Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


El sueño de Shorty (1911)
(“Shorty Dreams”)
Smoke Bellew
(Nueva York: The Century Co., 1912, 386 págs.)



      —Tiene gracia que nunca juegues —le dijo Shorty a Smoke una noche en el Elkhorn—. ¿No lo llevas en la sangre?
       —Sí —respondió Smoke—, pero también llevo las estadísticas en la cabeza. Quiero que mi dinero tenga una mínima oportunidad.
       A su alrededor, los golpes secos, los repiqueteos y los ruidos sordos de una docena de juegos distintos llenaban la enorme sala, donde los hombres envueltos en pieles y calzados con mocasines ponían a prueba su suerte. Smoke hizo un gesto con la mano que los incluyó a todos.
       —Míralos —dijo—. Es pura matemática que esta noche perderán más que ganarán y que la mayor parte está perdiendo ahora mismo.
       —Se te dan muy bien los números —murmuró Shorty con admiración—. Y en general tienes razón. Pero también existen los hechos. Y un hecho es que hay golpes de suerte. Hay veces en que todos los que juegan ganan, y yo lo sé porque he participado en esos juegos y he visto más de una banca quebrada. La única forma de ganar cuando se juega es esperar a tener la corazonada de que se acerca una racha de suerte y entonces jugar a morir.
       —Parece sencillo —criticó Smoke—. Tanto que no entiendo como alguien pierde.
       —El problema es que la mayoría de la gente se equivoca con las corazonadas —admitió Shorty—. Yo también me he equivocado alguna vez. Pero siempre hay que probar, a ver si es de las buenas.
       Smoke negó con la cabeza.
       —Eso también es estadística, Shorty. La mayoría de la gente se equivoca con sus corazonadas.
       —Pero ¿nunca has sentido, sin lugar a dudas, que lo único que tienes que hacer es poner la pasta y elegir un número ganador?
       Smoke se rio.
       —Me da demasiado miedo el porcentaje en contra. Aunque una cosa te diré, Shorty ahora mismo me jugaré un dólar a la carta más alta, a ver si gano para pagarnos un whisky.
       Smoke se dirigía ya hacia la mesa de faro cuando Shorty lo agarró del brazo.
       —¡Alto! Acabo de tener una de mis corazonadas. Apuesta ese dólar a la ruleta.
       Se acercaron a la mesa de la ruleta, que estaba cerca de la barra.
       —Espera hasta que te avise —aconsejó Shorty.
       —¿Qué número? —preguntó Smoke.
       —El que quieras. Pero espera a que te avise.
       —No pretenderás decirme que tengo la oportunidad de ganar haga lo que haga —argumentó Smoke.
       —Tanto como cualquier otro.
       —Pero no como la banca.
       —Espera y verás —dijo Shorty—. ¡Ahora! ¡Apuesta!
       El crupier había puesto a girar la pequeña bolita de marfil en el borde liso de la rueda llena de ranuras. Smoke, en un extremo de la mesa, se estiró por encima de otro jugador y lanzó la ficha a ciegas, que se deslizó sobre el tapete verde y se paró en el centro del número treinta y cuatro.
       La bolita se detuvo y el crupier anunció: «¡Gana el treinta y cuatro!». Limpióla mesa y junto al dólar de Smoke apiló treinta y cinco dólares más. Smoke guardó el dinero y Shorty le dio una palmadita en el hombro.
       —Esa sí que ha sido una buena corazonada, ¿no, Smoke? ¿Cómo lo sabía? Imposible adivinarlo. Lo único que yo sabía era que ibas a ganar. Si tu dólar hubiese caído sobre cualquier otro número habrías ganado igual. Cuando la corazonada es buena, no se puede evitar ganar.
       —¿Y si hubiera salido el doble cero? —preguntó Smoke mientras se abrían camino hacia el bar.
