Prosper Merimée
(París, Francia, 1803 - Cannes, Francia, 1870)


El doble error (1833)
(“La Double Méprise”)
La Double Méprise
(París: H. Fournier, 1833, 290 págs.)



Zagala, más que las flores
Blanca, rubia y ojos verdes,
Si piensas seguir amores
Piérdete bien, pues te pierdes.


I

      Julia de Chaverny estaba casada desde hacía unos seis años, y desde alrededor de los cinco y medio había reconocido no sólo la imposibilidad de amar a su marido, sino incluso la dificultad de sentir por él alguna estima. Ese marido no era en absoluto un mal hombre, no era ni bruto ni tonto. Aunque tal vez hubiera en él algo de todo eso. Consultando sus recuerdos, había podido recordar que en otros tiempos lo había encontrado amable; pero ahora le fastidiaba. Todo en él le parecía repulsivo. Su forma de comer, de tomar el café, de hablar, le producía crispaciones nerviosas. Sólo se veían y se hablaban cuando estaban a la mesa; pero comían juntos muchas veces por semana y eso bastaba para mantener viva la repulsión de Julia.
       Por lo que respecta a Chaverny, era un hombre bastante guapo, tal vez algo grueso para su edad, de tez lozana, sanguíneo, que, por temperamento, no sufría esas inquietudes vagas que, con frecuencia, atormentan a las personas imaginativas. Creía piadosamente que su mujer sentía por él una dulce amistad (era demasiado filósofo como para creerse amado como el primer día de matrimonio), y esta persuasión no le producía ni placer ni alegría; se habría acomodado a lo contrario igualmente. Había servido durante muchos años en un regimiento de caballería; pero cuando recibió una cuantiosa herencia, se aburrió de la vida de guarnición, presentó su dimisión y se casó. Explicar el matrimonio de dos personas que no tenían ni una sola idea en común puede parecer algo difícil. Por una parte, abuelos y oficiosos que, como Frosina, serían capaces de casar a la república de Venecia con el Gran Turco, se habían tomado muchas molestias para arreglar los asuntos de interés. Por otra parte, Chaverny pertenecía a una buena familia; no estaba aún tan gordo; era alegre y era, en toda la extensión de la palabra, lo que se dice un buen chico. Julia lo veía venir a casa de su madre con agrado, porque le hacía reír contándole historias de su regimiento con una comicidad que no era siempre de buen gusto. Lo encontraba amable porque bailaba con ella en todos los bailes y porque no le faltaban nunca buenas razones para lograr de la madre de Julia permiso para volver tarde, ir al teatro o al bosque de Boulogne. Además, Julia lo creía un héroe porque se había batido en duelo honorablemente dos o tres veces. Pero lo que hizo triunfar definitivamente a Chaverny, fue la descripción de cierto coche que iba a mandar construir de acuerdo con unos planos que él mismo había diseñado, y en el que él mismo llevaría a Julia tan pronto como ella aceptara concederle su mano.
       Al cabo de unos cuantos meses de matrimonio, todas las buenas cualidades de Chaverny habían perdido gran parte de su mérito. Por supuesto, ya no bailaba nunca con su esposa. Ahora decía que los bailes se prolongaban hasta demasiado tarde. Bostezaba en el teatro y le parecía algo insoportable tener que vestirse por la noche. Su principal defecto era la pereza; si se hubiera decidido a agradar, tal vez lo habría logrado; pero el esfuerzo le parecía un suplicio: tenía eso en común con todas las personas obesas. Las fiestas de sociedad le aburrían porque en ellas sólo se es bien recibido en proporción a los esfuerzos que uno realiza para agradar. La alegría vulgar le parecía preferible a todas las diversiones exquisitas; pues, para distinguirse entre las personas de un gusto similar al suyo, sólo tenía que molestarse en gritar más que los demás, lo cual no le resultaba difícil con unos pulmones tan vigorosos como los suyos. Además, se jactaba de beber más vino de Champagne que un hombre normal, y hacía saltar a su caballo una barrera de cuatro pies. Por consiguiente, gozaba de una reputación legítimamente adquirida entre esos seres difíciles de definir que se llaman jóvenes, que pululan por nuestros bulevares hacia las cinco de la tarde. Partidas de caza, salidas al campo, carreras, comidas de solteros, cenas de solteros, eran buscadas por él con la mayor diligencia. Veinte veces al día decía que era el hombre más feliz del mundo, y cada vez que Julia lo escuchaba, levantaba los ojos al cielo, y su boquita adoptaba una indecible expresión de desdén.
       Bella, joven, y casada con un hombre que le desagradaba, se supone que debía estar rodeada de homenajes muy interesantes. Pero, además de la protección de su madre, que era una mujer muy prudente, su orgullo, su único defecto, la había defendido hasta entonces de las seducciones mundanas. Además, la decepción que había seguido a su boda, al darle una especie de experiencia, la había hecho difícil de entusiasmar. Estaba orgullosa de ver que la sociedad la compadecía y la mencionaba como ejemplo de resignación. Después de todo, se encontraba casi feliz, pues no amaba a nadie y su marido la dejaba completamente libre de sus actos. Su coquetería (y, hay que decirlo, le gustaba un poco demostrar que su marido ignoraba el tesoro que tenía), su coquetería, completamente instintiva como la de un niño, se aliaba bien con una cierta reserva desdeñosa que no era gazmoñería. Por fin, sabía ser amable con todo el mundo, pero con todo el mundo por igual. La maledicencia no podía encontrar el más mínimo reproche que hacerle.


II

      La pareja había cenado en casa de la señora de Lussan, la madre de Julia, que iba a marcharse a Niza. Chaverny, que se aburría soberanamente en casa de su suegra, se había visto obligado a pasar allí la velada, pese a sus deseos de ir a reunirse con sus amigos en el bulevar. Después de la cena, se había instalado en un cómodo sofá, donde había pasado dos horas sin hablar. La razón era bien sencilla: estaba dormido, decentemente dicho sea de paso, sentado con la cabeza inclinada hacia un lado y como si escuchara atentamente la conversación; de vez en cuando se despertaba y decía alguna palabra.
       Después, hubo que sentarse ante la mesa de whist, juego que él detestaba porque requería aplicación. Todo se prolongó hasta bien tarde. Las once y media acababan de sonar. Chaverny no tenía compromiso para aquella noche y no sabía, en absoluto, qué hacer. Mientras se encontraba en esta perplejidad, anunciaron que su coche estaba listo. Si regresaba a su casa, debería llevar a su esposa. La perspectiva de permanecer a solas con ella durante veinte minutos le asustaba; pero no tenía cigarros en el bolsillo, y se moría de ganas por empezar una caja que había recibido del Havre justo en el momento en que salía de casa para ir a cenar. Tuvo que resignarse.
       Cuando cubría a su esposa con su chal, no pudo reprimir una sonrisa al verse reflejado en un espejo haciendo las funciones de un marido recién casado. Contempló también a su esposa que hasta entonces apenas había mirado. Esa noche le pareció más bonita que de costumbre, por lo que se detuvo algunos minutos ajustándole bien el chal sobre los hombros. Julia estaba tan contrariada como él ante la perspectiva de conversación conyugal que se preparaba. Su boca dibujaba una pequeña mueca de enfado, y sus cejas arqueadas se acercaban involuntariamente. Todo ello daba a su fisonomía una expresión tan agradable, que ni siquiera un marido podía permanecer insensible a la misma. Sus ojos se encontraron en el espejo durante la operación de la que acabo de hablar. El uno y la otra se sintieron incómodos. Para salir de la situación, Chaverny besó sonriendo la mano de su esposa que ella había levantado para arreglar su chal. “¡Cómo se aman!” dijo por lo bajo la señora de Lussan, que no se percató ni del frío desdén de la mujer ni del aire despreocupado del marido.
       Sentados en su coche, tocándose casi, permanecieron en un primer momento sin hablar. Chaverny comprendía que era conveniente decir algo, pero no se le ocurría nada. Julia, por su parte, observaba un silencio desesperante. Él bostezó tres o cuatro veces, hasta el punto de que él mismo sintió vergüenza y la última vez se sintió obligado a pedir perdón a su esposa. “La velada ha sido larga”, añadió para disculparse.
      Julia sólo vio en esta frase intención de criticar las veladas de su madre y de decirle algo desagradable. Pero, como desde hacía tiempo había adoptado la costumbre de evitar cualquier explicación con su marido, continuó en silencio.
       Chaverny que, a su pesar, se sentía esta noche con ganas de hablar, prosiguió al cabo de dos minutos: “He cenado muy bien hoy; pero he de decirle que el champán de su madre es demasiado dulce.
       —¿Cómo? —preguntó Julia girando hacia él la cabeza con despreocupación y fingiendo no haber oído nada.
       —Decía que el champán de su madre es demasiado dulce. Se me ha olvidado decírselo. Es sorpendente, pero la gente piensa que es fácil elegir un buen champán. ¡Y bien!, no hay nada más difícil. Hay veinte variedades de champán que son malas y no hay nada más que una que sea buena.
       —¡Ah! Y Julia, después de haber concedido esta interjección a la cortesía, volvió la cabeza y miró por la ventanilla de su lado. Chaverny se echó hacia atrás, y colocó los pies sobre el cojín delantero de la calesa, algo mortificado porque su mujer se mostrara tan insensible a los esfuerzos que él hacía para entablar conversación.
       No obstante, después de bostezar dos o tres veces más, continuó diciendo al tiempo que se acercaba a Julia: “Lleva un vestido que le sienta de maravilla, Julia. ¿Dónde lo ha comprado?
      —Sin duda quiere comprarle uno semejante a su amante, —pensó Julia—. En casa de Burty —respondió sonriendo ligeramente.
       —¿Por qué se ríe? —preguntó Chaverny, quitanto los pies del cojín y acercándose aún más. Al mismo tiempo cogió una manga del vestido y se puso a tocarla como Tartufo.
      —Me da risa —dijo Julia— de que su fije en mi ropa. Tenga cuidado, me está arrugando las mangas. Y retiró su manga de las manos de Chaverny.
       —Le aseguro que presto mucha atención a su ropa y que admiro mucho su buen gusto. No; de verdad, el otro día hablaba de ello… a una mujer que se viste siempre mal… aunque gasta mucho en ropa… Arruinaría… Yo le decía… Le mencionaba… Julia se divertía al ver su confusión y no hacía nada por ayudarle a terminar, interrumpiéndolo.
       —Sus caballos son muy malos. ¡No andan! Tendré que cambiárselos —dijo Chaverny completamente desconcertado.
      Durante el resto del trayecto, la conversación no logró mayor vivacidad; tanto por parte del uno como de la otra, no fueron más allá de la réplica. La pareja llegó por fin a la calle ***, y se separaron deseándose buenas noches.
       Julia empezaba a desvestirse, y su doncella acababa de salir, no sé con qué motivo, cuando la puerta del dormitorio se abrió bruscamente y entró Chaverny. Julia se cubrió los hombros precipitadamente. “Perdón, —dijo—; quería el último volumen de Scott para leer antes de dormir… ¿No es Quintin Durward?
       —Debe estar en su habitación —respondió Julia—; aquí no hay libros.
       Chaverny contemplaba a su mujer en ese semidesorden que tanto favorece a la belleza. La encontraba excitante, para utilizar una de esas expresiones que detesto. “¡Verdaderamente, es una mujer muy bella!”, pensaba. Y permanecía inmóvil ante ella, sin decir palabra, con la palmatoria en la mano. Julia, también de pie, frente a él, arrugaba su gorro y parecía esperar con impaciencia que él la dejara sola.
       —¡Está encantadora esta noche, que el diablo me lleve! —exclamó al fin Chaverny avanzando un paso y depositando la palmatoria—. ¡Cómo me gustan las mujeres despeinadas! —Y mientras hablaba cogió con una mano las largas trenzas que cubrían los hombros de Julia y le pasó, con ternura, un brazo alrededor del talle.
       —¡Ah! ¡Dios santo! ¡huele a tabaco que da miedo! —exclamó Julia dándose la vuelta—. Deje mi cabello, va a impregnarlo de ese olor y después no podré deshacerme de él.
       —¡Bah! dice eso al azar y porque sabe que fumo algunas veces. No se haga la difícil, mujercita mía. —Y no pudo librarse de sus brazos lo suficientemente rápido como para evitar el beso que él le dió en un hombro.
      Afortunadamente para Julia, su doncella regresó; pues no hay nada más odioso para una mujer que las caricias que es casi tan ridículo rechazar como aceptar.
       —María —dijo la señora de Chaverny— el corpiño de mi vestido azul está demasiadado largo. Hoy he visto a la señora de Bégy, que tiene un gusto exquisito; su corpiño es, sin duda, dos dedos más corto. Tenga, haga un doblado con alfileres ahora mismo para ver cómo queda.
       En ese momento se estableció entre la doncella y la señora un diálogo de los más interesantes sobre las dimensiones exactas que debe tener un corpiño. Julia sabía que no había nada que Chaverny odiara más que oír hablar de moda y que, al hacerlo, iba a obligarlo a huir. Efectivamente, después de cinco minutos de idas y venidas, viendo que Julia estaba muy ocupada con su corpiño, Chaverny bostezó de forma ostentosa, cogió su palmatoria y salió, esta vez para no regresar.


