dejan elegir, yo no pienso morirme nunca.
       Arrancó y el rugido y la velocidad de la Chill pusieron fin a la conversación.
       Wemple y Davies no necesitaban hablar más del asunto que preocupaba a sus corazones. Su tregua en el cortejo era tan vinculante como breve y cada rival honraba al otro con la firme convicción de que no la incumpliría. Mientras, unirían fuerzas para llevar a Beth Drexel a la seguridad que ofrecía la exaltada Tampico o algún buque de guerra.
       Cuando pasaron junto a Pánuco eran las cuatro de la madrugada. Por los gritos y las canciones supieron que el destacamento federal que ocupaba el lugar celebraba su indignación por el desembarco de los marineros norteamericanos en Veracruz. Los centinelas dieron el alto a la Chill desde la orilla y dispararon al azar, al ruido que hacía en medio de la noche.
       Un kilómetro y medio después, donde un vapor de río con las luces y el motor encendidos permanecía en la orilla norte, llegaron a los pozos de Apshodel. El vapor era pequeño y los casi doscientos norteamericanos —hombres, mujeres y niños— que estaban a bordo saturaban su capacidad. Los hombres intercambiaron saludos llenos de alegría y cordialidad y Habert se enteró de que el vapor estaba esperando a su Billy, quien había salido a caballo para recoger a las cuadrillas de perforación aisladas que aún no sabían que Estados Unidos se había apoderado de Veracruz y México entero estaba a punto de estallar.
       Habert abandonó la motora para esperar y regresar en el vapor, y los tres a bordo de la Chill, tras comprobar que la señorita Drexel no se encontraba entre los refugiados, pusieron rumbo hacia la orilla sur, donde estaba la Compañía Holandesa. Era el pozo petrolífero más importante y producía desde ciento ochenta y cinco mil barriles al día hasta la cantidad que la compañía fuese capaz de manejar. México no tenía problemas con Holanda, de manera que su director se mostró muy frío, aunque estaba despierto y había dispuesto una guarda nocturna para evitar que los soldados borrachos incendiaran sus enormes lagos de petróleo. Sí, lo último que sabía era que la señorita Drexel y su hermano habían regresado al pabellón de caza. No, no les había enviado aviso y dudaba de que alguien más lo hubiese hecho. Hasta las diez de la noche anterior no se había enterado del desembarco en Veracruz. Los mexicanos se desmandaron en cuanto lo supieron y mataron a Miles Forman en los pozos Empire, hicieron huir a sus trabajadores y saquearon el campamento. ¿Caballos? No, no tenía ni caballos ni mulas. Los federales habían requisado hasta el último animal unas semanas antes. Sin embargo, creía que había un par de jamelgos en el pabellón, tan acabados que ni los mexicanos se habían molestado en llevárselos.
       —Una buena caminata —dijo Davies alegremente.
       —De diez kilómetros —contesto Wemple con la misma alegría—. En marcha.
       Un disparo procedente del río, donde habían dejado a Peter en la motora, los hizo correr hacia la orilla. Luego se oyeron varios tiros más, que parecían salir de al menos dos rifles. Mientras el director holandés, en un español execrable, gritaba la neutralidad de los holandeses a quien se agazapara en la oscuridad, ellos encontraron, sobre la regala de la Chill II, el cadáver del joven rubio que no quería morir.


       Durante la primera hora, Davies y Wemple hablaron poco y avanzaron a trompicones por la birria de camino que cruzaba la jungla hasta el pabellón. Comentaron el brillo de distintos fuegos que vieron en dirección este, a lo largo de la orilla sur del río Pánuco, con la esperanza de que lo que ardía fuesen las viviendas y no los pozos.
       —Aquí, solo en el campo Ebaño, hay dos mil millones de dólares —se quejó Davies.
       —Y un mexicano borracho, cuyo cuerpo y alma inmortal, incluidos pelo, pellejo y sebo, valen diez pesos puede prender una hoguera con un pedazo de algodón en llamas —contribuyó Wemple—. Si empieza a arder, quemará hasta el último barril.
       A las cinco de la mañana, el alba les permitió acelerar el paso y a las seis ya estaban llamando a los ocupantes del pabellón para que salieran.
