Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


La carrera por la Número Tres (1911)
(“The Race for Number Three”)
Smoke Bellew
(Nueva York: The Century Co., 1912, 386 págs.)



      —¡Ja! ¡Míralo, vestido de gala!
       Shorty observó a su socio simulando desaprobación y Smoke, intentando en vano borrar las arrugas de los pantalones que acababa de ponerse, se sintió molesto.
       —Te queda muy bien para ser de segunda mano —continuó Shorty—. ¿Cuánto te clavaron?
       —Ciento cincuenta por el traje —respondió Smoke—. El hombre era casi de mi talla. Me pareció un precio razonable. ¿A dónde quieres ir a parar?
       —¿Quién? ¿Yo? A ninguna parte. Estaba pensando que has gastado lo tuyo para ser un comedor de carne que llegó a Dawson en plena temporada de barreras de hielo, sin comida, con solo una muda de ropa interior, un par de mocasines raídos y un pantalón de peto que parecía haber pasado por el naufragio del Hesperus. Ahora pareces otro, socio, ¿no?
       —¿Qué quieres? —preguntó Smoke en tono irritado.
       —¿Cómo se llama ella?
       —No hay ella que valga, amigo. Voy a comer a casa del coronel Bowie, si tanto te interesa. Tu problema, Shorty, es que tienes envidia porque voy a codearme con la alta sociedad y a ti no te han invitado.
       —¿No vas tarde? —inquirió Shorty.
       —¿A qué te refieres?
       —Para comer. Cuando llegues, ya estarán con la cena.
       Smoke estaba a punto de explicarse utilizando un sarcasmo detallado cuando se fijó en que al otro le hacían chiribitas los ojos. Continuó vistiéndose y, con unos dedos que habían perdido la destreza, anudó la corbata de lazo sobre el cuello de su camisa de algodón fino.
       —Ojalá no hubiese enviado todas mis camisas almidonadas a la lavandería —comentó Shorty en tono simpático—. Podría habértelas prestado.
       Para entonces Smoke se peleaba con un par de zapatos. Los calcetines de lana eran demasiado gruesos y no cabían. Le dedicó una mirada suplicante a Shorty, quien negó con la cabeza.
       —No. Aunque tuviera calcetines finos no te los prestaría. Vuelve a los mocasines socio. Con ese equipo nuevo y tan poca cosa te congelarías los dedos de los pies.
       —Pagué quince dólares por ellos, de segunda mano —se lamentó Smoke.
       —No creo que haya ni un solo hombre que no lleve mocasines.
       —Pero habrá mujeres, Shorty. Voy a sentarme a comer con mujeres de verdad, vivítas y coleando. Estarán la señora Bowie y algunas más. Eso me dijo el coronel.
       —Pues los mocasines no les quitarán el apetito —comentó Shorty—. ¿Qué querrá de ti el coronel?
       —No lo sé, a menos que se haya enterado de que encontré el lago Surprise. Drenarlo costará una fortuna y los Guggenheim buscan dónde invertir.
       —Seguramente es eso. Bien hecho, ve con mocasines. ¡Jo! Esa chaqueta está muy arrugada y te aprieta un poco. Picotea sin ganas. Como comas mucho te estalla. Y si a las mujeres les da por dejar caer sus pañuelos, tú no te inmutes. No se te ocurra recogerlos. Puedes hacer lo que quieras menos eso.
       Como correspondía a un experto bien retribuido y representante de la gran casa Guggenheim, el coronel Bowie habitaba una de las cabañas más espléndidas de Dawson. Allí, Smoke conoció a los elegidos sociales, no a los simples millonarios de pico y pala, sino a la verdadera crema y nata de una ciudad minera, cuya población había sido reclutada en todo el mundo; hombres como Warburton Jones, el explorador y escritor; el capitán Consadine, de la Policía Montada; Haskell, comisario del oro del Territorio Noroeste; y el barón Von Schroeder, valido de un emperador y poseedor de una reputación de duelista internacional. Y allí, deslumbrante en traje de noche, se encontró con Joy Gastell, a la que hasta entonces solo se había encontrado en el camino, cubierta de pieles y calzada con mocasines. Durante la cena le tocó sentarse a su lado.
       —Me siento como pez fuera del agua —confesó—. Aquí todos sois grandiosos. Además, jamás imaginé que en el Klondike pudiese existir este lujo oriental. Mira a Von Schroeder: va de esmoquin, y Consadine lleva la camisa almidonada. Eso sí, me he fijado en que es fiel a los mocasines. ¿Qué te parece mi atuendo?
       Movió los hombros como si se pavoneara, en busca de la aprobación de Joy.
       —Parece que te has vuelto más corpulento desde que cruzaste el paso —se rio ella.
       —No. A ver si aciertas.
       —Es de otra persona.
       —Has acertado. Se lo compré a uno de los oficinistas de la Compañía AC.
       —Es una pena que los oficinistas tengan los hombros tan estrechos —se compadeció ella—. Pero no me has dicho qué te parece mi modelo.
       —No puedo —respondió él—. No tengo palabras. Llevo demasiado tiempo en el camino. Esta clase de asuntos me dejan boquiabierto. Había olvidado que las mujeres tienen brazos y hombros. Mañana por la mañana me despertaré y sabré que todo ha sido un sueño, como dice mi amigo Shorty. La última vez que te vi, en el arroyo Squaw…
       —Parecía una india…
       —No era mi intención decir eso. Me estaba acordando de que fue en el arroyo Squaw donde descubrí que tenías pies.
       —Y yo jamás olvidaré que tú me los salvaste —dijo Joy—. Desde entonces he querido verte para darte las gracias. —Él se encogió de hombros, quitándole importancia al asunto—. Por eso estás aquí esta noche.