III

      El comandante Perrin se hallaba sentado ante una pequeña mesa y leía con atención. Su levita perfectamente cepillada, su gorra de policía, y sobre todo, la inflexible rigidez de su pecho, delataban a un viejo militar. Todo es su habitación estaba limpio, aunque era sumamente sencillo. Un tintero y dos plumas afiladas se encontraban sobre la mesa, junto a un bloc de papel de cartas del que no había utilizado ni una hoja desde hacía por lo menos un año. Si el comandante Perrín no escribía, en cambio leía mucho. En ese momento estaba leyendo las Cartas persas mientras fumaba su pipa de magnesita, y esas dos ocupaciones cautivaban de tal modo su atención, que en un primer momento no se percató de que el comandante de Châteaufort acababa de entrar en su habitación. Era un oficial joven de su regimiento, de figura encantadora, muy amable, algo fatuo, muy protegido por el ministro de la Guerra; en una palabra, lo opuesto al comandante Perrin en casi todos los aspectos. Sin embargo, y no sé muy bien por qué, eran amigos y se veían todos los días.
       Châteaufort le dio en el hombro al comandante Perrin. Éste volvió la cabeza sin soltar la pipa. Su primera expresión fue de alegría al ver a su amigo; la segunda de disgusto, el pobre hombre, porque iba abandonar su lectura; la tercera indicaba que había tomado una decisión e iba a tratar de comportarse como buen anfitrión. Rebuscaba en su bolsillo para encontrar la llave del armario donde estaba guardada una valiosa caja de cigarros que no se fumaba y que ofrecía, uno a uno, a su amigo; pero Châteaufort, que le había visto mil veces hacer ese mismo gesto, exclamó: “¡Quédese tranquilo, pues, papá Perrin, guarde sus cigarros; tengo otros!”. Luego, sacando de un elegante estuche de paja de México un cigarro color canela, bien afilado por los dos extremos, lo encendió y se echó sobre un pequeño canapé, que el comandante no utilizaba jamás, con la cabeza sobre un cojín y los pies sobre el respaldo opuesto. Châteaufort comenzó por envolverse en una nube de humo, mientras que, con los ojos cerrados, parecía meditar profundamente acerca de lo que tenía que decir. Su rostro irradiaba alegría y parecía encerrar con esfuerzo en su pecho el secreto de una felicidad que ardía de ganas por dejar adivinar. El comandante Perrin, que había situado su silla frente al canapé, fumó un rato sin decir nada; luego, como Châteaufort no se daba prisa en hablar, le dijo: “¿Cómo está Ourika?”
       Se tratata de una yegua negra que Châteaufort había fatigado en exceso y corría el riesgo de enfermar de huélfago. “Muy bien —dijo Châteaufort, que no había escuchado la pregunta. —¡Perrin! —exclamó acercando la pierna que descansaba sobre el respaldo del canapé—, ¿sabe que es usted afortunado al tenerme como amigo?…”
       El viejo comandante buscaba dentro de sí qué ventajas le había proporcionado la amistad de Châteaufort, y sólo encontró el regalo de algunos libros de Kanaster y algunos días de arresto que había padecido por haberse mezclado en un duelo en el que Châteaufort había sido el protagonista principal. Su amigo le daba, es cierto, unmerosas muestras de confianza. Era a él a quien Châteaufort se dirigía siempre para que lo sustituyera cuando estaba de servicio o cuando necesitaba un segundo.
       Châteaufort no le dejó proseguir sus investigaciones durante mucho tiempo y le tendió una esquela escrita en un papel inglés satinado, con una bonita grafía muy adornada. El comandante Perrin hizo una mueca que, en él, equivalía a una sonrisa. Había visto frecuentemente esas cartas satinadas y cubiertas de letras adornadas, dirigidas a su amigo.
       —Tenga —le dijo éste— lea. A mí me debe esto. Perrin leyó lo siguiente:

    Sería muy amable, querido señor, si aceptara venir a cenar con nosotros. El señor de Chaverny habría ido a rogárselo de no haberse visto obligado a asistir a una partida de caza. No conozco la dirección del señor comandante Perrin, y no puedo escribirle pidiéndole que lo acompañe. Usted me ha provocado ganas de conocerlo, y me sentiría doblemente agradecida si lo trajera.

JULIA DE CHAVERNY

    P.S. —Tengo que agradecerle mucho la música que se ha tomado la molestia de copiar para mí. Es encantadora, y hay que admirar su buen gusto. Ya no viene a visitarnos los jueves; sin embargo, sabe muy bien el placer que nos produce verlo.

      —Una bonita escritura, pero demasiado fina, —dijo Perrin concluyendo—. Pero ¡diablos! su cena me parte en dos, pues será necesario ponerse medias de seda y no se podrá fumar después de la cena.
       —¡Vaya una desgracia, verdaderamente! ¡preferir una pipa antes que la mujer más bella de París…! Lo que me admira es su ingratitud. No me da las gracias por la felicidad que me debe.
       —¿Darle las gracias? Pero si no es a usted a quien debo esa cena… si es que se la debo a alguien.
       —¿A quién entonces?
       —A Chaverny, que fue capitán con nosotros. Le habrá dicho a su mujer: “Invita a Perrin, es un buen tipo”. ¿Cómo quiere que una mujer hermosa, que no he visto más que una vez, piense en invitar a un militarote como yo?
       Châteaufort sonrió mirándose en el estrecho espejo que decoraba la habitación del comandante.
       —No está usted muy perspicaz hoy, papá Perrin. Reléame esa carta y tal vez encuentre en ella algo que no ha visto aún.
       El comandante volvió una y otra vez la esquela, pero no vio nada.
       —¡Cómo, viejo dragón! —exclamó Châteaufort—, no ve que lo invita para complacerme, sólo para demostrarme que aprecia a mis amigos… que quiere darme una prueba… de…?
       —¿De qué? —interrumpió Perrin.
       —De… usted sabe bien de qué.
       —¿De que lo quiere? —preguntó el comandante con tono de duda.
       Châteaufort silbó sin responder.
       —¿Está pues enamorada de usted?
       Châteaufort seguía silbando.
       —¿Se lo ha dicho?
       —Pero… eso se ve… en mi opinión.
       —¿Cómo?… ¿en esta carta?
      —Por supuesto.
       Entonces fue Perrin quien se puso a silbar. Su silbido fue tan significativo como el famoso Lillibulero de mi tío Toby.
       —¡Cómo! —exclamó Châteaufort arrebatando la carta de las manos de Perrin—, ¿no ve todo lo que hay de… tierno… sí, de tierno, aquí dentro? ¿Qué tiene usted que decir a esto?: Querido señor. Observe bien que en otra misiva me decía: Señor, nada más. Me sentiría doblemente agradecida, esto es positivo. Y mire, hay una palabra borrada después, es mil; quería poner mil muestras de amistad, pero no se ha atrevido; mil saludos no es suficiente… Por eso no ha terminado su misiva… ¡Oh, amigo mío! cree usted por casualidad que una mujer de buena familia como la señora de Chaverny iba a lanzarse a los brazos de un servidor como lo haría una modistilla?… Yo le aseguro que su carta es encantadora y que hay que estar ciego para no ver en ella pasión… Y los reproches del final porque he faltado un solo jueves, ¿qué me dice de eso?
       —¡Pobre mujercita! —exclamó Perrin—, no te enamores de éste, ¡te arrepentirás muy pronto!
       Châteaufort no prestó atención a la prosopopeya de su amigo, pero adoptando un tono de voz bajo e insinuante dijo: “Sabe, querido amigo, que podría hacerme un gran favor?
       —¿Cómo?
       —Necesito que me ayude en este asunto. Sé que su marido se porta mal con ella, es un animal que la hace infeliz… usted lo conoce, Perrin; dígale a su mujer que es un bruto, un hombre de pésima reputación…
       —¡Oh!…
      —Un libertino… ya sabe. Cuando estaba en el regimiento tenía amantes; y ¡qué amantes! Dígale todo eso a su esposa.
       —¡Oh! ¿cómo decirle eso? Entre padres y hermanos…
       —¡Dios santo! ¡hay formas de decirlo!… Sobre todo háblele bien de mí.
       —Eso es más fácil. Sin embargo…
       —No tal fácil, escuche; pues, si le dejara hacer, usted haría tal elogio de mí que no arreglaría mis asuntos… Dígale de desde hace algún tiempo observa que estoy triste, que no hablo, que no como…
       —¡Sí, hombre! —exclamó Perrin con una intensa risa que obligaba a su pipa a realizar los movimientos más ridículos—, no podré nunca decir eso ante la señora de Chaverny. Anoche mismo, hubo que sacarlo casi a la fuerza después de la cena que los compañeros nos ofrecieron.
       —¡Vale! pero es inútil contarle eso. Es bueno que sepa que estoy enamorado de ella, y los fabricantes de novelas han persuadido a las mujeres de que un hombre que come y bebe no puede estar enamorado.
       —Por lo que a mí respecta, no conozco nada que me haga perder el apetito o la sed.
       —Bueno pues, mi querido Perrin, —dijo Châteaufort colocándose el sombrero y ordenando los rizos de su cabello— estamos de acuerdo; el jueves próximo vengo a recogerlo; ¡con zapatos y medias de seda, es el atuendo de gala! Sobre todo no olvide decir horrores de su marido y muchas cosas buenas de mí.
       Salió agitando su fino bastón con mucha gracia, dejando al comandante Perrin muy preocupado por la invitación que acababa de recibir y más perplejo aún al pensar en las medias de seda y en el atuendo de gala.