       —Entonces tu dólar habría estado en el doble cero —fue la respuesta de Shorty—. No hay forma de huir. Una corazonada es una corazonada. Ya lo verás. Volvamos a la mesa. Tengo el presentimiento, tras sentir que ibas a ganar tú, que ahora puedo elegir yo los números ganadores.
       —¿Juegas con un sistema? —preguntó Smoke al cabo de diez minutos, cuando su socio había perdido cien dólares.
       Shorty negó con la cabeza, indignado, al tiempo que repartía sus fichas entre el tres, el once y el diecisiete, y lanzaba la que le sobraba al verde.
       —El infierno está lleno de tipos que jugaron con algún sistema —comentó mientras el crupier limpiaba la mesa.
       De tanto observar sin hacer nada más, Smoke se sintió fascinado y prestó atención a cualquier detalle del juego, desde la forma en que giraba la bolita hasta cómo se hacían y se pagaban las apuestas. Sin embargo, no jugó y se contentó con observar. Pero estaba tan interesado que a Shorty, tras anunciar que ya había tenido bastante, le costó lo suyo apartar a Smoke de la mesa.
       El crupier devolvió a Shorty el saco de oro que había depositado como garantía para poder jugar y junto a él había una hoja de papel en la que habían garabateado: «Menos trescientos cincuenta dólares». Shorty cruzó la sala con el saco y el papel en la mano y se los entregó al pesador, que se sentaba detrás de una balanza. Este pesó trescientos cincuenta dólares en polvo que extrajo del saco de Shorty y guardó en el cofre de la casa.
       —Esa corazonada tuya formaba parte de la estadística —bromeó Smoke.
       —Pero tenía que jugármela, ¿no?, para saber si era buena —respondió Shorty—. Creo que me pasé por intentar convencerte de que las corazonadas existen.
       —No importa, Shorty —se rio Smoke—. Tengo una corazonada ahora mismo…
       Los ojos de Shorty brillaron al tiempo que gritaba:
       —¿Cuál? Juégala ahora mismo. Vamos.
       —No es de esas, Shorty. Tengo el presentimiento de que un día desarrollaré un sistema que dejará esa mesa seca.
       —¡Un sistema! —gruñó Shorty y luego miró a su socio con pena—. Smoke, escucha a tu amigo y deja los sistemas en paz. Con los sistemas siempre se pierde. En los sistemas no influyen las corazonadas.
       —Por eso me gustan —contestó Smoke—. Un sistema es estadística. Si das con el sistema adecuado no puedes perder y eso es lo que lo diferencia de una corazonada. Nunca sabes cuando un buen presentimiento va a convertirse en malo.
       —Pero yo conozco un montón de sistemas que han fallado y nunca he visto a ninguno ganar. —Shorty se detuvo y suspiró—. Escucha, Smoke, si te vas a volver loco con los sistemas, este no es lugar para ti y será mejor que volvamos al camino.
       Durante las semanas que siguieron, cada uno jugó a algo diferente. Smoke estaba decidido a pasar el rato observando a la gente jugar a la ruleta del Elkhorn, mientras Shorty se empeñaba en salir al camino. Al final, Smoke dejó las cosas claras cuando les propusieron correr una estampida Yukón abajo durante más de trescientos kilómetros.
       —Mira, Shorty —le dijo—, yo no voy. Ese viaje nos llevará diez días y yo espero tener el sistema funcionando a la perfección antes de eso. Ya casi podría ganar con él ahora. Además, ¿para qué pretendes arrastrarme por medio país de este modo?
       —Smoke, tengo que cuidar de ti —fue la respuesta de Shorty—. Te estás volviendo loco. Te llevaría de estampida hasta Jericó o el Polo Norte si así lograse apartarte de esa mesa.
       —Está bien, Shorty, pero no olvides que soy un hombre adulto y comedor de carne. Lo único que vas a tener que arrastrar será el polvo de oro que voy a ganar con mi sistema y seguramente tendrás que utilizar una traílla de perros.
       Shorty respondió con un gemido.