       —¿Tú le pediste al coronel que me invitara?
       —No, a la señora Bowie. También le pedí que me sentara a tu lado en la mesa. Y esta es mi oportunidad. Todo el mundo está hablando. Escúchame, ¿conoces el arroyo Mono?
       —Sí.
       —Ha resultado ser muy rico, increíblemente rico. Calculan que las concesiones valen un millón o más cada una. Lo ubicaron hace poco.
       —Recuerdo la estampida.
       —Delimitaron todo el arroyo hasta el horizonte, además de todos sus afluentes. Sin embargo, ahora mismo, la concesión Número Tres por debajo del punto de descubrimiento en el cauce principal está sin registrar. El arroyo quedaba tan lejos de Dawson que el comisario concedió sesenta días para registrar las concesiones tras la ubicación. Todas han quedado registradas, excepto la Número Tres por abajo. La delimitó Cyrus Johnson. Y no hubo más. Cyrus Johnson ha desaparecido y su plazo para registrarla terminará dentro de seis días. Entonces el hombre que la delimite, llegue a Dawson primero y la registre, se la queda.
       —Un millón de dólares —murmuró Smoke.
       —Gilchrist, que tiene la siguiente concesión por abajo ha sacado seiscientos dólares en una única batea de lecho rocoso. Ha derretido el hielo para abrir un hoyo de prueba. Y la concesión del otro lado aún es más rica. Lo sé bien.
       —¿Y cómo es que no lo sabe todo el mundo? —preguntó Smoke en todo escéptico.
       —Empieza a saberse. Lo han mantenido en secreto durante mucho tiempo y ahora empieza a oírse el rumor. Dentro de veinticuatro horas las buenas traíllas de perros aumentarán de precio. Tienes que irte tan amablemente como te sea posible en cuanto termine la cena. Lo tengo todo preparado. Vendrá un indio a entregarte un mensaje. Lo lees, haces ver que estás muy disgustado, te disculpas y te marchas.
       —Yo… no te sigo.
       ¡Tonto! —exclamó ella en susurros—. Lo que tienes que hacer es irte esta noche y agenciarte unas buenas traíllas de perros. Yo sé dónde hay dos. Una es la de Hanson, formada por siete enormes perros de la bahía de Hudson, por la que pide cuatrocientos dólares por cabeza. Esta noche es un precio alto, pero mañana no lo será. Y Charley el de Sitka tiene ocho malamutes por los que pide tres mil quinientos. Mañana se reirá d quien le ofrezca cinco mil. Además, tienes tu propia traílla. Aunque tendrás que comprar varias más. Ese es tu trabajo para esta noche. Consigue las mejores. Esta carrera la ganarán los perros tanto como los hombres. Son ciento ochenta kilómetros y tendrás que relevarlos con tanta frecuencia como puedas.
       —Ah, ya veo, quieres que intente registrarla —dijo Smoke, arrastrando las palabras.
       —Si no tienes dinero para los perros, yo… —Joy titubeó, pero antes de que pudiera continuar, Smoke intervino.
       —Puedo comprar los perros. Pero ¿no tienes miedo de que sea mucho arriesgar?
       —¿Me lo dices después de tus proezas con la ruleta en el Elkhorn? —respondió ella—. No me da miedo que tengas miedo. Es una propuesta por la que hay que luchar no es fácil, si es a eso a lo que te refieres. Una carrera para ganar un millón en la que te enfrentarás a algunos de los guías de perros y viajeros más duros del territorio. Aún no se han apuntado, pero mañana a estas horas ya lo habrán hecho y los perros valdrán lo que puedan pagar los más ricos. Olaf el Grande está en la ciudad. Llegó el mes pasado desde Circle City. Es uno de los guías de perros más impresionantes del país y si se apunta será el contendiente más peligroso. Otro es Bill el de Arizona. Ha sido transportista y repartidor de correo profesional durante muchos años. Si se apunta, todo el interés se centrará en él y en Olaf el Grande.
       —¿Y tú pretendes que yo sea una especie de tapado?
       —Exacto. Eso tendrá sus ventajas. Nadie pensará que tienes posibilidades. Al fin y al cabo, aún te tienen por chechaquo. No has pasado aquí las cuatro estaciones. Nadie se fijará en ti hasta que llegues a la recta final en cabeza.
       —Es en la recta final donde el tapado debe mostrar su elegancia, ¿no es así?
       Ella asintió y continuó diciendo, muy seria:
       —Recuerda que nunca me perdonaré a mí misma la jugada que os hice en la estampida del arroyo Squaw si no consigues la concesión de Mono. Y si hay alguien que pueda ganar esa carrera contra los veteranos, ese alguien eres tú.
       Fue la forma en que lo dijo. Le hizo sentir una oleada de calor, tanto en el corazón como en la cabeza. Le dedicó a Joy una mirada rápida y escrutadora, seria e involuntaria, y durante el momento en el que los ojos de ella se clavaron en los suyos antes de bajar la mirada, a Smoke le pareció que en ellos leía algo muchísimo más importante que la concesión que Cyrus Johnson no había llegado a registrar.
       —Lo haré —dijo—. La ganaré.
       La felicidad que asomó a los ojos de ella pareció prometer una recompensa mucho mayor que todo el oro de la concesión en juego. Percibió que la joven movía la mano sobre el regazo. Bajo la protección del mantel, él extendió su mano y sintió el fuerte apretón que los dedos de ella le concedieron y que le provocó otra oleada de calor.
       «¿Qué dirá Shorty?», fue la idea que cruzó como un destello su mente al tiempo que retiraba la mano. Observó casi con celos los rostros de Von Schroeder y Jones y se preguntó si no habrían adivinado lo excepcional y deliciosa que era la mujer que tenía a su lado.
       La voz de ella lo hizo volver en sí y darse cuenta de que llevaba unos minutos hablándole.