       —Vestíos para un viaje duro y no perdáis el tiempo con tonterías —gritó Wemple desde la esquina que daba al porche donde dormía la señorita Drexel, protegido por un mosquitero.
       —Ni os lavéis ni nada —añadió Davies, muy serio, mientras estrechaba la mano de Charley Drexel, quien había salido a recibirlos bostezando, en pijama y zapatillas—. ¿Dónde están los caballos, Charley? ¿Siguen vivos?
       Wemple terminó de dar órdenes a los somnolientos peones para que se quedasen a cuidar de la finca y ocupasen su tiempo libre en ocultar los objetos más valiosos, y estaba contando a la señorita Drexel, desde la esquina, las noticias de la captura de Veracruz, cuando Davies regresó con la información de que los caballos no eran más que un par de pencos cochambrosos incapaces de sobrevivir al primer kilómetro de marcha.
       Beth Drexel salió de la casa y lo primero que hizo fue afirmar que, bajo ninguna circunstancia, sería culpable de montar sobre esas pobres criaturas, para enseguida dar las gracias a sus rescatadores, presente aún en su piel morena y sus ojos oscuros la calidez del sueño.
       —No estaría mal que te lavases la cara, Stanton —le dijo a Davies. Y a Wemple—: Tú estás igual de sucio, Jim. Vaya par de cochinos.
       —Pronto lo estarás tú también —aseguró Wemple—, antes de llegar a Tampico. ¿Lista?
       —En cuanto Juanita prepare mi equipaje de mano.
       —Cielos, Beth, ¡no pierdas el tiempo! —exclamó Wemple—. Entra tú y coge lo que quieras.
       —Vamos, vamos —insistió Davies—. Date prisa, corre. Charley, elige el rifle que más te guste y tráetelo. Coge un par más, para nosotros.
       —¿Tan grave es? —preguntó la señorita Drexel.
       Ambos asintieron a la vez.
       —Los mexicanos se han descontrolado —explicó Davies—. Lo que no sé es cómo se olvidaron de este pabellón. —Un movimiento en la habitación contigua lo sobresaltó—. ¿Quién anda ahí? —gritó.
       —Es la señora Morgan —contestó la señorita Drexel.
       —Madre mía, Drexel, me había olvidado de ella —gimió Davies—. ¿Cómo conseguiremos trasladarla?
       —Que Beth vaya andando y la señora use los dos caballos, por turnos.
       —Pesa ochenta y dos kilos —se rio la señorita Drexel—. ¡Dese prisa, Martha! ¡Solo falta usted y tenemos que irnos!
       Desde el otro lado del tabique les llegaron unas palabras amortiguadas y enseguida apareció una mujer de mediana edad, muy baja, rechoncha y nerviosa.
       —No puedo caminar, por mucho que me lo pidáis —se quejó—. Imposible. No podría andar ni un kilómetro aunque me fuera la vida en ello y hasta el río hay diez, que además están en las peores condiciones.
       Todos la miraron desesperados.
       —Pues irá a caballo —dijo Davies—. Vamos, Charley. Ensillaremos a los dos pencos.
       Ya en la senda que cruzaba la jungla tropical, la señorita Drexel y Juanita, su doncella india, encabezaban la marcha. Su hermano, con los tres rifles, ocupaba la retaguardia, mientras que en el medio Davies y Wemple luchaban con la señora Morgan y los dos pencos decrépitos. Uno de ellos, un ruano tiñoso, no paraba de quejarse desde que recibía la carga de la señora Morgan hasta que la trasladaban al otro caballo. Y ese otro, un alazán sarnoso, siempre se tumbaba al cabo de medio kilómetro de llevar a la señora Morgan.
       La señorita Drexel se reía, bromeaba y daba ánimos; y Wemple, inclemente, obligaba a la señora Morgan a caminar durante doscientos cincuenta metros de cada kilómetro. Al cabo de una hora, el alazán se negó a levantarse, por lo que lo abandonaron. A partir de ahí, la señora Morgan montaba al ruano durante doscientos cincuenta metros y luego caminaba otros doscientos cincuenta; si es que podía llamarse caminar a su forma de avanzar a trompicones sobre dos pies absurdamente diminutos, ayudada por un hombre a cada lado.