IV

      Dado que numerosas personas invitadas por la señora de Chaverny habían excusado su asistencia, la cena resultó algo triste. Châteaufort se encontraba al lado de Julia, muy afanado en servirla, como un hombre galante y amable. Por lo que respecta a Chaverny, que había dado un largo paseo a caballo por la mañana, tenía un apetito voraz, por lo que comía y bebía de tal manera que le abría el apetito al más enfermo. El comandante Perrin le hacía compañía, sirviéndole de beber con frecuencia y riendo hasta romper los vasos cada vez que la burda alegría de su anfitrión le proporcionaba ocasión. Chaverny, al encontrarse entre militares, había retomado de inmediato su buen humor y sus maneras del regimiento; además, nunca había sido muy exquisito a la hora de elegir sus bromas. Su mujer adoptaba una expresión fríamente desdeñosa a cada una de sus salidas incongruentes; entonces se giraba hacia Châteaufort, y comenzaba con él un aparte, para no verse obligada a escuchar una conversación que le disgustaba sobremanera.
       He aquí una muestra de la urbanidad de ese modelo de esposo. Hacia el final de la cena, la conversación había recaído sobre la Ópera, y se discutía acerca del mérito relativo de numerosas bailarinas, y entre otras se elogiaba mucho a la Srta***. Con lo que, Châteaufort exageró lo que los demás habían dicho, alabando sobre todo su gracia, su planta y su aspecto decente.
       Perrin, que Châteaufort había llevado a la Ópera unos días antes y que, al no haber ido sino en esa ocasión, se acordaba muy bien de la Srta***, dijo:
       —¿Es esa pequeña vestida de rosa, que salta como un cabritillo?…, ¿que tiene unas piernas de las que tanto hablaba usted, Châteaufort?
       —¡Ah! ¡usted hablaba de sus piernas! —exclamó Chaverny—; pero ¿sabe que si habla usted demasiado se enemistará con su general, el duque de J***? ¡Tenga cuidado, amigo mío!.
       —No lo creo tan celoso que impida que se las mire a través de unos anteojos.
       —Al contrario, pues está tan orgullloso de ellas como si las hubiera descubierto. ¿Qué piensa de ellas, comandante Perrin?
       —Yo sólo entiendo de piernas de caballo, —respondió el viejo soldado.
      —Son verdaderamente admirables —prosiguió Chaverny— y no hay otras más bellas en París salvo las de… Se detuvo y se puso a atusarse el bigote con expresión burlona mirando a su mujer, que se ruborizó de inmediato hasta los hombros.
       —¿Excepto las de la Srta D***? —interrumpió Châteaufort nombrando a otra bailarina.
       —No, —contestó Chaverny con el tono trágico de Hamlet, pero mira a mi esposa.
       Julia se puso púrpura de indignación. Lanzó a su marido una mirada rápida como un relámpago, en la que se dibujaba el desprecio y el furor. Luego, esforzándose por reprimirse, se volvió bruscamente hacia Châteaufort. “Tenemos que, —dijo con voz ligeramente temblorosa—, tenemos que estudiarnos el duo de Maometto. Debe quedar perfecto en su voz”
       Chaverny no se desarmaba fácilmente. “Châteaufort, prosiguió, ¿sabe usted que en otros tiempos quise moldear las piernas de las que hablo? pero no quisieron permitirlo nunca.”
       Châteaufort, que experimentaba una intensa alegría por esta impertinente revelación, no pareció haber oído, y habló de Maometto con la señora de Chaverny.
       —La persona a la que me refiero —continuó el implacable marido— se escandaliza normalmente cuando se le hace justicia sobre este asunto, pero en el fondo no se enfada. ¿Sabe que hace que le tome medida su vendedor de medias?… — No se enfade, esposa mía… quiero decir su… vendedora. Y, cuando viajé a Bruselas, llevaba tres páginas escritas de su puño y letra conteniendo las instrucciones más detalladas para comprar medias.
       Pero de nada le servía hablar pues Julia estaba decidida a no escuchar absolutamente nada. Charlaba con Châteaufort, le hablaba con una alegría forzada y su graciosa sonrisa intentaba persuadirlo de que no escuchaba a nadie sino a él. Châteaufort, por su parte, parecía concentrado en su Maometto, pero no perdía detalle de las impertinencias de Chaverny.
       Después de la cena, escucharon música, la señora de Chaverny cantó al piano junto a Châteaufort. Chaverny desapareció en el momento mismo en que abrieron el piano. Llegaron numerosas visitas, que no impidieron a Châteaufort hablar frecuentemente en voz baja a Julia. Al salir, le dijo a Perrin que no había perdido la velada y que sus asuntos prosperaban.
       Perrin consideraba normal que un marido hablara de las piernas de su esposa, por lo que, cuando estuvo a solas con Châteaufort en la calle, le dijo con un tono de voz conmovido: “¡Cómo tiene corazón para perturbar tan buena pareja! ¡él ama tanto a su mujercita!”