       —Porque verás, Bill el de Arizona es un indio blanco —le decía—. Y Olaf el Grande es capaz de luchar cuerpo a cuerpo con un oso, es un rey de las nieves, un verdadero salvaje. Puede viajar durante más tiempo que un indio y resistir mejor. Nunca ha conocido más vida que la del hielo y las vastas extensiones de nieve.
       —¿De quién habla? —intervino el capitán Consadine desde el otro lado de la mesa.
       —De Olaf el Grande —contestó ella—. Le contaba al señor Bellew lo buen viajero que es.
       —Y tiene razón —atronó la voz del capitán—. Olaf el Grande es el mejor viajero del Yukon. Yo apostaría por él incluso contra el mismo diablo si se trata de abrir camino en la nieve y viajar sobre el hielo. Fue él quien nos trajo los envíos del Gobierno en 1895, y lo hizo después de que dos correos se congelaran en el paso Chilkoot y el tercero se ahogara en las aguas abiertas de Thirty Mile.


*

       Smoke viajó hasta el arroyo Mono a un ritmo pausado, por miedo a que los perros se cansaran antes de la gran carrera. Además, se familiarizó con todo el trazado del camino y situó sus campamentos de relevo. Se habían apuntado tantos hombres a la carrera que los ciento ochenta kilómetros de su curso parecían una población continua. En todas partes había campamentos de relevo. Von Schroeder, que lo hacía por pasárselo bien, no contaba con menos de doce traíllas: una fresca cada quince kilómetros. Bill el de Arizona se había visto obligado a contentarse con ocho. Olaf el Grande tenía siete, las mismas con las que contaba Smoke. Por si eso fuera poco, a la carrera se habían apuntado cuarenta y pico hombres más. No todos los días, ni siquiera en el norte repleto de oro, el premio por una carrera de perros era un millón de dólares. No quedaban perros en todo el territorio y sus precios se habían cuadruplicado debido a una frenética especulación.
       La Número Tres por debajo del punto de descubrimiento quedaba a quince kilómetros cauce arriba del arroyo Mono desde su desembocadura. Los ciento sesenta y cinco kilómetros restantes debían correrlos sobre el seno helado del Yukón. En la Número Tres había cincuenta tiendas y más de trescientos perros. Las viejas estacas, situadas y garabateadas sesenta días antes por Cyrus Johnson, continuaban en pie y todos los hombres habían cruzado una y otra vez los límites de la concesión, porque la carrera con los perros iría precedida por una carrera de obstáculos a pie. Cada hombre debía reubicar la concesión, lo que implicaba situar dos estacas centrales y cuatro en las esquinas y cruzar el arroyo dos veces antes de poder partir hacia Dawson con los perros.
       Además, no habría «madrugadores». La concesión no quedaba libre para su reubicación antes de la medianoche del viernes y hasta ese mismo instante nadie podría colocar una estaca. Esas normas las había establecido el comisario del oro de Dawson y el capitán Consadine había enviado una brigada de policías montados para asegurarse de que todos las cumplieran. Habían surgido discusiones por la diferencia entre la hora solar y la hora de la Policía, pero Consadine decretó que lo que importaba era la hora que llevaba la Policía y, además, en concreto, la hora que marcaba el reloj del teniente Pollock.
       La senda del Mono corría a la altura del lecho del arroyo, medía unos cincuenta centímetros de ancho y era como un surco, cercada a cada lado por las nieves caídas durante meses. A todo el mundo le preocupaba el problema de cómo podrían empezar a competir cuarenta y muchos trineos y trescientos perros en una senda tan estrecha.
       —¡Ja! —dijo Shorty—. Va a ser la confusión más completa de la historia. No veo más salida, Smoke, que pelearse, sudar y abrirse camino. Aunque todo el arroyo estuviese cubierto de un hielo fulgurante, tampoco habría espacio para más de una docena de traíllas a la vez. Tengo la corazonada de que va a haber muchas bofetadas antes de que consigan separarse los unos de los otros. Y si eso ocurre a nuestro alrededor, tienes que dejar que me ocupe yo de repartir los puñetazos.
       Smoke se puso recto y se rio sin comprometerse.
       —¡No, de eso nada! —gritó alarmado su socio—. Pase lo que pase, ni se te ocurra pelear. No podrías dirigir a los perros durante más de ciento cincuenta kilómetros con un nudillo roto, que es lo que ocurrirá si los hundes en la mandíbula de algún tipo.
       Smoke asintió con la cabeza.
       —Tienes razón, Shorty. No puedo arriesgarme.
       —Y recuerda —continuó Shorty— que yo tengo que hacer el esfuerzo de empujar durante los primeros quince kilómetros mientras tú te lo tomas con la mayor calma posible. Me ocuparé de que llegues al Yukón. Después ya es cosa tuya y de los perros. Oye, ¿cuál crees que será el plan de Schroeder? Tiene la primera traílla a cuatrocientos metros arroyo abajo y la reconocerá gracias a un farol verde. Pero lo vamos a superar. Yo siempre he preferido una llamarada roja.
       El día había sido frío y despejado, pero una capa de nubes había cubierto el cielo y la noche llegó cálida y oscura, con la promesa de una nevada inminente. El termómetro marcaba 25°C bajo cero y esa temperatura en el invierno del Klondike se considera muy cálida.
       Unos pocos minutos antes de la medianoche, tras dejar a Shorty con los perros a quinientos metros arroyo abajo, Smoke se reunió con los corredores en la Número Tres. Había cuarenta y cinco hombres esperando la señal de comienzo para intentar hacerse con el millón de dólares que Cyrus Johnson había dejado entre la gravilla helada. Cada hombre llevaba seis estacas y un pesado mazo de madera y se envolvía en una parka de dril de algodón muy grueso y con forma de blusón.