       A kilómetro y medio del río, la senda se civilizaba un poco y recorría el costado de una plantación bananera de mil acres.
       —Es la de Parslow —dijo el joven Drexel—. Perderá la cosecha de un año por culpa de todo este lío.
       —¡Oh, mirad lo que he encontrado! —exclamó desde delante la señorita Drexel.
       —El primer automóvil que pisa este camino —opinó el joven Drexel cuando se detuvieron ante las huellas dejadas por unos neumáticos.
       —Pero mirad, fijaos bien en las huellas —insistió su hermana—. El coche tuvo que salir de entre los plataneros y subir la orilla.
       —Pues hay que ser mucho coche para subir semejante terraplén —comentó Davies. Lo que sí hizo fue bajarlo. Vete a echar una ojeada, Charley, mientras Temple y yo ayudamos a la señora Morgan a apearse de su díscola montura. No hay automóvil capaz de recorrer mucho trecho entre esos plataneros.
       —Seguid adelante, chicos —dijo la señora—. Tal vez encontréis algo en el río con lo que podáis volver a buscarme.
       Pero no llegaron a mostrar su indignación ante semejante plan porque, en ese mismo instante, desde la verde extensión de plataneros que se abría a sus pies, les llegó el repentino ronroneo de un motor. Un minuto después, el resoplido de un tubo de escape les indicó que alguien había desconectado el silenciador. Las enormes hojas de los plataneros se agitaron con fuerza, como si un Titán oculto las sacudiera. Identificaron los cambios de marchas, la marcha atrás y el avance, hasta que al cabo de cinco minutos un automóvil negro, alargado y bajo cruzó el muro de vegetación y se lanzó hacia el terraplén de tierra blanda, pero la tierra tenía poca consistencia y cuando, tras recorrer dos tercios de la cuesta, Charley Drexel se dio por vencido y pisó el freno, la tierra bajo las ruedas se desmoronó, por lo que se vio obligado a retroceder, para acabar de nuevo entre los plataneros.
       —¡Un alegre Oldsmobile! —exclamó la señorita Drexel, citando la popular canción, mientras aplaudía—. Martha, sus problemas se han acabado.
       —Es un seis cilindros y suena como si acabase de salir de fábrica, me juego lo que sea —afirmó Wemple, y miró a Davies en busca de confirmación.
       Davies asintió.
       —Es de Allison —dijo—. Campos intentó que le concediese un préstamo privado y, bueno, ya conocéis a Allison. Mandó a Campos a paseo. Campos, para vengarse, requisó su coche recién llegado. Eso fue hace dos días, antes de que echásemos mano a Veracruz. Allison me contó ayer que lo último que había sabido era que el coche iba río arriba, a bordo de un vapor. Aquí es donde se han deshecho de él. Pero démonos prisa y pongámoslo en marcha.
       Lo intentaron tres veces, con el joven Drexel al volante, pero la tierra estaba demasiado blanda y la cuesta era demasiado empinada.
       —Tiene potencia de sobra —protestó el joven Drexel—, pero no se agarra a esa papilla.
       Ya habían extendido sobre la tierra toda la ropa que encontraron en el coche. Así que los hombres añadieron sus chaquetas y Wemple, para mejorar la tracción, desensilló al ruano y esparció las cinchas, las correas de los estribos, la manta de la silla y la brida sobre la senda que debían seguir las ruedas. El coche embistió la traicionera pendiente a toda mecha, las ruedas se agarraron por fin a los tejidos y, con un mínimo indicio de duda, alcanzó la cima y salió al camino.
       —¡Qué agallas tiene! —exclamó Drexel, exultante—. Con la tracción adecuada, podría subir el muro de una casa.
       —Será mejor que vuelvas a conectar el silenciador, si no quieres jugar al corre que te pillo con todos los soldados de la zona —ordenó Wemple, mientras ayudaban a subir a la señora Morgan.