V

      Desde hacía un mes Chaverny se encontraba muy preocupado por la idea de llegar a ser gentilhombre de la cámara.
       Tal vez se sorprendan de que un hombre obeso, perezoso, comodón, fuera accesible a un pensamiento de ambición; pero no carecía de buenas razones para justificar la suya. “En primer lugar, —decía a sus amigos— gasto demasiado dinero en palcos que luego cedo a mujeres. Cuando tenga un puesto en la corte, tendré, sin que me cueste un céntimo, todos los palcos que quiera. Y ya se sabe todo lo que se obtiene con los palcos. Además, me gusta mucho cazar: podré participar en las cacerías reales. Y, por último, ahora que no tengo uniforme, no sé cómo vestirme para ir a los bailes ofrecidos por la Señora; no me gusta el traje de marqués; un traje de gentilhombre de la cámara me sentaría muy bien.” En consecuencia, lo solicitó. Le habría gustado que su esposa lo hubiera solicitado también, pero ella se había negado obstinadamente a hacerlo, aunque tenía numerosas amigas muy influyentes. Puesto que le había hecho algunos pequeños favores al duque de H***, que estaba por entonces muy bien visto en la corte, confiaba mucho en su influencia. Su amigo Châteaufort, que también tenía muchas amistades, le servía con un celo y una entrega como los que usted encontrará, si es el esposo de una mujer bella.
       Una circunstancia hizo avanzar bastante los asuntos de Chaverny, aunque habría podido tener consecuencias bastante funestas para él. La señora de Chaverny había conseguido, no sin esfuerzo, un palco en la Ópera cierto día de estreno. El palco tenía seis plazas. Su marido, en contra de lo habitual, y después de intensos sermones, había accedido a acompañarla. Pues Julia quería ofrecerle una plaza a Châteaufort, y, comprendiendo que no podía ir sola con él a la Ópera, había obligado a su marido a asistir a esta representación.
       Inmediatamente después del primer acto, Chaverny salió, dejando a su esposa a solas con su amigo. Los dos guardaron silencio en un primer momento, con un aspecto algo violento. Julia, porque se sentía azorada desde algún tiempo siempre que se encontraba sola con Châteaufort; éste, porque tenía sus proyectos y consideraba de buen gusto parecer emocionado. Echando, de reojo, una mirada a la sala, comprobó con placer que había numerosos anteojos de personas conocidas dirigidos hacia su palco. Experimentaba una intensa satisfacción al pensar que muchos de sus amigos envidiaban su felicidad, y, según las apariencias, la suponían mucho mayor de lo que era en realidad.
       Julia, después de haber aspirado su perfumador y su ramillete reiteradamente, habló del calor, del espectáculo, de los vestidos. Châteaufort escuchaba distraído, suspiraba, se removía en la silla, miraba a Julia y volvía a suspirar. Julia empezaba a inquietarse. De repente, él exclamó:
       —¡Cómo añoro los tiempos de la caballería!
       —¡Los tiempos de la caballería! ¿Y por qué, pues? —preguntó Julia—. ¿Sin duda porque algún traje de la Edad Media le sentaría bien?
       —Me cree muy fatuo, —respondió él con un tono de amargura y tristeza—. No, añoro aquellos tiempos… porque un hombre que se sentía con valor… podía aspirar a… muchas cosas… Después de todo, sólo había que derrotar a un gigante para agradar a una dama… Mire, ¿ve a aquel coloso asomado al balcón? me gustaría que usted me ordenara ir a ponerle las peras al cuarto… si me diera después permiso para decirle tres palabritas sin que se enfade.
       —¡Qué locura! —respondió Julia ruborizándose hasta el blanco de los ojos, pues adivinaba ya cuáles serían esas tres palabritas—. ¡Pero está usted viendo a la señora de Sainte-Hermine escotada a su edad y en traje de baile!
       —Yo sólo veo una cosa, y es que no quiere escucharme, y que hace mucho tiempo que me he dado cuenta de ello… Usted lo desea, y yo me callo; pero… —añadió muy bajito y suspirando— usted me ha comprendido…
       —No, de verdad, —dijo secamente—. Pero, ¿dónde ha ido mi marido, pues?
      Una visita llegó a propósito para sacarla del apuro. Châteaufort no abrió la boca. Estaba pálido y parecía muy afectado. Cuando el visitante se marchó, hizo algunas observaciones banales acerca del espectáculo. Había largos silencios entre los dos.
       Iba a iniciarse el segundo acto, cuando la puerta del palco se abrió y apareció Chaverny acompañado de una mujer muy bella y muy adornada, con un tocado de magníficas plumas rosas. Les seguía el duque de H***.
       —Mi querida amiga —dijo a su esposa— he encontrado al señor duque y a la señora en un horrible palco lateral desde el que no pueden verse los decorados. Han tenido a bien aceptar un asiento en el nuestro.
       Julia se inclinó fríamente; el duque de H*** le desagradaba. El duque y la dama de las plumas rosas se deshacían presentando excusas pues temían molestarla. Hubo todo un movimiento y un combate de generosidad para colocarse. Durante el desorden que se produjo, Châteaufort se inclinó hacia el oído de Julia y le dijo muy quedo y muy rápido: “Por el amor de Dios, no os coloquéis en la delantera del palco.” Julia se sorprendió mucho y permaneció donde estaba. Cuando todos se hubieron sentado, ella se giró hacia Châteaufort y le preguntó con una mirada algo severa la explicación del enigma. Él estaba sentado, con el cuello estirado, los labios apretados y toda su actitud demostraba que se encontraba profundamente contrariado. Al reflexionar en ello, Julia interpretó mal la recomendación de Châteaufort. Pensó que lo que él quería era hablarle en voz baja durante la representación y continuar sus extraños discursos, lo que sería imposible si ella permanecía delante. Cuando ella dirigió su mirada hacia la sala, observó que numerosas mujeres dirigían sus anteojos hacia el palco; pero siempre sucedía así cuando aparecía una figura nueva. Cuchicheaban, sonreían, pero ¿qué había de extraordinario? ¡Qué pueblerinos son en la Ópera!
       La dama desconocida se inclinó hacia el ramillete de Julia y dijo con una sonrisa encantadora: “Lleva usted un magnífico ramillete, señora! Estoy segura de que ha debido costar muy caro en esta estación: como mínimo diez francos. Pero se lo han ofrecido, ¿es sin duda un regalo? Las damas no compran nunca sus ramilletes.”
       Julia arqueaba las cejas y no sabía con qué provinciana se encontraba. “Duque, —dijo la dama con tono lánguido—, no me ha ofrecido usted un ramillete”. Chaverny se precipitó hacia la puerta. El duque quiso detenerlo, la dama también; pues ya no tenía ganas de ramillete. Julia intercambió una mirada con Châteaufort, con la que pretendía decirle: “Le doy las gracias, pero ya es demasiado tarde”. Sin embargo, todavía no lo había adivinado todo.
       Durante la representación, la dama de las plumas golpeaba con los dedos a contratiempo y hablaba de música a tontas y a locas. Interrogaba a Julia acerca del precio de su vestido, de sus joyas, de sus caballos. Julia no había visto nunca unos modales semejantes. Concluyó que la desconocida debía ser una parienta del duque, recién llegada de la baja Bretaña. Cuando Chaverny regresó con un ramillete, mucho más bello que el de su esposa, todo fue admiración, agradecimientos y excusas sin fin.
       —Señor de Chaverny, no soy una ingrata, —dijo la presunta provinciana después de una larga parrafada—: para demostrárselo, recuérdeme que le prometa algo, como dice Potier. De verdad, le bordaré una bolsa tan pronto como concluya la que le he prometido al duque.
       Por fin terminó la ópera, para gran satisfacción de Julia, que se sentía muy a disgusto junto a su singular vecina. El duque le ofreció el brazo. Chaverny tomó el de la otra dama. Châteaufort, con aspecto sombrío y descontento, marchaba detrás de Julia, saludando con aspecto contrariado a las personas conocidas que encontraba en la escalera.
       Unas cuantas mujeres pasaron junto a ellos. Julia las conocía de vista. Un hombre joven les habló en voz baja, burlándose; ellas miraron con expresión de viva curiosidad a Chaverny y a su esposa, y una de ellas exclamó: “¡Será posible!”
       El coche del duque llegó; éste saludó a la señora de Chaverny renovando con ardor todo su agradecimiento por su amabilidad. Mientras tanto Chaverny quería acompañar a la dama desconocida hasta el coche del duque, y Julia y Châteaufort permanecieron solos un instante.
       —Pero ¿quién es esta mujer? —preguntó Julia.
       —No debo decírselo… porque es algo extraordinario.
       —¿Cómo?
       —Por lo demás, todas las personas que la conocen sabrán bien a qué atenerse… ¡Pero Chaverny!… No lo habría creído jamás.
       —Pero ¿de qué se trata? ¡Hable, por amor de Dios! ¿Quién es esta mujer?
       Chaverny regresaba. Châteaufort respondió en voz baja: “La querida del duque de H***, la señora Melania R***.”
       —¡Dios santo! —exclamó Julia mirando a Châteaufort con expresión estupefacta— ¡eso es imposible!
       Châteaufort se encogió de hombros y, llevándola hacia su coche, añadió: “Eso es lo que decían las damas que nos hemos cruzado en la escalera. Por lo que respecta a la otra, es alguien como corresponde a su categoría. Le faltan miramientos, tacto… Incluso tiene marido.”
       —Querida amiga, —dijo Chaverny, con tono alborozado— no me necesita para regresar a casa. Buenas noches. Voy a cenar a casa del duque.
       Julia no respondió.
       —Châteaufort —prosiguió Chaverny— ¿quiere venir conmigo a casa del duque? Está usted invitado, acaba de decírmelo. Se ha fijado en usted. ¡Le ha gustado amigo!
       Châteaufort dio las gracias con frialdad. Saludó a la señora de Chaverny, que mordía con rabia su pañuelo cuando el coche se puso en marcha.
       —¡Ah, querido amigo! —dijo Chaverny— al menos usted me llevará en su cabriolé hasta la puerta de esta princesa.
       —Con mucho gusto, —respondió alegremente Châteaufort—; pero, a propósito, ¿sabe usted que al final su esposa ha comprendido al lado de quien se encontraba?
       —Imposible.
       —Esté usted seguro de ello; y no ha estado bien por su parte.
       —¡Bah! es de buen tono; y además no la conocen aún mucho. El duque la lleva a todas partes.


VI

      La señora de Chaverny pasó una noche muy agitada. La conducta de su marido en la Ópera, era el colmo de todos sus errrores y le parecía exigir una separación inmediata. Al día siguiente tendría una explicación con él, y le haría saber su intención de no seguir viviendo bajo el mismo techo que un hombre que la había comprometido de una manera tan cruel. Sin embargo, esa explicación le asustaba. Nunca había mantenido una conversación seria con su marido. Hasta entonces, sólo había expresado su descontento mediante enfados a los que Chaverny no había prestado la menor atención; pues, al dejar a su esposa en completa libertad, jamás se le habría ocurrido pensar que ella pudiera negarle una indulgencia que, en caso de necesidad, él estaba dispuesto a tener con ella. Temía sobre todo llorar en medio de esa explicación y que Chaverny atribuyera las lágrimas a su amor herido. Es entonces cuando lamentaba la ausencia de su madre, que habría podido darle un buen consejo o encargarse de pronunciar la sentencia de separación. Todas estas reflexiones la sumieron en una gran inquietud, y, cuando se durmió, había tomado la decisión de consultar a una de sus amigas, que la conocía desde muy joven, y de encomendarse a su prudencia en lo referente a la conducta que debía adoptar respecto a Chaverny.
       Mientras se entregaba a su indignación, no había podido impedir establecer un paralelismo entre su marido y Châteaufort. La enorme inconveniencia del primero hacía resaltar la delicadeza del segundo, y reconocía con cierto placer, aunque reprochándoselo no osbtante, que el enamorado era más cuidadoso de su reputación que el marido. Esta comparación moral la llevaba, bien a su pesar, a constatar la elegancia de modales de Châteaufort y la presencia mediocremente distinguida de Chaverny. Veía a su marido, con su vientre prominente, desviviéndose pesadamente ante la amante del duque de H***. Mientras que Châteaufort, más respetuoso aún que de costumbre, parecía querer retener en torno a ella la consideración que su marido podía hacerle perder. Y, por fin, como nuestros pensamientos nos llevan lejos en contra de nuestra voluntad, pensó más de una vez que podía quedarse viuda y que entonces, joven, rica, nada se opondría a que coronara legítimamente el amor constante del joven jefe de escuadrón. Una experiencia desfortunada no concluía nada contra el matrimonio, y si el amor de Châteaufort era verdadero… Pero entonces espantaba esos pensamientos, que le hacían ruborizarse, y se prometía poner más reserva que nunca en sus relaciones con él.
       Se despertó con un gran dolor de cabeza, y más alejada aún que la víspera de una explicación decisiva. No quiso bajar a desayunar por miedo a encontrarse con su marido, hizo que le llevaran un té a su habitación y pidió que prepararan el coche para ir a casa de la señora Lambert, la amiga a quien quería consultar. Esta señora se encontraba entonces en la campiña de P…
       Mientras desayunaba, abrió el periódico. El primer artículo sobre el que sus ojos se detuvieron decía lo siguiente: “El señor Darcy, primer secretario de la embajada de Francia en Constantinopla, llegó ayer a París cargado de asuntos. Inmediatamente después de su llegada, el joven diplomático mantuvo un largo despacho con su Excelencia el ministro de Asuntos Exteriores.”
       —¡Darcy en París! —exclamó—. Me gustaría mucho volver a verlo. ¿Habrá cambiado? ¿Se habrá puesto muy estirado? — ¡El joven diplomático! ¡Darcy, joven diplomático! Y no pudo impedir reírse a solas de la expresión: Joven diplomático.
       Darcy asistía en otros tiempos asiduamente a las veladas de la señora de Lussan; entonces era agregado en el ministerio de Asuntos Exteriores. Se había marchado de París algo antes de la boda de Julia y ella no lo había vuelto a ver desde entonces. Sólo sabía que había viajado mucho y que había logrado rápidamente un ascenso.
       Sostenía aún el periódico entre las manos cuando entró su marido. Parecía de excelente humor. Al verlo, se levantó para marcharse; pero como tendría que pasar muy cerca de él para entrar en su cuarto de aseo, permaneció en el mismo sitio, pero tan alterada que su mano, apoyada en la mesa de té, hacía moverse visiblemente el juego de porcelana.
       —Mi querida amiga —dijo Chaverny— vengo a despedirme por unos días. Voy a cazar con el duque de H***. Le diré que está encantado con su hospitalidad de anoche. Mis asuntos marchan bien, y él me ha prometido recomendarme al rey con todo encarecimiento.
       Julia palidecía y enrojecía alternativamente al oírlo.
       —El señor duque de H*** se lo debe… —dijo con voz temblorosa—. Es lo menos que puede hacer por alguien que compromete a su esposa de la forma más escandalosa con las amantes de su protector.
       Luego, haciendo un desesperado esfuerzo, cruzó la habitación con paso digno y entró en su cuarto de aseo cerrando violentamente la puerta.
       Chaverny permaneció un momento con la cabeza inclinada y la expresión confundida.
       —¿Cómo diablos se ha enterado? —pensó— ¡Qué importa, después de todo! ¡Lo hecho, hecho está! Y, como no acostumbraba a detenerse mucho rato en una idea desagradable, se dio la vuelta, cogió un terrón de azúcar del azucarero y le gritó con la boca llena a la doncella que entraba: “Dígale a mi esposa que permaneceré cuatro o cinco días en casa del duque de H***, y que le mandaré algo de caza.”
       Salió sin pensar en otra cosa que no fueran los faisanes y los corzos que iba a matar.