       El teniente Pollock, con un enorme abrigo de piel de oso, consultó su reloj a la luz de una hoguera. Faltaba un minuto para la medianoche.
       —¡Preparaos! —dijo al tiempo que levantaba un revólver en la mano derecha y observaba el movimiento del segundero.
       Cuarenta y cinco capuchas fueron echadas hacia atrás, cuarenta y cinco pares de manos se vieron libres de las manoplas y cuarenta y cinco pares de mocasines pisaron con fuerza la nieve compacta. Además, cuarenta y cinco estacas quedaron clavadas en la nieve y el mismo número de mazos alzados en el aire.
       Sonó el disparo y cayeron los mazos. El derecho al millón de Cyrus Johnson había expirado.
       Smoke clavó su estaca y corrió entre los doce primeros. En las esquinas habían encendido hogueras y junto a cada una de ellas aguardaba un policía con una lista en la mano para ir tachando los nombres de los corredores. Cada participante debía decir su nombre en voz alta y mostrar su rostro. No querían que nadie estacase por poderes mientras el verdadero corredor huía arroyo abajo antes de tiempo.
       En la primera esquina, Von Schroeder clavó su estaca junto a la de Smoke. Los mazos golpearon al mismo tiempo. Mientras lo hacían, llegaron más por detrás, con semejante ímpetu que se incordiaban los unos a los otros, tropezaban y empujaban. Mientras se escabullía de aquel lío y daba su nombre al policía, Smoke vio al barón chocar con uno de los corredores y caer al suelo. Pero Smoke no esperó. Había otros que iban por delante de él. A la luz menguante de la hoguera le pareció percibir la gigantesca espalda de Olaf el Grande y, en la esquina suroeste, Olaf el Grande y él clavaron la estaca al mismo tiempo.
       La carrera de obstáculos preliminar no resultó nada sencilla. Los límites de la concesión sumaban un total de kilómetro y medio, casi todo sobre la superficie irregular de un llano cubierto de piedras redondeadas, a su vez tapadas por la nieve. Alrededor de Smoke los hombres tropezaban y caían, y en varias ocasiones él mismo se vio impulsado hacia delante y aterrizó a cuatro patas. Olaf el Grande se cayó una vez delante de él, tan cerca que Smoke no pudo esquivarlo y acabó encima de él.
       La estaca central superior se clavaba junto al terraplén de la orilla y los corredores se lanzaban luego terraplén abajo, cruzaban el lecho helado del arroyo y ascendían el otro terraplén. Allí, mientras Smoke trepaba, una mano lo agarró del tobillo y lo obligó a retroceder. Bajo la luz parpadeante de una hoguera lejana le resultó imposible ver quién había sido. Pero Bill el de Arizona, tratado de la misma forma, se puso en pie y hundió el puño en el rostro del culpable. Smoke lo vio y oyó el crujido mientras luchaba por ponerse en pie, pero antes de que lograra lanzarse de nuevo terraplén arriba, un puñetazo lo dejó medio atontado sobre la nieve. Se levantó como pudo, localizó al hombre, hizo ademán de lanzarle un gancho a la mandíbula, recordó la advertencia de Shorty y se contuvo. Al instante, golpeado en las rodillas por un cuerpo que pasaba zumbando, volvió a caer.
       Era un anticipo de lo que ocurriría cuando los hombres llegasen a los trineos. Los corredores brotaban en masa por encima del otro terraplén y se unían al atasco. Ascendían el terraplén de la orilla en grupos y en grupos se veían arrastrados por sus impacientes compañeros. Se pegaban más puñetazos, se escapaban maldiciones de los pechos jadeantes de quienes aún tenían fuerzas para hablar y Smoke, que curiosamente no dejaba de ver el rostro de Joy Gastell, tenía la esperanza de que los mazos no entra, sen en juego. Derribado, pisoteado, tanteando en la nieve para encontrar sus estacas perdidas, por fin había logrado apartarse de aquella muchedumbre y atacar el ascenso de la orilla un poco más adelante. Otros también lo hacían y tuvo la suerte de que muchos hombres le llevasen ventaja en la carrera hacia la esquina noroeste.
       Al alcanzar la cuarta esquina tropezó y, mientras caía hacia delante, perdió la estaca que le quedaba. Tanteó en la oscuridad durante cinco minutos antes de encontrarla y durante ese tiempo los corredores, sin dejar de jadear, lo fueron adelantando. Desde la última esquina hasta el arroyo comenzó a adelantar a los corredores para los que la carrera de kilómetro y medio había sido demasiado. En el arroyo se había armado un buen jaleo. Una docena de trineos se apilaban volcados y casi cien perros habían entablado batalla. En medio del lío, los hombres luchaban, tirando de los perros para desenredarlos o separándolos a palos.
       Dejando atrás el tramo saturado, saltó desde el terraplén, alcanzó la parte pisada de la senda de los trineos y mejoró su tiempo. Allí, en refugios atestados y abiertos junto al camino, hombres y trineos aguardaban a los corredores que aún no habían llegado. A su espalda, Smoke oyó las quejas de unos perros y tuvo el tiempo justo de apartarse de un salto y caer sobre la nieve virgen. Un trineo pasó volando y pudo ver al hombre que iba arrodillado sobre él y que gritaba como un poseso. Acababa de pasar cuando se detuvo en medio de un estruendo enorme. Los perros alterados de uno de los trineos que aguardaba refugiado, enfadados porque otros animales los adelantaban, se habían rebelado y saltado sobre ellos.
       Smoke se metió entre la nieve para rodearlos y dejarlos atrás. Veía el farol verde de Schroeder y, un poco más allá, la llamarada roja que marcaba a su propia traílla. Dos hombres se ocupaban de los perros de Von Schroeder, con dos garrotes cortos interpuestos entre ellos y el camino.