       —Además, no quiero que juegues por tu cuenta —continuó diciendo Smoke—. Nos repartiremos las ganancias y al principio necesitaré todo tu dinero. El sistema es nuevo y podría fallarme unas cuantas veces antes de que consiga dominarlo.
       Por fin, después de muchas horas y muchos días observando la mesa, llegó la noche en la que Smoke anunció que estaba preparado y Shorty, abatido y pesimista, con e] aspecto de quien va a un entierro, acompañó a su socio hasta el Elkhorn. Smoke compró una pila de fichas y se situó en el extremo de la mesa junto al crupier. La bolita rodó una y otra vez y los demás jugadores ganaron o perdieron, pero Smoke no arriesgó ni una sola ficha. Shorty acabó por impacientarse.
       —Juega, juega —insistió—. Acabemos de una vez con esto. ¿Qué pasa? ¿Te ha entrado el miedo?
       Smoke negó con la cabeza y aguardó. Transcurrieron una docena de jugadas más y entonces, de repente, colocó diez fichas de un dólar sobre el veintiséis. El número ganó y el crupier pagó trescientos cincuenta dólares a Smoke. Pasaron otras doce jugadas, veinte jugadas, treinta jugadas, y Smoke puso diez dólares en el treinta y dos. De nuevo recibió trescientos cincuenta.
       —¡Es una corazonada! —Shorty susurró casi a gritos en su oído—. ¡Síguela! ¡Síguela!
       Transcurrió media hora, durante la que Smoke no hizo nada; luego apostó diez dólares al treinta y cuatro y ganó.
       —¡Una corazonada! —susurró Shorty.
       —Nada de eso —le devolvió el susurro Smoke—. Es el sistema. ¿A que es una maravilla?
       —A mí no me engañas —discutió Shorty—. Las corazonadas se presentan de formas curiosas y variadas. Puedes creer que es un sistema, pero no lo es. Los sistemas son imposibles. No existen. Estás jugando por una corazonada.
       Smoke alteró su forma de jugar. Apostaba con mayor frecuencia y de ficha en ficha, que dispersaba aquí y allá. Perdía más que ganaba.
       —Déjalo —aconsejó Shorty—. Cobra las ganancias. Has dado en el blanco tres veces y vas ganando mil dólares. No puedes mantener el ritmo.
       En ese momento, la bolita empezó a girar y Smoke puso diez fichas sobre el veintiséis. La bola cayó en la ranura del veintiséis y el crupier volvió a pagarle trescientos cincuenta dólares.
       —Sí estás loco y crees que te lo vas a llevar de calle, apuesta al límite —dijo Shorty—. La próxima vez apuesta veinticinco dólares.
       Pasó un cuarto de hora, durante el que Smoke perdió y ganó con apuestas pequeñas y dispersas. Luego, con la brusquedad que caracterizaba a sus grandes apuestas, situó veinticinco dólares sobre el doble cero y el crupier le pagó ochocientos setenta y cinco.
       —Despiértame, Smoke. Estoy soñando —gimió Shorty.
       Smoke sonrió, consultó su libreta y se concentró en los cálculos. Continuamente sacaba la libreta del bolsillo y, de vez en cuando, anotaba algún número.
       Alrededor de la mesa se había reunido un buen grupo de gente y los jugadores intentaban apostar a los mismos números que elegía Smoke. Entonces se produjo un cambio en su forma de jugar. Diez veces seguidas apostó diez dólares al dieciocho y perdió. En ese punto hasta el más persistente lo abandonó. A continuación, cambió de número y ganó otros trescientos cincuenta dólares. Los jugadores volvieron junto a él de inmediato, para abandonarlo otra vez tras una serie de apuestas fallidas.
       —Déjalo, Smoke. Déjalo —aconsejó Shorty—. Hasta la serie más larga de corazonadas llega a su fin, y la tuya se ha agotado ya. No darás más en el blanco.
       —Daré en el blanco una vez más antes de retirarme —respondió Smoke.
       Jugó durante varios minutos diseminando fichas por la mesa, con mejor o peor suerte, y luego apostó veinticinco dólares al doble cero.