VII

      Julia salió hacia P… con un aumento de cólera contra su marido; pero esta vez, era por un motivo menor. Para marcharse al castillo del duque de H***, él había cogido la calesa nueva y le había dejado a su mujer otro coche que, en opinión del cochero, necesitaba ser reparado.
       Durante el trayecto, la señora de Chaverny se preparaba para contar su aventura a la señora Lambert. Pese a su enfado, no era insensible a la satisfacción que produce a cualquier narrador una historia bien contada; y preparaba su relato escogiendo los exordios, comenzando a veces de una manera, a veces de otra. El resultado fue que observó las enormidades de su marido desde todas las perspectivas posibles, y su resentimiento aumentó proporcionalmente.
       Como es sabido, entre París y P… hay más de cuatro leguas y, por muy largos que fueran los reproches de la señora de Chaverny, puede comprenderse que es imposible, incluso para el más enconado odio, darle vueltas a la misma idea durante cuatro leguas seguidas. A los sentimientos desagradables que los errores de su marido le inspiraban venían a unirse recuerdos dulces y melancólicos, por esa extraña facultad del pensamiento humano que asocia con frecuencia una imagen risueña a una sensación penosa.
      El aire puro e intenso, el sol radiante, los rostros despreocupados de los que pasaban, contribuyeron también a hacerla salir de sus odiosas reflexiones. Recordó escenas de su infancia y los días en que iba a pasearse por el campo con otras jóvenes de su edad. Volvía a ver a sus compañeras de colegio; asistía a sus juegos, a sus comidas. Se explicaba las misteriosas confidencias entre las mayores que había sorprendido, y no podía dejar de sonreírse al pensar en los cien pequeños detalles que evidencian desde tan temprana edad el instinto de coquetería de las mujeres.
       Luego recordaba su presentación en sociedad. Volvía a bailar en los bailes más rutilantes a los que había asistido durante el año que siguió a su salida del colegio. Los demás bailes los había olvidado; ¡una se hastía tan pronto!; pero esos bailes le recordaban a su marido. “¡Qué loca estaba! —se dijo—. ¿Cómo no me di cuenta desde el primer momento, que sería desgraciada con él?” Todos los disparates, todas las simplezas de novio que el pobre Chaverny le decía con tanto aplomo un mes antes de la boda, todo había quedado anotado, registrado cuidadosamente en su memoria. Simultáneamente no podía impedirse pensar en los numerosos admiradores que su boda había sumido en la desesperación, y que, sin embargo, no habían dejado de casarse o consolarse de cualquier otra manera pocos meses después. “¿Habría sido feliz con otro? —se preguntó—. A… es un auténtico bobo; pero no es ofensivo, y Amelia lo maneja a su antojo. Siempre hay formas de vivir con un marido que obedece. B… tiene amantes, y su esposa tiene la amabilidad de afligirse por ello. Por lo demás, está lleno de detalles para con ella, y yo no pediría mucho más. El joven conde de C…, que lee constantemente panfletos y que tanto se esfuerza por llegar a ser un buen diputado, tal vez sea un buen marido. Sí, pero todos éstos son aburridos, feos, tontos….” Cuando pasaba así revista a todos los jóvenes que había conocido de soltera, el nombre de Darcy se le vino a la memoria por segunda vez.
       En otros tiempos, Darcy era en el círculo de la señora de Lussan un ser sin consecuencias, es decir, que se sabía… que las madres sabían que su fortuna no le permitía aspirar a la mano de sus hijas. Para éstas, no había nada en él que pudiera echar a perder sus jóvenes cerebros. Además, tenía fama de hombre galante. Algo misántropo y caústico, le encantaba, cuando era el único hombre en medio de un círculo de señoritas, burlarse del ridículo y de las pretensiones de otros jóvenes. Cuando susurraba al oído de alguna señorita, las madres no se alarmaban pues sus hijas reían muy alto, y las madres de aquellas que tenían hermosos dientes decían incluso que el señor de Darcy era muy amable.
       Una identidad de gustos y el temor recíproco del talento para criticar habían aproximado a Julia y a Darcy. Después de algunas escaramuzas, habían firmado un tratado de paz, una alianza ofensiva y defensiva; se respetaban mutuamente y estaban siempre juntos para hacer los honores a sus conocimientos.
       Una noche, le habían pedido a Julia que cantara no sé qué canción. Tenía una hermosa voz y ella lo sabía. Al acercarse al piano, miró a todas las mujeres con gesto orgulloso, como si quisiera desafiarlas. Pero esa noche, alguna indisposición o alguna desgraciada fatalidad la privaba de demostrar sus cualidades. La primera nota que brotó de esa garganta, habitualmente tan melodiosa, salió desentonada. Julia se alteró, lo cantó todo al revés, falló todos los matices; en resumen, fue un rotundo fracaso. Completamente azorada, a punto de echarse a llorar, la pobre Julia se separó del piano, y, al volver a su asiento, no pudo impedir ver la maligna alegría que apenas ocultaban sus amigas, viendo cómo se humillaba su orgullo. Incluso los hombres parecían reprimir con esfuerzo una sonrisa burlona. Presa de vergüenza y de cólera, bajó los ojos y pasó un rato sin atreverse a levantarlos. Cuando levantó la cabeza, el primer rostro amigo que vio fue el de Darcy. Estaba pálido y las lágrimas brotaban de sus ojos; parecía más afectado por el contratiempo que ella misma. “¡Me ama! —pensó Julia—; me ama de verdad.” Por la noche, no pudo conciliar el sueño y el rostro triste de Darcy se presentaba constantemente ante sus ojos. Durante dos días, no pensó sino en él y en la pasión secreta que debía alimentar por ella. El romance parecía avanzar, cuando la señora de Lussan encontró en su casa una tarjeta del señor Darcy con estas letras: P.P.C.
       —¿Adónde va, pues, el señor de Darcy? —preguntó Julia a un joven que lo conocía.
       —¿Adónde va? ¿No lo sabe? A Constantinopla. Se marcha en el correo de esta noche.
       “¡Luego no me ama!” pensó. Al cabo de ocho días, Darcy estaba olvidado. Darcy, por su parte, que entonces era bastante romántico, pasó ocho meses sin olvidar a Julia. Para excusar a ésta y explicar la gran diferencia de constancia, hay que recordar que Darcy vivía en medio de los bárbaros, mientras que Julia se encontraba en París, rodeada de homenajes y placeres.
       Sea como fuere, seis o siete años después de su separación, Julia, en su coche, en el trayecto hacia P…, recordaba la expresión melancólica de Darcy el día que ella cantó tan mal; y, si hay que decirlo todo, pensó en el amor que probablemente sentía entonces por ella, incluso en los sentimientos que aún podía conservar. Todo esto la ocupó bastante intensamente durante una media legua. Después, el señor Darcy fue olvidado por tercera vez.