       —¡Vamos, Smoke! ¡Vamos, Smoke! —oyó a Shorty llamarlo, impaciente.
       —¡Ya voy! —gritó como pudo.
       A la luz de la llamarada roja vio la nieve levantada, pisoteada, y por la forma en que respiraba su socio supo que allí se había luchado una buena batalla. Se tambaleó hasta llegar al trineo y, en el momento en que caía sobre él, el látigo de Shorty restalló y a él se le oyó decir:
       —¡Corred, demonios! ¡Corred!
       Los perros saltaron al camino y el trineo arrancó bruscamente. Eran animales grandes —la famosa traílla de perros de la bahía de Hudson que le había vendido Hanson—. Smoke los había escogido para la primera etapa, que incluía los quince kilómetros de Mono el complicado atajo a través del llano de la desembocadura y los quince primeas kilómetros del tramo del Yukón.
       —¿Cuántos van por delante? —preguntó.
       —Cállate y ahorra energía —respondió Shorty—. ¡Vamos, bestias! ¡Corred! ¡Corred!
       Corría detrás del trineo, agarrado a una cuerda corta. Smoke no lo veía. Tampoco podía ver el trineo sobre el que iba tumbado cuan largo era. Las hogueras habían quedado atrás y cruzaban un muro de tinieblas a la máxima velocidad que los perros eran capaces de alcanzar. Esa oscuridad casi resultaba pegajosa, tal era su consistencia.
       Smoke sintió que el trineo se inclinaba sobre un patín al tomar una curva invisible y desde delante le llegaron los gruñidos de los animales y los juramentos de los hombres Aquello sería conocido más tarde como el atasco Barnes-Slocum. Fueron las traíllas de esos dos hombres las que primero colisionaron y contra ese lío, a toda velocidad, se amontonaron los siete enormes luchadores de Smoke. El revuelo de aquella noche en el arroyo Mono había provocado ganas de pelea entre los perros, todos ellos poco más que lobos semidomesticados. Como los perros del Klondike se manejaban sin riendas y resultaba imposible frenarlos si no era con la voz, no había forma de detener aquella saturación de luchas que se apilaban entre los estrechos bordes del arroyo. Desde atrás, trineo tras trineo se sumaban a la confusión. Los hombres que casi habían logrado liberar a sus traíllas se veían superados por nuevas avalanchas de perros, todos bien alimentados, descansados y dispuestos a pelearse.
       —¡Hay que golpear, sacar a los perros a rastras y abrirse camino por la nieve virgen! —gritó Shorty al oído de su socio—. ¡Y cuidado con tus nudillos! Tú saca a los perros y deja que de los puñetazos me ocupe yo.
       Smoke nunca pudo recordar con claridad lo que ocurrió durante la siguiente media hora. Al final, salió de allí agotado, sin aliento, con la mandíbula afectada por un puñetazo, el hombro dolorido a causa de un garrotazo, una pierna sangrando debido al mordisco de un perro y ambas mangas de la parka hechas pedazos. Como un sueño, mientras la pelea continuaba a su espalda, ayudó a Shorty a volver a enganchar a los perros. Tuvieron que sacar a uno de los tirantes porque se moría y en la oscuridad repararon a tientas el arnés afectado.
       —Ahora túmbate y recupera energías —ordenó Shorty.
       Los perros alcanzaron velocidad a oscuras y, sin desfallecer un solo instante, recorrieron lo que quedaba del cauce del arroyo Mono, cruzaron el largo atajo y llegaron al Yukon. Allí, en el cruce con la senda del gran río, alguien había encendido una hoguera y allí fue donde Shorty se despidió. A la luz de la hoguera, mientras el trineo saltaba siguiendo a los perros, que volaban, Smoke pudo presenciar otra de las imágenes inolvidables de la Región Septentrional. Era Shorty, avanzando entre la nieve a duras penas, cojo, despidiéndose a gritos sin dejar de animarlo, con un ojo morado y cerrado, los nudillos magullados, rotos, y un brazo desgarrado por los colmillos, del que manaba una buena cantidad de sangre.
       —¿Cuántos van delante? —preguntó Smoke al dejar a sus agotados perros de la bahía de Hudson y saltar al trineo que lo esperaba en el primer punto de relevo.
       —Yo he contado once —le gritó el hombre, porque ya se alejaba tras los perros.
       La siguiente etapa constaba de veinticinco kilómetros que lo llevarían a la desembocadura del río White. Los perros eran nueve, pero formaban la más débil de sus traíllas. Los cuarenta kilómetros que separaban el río White de Sixty Mile los había dividido en dos etapas debido a las barreras de hielo y allí lo aguardaban dos de sus traíllas más duras y fuertes.
       Iba tumbado en el trineo a toda velocidad, boca abajo, agarrándose con las dos manos. Si los perros bajaban mínimamente el ritmo, se ponía de rodillas y, dando órdenes a gritos, precariamente aferrado con solo una mano, utilizaba el látigo. A pesar de ser su traílla más débil, adelantó a dos trineos antes de llegar al río White. Allí, en el momento de congelarse, se había formado una barrera que permitió que el agua se convirtiera en una capa de hielo sin obstáculos durante casi un kilómetro. Esa superficie lisa posibilitaba a los corredores intercambiar trineos a la velocidad del rayo y continuar camino hasta sus siguientes relevos tras las barreras.
       Al pasar la barrera y salir a la superficie lisa, Smoke empezó a correr y a gritan «¡Billy! ¡Billy!».
       Billy lo oyó y respondió y, a la luz de las muchas hogueras, Smoke vio que un trineo se apartaba del margen y se ponía a su lado. Los perros estaban frescos y en cualquier momento adelantarían a los suyos. Al tiempo que los trineos giraban bruscamente uno hacia el otro, Smoke saltó y Billy hizo lo propio.