       —Deme ya la hoja con mi cuenta —le pidió al crupier en el momento de ganar.
       —Oh, no es necesario que me la muestres —dijo Shorty mientras caminaban hacia la báscula—. He llevado la cuenta. Has ganado alrededor de tres mil seiscientos dólares. ¿He fallado mucho?
       —Tres mil seiscientos sesenta —respondió Smoke—. Y ahora te toca llevar el polvo de oro a casa. Ese fue el acuerdo.
       —No abuses de tu suerte —rogó Shorty a Smoke la noche siguiente, aún en la cabaña, al ver que se preparaba para regresar al Elkhorn—. Jugaste siguiendo una serie larga de corazonadas, pero ya la has agotado. Si vuelves, perderás todo lo que ganaste.
       —Ya te he dicho que no son corazonadas, Shorty. Es pura estadística. Es un sistema. No puedo perder.
       —Los sistemas los carga el diablo. Los sistemas no existen. Una vez hice diecisiete lances consecutivos en una mesa de craps. ¿Usé un sistema? No. Fue pura suerte, lo que pasa es que me entró el miedo y no me atreví a continuar. Si hubiese seguido podría haber ganado más de treinta mil dólares.
       —Me da igual, Shorty. Esto es un sistema auténtico.
       —¡Ja! Eso tienes que demostrármelo.
       —Ya te lo demostré. Ven conmigo y volveré a demostrártelo.
       Cuando entraron en el Elkhorn todas las miradas se centraron en Smoke y los que estaban cerca de la mesa le abrieron camino hasta su puesto del día anterior, junto al crupier. Jugó de forma diferente. En el curso de una hora y media realizó solo cuatro apuestas, pero cada una de veinticinco dólares y las ganó todas. Cobró tres mil quinientos dólares y Shorty se ocupó de llevar el polvo de oro a la cabaña.
       —Ha llegado el momento de dejar de jugar —aconsejó Shorty, sentado en el borde de su catre, quitándose los mocasines—. Has ganado siete mil dólares. Serías un idiota si abusaras más de tu suerte.
       —Shorty, sería un condenado chalado si no continuara aprovechando un sistema ganador como el mío.
       —Smoke, eres un chaval muy listo. Has ido a la Universidad. Sabes más en un solo minuto de lo que podría saber yo en cuarenta mil años. Pero te equivocas por completo al llamarle sistema a tu suerte. Me he movido lo mío por el mundo y he visto de todo, por eso te digo con total seguridad que no es posible que exista un sistema que gane a la banca.
       —Pues yo te lo estoy enseñado. Es un sueño hecho realidad.
       —No, de eso nada, Smoke. Es un sueño imposible. Estoy dormido, pero acabaré despertando, encenderé una hoguera y me pondré a desayunar.
       —Bueno, mi incrédulo amigo, ahí tienes el polvo de oro. Cógelo.
       Al tiempo que lo decía, Smoke lanzó el saco de oro, repleto, sobre las rodillas de su socio. Pesaba diecisiete kilos y medio y Shorty fue consciente del impacto que produjo sobre su carne.
       —Es de verdad —insistió Smoke.
       —¡Ja! He visto algunos sueños muy fuertes. En un sueño todo es posible. En la vida real un sistema no es posible. No he ido a la Universidad, pero tengo toda la razón cuando digo que esta orgía del juego es un sueño.
       —El principio de mínima acción de Hamilton —se rio Smoke.
       —No he oído hablar de ese tipo, pero seguro que está en lo cierto. Estoy soñando, Smoke, y tú te has colado en mi sueño y me atormentas con tu sistema. Si me quieres, y estoy seguro de que sí, grita: «¡Shorty, despierta!», así me despertaré y me pondré con el desayuno.
       La tercera noche, cuando Smoke hizo su primera apuesta, el crupier le devolvió quince dólares.
       —Solo puede apostar diez —le dijo—. Ha bajado el límite.