VIII

      Julia se sintió muy contrariada cuando, al entrar en P…, vio en el patio de la señora Lambert que se desenganchaban los caballos de un vehículo, lo que anunciaba una visita que debía prolongarse. Consideró pues imposible comentar sus quejas contra el señor de Chaverny.
       Cuando Julia entró en el salón, la señora Lambert se encontraba con una mujer que Julia había visto en sociedad, pero de la que apenas conocía el nombre. Tuvo que hacer un gran esfuerzo sobre sí misma para ocultar la expresión del descontento que sentía por haber realizado inútilmente el viaje hasta P…
       —¡Eh! ¡Buenas tardes, querida! —exclamó la señora Lambert besándola—; ¡qué contenta estoy de que no me haya olvidado! No puede llegar más a propósito, pues espero a no sé cuántas personas que la quieren con locura.
       Julia contestó con un tono algo contrariado que había creído que encontraría sola a la señora Lambert.
       —Van a estar encantados de verla —continuó la señora Lambert—. Mi casa está tan triste, desde el matrimonio de mi hija, que estoy feliz cuando mis amigos deciden darse cita aquí. Pero, querida niña, ¿qué ha hecho de sus hermosos colores? La encuentro hoy muy pálida.
       Julia inventó una pequeña mentira: lo largo del trayecto… el polvo… el sol.
      —Precisamente hoy tengo invitado a cenar a uno de sus admiradores, a quien voy a darle una agradable sorpresa: el señor de Châteaufort, acompañado probablemente de su fiel Acates el comandante Perrin.
       —Yo tuve recientemente el placer de recibir al comandante Perrin, —dijo Julia ruborizándose un poco, pues pensaba en Châteaufort.
       —Vendrá también el señor de Saint-Léger. Es absolutamente necesario que organice aquí una velada de proverbios para el próximo mes; y usted, mi ángel, interpretará un papel: usted era la primera en proverbios, hace dos años.
       —¡Dios mío! señora, hace tanto tiempo que no he interpretado proverbios, que no podría recuperar mi aplomo de antes. Me vería obligada a recurrir a J'entends quelqu'un.
       —¡Ah! Julia, niña mía, adivine a quién esperamos también. Pero ése, querida, hay que tener buena memoria para recordar su nombre…
       El nombre de Darcy se le vino inmediatamente a la mente. “De verdad que me obsesiona”, pensó. “¿Memoria, señora?… tengo mucha”.
       —Sí, pero yo hablo de una memoria de seis o siete años… Se acuerda de uno de sus admiradores cuando era aún pequeña y llevaba los cabellos con cintillo?
       —La verdad es que no adivino.
       —¡Qué horror! querida… Olvidar así a un hombre encantador que, o mucho me equivoco, o le agradaba tanto en otros tiempos que su madre llegó a alarmarse casi. Vamos, querida, puesto que olvida así el nombre de sus admiradores, será necesario recordarle su nombre: el que va a venir es el señor Darcy.
       —¿El señor Darcy?
       —Sí, por fin regresó de Constantinopla hace sólo unos días. Vino a verme anteayer y le invité. Sabe usted, ingrata, que me pidió noticias suyas con un interés absolutamente significativo?
       —¿El señor Darcy?… —dijo Julia dudando y con afectada distracción—, el señor Darcy… ¿No es ese joven alto y rubio… que era secretario de embajada?
       —¡Oh! querida, no lo reconocerá: está muy cambiado; está pálido, o más bien, color aceituna, con los ojos hundidos; ha perdido mucho pelo a consecuencia del calor, según dice. Dentro de dos o tres años, si la cosa continúa, estará calvo por delante. Sin embargo, no tiene aún treinta años.
       En ese momento, la señora que escuchaba el relato de la desventura de Darcy, aconsejó usar kalydor, que a ella le había ayudado mucho después de una enfermedad que le había hecho perder mucho cabello. Y, mientras hablaba, pasaba sus dedos entre los abundantes rizos de un hermoso color castaño ceniza.
       —¿El señor Darcy ha permanecido todo ese tiempo en Constantinopla? —preguntó la señora de Chaverny.
       —No del todo, pues ha viajado mucho: estuvo en Rusia, y luego recorrió toda Grecia. ¿No sabe su buena suerte? Su tío falleció y le dejó una hermosa fortuna. Estuvo también en Asia Menor, en la ¿cómo se dice?… la Karamia Es encantador, querida; cuenta historias magníficas que le fascinarán. Ayer me contó algunas tan bonitas, que le dije: “Guárdelas pues para mañana; cuénteselas a las damas, en lugar de perderlas con una vieja mamá como yo.”
       —¿Le contó la historia de la mujer turca que salvó? —preguntó la señora Dumanoir, la partidaria del kalydor.
       —¿La mujer turca que salvó? Pero ¿salvó a una mujer turca? No me dijo ni una palabra.
       —¡Cómo! si es un acto admirable, una verdadera novela.
       —¡Oh! cuéntenos eso, se lo ruego.
       —No, no; pídaselo a él. Yo sólo conozco la historia a través de mi hermana, cuyo marido, como sabe, fue cónsul en Esmirna. Pero a ella se la contó un inglés que fue testigo de toda la aventura. Es maravillosa.
       —¡Cuéntenos esa historia, señora! ¿Cómo quiere que podamos esperar hasta la cena? No hay nada más desesperante que oír hablar de una historia que se desconoce.
       —Voy a estropearla, pero en fin, aquí está tal como me la contaron: El señor Darcy se encontraba en Turquía para examinar no sé qué ruinas al borde del mar, cuando vio acercarse un cortejo muy fúnebre. Eran mudos que llevaban un saco, ese saco, se le veía removerse como si llevara algo vivo en su interior…
       —¡Ah! ¡Dios mío! —exclamó la señora Lambert, que había leído el Giaour—, ¡era una mujer que iban a arrojar al mar!
       —Exactamente, —continuó la señora Dumanoir, algo molesta, al verse así privada de descubrir el rasgo más dramático de su historia—. El señor Darcy mira el saco, escucha un gemido sordo, y adivina inmediatamente la horrible verdad. Pregunta a los mudos qué van a hacer y como única respuesta, los mudos sacan sus puñales. Afortunadamente, el señor Darcy se encontraba bien armado. Hizo huir a los esclavos y, por fin, saca de ese maldito saco a una mujer de una belleza encantadora, medio desvanecida, y la lleva de nuevo a la ciudad, conduciéndola a una casa segura.
       —¡Pobre mujer! —dijo Julia—, que empezaba a interesarse por la historia.
       —¿La creen ustedes salvada? en absoluto. El marido celoso, pues se trataba de un marido, levantó a todo el populacho, que se presentó ante la casa del señor Darcy con antorchas queriendo quemarlo vivo. No conozco muy bien cómo terminó el asunto; todo lo que sé es que aguantó el asedio y que terminó por poner a la mujer a buen recaudo. Parece incluso, —añadió la señora Dumanoir, cambiando de pronto su expresión y adoptando un tono nasal muy devoto—, parece que el señor Darcy se preocupó de que la convirtieran y que fue bautizada.
       —¿Y el señor Darcy se casó con ella? —preguntó Julia sonriendo.
       —¡Ah! eso no puedo decírselo. Pero la mujer turca… tenía un nombre curioso; se llamaba Eminé… Sentía una violenta pasión por el señor Darcy. Mi hermana me decía que le llamaba siempre Sôtir… Sôtir… que significa mi salvador en turco o en griego. Eulalia me dijo que era una de las personas más bellas que puedan verse.
       —¡Le haremos bromas con su turca! —exclamó la señora Lambert—, ¿no es eso señoras? hay que atormentarlo un poco… Por lo demás, ese gesto de Darcy no me sorprende en absoluto: es uno de los hombres más generosos que he conocido, y conozco gestos suyos que me hacen llorar cada vez que los cuento.— Su tío murió dejando una hija natural que no había reconocido. Como no había hecho testamento, ella no tenía ningún derecho a la herencia; Darcy, que era el único heredero, quiso que recibiera su parte, y probablemente esta parte fue mucho mayor de lo que su propio tío le habría dejado.
       —¿Y esa hija natural era bonita? —preguntó maliciosamente la señora de Chaverny, pues empezaba a sentir la necesidad de decir algo malo del señor Darcy, que no podía sacarse del pensamiento.
       —¡Ah! querida ¿cómo puede suponer?… Además el señor Darcy estaba aún en Constantinopla cuando murió su tío y, aparentemente, él no ha visto nunca a esa criatura.
       La llegada de Châteaufort, del comandante Perrin y de algunas personas más interrumpió esta conversación. Châteaufort, que se había sentado junto a la señora de Chaverny, aprovechando un momento en el que se hablaba muy alto:
       —Parece triste señora —le dijo—; me sentiría muy apesadumbrado si la causa fuera lo que le dije anoche.
       La señora de Chaverny no lo había oído, o más bien, no había querido oírlo. Châteaufort sintió pues la mortificación de repetir la frase, y una mortificación mayor aún por una respuesta algo seca, tras la cual Julia intervino en la conversación general; y, cambiando de asiento, se alejó de su desventurado admirador.
       Sin desanimarse, Châteaufort derrochaba inútilmente mucho ingenio. La señora de Chaverny, que era la única a quien él quería agradar, lo escuchaba distraídamente: pensaba en la próxima llegada del señor Darcy, al tiempo que se preguntaba a sí misma por qué se preocupaba tanto de un hombre que debía haber olvidado y que probablemente la había olvidado a ella desde hacía mucho tiempo.
       Por fin se oyó el ruido de un coche y se abrió la puerta del salón. “¡Ah! ¡aquí está!” —exclamó la señora Lambert. Julia no se atrevió a girar la cabeza, pero palideció extremadamente. Experimentó una intensa y súbita sensación de frío y necesitó echar mano de todas sus fuerzas para reponerse e impedir que Châteaufort observara el cambio de sus facciones.
       Darcy besó la mano de la señora Lambert y le habló unos minutos de pie; luego se sentó junto a ella. Entonces se hizo un gran silencio: la señora Lambert parecía esperar y facilitar un reconocimiento. Châteaufort y los demás hombres, excepto el buen comandante Perrin, observaban a Darcy con una curiosidad algo celosa. Llegando de Constantinopla, tenía grandes ventajas sobre ellos y eso era motivo suficiente para que adoptaran esa actitud de rigidez circunspecta que se adopta con los extraños. Darcy, que no le había prestado atención a nadie, fue el primero en romper el silencio. Habló del tiempo o de la carretera, no importa; su voz era dulce y armoniosa. La señora de Chaverny se aventuró a mirarlo y lo vió de perfil. Le pareció delgado, y su expresión había cambiado… En resumen, lo encontró bien.
       —Mi querido Darcy —dijo la señora Lambert—, mire bien a su alrededor y compruebe si no encuentra a alguien de sus antiguas amistades. Darcy giró la cabeza y vio a Julia que hasta entonces se había tapado con el sombrero. Él se levantó con una exclamación de sorpresa, y avanzó hacia ella extendiendo las manos; luego se detuvo de pronto, como arrepintiéndose de su exceso de familiaridad, saludó a Julia ceremoniosamente y le expresó en términos adecuados el gran placer que sentía de volver a verla. Julia balbuceó algunas palabras de cortesía y se ruborizó al ver que Darcy se mantenía aún de pie delante de ella y la miraba fijamente.
       Recuperó pronto su presencia de ánimo y lo miró a su vez con esa mirada distraída y observadora a la vez que la gente de mundo adopta cuando quiere. Era un joven alto y pálido, cuyos rasgos expresaban calma, pero una calma que parecía provenir menos de un estado habitual de su alma, que del dominio que ésta había logrado imponer en la expresión de la fisonomía. Algunas arrugas, ya bien marcadas, surcaban su frente. Sus ojos estaban hundidos, las comisuras de los labios hacia abajo, y las sienes empezaban a despoblarse de cabello. Sin embargo no tenía más de treinta años. Estaba vestido de forma muy sencilla, pero con esa elegancia que indica la frecuentación de buena compañía y la indiferencia respecto a un asunto que preocupa a tantos jóvenes. Julia constató todos estos detalles con placer. Observó también que tenía en la frente una cicatriz bastante larga que él intentaba ocultar con un mechón de cabello, y que parecía haber sido producida por un sablazo.
       Julia estaba sentada al lado de la señora Lambert. Entre ella y Châteaufort había una silla; pero tan pronto como Darcy se levantó, Châteaufort había puesto la mano sobre el respaldo, la había apoyado sobre una sola pata y la mantenía en equilibrio. Era evidente que pretendía guardarla como el perro del hortelano guarda el saco de avena. La señora Lambert se apiadó de Darcy que continuaba de pie ante la señora de Chaverny. Hizo sitio a su lado en el canapé en el que se encontraba y se lo ofreció a Darcy que, de este modo, se encontró junto a Julia. Él se apresuró a aprovechar esta ventajosa posición para comenzar con ella una conversación prolongada.
       Pese a ello, tuvo que soportar par parte de la señora Lambert y otras personas un exhaustivo interrogatorio acerca de sus viajes; contestó bastante lacónicamente y aprovechó todas las oportunidades para retomar esta especie de aparte con la señora de Chaverny. “Tome el brazo de la señora de Chaverny”, dijo la señora Lambert a Darcy cuando la campana del castillo anunció la cena. Châteaufort se mordió los labios, pero encontró la forma de sentarse cerca de Julia para observarla bien.