       —¿Dónde está Olaf el Grande? —gritó Smoke.
       —¡En cabeza! —respondió la voz de Billy. Atrás quedaron las hogueras y Smoke volvió a volar en medio de una oscuridad completa.
       En las barreras de ese relevo, donde el camino cruzaba un caos de bloques de hielo en vertical y donde Smoke se bajó del trineo por delante y, usando una cuerda para tirar, trabajó duramente por detrás del perro rueda, adelantó a otros tres trineos. Habían sufrido algún accidente y oyó a los hombres cortar tirantes y arreglar arneses.
       Entre las barreras del siguiente relevo corto, que llevaba a Sixty Mile, adelantó dos trineos más. Por si tenía dudas de lo que les había ocurrido, uno de sus propios perros se torció un hombro, fue incapaz de aguantar el ritmo y se vio arrastrado en el arnés. Sus compañeros de traílla se enfadaron, se lanzaron sobre él enseñando los colmillos y Smoke se vio obligado a pegarles con el mango del látigo. Mientras cortaba el tirante del animal herido para soltarlo oyó las quejas de unos perros a su espalda y la voz de un hombre que le resultó familiar. Era Von Schroeder. Smoke avisó para evitar una colisión por detrás y el barón, haciendo virar a sus animales a la izquierda y oscilando sobre la vara del trineo, se desvió algo más de tres metros. Sin embargo, la oscuridad resultaba tan impenetrable que Smoke lo oyó pasar, pero no lo vio.
       Sobre la superficie lisa de hielo junto al puesto comercial de Sixty Mile, Smoke adelantó otros dos trineos. Todos acababan de cambiar traíllas y durante cinco minutos se mantuvieron a la par, todos de rodillas, azuzando con el látigo y los gritos a los enloquecidos perros. Pero Smoke había estudiado esa parte del camino y localizó a tiempo el pino alto de la orilla que se veía ligeramente a la luz de las muchas hogueras. Bajo ese pino no solo había oscuridad, sino un cese abrupto del tramo liso. Él sabía que allí el camino se estrechaba hasta el punto de que los trineos solo podían pasar de uno en uno. Se inclinó hacia delante, cogió la cuerda de arrastre y acercó el trineo al perro rueda. Agarró al animal por las patas traseras y tiró de él. Con un gruñido enfadado, el bicho intentó clavarle los dientes, pero el resto de la traílla tiró de él. Su cuerpo demostró ser un buen freno y las otras dos traíllas, que seguían avanzando a la par, volaron en la oscuridad hacia el punto donde la senda se estrechaba.
       Smoke oyó el estruendo y el alboroto del choque, soltó a su perro rueda, saltó hacia la vara del trineo y obligó a su traílla a desviarse a la derecha, sobre la nieve virgen, donde los animales se hundieron hasta el cuello. Fue un trabajo agotador, pero consiguió superar a las traíllas enredadas y acceder al camino apisonado del otro lado.
       Para el relevo que salía de Sixty Mile, Smoke contaba con una de sus peores traíllas y, aunque el camino no era malo, había preferido acortar la etapa y hacerla de solo veinticinco kilómetros. Quedaban otras dos traíllas para llegar a Dawson y a la oficina del registrador y Smoke había elegido sus mejores animales para esos dos últimos tramos. El propio Charley el de Sitka aguardaba junto a los ocho malamutes que tirarían de Smoke durante treinta kilómetros y para el final, con una carrera de veinticinco kilómetros, había dejado a sus propios perros, la traílla con la que había pasado todo el invierno y que lo había acompañado en su búsqueda del lago Surprise.
       Los dos hombres que había dejado enredados en Sixty Mile no lograban alcanzarlo y, por otro lado, su traílla tampoco conseguía cazar a ninguno de los tres que quedaban por delante. Sus animales tenían buenas intenciones —aunque les faltaba resistencia y velocidad— y apenas debía insistir para que se esforzaran al máximo. Smoke no podía hacer más que permanecer tumbado boca abajo y aguardar. De vez en cuando salía de la oscuridad y se adentraba en el círculo de luz de alguna hoguera, veía fugazmente a los hombres envueltos en pieles que esperaban de pie junto a los perros ya preparados y volvía a zambullirse en la oscuridad. Continuaba avanzando kilómetro tras kilómetro, oyendo solo el ruido y las sacudidas de los patines. Casi de forma automática mantenía su lugar cuando el trineo botaba hacia adelante o medio se elevaba de un lado para adaptarse a los vaivenes de las curvas.
       El crepúsculo gris del alba empezaba a asomar cuando cambió sus agotados animales por los ocho malamutes frescos. Eran perros más ligeros que los de la bahía de Hudson, por lo que alcanzaban más velocidad y corrían con la agilidad de los incansables lobos auténticos. Charley el de Sitka le gritó el orden de los que iban por delante. En cabeza, Olaf el Grande, Bill el de Arizona en segundo puesto y Von Schroeder iba tercero. Eran los tres mejores hombres del país. De hecho, antes de que Smoke se fuese de Dawson las apuestas ya los habían situado en ese mismo orden. Mientras ellos corrían para ganar un millón, otros se jugaban medio millón más al resultado de la carrera. Nadie había apostado por Smoke, quien, a pesar de sus diversas y conocidas hazañas, seguía siendo considerado un chechaquo al que le quedaba mucho por aprender.