       —Qué poco —se rio Shorty.
       —Nadie está obligado a jugar en esta mesa —respondió el crupier—. Y no tengo inconveniente en reconocer ahora mismo que preferiríamos que su amigo no jugase en nuestra mesa.
       —Tenéis miedo de su sistema, ¿no es eso? —dijo Shorty, desafiante, al tiempo que el crupier pagaba trescientos cincuenta dólares.
       —No digo que crea en los sistemas, porque no creo. Nunca ha habido un sistema que sirva para la ruleta o para cualquier juego de porcentajes. Pero he visto rachas de suerte muy raras y no permitiré que esta banca salte si puedo evitarlo.
       —Eso es miedo.
       —El juego es un negocio, amigo, como cualquier otra cosa. No somos filántropos.
       Noche a noche, Smoke siguió ganando. Su método de juego variaba. Experto tras no en la multitud que se arremolinaba junto a la mesa, anotaban sus apuestas y números en un vano intento de desentrañar su sistema. Se quejaban de la imposibilidad de hallar la primera pista que les permitiera tirar del hilo y juraban que era pura suerte aunque eso sí, se trataba de la racha más colosal que habían visto jamás.
       Lo que los confundía era lo variado del juego de Smoke. A veces, mientras consultaba su libreta o realizaba cálculos prolongados, transcurría una hora sin que moviera una sola ficha. En otras ocasiones ganaba tres apuestas límite y sumaba más de mil dólares en cuestión de cinco o diez minutos. También había veces en las que su táctica consistía en repartir las fichas pródiga y asombrosamente por la mesa. Lo hacía en todos de entre diez a treinta minutos de juego y entonces, de forma abrupta, cuando la bolita ya giraba, apostaba el límite a columna, color y número, y ganaba los tres. En una ocasión, para total confusión de quienes intentaban adivinar su secreto, perdió cuarenta apuestas consecutivas, cada una al límite. Pero todas las noches, por muy variado que fuera su juego, Shorty se llevaba a casa tres mil quinientos dólares de oro en polvo.
       —No hay sistema —explicó Shorty durante una de sus discusiones previas a irse a la cama—. Yo te sigo y te sigo, pero no hay forma de entenderlo. Nunca juegas dos veces igual. Te limitas a escoger un número ganador cuando quieres y, cuando no quieres, no lo escoges a propósito.
       —Tal vez estés más cerca de la verdad de lo que crees, Shorty. A veces tengo que escoger números perdedores. Forma parte del sistema.
       —¡Y un cuerno, el sistema! He hablado con todos los jugadores de la ciudad y todos están de acuerdo en que los sistemas no existen.
       —Sin embargo, no hago otra cosa que mostrarles uno.
       —Mira, Smoke. —Shorty se detuvo sobre la vela, a punto de apagarla—. Estoy muy enfadado. Tal vez creas que esto es una vela. Pero no lo es. ¡No, señor! Y este tampoco soy yo. Estoy en algún punto del camino, entre las mantas, tumbado boca arriba con la boca abierta y soñando todo esto. Y el que me habla no eres tú, igual que esta vela no es una vela.
       —Pues tiene gracia que soñemos la misma cosa a la vez —insistió Smoke.
       —No. Tú formas parte de mi sueño, eso es todo. He oído hablar a muchos hombres en mis sueños. Te diré una cosa, Smoke, estoy empezando a hartarme y a enfadarme. Si este sueño dura mucho más me morderé las venas y aullaré.
       Durante la sexta noche de juego en el Elkhorn, redujeron el límite a cinco dólares.
       —No importa —le dijo Smoke al crupier—. Esta noche quiero ganar tres mil quinientos dólares, como siempre, y así solo me obligáis a jugar más tiempo. Tengo que apostar por el doble de números ganadores. No hay más.
       —¿Por qué no juega en la mesa de otro? —preguntó el crupier, muy enfadado.
       —Porque me gusta esta. —Smoke miró hacia la estufa al rojo vivo, situada a pocos metros de distancia—. Además, aquí no hay corrientes de aire y se está calentito.