IX

      Después de la cena, y puesto que la noche era clara y el tiempo caluroso, se reunieron en el jardín en torno a una mesa rústica para tomar café.
       Châteaufort había observado con creciente despecho las atenciones de Darcy para con la señora de Chaverny. A medida que observaba la atención que ésta parecía prestar a la conversación con el recién llegado, él iba poniéndose menos amable y los celos que sentía sólo lograban quitarle sus medios para gustar. Se paseaba por la terraza en la que se encontraban sentados, sin poder permanecer en su asiento, como les suele ocurrir a las personas inquietas, mirando con frecuencia los negros nubarrones que se estaban formando en el horizonte anunciando tormenta, y más frecuentemente aún a su rival, que charlaba en voz baja con Julia. Unas veces la veía sonreírse, otras ponerse seria, otras bajar tímidamente los ojos; finalmente vio que Darcy no podía decirle ni una palabra que no produjera en ella un gran efecto; y lo que más le entristecía era comprobar que las variadas expresiones que adquirían las facciones de Julia parecían no ser sino la imagen, el reflejo de la cambiante fisionomía de Darcy. Por fin, no pudiendo soportar por más tiempo esa especie de suplicio, se acercó a ella e, inclinándose sobre el respaldo de la silla en el momento en que Darcy le daba a alguien detalles acerca de la barba del sultán Mahmut: “¡Señora, dijo con tono amargo, el señor Darcy parece un hombre muy amable!
       —¡Oh, sí! —respondió la señora de Chaverny con una expresión de entusiasmo que no pudo reprimir.
       —Así parece, —continuó Châteaufort— pues hace que se olvide de sus antiguos amigos.
      —¡Mis antiguos amigos! —dijo Julia con un tono algo severo—. No sé qué quiere decir. Y le dio la espalda. Luego, cogiendo la punta de un pañuelo que la señora Lambert tenía en la mano: “¡Qué bordado tan bonito tiene este pañuelo! —dijo—. Es una labor maravillosa.”
       —¿Le parece, querida? Es un regalo del señor Darcy, que me ha traído no sé cuántos pañuelos bordados de Constantinopla.— A propósito, Darcy, ¿es su turca quién se los ha bordado?
       —¡Mi turca! ¿qué turca?
       —Sí, la bella sultana a quien le salvó la vida, que le llamaba… ¡oh! lo sabemos todo…que le llamaba… su… salvador, pues. Usted debe saber cómo se dice eso en turco.
       Darcy se golpeó la frente riendo. “¿Es posible —exclamó— que el eco de mi desventura haya llegado hasta París?
       —No hay en ello ninguna desventura; quizá tal vez para el Mamamouchi que perdió a su favorita.
       —¡Ah! —respondió Darcy— veo bien que sólo conocen la mitad de la historia, pues fue una aventura tan triste para mí como lo fue la de los molinos de viento para Don Quijote. ¡Será posible que después de tanto como se burlaron de mí los francos, se burlen también en París por la única hazaña de caballero andante que realicé en mi vida!
       —¡Cómo! no sabemos nada. ¡Cuéntenoslo! —exclamaron al unísono las damas.
       —Debería —dijo Darcy— dejarles sólo con el relato que ya conocen, y ahorrarme la continuación cuyos recuerdos tienen tan poco de agradables para mí; pero un amigo mío…, os pido permiso para presentárselo señora Lambert, Sir John Tyrrel… uno de mis amigos, que participó también en esta aventura tragicómica, va a venir dentro de poco a París. Es posible que su relato me conceda un papel más ridículo aún del que representé. Éste es el tema:
       “Una vez que la desventurada mujer estuvo instalada en el consulado de Francia…”
       —¡Oh!, ¡pero empiece por el principio! —exclamó la señora Lambert.
       —Pero si ya lo conocen.
       —No sabemos nada, y queremos que nos cuente la historia completa de un extremo a otro.
       —Bueno pues, sabrán señoras, que me encontraba en Lárnaca en 18… Un día, salí de la ciudad para dibujar. Conmigo iba un joven inglés muy amable, buen chico, buen vividor, llamado sir John Tyrrel, uno de esos hombres preciosos cuando se viaja porque se preocupan de la comida, no olvidan adquirir provisiones y están siempre de buen humor. Además viajaba sin rumbo fijo, y desconocía tanto la geología como la botánica, que son ciencias bastante fastidiosas en un compañero de viaje.
       Me había sentado a la sombra de una casilla, a unos doscientos pasos del mar que, en ese lugar, está rodeado por picos rocosos. Estaba ocupado dibujando lo que quedaba de un antiguo sarcófago, mientras que sir John, echado sobre la hierba, se mofaba de mi desventurada pasión por las bellas artes, al tiempo que fumaba delicioso tabaco de latakié. Cerca de nosotros, un intérprete turco que habíamos tomado a nuestro servicio, nos preparaba un café. Era el mejor preparador de café y el turco más vago que he conocido.
       De pronto, Sir John dijo alegremente: “Ahí viene gente que baja de la montaña con nieve; vamos a comprarle una poca y a hacer un sorbete de naranja.”
       Levanté la vista y vi venir un asno sobre el que iba atravesado un gran fardo, sostenido a cada uno de los lados por un esclavo. Un arriero conducía el asno y detrás, un turco venerable, de barba blanca, cerraba el cortejo montado en un caballo bastante bueno. La procesión avanzaba lentamente y con gran majestad.
       Nuestro turco, soplando su fuego, echó una mirada a la carga del asno y nos dijo, con una sonrisa particular: “No es nieve.” Luego se ocupó de nuestro café con su flema habitual.— “¿Qué es entonces? — preguntó Tyrrel—. ¿Es algo de comer?”
       —Sí, pero para los peces, —respondió el turco.
       En ese momento el hombre a caballo emprendió el galope y, dirigiéndose hacia el mar, pasó cerca de nosotros, echándonos una de esas miradas despectivas que los musulmanes suelen dirigir a los cristianos. Lanzó su caballo hasta los acantilados de los que ya les he hablado y lo detuvo en seco en el lugar más escarpado. Miraba el mar y parecía buscar el lugar más adecuado para precipitarse en él.
      Examinamos entonces con más atención el paquete que transportaba el asno, y nos sorprendió la extraña forma del saco. Se nos vinieron a la memoria todas las historias de mujeres ahogadas por los maridos celosos. Intercambiamos nuestras reflexiones.
       —Pregúntale a esos pillos —dijo sir John a nuestro turco— si no es una mujer lo que llevan ahí.
      El turco abrió desmesuradamente los ojos, pero no abrió la boca. Era evidente que encontraba excesivamente inconveniente nuestra pregunta.
       En ese momento el saco se encontraba cerca de nosotros, vimos perfectamente que se removía y oímos una especie de gemido o gruñido que salía de él.
       Tyrrel, aunque gastrónomo, era muy caballeroso. Se levantó furioso, corrió hacia el arriero y le preguntó en inglés, tan turbado se encontraba por la ira, qué era lo que llevaba y qué pretendía hacer con su saco. El arriero no tenía intención de contestar; pero el saco se agitó violentamente, y se escucharon gritos de mujer, momento en el que los dos esclavos se pusieron a propinar al saco grandes golpes con las correas que utilizaban para hacer andar al asno. Tyrrel estaba lanzado. De un vigoroso y científico puñetazo tiró al suelo al arriero y agarró por el cuello a uno de los esclavos, con lo cual el saco, empujado en la pelea, cayó pesadamente sobre la hierba.
       Yo acudí. El otro esclavo se había puesto a recoger piedras y el arriero se levantó. Pese a mi repulsión por mezclarme en los asuntos de los demás, me fue imposible no acudir en ayuda de mi compañero. Agarré una estaca que me servía para sujetar mi sombrilla mientras dibujaba y brandiéndola amenacé a los esclavos y al arriero con el aire más marcial que podía. Todo iba bien, cuando ese diablo de turco a caballo, que había terminado de contemplar el mar y se había vuelto al escuchar el ruido que hacíamos, se lanzó como una flecha y estuvo junto a nosotros antes de lo que habíamos pensado: llevaba en la mano una especie de terrible machete…
       —¿Un yatagán? —dijo Châteaufort que apreciaba el color local.
       —Un yatagán —contestó Darcy con una sonrisa de aprobación—. Pasó a mi lado y me dio en la cabeza un golpe con el yatagán que me hizo ver treinta y seis… bougies, como decía tan elegantemente mi amigo el marqués de Roseville. Respondí, no obstante, propinándole un buen golpe de estaca en los riñones, e hice lo mejor que pude el molinete golpeando al arriero, a los esclavos, al caballo y al turco, poniéndome diez veces más furioso que mi amgio sir John Tyrrel. El asunto podría haber terminado mal para nosotros. Nuestro intérprete permanecía neutral; y no podíamos defendernos por mucho tiempo con un bastón frente a tres hombres de infantería, uno de caballería y un yatagán. Afortunadamente sir John se acordó de un par de pistolas que habíamos llevado. Las cogió, me lanzó una y agarró la otra que dirigió inmediatamente contra el jinete que nos estaba causando tantos problemas. La visión de esas armas y el ligero chasquido del gatillo de la pistola produjeron un efecto mágico sobre nuestros enemigos. Se dieron vergonzosamente a la huída, dejándonos dueños del campo de batalla, del saco y hasta del asno. Pese a toda nuestra cólera, no disparamos y eso fue una suerte, pues no se mata impunemente a un bravo musulmán, y cuesta caro aporrearlo.
       Cuando me sequé un poco, nuestra primera ocupación, como pueden imaginar, fue dirigirnos hacia el saco y abrirlo. Encontramos en él a una mujer bastante bonita, un poco gruesa, con hermosos cabellos negros, sin más ropa que una camisa de lana azul un poco menos transparente que el chal de la señora de Chaverny.
       Salió ágilmente del saco y, sin parecer demasiado turbada, nos dirigió un discurso sin duda bastante patético, pero del que no comprendimos ni una palabra; a continuación del cual, me besó la mano. Es la única vez, señoras, que una dama me ha concedido este honor.
       Habíamos recuperado mientras tanto nuestra sangre fría. Vimos a nuestro intérprete arrancarse la barba como un desesperado. Yo me vendaba la cabeza lo mejor que podía con mi pañuelo. Tyrrel decía: “Qué diablos vamos a hacer con esta mujer? Si nos quedamos aquí, el marido regresará acompañado y nos aniquilará; si volvemos a Lárnaca con ella vestida con esta indumentaria, la gentuza nos lapidará infaliblemente.” Tyrrel, molesto con estas reflexiones, y tras haber recuperado su flema británica, exclamó: “¡Vaya una idea que tuvo de salir a dibujar hoy!” Su exclamación me hizo reír y la mujer, que no había comprendido absolutamente nada, también se echó a reír.
       No obstante, hubo que tomar una decisión. Pensé que lo mejor que podíamos hacer era ponernos bajo la protección del cónsul de Francia; lo más difícil era volver a Lárnaca. Estaba anocheciendo, y eso fue una circunstancia favorable para nosotros. Nuestro turco nos obligó a dar un gran rodeo y llegamos, gracias a la oscuridad y a esta precaución, sin más problemas a la casa del cónsul, que está fuera de la ciudad. He olvidado decirles que le habíamos confeccionado a la mujer un vestido casi decente con el saco y el turbante de nuestro intérprete.
       El cónsul nos recibió muy mal, nos dijo que estábamos locos, que había que respetar los usos y costumbres de los países a los que uno viaja, que entre padres y hermanos no había que meter las manos… En fin, nos riñó de lo lindo; y tenía razón, pues habíamos hecho lo suficiente como para causar una violenta revuelta y hacer que masacraran a todos los francos de la isla de Chipre.
       Su mujer fue más humana; había leído muchas novelas, y encontró nuestra conducta muy generosa. A decir verdad, habíamos actuado como héroes de novela. Esta excelente dama era muy devota; pensó que convertiría fácilmente a la infiel que le habíamos llevado, que esa conversión se vería reflejada en el Moniteur, y que su marido sería nombrado cónsul general. Todo ese plan se trazó instantáneamente en su cabeza. Abrazó a la mujer turca, le dio un vestido, afeó al señor cónsul su crueldad, y le envió a casa del pachá para arreglar el asunto.
       El pachá estaba indignado. El marido celoso era un personaje importante y echaba rayos y centellas. Era horrible, decía, que los perros cristianos impidiesen a un hombre como él lanzar su esclava al mar. El cónsul estaba apesadumbrado; habló mucho del rey, su señor, y aún más de una fragata de sesenta cañones que acababa de internarse en aguas de Lárnaca. Pero el argumento que produjo mayor efecto, fue la propuesta que hizo, en nuestro nombre, de pagar la esclava por un precio justo.
       ¡Dios santo! ¡si supieran lo que significa precio justo para un turco! Hubo que pagarle al marido, al pachá, al arriero al que Tyrrel le había roto dos dientes, pagar por el escándalo, pagar por todo. ¡Cuántas veces exclamó dolorosamente Tyrrel: “¡Por qué demonios tenía usted que ir a dibujar al borde del mar!”
       —¡Qué aventura, mi pobre Darcy! —exclamó la señora Lambert—, es allí pues donde recibió usted esa terrible cuchillada? Por favor, levántese el pelo ¡Es un milagro que no le partiera la cabeza!
      Julia, durante todo el relato, no había separado los ojos de la frente del narrador; y, por fin, con voz tímida, preguntó: “¿Qué fue de la mujer?
       —Ésa es justamente la parte de la historia que no me gusta demasiado contar. La continuación es tan triste para mí que en el momento en que os hablo, aún se están riendo de nuestra hazaña caballeresca.
       —¿Era bella, la mujer? —preguntó la señora de Chaverny ruborizándose un poco.
       —¿Cómo se llamaba? —preguntó la señora Lambert.
       —Se llamaba Emineh.
       —¿Bella?… Sí, era bastante bella, pero demasiado gruesa y completamente maquillada, según la costumbre de su país. Se necesita mucha costumbre para apreciar los encantos de una belleza turca. Emineh se instaló pues en casa del cónsul.— Era mingreliana, y le dijo a la señora C***, la esposa del cónsul, que era hija de un príncipe. En aquel país, cualquier pillo que le da órdenes a otros diez pillos es un príncipe. Fue tratada pues como una princesa: se sentaba a la mesa con todos, comía como cuatro; luego, cuando se le hablaba de religión, normalmente se dormía. Aquello duró algún tiempo. Por fin se fijó la fecha para el bautizo. La señora C*** se autonombró madrina y quiso que yo fuera el padrino, junto a ella. ¡Bombones, regalos y todo lo demás!… Estaba escrito que aquella desgraciada Emineh me arruiraría. La señora C*** decía que Emineh me quería más que a Tyrrel, porque al ofrecerme el café, siempre manchaba con él mi ropa. Yo me preparaba para ese bautizo, con una compunción verdaderamente evangélica, cuando, la víspera de la ceremonia la bella Emineh desapareció. ¿Tengo que contarlo todo? El cónsul tenía como cocinero a un mingreliano, un gran pícaro sin duda, pero que preparaba admirablemente el arroz pilaf. Ese mingreliano le había gustado a Emineh que, sin duda, y a su manera, era patriota. Se la llevó y al mismo tiempo una suma bastante considerable del señor C***, que no pudo jamás encontrarlos. Así que el cónsul perdió su dinero, su mujer el ajuar que le había dado a Emineh, y yo, mis guantes, mis bombones, además de todos los golpes que había recibido. Lo peor es que, en cierto sentido, me hicieron responsable de la aventura. Decían que era yo quien había liberado a aquella mala mujer que debería haber estado en el fondo del mar, y que yo había atraído todas esas desgracias sobre mis amigos. Tyrrel supo salirse del asunto; pasó por víctima, cuando él era la causa de toda la trifulca, y yo me quedé con la reputación de Don Quijote y la cuchillada que están viendo, que tanto perjudica a mis éxitos.”
       Una vez que se terminó la historia, volvieron al salón. Darcy charló aún un rato con la señora de Chaverny, y luego se vio obligado a dejarla porque le presentaron a un joven muy versado en economía política, que estudiaba para diputado, y que deseaba tener algunos datos estadísticos concernientes al imperio otomano.