       Al aumentar la luz del día, Smoke pudo ver el trineo que iba por delante de él y, en media hora, su perro guía saltaba pegado a su trasera. Cuando el hombre giró la cabeza para intercambiar saludos, Smoke reconoció a Bill el de Arizona. Era evidente que Von Schroeder lo había adelantado. El camino, bien pisado, era estrecho y corría entre nieve blanda, por lo que durante media hora más Smoke se vio obligado a permanecer tras la estela del otro. Luego superaron una barrera de hielo y llegaron a un trecho de hielo liso, donde se encontraban unos cuantos campamentos de relevo y donde la nieve estaba mucho más pisoteada. De rodillas, manejando el látigo y gritando, Smoke se puso a la par de Bill el de Arizona y luego lo adelantó.
       Bill se fue rezagando poco a poco y, cuando el último puesto de relevo quedó a la vista, ya se encontraba a casi un kilómetro de distancia. Por delante, muy juntos, Smoke veía a Olaf el Grande y a Von Schroeder. De nuevo se puso de rodillas y logró que sus experimentados animales pegasen un acelerón de esos que solo consiguen quienes tienen el instinto adecuado para manejar perros. Se acercó a la trasera del trineo de Von Schroeder y en ese orden los tres trineos abandonaron el trecho liso y descendieron una barrera, donde esperaban muchos hombres y muchos perros. Dawson quedaba a veinticinco kilómetros de distancia.
       Von Schroeder, con relevos cada quince kilómetros, había cambiado ocho kilómetros atrás y volvería a hacerlo dentro de otros siete. Así que continuó avanzando a toda velocidad. Olaf el Grande y Smoke hicieron los relevos volando y sus traíllas frescas y descansadas enseguida recuperaron la ventaja que les llevaba el barón. Olaf el Grande lo adelantó primero, seguido de Smoke, antes de internarse en la parte estrecha del camino.
       «Bien, aunque no del todo», se dijo Smoke para sus adentros, parafraseando a Spencer.
       Von Schroeder, que había quedado atrás, no le daba miedo, pero por delante llevaba al mejor guía de perros del país. Adelantarlo parecía imposible. Una y otra vez, en muchas, ocasiones, Smoke forzó a su perro guía para que alcanzase la trasera del trineo del otro y, siempre, Olaf el Grande aceleraba un poco más y se alejaba. Smoke se contentaba con seguirle el paso y aguantar el tipo. La carrera no estaba perdida hasta que uno u otro ganase y en veinticinco kilómetros podían pasar muchas cosas.
       A cinco kilómetros de Dawson ocurrió algo. Para sorpresa de Smoke, Olaf el Grande se puso en pie y, entre juramentos y trallazos, procedió a exprimir el último gramo de fuerza de sus animales. Era un esfuerzo que debía haber reservado para los últimos cien metros, en lugar de realizarlo a cinco kilómetros de la meta. A pesar de que era un gesto brutal para los perros, Smoke lo siguió. Su traílla era soberbia. No había perros en todo el Yukon que hubiesen hecho un trabajo más duro que aquellos ni que estuviesen en mejores condiciones. Además, Smoke había trabajado con ellos, dormido y comido con ellos conocía a cada uno individualmente y sabía cómo sacarle mejor partido a la inteligencia de cada animal y extraer de ellos hasta la última gota de voluntad.
       Superaron una pequeña barrera y llegaron al tramo liso de abajo. Olaf el Grande solo le llevaba quince metros de ventaja. Un trineo salió disparado desde un lateral y se acercó a él, y entonces Smoke comprendió por qué Olaf había realizado tanto esfuerzo en ese momento. Había intentado adelantarse lo más posible para realizar otro relevo. Había guardado en secreto la existencia de esa nueva traílla que lo esperaba para recorrer el último tramo hasta la meta. Ni los que lo apoyaban conocían su existencia.
       Smoke luchó desesperadamente por adelantarlo mientras realizaba el cambio de trineos. Exigiendo el máximo esfuerzo a sus perros, logró cubrir los quince metros de ventaja. Sin dejar de gritar y de usar el látigo, se situó a su lado y continuó avanzando hasta que su perro guía se encontró a la par del perro rueda de Olaf el Grande. Al otro lado y también a la par estaba el trineo de relevo. A la velocidad que llevaban, Olaf no se atrevía a saltar de uno al otro. Si fallaba y se caía, Smoke se pondría por delante y Olaf podría perder la carrera.
       Olaf el Grande intentó ponerse en cabeza y manejó a sus perros magníficamente, pero el guía de Smoke continuaba corriendo junto al rueda de Olaf. Durante casi un kilómetro, los tres trineos continuaron volando a la par. Estaban llegando al final del tramo liso cuando Olaf se arriesgó. Saltó en el momento en que los trineos se juntaron un poco más y al instante estaba de rodillas, jaleando con la voz y el látigo a la traílla nueva y descansada. El tramo liso se convirtió en una senda estrecha, en la que se introdujo con solo un metro de ventaja.
       Nadie está vencido hasta que lo vencen, concluyó Smoke, y por más que hiciera, Olaf no lograba librarse de su perseguidor. Ninguna traílla de las que Smoke había guiado esa noche podría haber soportado ese ritmo matador y mantenerse a la par de unos perros descansados… ninguna, excepto la suya. Sin embargo, aquella marcha estaba acabando con ellos y, cuando empezaron a rodear el risco de Klondike City, sintió que sus perros se quedaban sin fuerzas. Se iban retrasando de forma casi imperceptible al principio, y poco a poco Olaf fue aumentando la ventaja, hasta lograr adelantarse una veintena de metros.
       La población de Klondike City, reunida sobre el hielo, los recibió con una gran ovación. Allí era donde el Klondike se adentraba en el Yukon y, a menos de un kilómetro de distancia, al otro lado del Klondike, en la orilla norte, se encontraba Dawson. Se oyeron más vítores y gritos de entusiasmo y Smoke percibió de reojo que un trineo volaba hacia él. Reconoció los espléndidos animales que lo llevaban. Eran los de Joy Gastell. Y Joy Gastell los guiaba. Había echado hacia atrás la capucha de su parka de piel de ardilla, dejando al descubierto el óvalo de su rostro, como un camafeo entre la abundante cabellera. También se había quitado las manoplas y, con las manos desnudas, se agarraba al látigo y al trineo.