       El camino que llevaba a los pozos holandeses los obligaba a cruzar las afueras de Pánuco. Las indias y las mestizas observaron, imperturbables, el extraño vehículo, mientras los niños y los perros anunciaban su avance a gritos y ladridos. Hubo un momento en el que pasaron junto a varias hileras de caballos federales atados con ronzales y un centinela les dio el alto; pero Wemple gritó: «¡Písale a fondo!» y el coche se lanzó por el camino lleno de surcos a ochenta kilómetros por hora. Un disparo silbó tras ellos. Aunque no fue eso lo que hizo chillar a la señora Morgan. Sus gritos los provocó una serie de depresiones formadas por los cerdos al revolcarse, que quedaban ocultas por el barro y que estuvieron a punto de arrancar el volante de las manos de Drexel, antes de que lograse reducir la velocidad.
       —Por poco no hemos roto un eje —gruñó Davies—. Ve con cuidado, Charley. No nos la podemos jugar.
       Se adentraron en el campo holandés, donde comenzaron sus verdaderos problemas. El vapor de los refugiados había zarpado río abajo desde los pozos de Asphodel; la Chill II había desaparecido, sin que el director supiera cómo, junto con el cadáver de Peter Tonsburg; y el director no estaba de acuerdo con que se quedaran allí.
       —Debo pensar en los propietarios —les dijo—. Este es el mayor pozo de México, ya lo saben; de aquí salen al día ciento ochenta y cinco mil barriles. No tengo derecho a arriesgarlo. Nosotros no tenemos problemas con los mexicanos. Los tienen ustedes, los estadounidenses. Si se quedan, me veré obligado a protegerlos. Y no puedo hacerlo. Todos perderemos la vida y destrozarán el pozo. Y si le prenden fuego, desaparecerá todo el campo Ebaño. Los estratos son demasiado frágiles. Ahora sacamos veinte mil barriles y no podemos reducir más la producción. Aún así, el petróleo rebosa la tubería. Además, no podemos entretenernos en pelear. Tenemos que continuar sacando petróleo.
       Los hombres asintieron. Para pensar así había que tener mucha sangre fría, pero llevaba razón.
       La preocupación desapareció del rostro del director y casi les sonrió al ver que estaban de acuerdo con él.
       —El coche que conducen es de los buenos —continuó—. El ferry está en la orilla de Pánuco y, en cuanto crucen el río, en la orilla norte ya no hay tantos rebeldes. Pueden llegar a Tampico horas antes que el vapor. Y hace días que no llueve. El camino no estará tan mal.


       —Muy buena solución —comentó Davies a Wemple mientras se dirigían a Pánuco—, excepto por el hecho de que el camino de la otra orilla no se hizo para que lo recorriese un coche, y mucho menos uno de carrocería tan larga como este. Ojalá fuese el cuatro cilindros, en lugar del seis.
       —Pero con un cuatro tendríamos problemas para ascender la cuesta de Aliso, donde el camino zigzaguea sobre el río.
       —Y lo haremos con un seis cilindros o perderemos un coche inmejorable en el intento —se rio de ellos Beth Drexel.
       Evitaron el campamento de caballería y entraron en Pánuco a tanta velocidad como les permitían las rodadas, volando en las curvas, entre graznidos de gallinas y ladridos de perros. Para llegar al ferry tenían que recorrer uno de los lados de la gran plaza que era el centro de la población. Los peones convertidos en soldados, que dormitaban al sol o se apiñaban alrededor de las cantinas, se los quedaron mirando como idiotas. Entonces, un comandante borracho les dio el alto desde el umbral de una cantina y empezó a vociferar órdenes y, mientras dejaban atrás la plaza, empezaron a oír, cada vez más fuerte, el familiar grito de la multitud: «¡Muerte a los gringos!».
       —Si disparan, que las mujeres se agachen en el fondo del coche —ordenó Davies—. Ahí está el ferry. Ten cuidado, Charley.
       El coche se lanzó orilla abajo, tan empinada que más parecía un tobogán, golpeó la pasarela con una sacudida impresionante y casi pareció saltar a bordo. El ferry era solo un poco más largo que el automóvil y Drexel, visiblemente preocupado por la falta de espacio, consiguió frenar cuando solo quedaban quince centímetros entre las ruedas delanteras y la borda.
       El ferry era un transbordador de cable que funcionaba con gasolina y, mientras Wemple soltaba amarras, Davies intentó familiarizarse con el motor. Consiguió encenderlo a la tercera y puso en funcionamiento el torno, que empezó a recoger el cable del fondo del río.