       La novena noche, cuando Shorty hubo llevado el oro a casa, sufrió un ataque.
       —Me rindo, Smoke, me rindo —afirmó—. Sé cuando he llegado al límite. No estoy soñando. Estoy despierto. No puede ser un sistema, pero algo haces. La regla de tres ya no funciona. El calendario no sirve. El mundo se ha ido al traste. Ya no hay regularidad ni nada uniforme. La tabla de multiplicar se ha vuelto loca. Dos son ocho, nueve son once y dos veces dos da ochocientos cuarenta y seis y medio. Cualquier cosa es todo y nada es todo; y todo dos veces da cremas de belleza, batidos de vainilla y caballos pintos. Tienes un sistema. Las cifras superan a la imaginación. Lo que no puede ser, es y lo que no es, tiene que ser. El sol sale por poniente, la luna es una mina de oro, las estrellas son carne enlatada, el escorbuto es una bendición de Dios, quien muere vuelve vivir, las piedras flotan, el agua es gas, yo no soy yo, tú eres otro y puede que seamos gemelos, si es que no somos croquetas de patata y cebolla fritas en verdín. ¡Que alguien me despierte! ¡Por favor, despertadme!
       A la mañana siguiente recibieron una visita en la cabaña. Smoke lo conocía. Era Harvey Moran, el propietario de todos los juegos del Tivoli. En su voz grave y áspera había un deje de súplica cuando se decidió, por fin, a ir al grano.
       —La situación es la siguiente, Smoke —dijo—. Nos tienes a todos en ascuas. No solo hablo en mi nombre, sino también en el de los otros nueve propietarios de mesas de juego en todos los bares de la ciudad. No lo entendemos. Sabemos que ningún sistema ha funcionado nunca contra la ruleta. Todos los expertos matemáticos de la Universidad nos han dicho lo mismo: que la ruleta es en sí misma un sistema, el único sistema, y que por eso ningún sistema puede ganarle, porque implicaría que la aritmética se ha vuelto loca.
       Shorty asintió con fuerza.
       —Si un sistema puede vencer a otro sistema, entonces el sistema no existe —continuó el empresario de juego—. En ese caso podría ocurrir cualquier cosa: un objeto podría estar en dos lugares diferentes a la vez o dos objetos podrían estar en el mismo sitio, aunque en él solo hubiera espacio para uno.
       —Ya me has visto jugar —contestó Smoke en tono desafiante—. Y si creéis que no es más que una buena racha, ¿por qué os preocupáis?
       —Ese es el problema. No podemos evitar preocuparnos. Tienes un sistema, aunque sabemos que resulta imposible. Llevo cinco noches observándote y las únicas conclusiones que he sacado es que prefieres determinados números y no dejas de ganar. Los diez propietarios de mesas de juego nos hemos reunido y queremos hacerte una propuesta amistosa. Pondremos una mesa de ruleta en la trastienda del Elkhorn, financiaremos la banca a partes iguales y permitiremos que intentes ganarnos. Todo ocurrirá en privado y en silencio. Solo estaremos tú, Shorty y nosotros. ¿Qué me dices?
       —Creo que es al revés —respondió Smoke—. Yo permitiré que vengáis a verme. Esta noche jugaré en la sala del Elkhorn. Para verme jugar, os da igual donde juegue.
       Esa noche, cuando Smoke ocupó su lugar de siempre en la mesa, el crupier la cerró.
       —La mesa está cerrada —le dijo—. Órdenes del jefe.
       Pero los dueños del juego, todos presentes, decidieron no echarse atrás. En pocos minutos organizaron una banca común, en la que cada uno invirtió mil dólares, y abrieron la mesa.
       —A ver si puedes ganarnos —lo desafió Harvey Moran al tiempo que el crupier ponía en juego la bola.
       —¿Me concedéis el límite de veinticinco? —preguntó Smoke.
       —Claro, desde luego.