       —¡Salta! —le gritó al tiempo que su perro guía le lanzaba un gruñido al de Smoke.
       Smoke cayó en el trineo justo detrás de ella. El impacto de su cuerpo lo hizo estremecerse violentamente, pero ella se mantuvo de rodillas, sin dejar de usar el látigo.
       —¡Hola, tú! ¡Corred! ¡Vamos, corred! —gritaba y los perros gemían y aullaban, movidos por el deseo y el esfuerzo de adelantar a Olaf el Grande.
       Entonces, a la vez que su perro guía alcanzaba la trasera del trineo de Olaf y, metro a metro, lograba situarse a la par, la enorme multitud situada en la orilla de Dawson se volvió loca. Era impresionante porque los hombres habían abandonado sus herramientas en todos los arroyos y habían llegado hasta allí para presenciar el final de la carrera, y un final tan ajustado después de ciento ochenta kilómetros justificaba cualquier locura.
       —¡Cuando te pongas por delante, me bajo! —gritó Joy por encima del hombro.
       Smoke intentó protestar.
       —Y cuidado con la curva a medio camino de la subida al terraplén —advirtió ella.
       Perro a perro, separados por menos de dos metros de distancia, las dos traíllas corrían a la par. Olaf el Grande, con la voz y el látigo, presionó más a los suyos. Luego, poco a poco, centímetro a centímetro, el guía de Joy empezó a adelantarlo.
       —¡Prepárate! —le gritó ella a Smoke—. Te dejo dentro de un minuto. Coge el látigo.
       En el momento en que él movía la mano para agarrar el látigo, oyeron a Olaf el Grande lanzar un grito de advertencia, pero ya era tarde. Su perro guía, enfadado porque lo adelantaban, se desplazó bruscamente para atacar. Sus colmillos golpearon al guía de Joy en el costado. Las traíllas rivales se lanzaron una contra la otra. Los trineos adelantaron a los animales en plena pelea y volcaron. Smoke se puso en pie como pudo e intentó levantar a Joy. Pero ella lo alejó y le gritó:
       —¡Vete!
       De pie, ya casi quince metros por delante, corría Olaf, empeñado en terminarla carrera. Smoke obedeció y cuando ambos hombres llegaron al pie del terraplén de Dawson, ya le pisaba los talones. Pero, terraplén arriba, Olaf el Grande movió su enorme cuerpo con una agilidad que le valió para recuperar tres metros.
       La oficina del registrador del oro quedaba en la calle principal, a cinco manzanas. La calle estaba atestada, como si se celebrara un desfile. Esta vez no le resultó tan sencillo a Smoke ponerse a la altura de su gigantesco rival y, cuando lo hizo, no fue capaz de adelantarlo. Uno junto al otro, recorrieron el estrecho pasillo que quedaba entre los sólidos muros de hombres que los animaban. Una vez uno y luego el otro, realizando esfuerzos convulsos conseguían adelantarse un par de centímetros, para perderlos de inmediato.
       Si el ritmo resultó matador para los perros, el que llevaban ahora no lo era menos. Pero competían por un millón de dólares y el mayor honor de todo el territorio del Yukón. Lo único que sintió Smoke durante ese enloquecido tramo final fue asombro ante la enorme cantidad de gente que había en el Klondike. Nunca antes los había visto a todos juntos.
       Sin quererlo, se retrasó y Olaf consiguió llevarle una zancada entera de ventaja. A Smoke le parecía que le iba a estallar el corazón y ya ni siquiera sentía las piernas. Sabía que continuaban corriendo, pero no cómo era capaz de hacer que volaran de esa forma; tampoco cómo logró obligarlas a que lo situasen de nuevo a la altura de su competidor.
       Frente a ellos surgió la puerta abierta de la oficina del registrador. Ambos habían realizado un esfuerzo final enorme e inútil. Ninguno lograba librarse del otro y, juntos, llegaron al umbral, chocaron violentamente y cayeron de cabeza sobre el suelo de la oficina.
       Se sentaron, pero los dos estaban demasiado agotados para levantarse. Olaf el Grande, sudando a mares, respirando a bocanadas enormes y dolorosas, dio varios manotazos al aire e intentó hablar en vano. Luego extendió la mano con una inconfundible intención. Smoke extendió la suya y estrechó la de Olaf.
       —Es un empate —oyó decir Smoke al registrador, pero fue como en un sueño y la voz le parecía muy lejana, muy débil—. Solo puedo decir que han ganado los dos. Tendrán que repartirse la concesión. Son socios.
       Los brazos de los dos subieron y bajaron a la vez para ratificar la decisión. Olaf el Grande asintió con énfasis y farfulló algo. Por fin consiguió hablar.
       —Condenado chechaquo —dijo, aunque en su tono había admiración—. No sé cómo lo has hecho, pero lo has hecho.
       En el exterior, la multitud armaba más jaleo que antes y la oficina estaba atestada de gente. Smoke y Olaf intentaron levantarse y se ayudaron mutuamente a ponerse en pie. A Smoke le temblaban las piernas y se tambaleó como si estuviera bebido. Olaf el Grande se bamboleó como pudo para acercarse a él.
       —Siento que mis perros atacasen a los tuyos.
       —Era imposible evitarlo —jadeó Smoke—. Oí tu advertencia.
       —Oye —dijo Olaf con los ojos relucientes—, esa joven… es de las que merecen la pena, ¿no?
       —Es de las que merecen la pena, sí —coincidió Smoke.


(1911)


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