       Cuando estaban a mitad de camino, una veintena de jinetes llegaron a la orilla y abrieron fuego. El grupo buscó refugio tras el automóvil, escuchando el ruido de las balas al rebotar. Solo una lo alcanzó.
       —¡Oye!, pero ¿qué haces? —le dijo Wemple a Drexel, quien se había expuesto a las balas para intentar sacar un rifle del vehículo.
       —Les voy a enseñar a esos cómo se dispara —respondió.
       —No, de eso nada —dijo Wemple—. No hemos venido a luchar, sino a llevar a este grupo a Tampico. —Se acordó del comentario de Peter Tonsburg—. ¿Quién quiere vivir, Charley? Nosotros. En esta situación, es fácil que te maten, cualquier podría morir.
       Cuando atracaron en la orilla norte, los otros continuaban disparando. Davies lanzó por la borda el interruptor de encendido del motor del ferry, requisó cuarenta litros de su gasolina de repuesto y subieron la pendiente de la orilla a toda velocidad.
       —Mirad cómo sube —comentó Drexel, encantado—. La cuesta de Aliso no será un problema. La subirá como si nada, ya lo veréis.
       —El problema no es la cuesta, sino las pronunciadas curvas en zigzag —contestó Davies—. El camino no está hecho para los coches y ninguno lo ha recorrido. A este lo trajeron en barco.
       Pero los problemas empezaron antes de llegar a Aliso. En un punto determinado, el camino descendía abruptamente hasta una depresión muy pequeña que casi tenía forma de V, de la que se salía ascendiendo una cuesta, seguida de una extensión de cien metros de arena. Para conservar velocidad a fin de superar la arena, tras pasar la empinada cuesta de la V, Drexel tenía que llegar al punto más bajo de la V a toda velocidad. Wemple agarró a la señorita Drexel y evitó que saliese despedida del coche. La señora Morgan, demasiado sólida para volar de esa forma, gritó debido al dolor provocado por el golpe. Incluso la imperturbable Juanita se santiguó, mientras rezaba una oración tras otra.
       El coche llegó a la cima, se encontró con la arena y empezó a perder velocidad, al tiempo que patinaba y se retorcía, dando bandazos de un lado a otro. Los hombres se apearon y empezaron a empujar. La señorita Drexel mandó bajar a Juanita y la siguió. Pero el coche se detuvo y Drexel, mirando hacia atrás y señalando, les mostró el primer indicio de su derrota. Señalaba dos cosas: un soldado constitucionalista a caballo, cuatrocientos metros por detrás de ellos, y una parte del estrecho camino que se había derrumbado en la pendiente más alejada de la V.
       —No pasaremos la arena si no retrocedemos y volvemos a intentarlo, y el coche acabará en esa zanja si intentamos subir marcha atrás por ahí.
       La zanja era un enorme sumidero natural, cuya superficie estancada ocultaba seis metros de cieno.
       Davies y Wemple se apresuraron a ocupar el sitio del joven.
       —No podréis hacerlo —les dijo él—. Podéis conseguir que las ruedas traseras lo superen, pero entonces tomaréis esa pequeña curva y, si lo hacéis, la rueda delantera quedará en el aire, fuera de la orilla. Si no lo hacéis, quedará fuera la rueda de atrás.
       Los otros estudiaron la situación con calma y luego se miraron.
       —No nos queda otra —dijo Davies.
       —Y lo vamos a hacer —confirmó Wemple, apartando a su rival a un lado de buenas formas para ocupar el peligroso puesto ante el volante—. Conduces tan bien como yo, Davies —explicó—. Pero disparas mejor. Tú tienes que retroceder a pie para ocuparte de cualquier mexicano que aparezca.
       Davies cogió un rifle y empezó a alejarse con un aspecto tan amenazador que el jinete solitario picó espuelas y salió huyendo. Ayudaron a la señora Morgan a bajarse del coche y la enviaron a recorrer, sin ayuda, el tramo de arena a paso lento y tambaleante La señorita Drexel y Juanita ayudaron a Charley a extender las chaquetas y el resto de la ropa sobre la arena, y a recoger y esparcir ramas pequeñas, maleza y arbustos secos y quebradizos. Pero los tres abandonaron su tarea para ver cómo Temple hacía retroceder el coche V abajo y luego arriba. Al principio, pareció que el automóvil se apoyaba en un extremo y después en el otro, tambaleándose como un borracho y amenazando con caer en la zanja cuando la rueda delantera quedó en el aire, en el punto donde el camino se había derrumbado. Pero las ruedas de atrás se agarraron y le permitieron superar el desnivel y salir de la V.