       De inmediato, Smoke situó veinticinco fichas sobre el doble cero y ganó.
       Moran se limpió el sudor de la frente.
       —Vamos —dijo—, que en la banca hay diez mil dólares.
       Al cabo de hora y media, los diez mil ya eran de Smoke.
       —Ha saltado la banca —anunció el crupier.
       —¿Os basta? —preguntó Smoke.
       Los propietarios se miraron. Estaban asombrados. Ellos, los grandes protegidos por las leyes del azar, estaban arruinados. Se enfrentaban a uno que tenía un acceso más íntimo a esas leyes o que había convocado leyes más elevadas e inimaginables.
       —Lo dejamos —dijo Moran—. ¿No es así, Burke?
       Burke el Grande, propietario de los juegos del bar M. y G., asintió.
       —Ha ocurrido lo imposible —dijo—. Este Smoke tiene un sistema. Si permitimos que siga así, nos arruinará a todos. Solo se me ocurre, si queremos mantener las mesas abiertas, bajar el límite a un dólar o a diez centavos o a uno. Con ese límite en las apuestas no podrá ganar demasiado en una noche.
       Todos miraron a Smoke, que se encogió de hombros.
       —En ese caso, caballeros, tendré que contratar a un grupo de hombres para que jueguen en todas sus mesas. Puedo pagarles diez dólares por un turno de cuatro horas y aun así ganar dinero.
       —Pues cerraremos las mesas —contestó Burke el Grande—. A menos que… —Dudó y miró a sus compañeros para asegurarse de que lo respaldarían—. A menos que quieras hablar de negocios. ¿Por cuánto nos venderías tu sistema?
       —Por treinta mil dólares —respondió Smoke—. Supone una carga de tres mil dólares por cabeza.
       Debatieron entre ellos y asintieron.
       —¿Y nos contarás cuál es tu sistema?
       —Desde luego.
       —¿Y prometerás no volver a jugar a la ruleta en Dawson?
       —No, señor —respondió Smoke muy convencido—. Prometo no volver a jugar con este sistema.
       —¡Dios mío! —estalló Moran—. No tendrás más sistemas, ¿verdad?
       —¡Alto! —gritó Shorty—. Quiero hablar con mi socio. Ven aquí, Smoke, a un lado.
       Smoke lo siguió hasta un rincón tranquilo de la sala mientras cientos de miradas curiosas se centraban en él y en Shorty.
       —Escucha, Smoke —susurró Shorty con voz ronca—. Puede que no sea un sueño. En ese caso vendes terriblemente barato. Ahora tienes al mundo agarrado por las pelotas. Puedes ganar millones. ¡Lánzate! ¡Sin piedad!
       —¿Y si es un sueño? —preguntó Smoke sin alzar el tono.
       —Entonces, por el bien del sueño y el amor de tu abuela, dales un buen repaso a esos jugadores. ¿De qué sirve soñar si no puedes soñar para llegar al mejor final eterno posible?
       —Por suerte, no es un sueño, Shorty.
       —Entonces, si vendes por treinta mil, jamás te lo perdonaré.
       —Cuando venda por treinta mil, caerás sobre mi cuello y cuando te recuperes descubrirás que en ningún momento has soñado. Esto no es un sueño. Shorty. En un par de minutos verás que has estado despierto todo el tiempo. Permita que te diga que, si vendo, es porque no me queda más remedio.
       De vuelta en la mesa, Smoke informó a los propietarios de que su oferta seguía en pie. Ellos le ofrecieron un pagaré en el que cada uno aportaba tres mil dólares.
       —Espera hasta tener el oro —advirtió Shorty.
       —Estaba a punto de anunciar que iba a acercarme a la báscula para pesar el dinero —dijo Smoke.
       El dueño del Elkhorn hizo efectivo el pagaré y Shorty tomó posesión del polvo de oro.
       —Ahora no quiero despertarme —se rio encantado mientras cargaba con los distintos sacos—. En total, ha sido un sueño de setenta mil dólares. Me resultaría demasiado caro abrir los ojos, salir de entre las mantas y preparar el desayuno.