       Sin pausa, Wemple se lanzó pendiente abajo para ganar velocidad y luego ascendió, recorriendo quince metros más de arena que durante el intento anterior. El suelo aluvial del camino se había derrumbado un poco más en el mismo sitio de antes, pero dio marcha atrás en la V, la rueda delantera volvió a quedar en el aire y de nuevo se lanzó desde arriba. Lo hizo cuatro veces, ganando terreno cada una de ellas, pero también haciendo aumentar el agujero en el punto donde se derrumbaba el camino, hasta que la señorita Drexel le pidió que no lo intentase más.
       Él señaló al pelotón de jinetes que se acercaba al galope por el camino, a kilómetro y medio de distancia y volvió a dar marcha atrás en la V.
       —Si tuviésemos más material… —se quejó Drexel a su hermana, al tiempo que esparcía un puñado escaso de arbustos secos y mientras Wemple se lanzaba V abajo una vez más.
       Durante un instante pareció que el enorme automóvil iba a caer a la zanja, pero al siguiente la había superado. Se pegó un buen golpe al alcanzar el fondo de la depresión, rebotó y ascendió la pendiente hasta llegar arriba. La señorita Drexel, dejándose llevar por la desesperación o la inspiración, se quitó la falda de pana con un rápido movimiento y, con aspecto ágil y juvenil debido a los pololos ajustados de tafetán, corrió por la arena y extendió la falda ante las ruedas del coche, que ya se movían con lentitud. El automóvil se detuvo casi por completo, pero recuperó la marcha, con los demás corriendo a su lado y empujando, y logró salir a la parte dura del camino.
       Mientras arrojaban las ropas y la falda de la señorita Drexel al interior del coche y ayudaban a subir a la señora Morgan, Davies los alcanzó.
       —Abajo, ¡agachaos todos! —gritó al tiempo que se subía al estribo y el coche arrancaba. Desde atrás, los soldados empezaron a disparar.
       —¿Quién quiere vivir? ¡Encórvate! —gritó Davies al oído de Wemple, acompañando el consejo con un golpe de su mano en el hombro del amigo.
       —Vive tú también —gruñó Wemple mientras obedecía y se encorvaba—. Baja la cabeza. Te estás poniendo en peligro.
       La persecución duró poco y terminó tras un único disparo, realizado desde lejos.
       —Se han rendido —anunció Davies—. Ni se les ha ocurrido pensar que podrían atraparnos en la cuesta de Aliso.


       —Imposible —opinó de inmediato Charley Drexel, llevado por su juventud, cuando el coche se detuvo e inspeccionaron la cerrada curva de la empinada cuesta de Aliso. Por debajo corría con fuerza el río.
       —¡Todo el mundo fuera! —ordenó Wemple—. Empezad a subir si no queréis que el coche os vuelque encima. Extended tracción cuando veáis que es necesario.
       —Lánzalo de frente o marcha atrás, por la tracción trasera, pero no puede detenerse —dijo Davies con calma desde el borde exterior del camino, donde se había apostado—. La tierra se derrumba bajo las ruedas cada segundo que permanece parado.
       —Apártate de ahí o te pasará por encima —ordenó Wemple al tiempo que avanzaba varios metros.
       Pero de nuevo, en cuanto el coche descansó un minuto, la tierra seca y ligera empezó a partirse y derrumbarse bajo los neumáticos, provocando una avalancha en miniatura pendiente abajo hacia el agua. Wemple se vio obligado a recorrer cincuenta metros marcha atrás del estrecho camino antes de encontrar una base sólida donde detener el coche. Avanzó a pie y examinó el ángulo agudo formado entre los dos zigzags. Davies y él planearon lo que iban a hacer.
       —Cuando avances, tienes que hacerlo del tirón —aconsejó Davies—. Si te paras en algún sitio durante más de varios segundos, no habrá nada que hacer y la caminata será peligrosa.