       —¿Cuál es tu sistema? —preguntó Burke el Grande—. Lo hemos pagado y queremos saberlo.
       Smoke se abrió paso hasta la mesa.
       —Caballeros, préstenme atención un momento. Este no es un sistema normal. A duras penas puede considerarse válido, pero su gran virtud es que funciona. Tengo mis sospechas, aunque no pienso compartirlas. Limítense a observar. Crupier, preparala bolita. Espera. Voy a elegir el veintiséis. Imaginen que he apostado por él. Prepárate, crupier. ¡Ahora!
       La bola empezó a girar.
       —Fíjense —continuó diciendo Smoke— en que el nueve estaba directamente enfrente la bola cuando empezó a girar.
       La bola acabó en el veintiséis.
       Burke el Grande soltó un juramento y los demás esperaron.
       —Para que gane el doble cero, el once debe estar enfrente. Inténtenlo ustedes y verán.
       —Pero ¿cuál es el sistema? —quiso saber Moran, en tono impaciente—. Ya sabemos que sabes elegir números ganadores y sabemos cuáles son esos números, pero ¿cómo lo haces?
       —Observando secuencias. Por casualidad me fijé, en dos ocasiones distintas, que la bola empezaba a girar justo cuando tenía el nueve enfrente. En ambas ocasiones ganó el veintiséis. Después vi como ocurría una vez más. Luego busqué otras secuencias y las encontré. Si el doble cero está enfrente, gana el treinta y dos, y si está el once, gana el doble cero. No siempre ocurre, pero sí habitualmente. Fíjense en que he dicho «habitualmente». Como ya les dije, tengo mis sospechas, pero no pienso compartirlas.
       Burke el Grande, impulsado por una comprensión repentina, se inclinó, detuvo la ruleta y la examinó con atención. Las cabezas de los otros nueve propietarios se inclinaron también para unirse al examen. Luego, Burke el Grande se enderezó y lanzó una mirada a la estufa.
       —Demonios —dijo—. No era ningún sistema. La mesa se encuentra cerca del fuego y la condenada ruleta se ha combado debido al calor. Y a nosotros nos ha quemado bien. No me extraña que le gustase esta mesa. En las demás no habría sacado ni para agua.
       Harvey Moran dejó escapar un profundo suspiro de alivio y se secó la frente.
       —Bueno —dijo—, en cualquier caso, no me parece caro lo que hemos pagado por descubrir que no era un sistema. —Su rostro empezó a moverse, estalló en carcajadas y le dio una palmadita a Smoke en el hombro—. Smoke, nos tuviste bien engañados. ¡Y nosotros encantados porque no venías a jugar a nuestras mesas! Oíd, tengo un champán estupendo que estoy dispuesto a descorchar si os venís todos conmigo al Tivoli.
       Más tarde, ya de vuelta en la cabaña, Shorty revisó y manipuló los distintos sacos de oro, todos llenos a reventar. Al final los apiló sobre la mesa, se sentó en su catre y empezó a quitarse los mocasines.
       —Setenta mil —calculó—. Pesan ciento setenta y cinco kilos. Y todo gracias a una ruleta combada y tu buen ojo. Smoke, te los comes crudos, te los comes vivos, sabes manejar barcas y me has puesto de los nervios, pero de todos modos yo sé que es un sueño. Solo en los sueños las cosas buenas se hacen realidad. No tengo ningún deseo de despertarme. Espero no despertarme nunca.
       —Anímate —respondió Smoke—. No te despertarás. Hay muchos avispados de la filosofía que opinan que los hombres solo son sonámbulos. Así que estás en buena compañía.
       Shorty se levantó, se acercó a la mesa, escogió el saco más pesado y lo abrazó como si fuese un bebé.
       —Puede que sea sonámbulo —comentó—, pero, como tú has dicho, estoy en muy buena compañía.


(1911)


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