       —El coche tiene mucha potencia y lo logrará. Mira esa formación dura de ahí, junto a la pared interior. No podría estar en mejor sitio. Si no consigo que las ruedas de atrás, con la tracción trasera, asciendan al menos hasta la mitad, tendremos que echarnos a andar un segundo después.
       —Es un automóvil muy duro —lo animó Davies—. Conozco la marca. Si no lo logra, no hay coche capaz de lograrlo en el mundo. ¿Estoy en lo cierto, Beth?
       —¡Tiene las agallas necesarias! —se rio la señorita Drexel, dándole la razón—. Y vosotros dos también.
       La señorita Drexel nunca les había resultado tan fascinante como entonces, emocionada y sin ser consciente de su reducido atuendo, con el pelo castaño suelto, los ojos llameantes y una sonrisa en los labios. Davis y Wemple aprovecharon el momento de pausa para mirarse con franqueza a los ojos, ambos suspiraron y luego cada uno se dirigió a su puesto.
       Wemple se lanzó tan rápido como siempre, aunque con mayor precisión, y Davies ocupó la posición peligrosa, en el estribo exterior, para que su peso ayudase a los anchos neumáticos a agarrarse un poco más a la traicionera superficie. Si el borde del camino volvía a derrumbarse, acabaría inevitablemente atrapado debajo del coche, al volcar y caer al río.
       Avanzaba y retrocedía, avanzaba y retrocedía, realizando solo las pausas necesarias —brevísimas— para cambiar de marcha. Wemple se subió marcha atrás a la formación dura de la orilla interior hasta que el coche se estabilizó y luego apretó el acelerador hasta que la tierra del borde exterior se desprendió bajo las ruedas delanteras y cayó al río. Davies, que en ese momento se había bajado del automóvil —aunque volvía a subirse al estribo cuando hacía falta—, acompañaba al coche en su errático avance, lanzando ropas y chaquetas bajo las ruedas, gritando instrucciones a Drexel, que hacía lo mismo por el otro lado, y advirtiendo a la señorita Drexel que dejara la vía libre.
       —¡Vamos, cochecito! ¡Vamos, cochecito! ¡Vamos, cochecito! —murmuraba Wemple, como si rezara, mientras luchaba por lograr que el coche cruzara la parte estrecha del camino. A veces ganaba unos centímetros al hacerlo girar, otras retrocedía pegado a la pared interior hasta el punto alcanzado antes y, en una ocasión, sobre la gravilla del camino, lo dejó derrapar de lado casi medio metro.
       Los aplausos de la señorita Drexel informaron a Davies de que habían completado la hazaña y, al darse media vuelta para subirse al estribo, descubrió que el coche se encontraba marcha atrás en el tramo recto, por encima del último zigzag y Wemple continuaba repitiendo, extasiado. «¡Vamos, cochecito! ¡Vamos, cochecito!».
       Entre ellos y Tampico no había más desniveles ni zigzags, pero el primitivo camino era tan estrecho que tuvieron que avanzar tres kilómetros marcha atrás hasta encontrar un punto donde dar la vuelta al coche. Entre ellos y Tampico aún quedaba un obstáculo importante: las líneas constitucionalistas que sitiaban la ciudad. Pero al mediodía la fortuna quiso que tropezaran con tres mercenarios norteamericanos que habían luchado toda la campaña junto a Villa, desde el principio del avance, partiendo de la frontera de Texas. Bajo bandera blanca, Wemple condujo el coche a través de la zona en disputa y se adentró en las líneas federales, donde la buena fortuna les sonrió de nuevo, esta vez convertida en un ubicuo oficial de Marina alemán.
       —Creo que son casi los únicos norteamericanos que quedan en Tampico —les dijo—. Los demás ya se encuentran en el Golfo, a bordo de los buques de guerra. Solo quedan unos cuantos en el Southern Hotel, pero la situación parece haberse calmado.
       Cuando se apearon frente al Southern Hotel, Davies apoyó la mano en el coche y murmuró:
       —¡Buen chico!
       Wemple hizo lo mismo. Y la señorita Drexel, a punto de decir algo, mientras los dos la miraban, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas, por lo que se volvió en dirección al coche, lo acarició y repitió:
       —¡Buen chico!




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