X

      Desde que Darcy la había dejado, Julia miraba con frecuencia el reloj. Escuchaba distraídamente a Châteaufort y su ojos buscaban involuntariamente a Darcy, que charlaba al otro extremo del salón. A veces, mientras charlaba con su aficionado a la estadística, la miraba, y ella no podía soportar su mirada penetrante aunque tranquila. Sentía que había adquirido un dominio extraordinario sobre ella y ella no pensaba en absoluto en sustraerse al mismo.
       Por fin, pidió que prepararan su coche y ya fuera a propósito, ya por perocupación, lo pidió mientras miraba a Darcy con una mirada que significaba: “Ha perdido media hora que habríamos podido pasar juntos.” El coche estaba listo. Darcy seguía hablando, aunque parecía cansado y aburrido del interlocutor que no lo soltaba. Julia se levantó lentamente, le dio la mano a la señora Lambert y luego se dirigió hacia la puerta del salón sorprendida y casi ofendida de ver que Darcy seguía en el mismo sitio. Châteaufort, que estaba junto a ella, le ofreció su brazo que ella tomó automáticamente sin escucharlo, y casi sin darse cuenta de su presencia. Cruzó el vestíbulo, junto a la señora Lambert y a varias personas que la acompañaron hasta su coche. Darcy se había quedado en el salón. Cuando estuvo sentada en su calesa, Châteaufort le preguntó sonriendo si no iba a tener miedo sola de noche, por los caminos, añadiendo que iba a ir detrás de ella en su tílburi, tan pronto como el comandante Perrin hubiera concluido su partida de billar. Julia, que se encontraba ensimismada, pareció despertar al escuchar su voz, pero no había comprendido nada de lo que él dijo. E hizo lo que cualquier otra mujer habría hecho en una circunstancia similar: sonrió. Luego, con un gesto, se despidió de las personas que se encontraban sobre la escalinata y sus caballos se la llevaron rápidamente.
       Pero, precisamente en el momento en que el coche se ponía en movimiento, había visto salir del salón a Darcy, pálido, con expresión triste, con los ojos clavados en ella, como si le pidiera una despedida distinta. Ella se marchó lamentando no haber podido hacer un gesto con la cabeza para él solo, e incluso pensó que él se habría molestado por ello. Ya había olvidado que él había delegado en otro la atención de conducirla hasta su coche; ahora los errores estaban de su parte y ella se los reprochaba como si se tratara de un gran crimen. Los sentimientos que había experimentado hacia Darcy, unos años atrás, al separarse de él la noche en que ella había cantado tan mal, eran mucho menos intensos que los que sentía en esta ocasión. Y no era sólo porque los años hubieran fortalecido sus impresiones sino porque además se incrementaban por toda la cólera acumulada contra su marido. Tal vez incluso la atracción que había sentido por Châteaufort quien, por otra parte estaba completamente olvidado en ese momento, la había preparado para dejarse llevar, sin demasiados remordimientos, por el sentimiento mucho más intenso que sentía por Darcy.
       Por lo que a él respecta, sus pensamientos eran de una naturaleza mucho más tranquila. Le había agradado volver a encontrar a una bella mujer que le evocaba recuerdos felices, y cuyo trato le sería probablemente agradable durante el invierno que iba a pasar en París. Pero, una vez que ella ya no estaba ante sus ojos, no le quedaba mucho más que el recuerdo de algunas horas transcurridas alegremente, recuerdo cuya dulzura se había visto alterada por la perspectiva de acostarse tarde y de tener que hacer cuatro leguas antes de encontrar su cama. Dejémosle, inmerso en sus ideas prosaicas, cubrirse cuidadosamente con su abrigo, instalarse cómodamente y al biés en su coupé de alquiler, llevando sus pensamientos del salón de la señora Lambert a Constantinopla, de Constantinopla, a Corfú y de Corfú a un duermevela.
      Querido lector, si le place, seguiremos a la señora de Chaverny.


XI

      Cuando la señora de Chaverny salió del castillo de la señora Lambert, la noche estaba horriblemente oscura, la atmósfera pesada y asfixiante: de vez en cuando, los relámpagos, iluminando el paisaje, dibujaban las siluetas negras de los árboles sobre un fondo anaranjado pálido. Después de cada relámpago la oscuridad parecía intensificarse, y el cochero no veía ni la cabeza de sus caballos. Pronto, una violenta tormenta se desencadenó. La lluvia, que al principio caía en escasas y gruesas gotas, pronto se convirtió en un verdadero diluvio. El cielo estaba encendido por los cuatro puntos cardinales y la artillería celeste empezaba a hacerse ensordecedora. Los caballos, asustados, resoplaban fuertemente y se encabritaban en lugar de avanzar, pero el cochero había cenado espléndidamente; su gruesa capa y, sobre todo, el vino que había tomado, le impedían temer al agua y a los malos caminos. Azotaba enérgicamente a los pobres animales no menos intrépido que César bajo la tempestad cuando decía a su piloto: “¡Transportas a César y a su fortuna!”
       La señora de Chaverny, que no sentía miedo de los truenos, no se ocupaba en absoluto de la tormenta. Se repetía todo cuanto Darcy le había dicho y se arrepentía de no haberle dicho cien cosas que habría podido decirle, cuando, de pronto, sus meditaciones se vieron interrumpidas por un violento golpe recibido en el coche: al mismo tiempo los cristales saltaron en añicos y se escuchó un crujido de mal augurio; la calesa se había precipitado a una cuneta. Julia pasó un buen susto. Pero la lluvia no cesaba; se había roto una rueda; los faroles se habían apagado, y no se veía en los alrededores ni una sola casa donde poder cobijarse. El cochero blasfemaba, el palafrenero maldecía al cochero y echaba pestes contra su torpeza. Julia seguía en el coche, preguntando cómo podrían regresar a P… o qué había que hacer; pero a cada pregunta que hacía sólo recibía esta desesperante respuesta: “¡Es imposible!”
       Mientras tanto, se oyó desde lejos el ruido sordo de un coche que se acercaba. Pronto el cochero de la señora de Chaverny reconoció, para su gran satisfacción, a uno de sus colegas, con el que había echado los cimientos de una estrecha amistad en la cocina de la señora Lambert; le gritó que se detuviera.
       El coche se detuvo; y tan pronto como fue pronunciado el nombre de la señora de Chaverny, un joven que se encontraba en el coupé, abrió solo la puerta y exclamando: “¿Está herida?” se lanzó de un salto hacia la calesa de Julia. Ella había reconocido a Darcy, lo esperaba.
       Sus manos se encontraron en la oscuridad y Darcy creyó notar que la señora de Chaverny apretaba la suya; pero era sin duda a causa del miedo. Después de las primeras preguntas, Darcy ofreció naturalmente su coche. Julia no respondió en un primer momento, pues estaba confusa respecto a la decisión que debía tomar. Por un lado, pensaba en las tres o cuatro leguas que tendría que hacer a solas con un hombre joven, si decidía seguir hacia París; por otro lado, si volvía al castillo para solicitar la hospitalidad de la señora Lambert, se estremecía sólo con pensar en tener que contar el novelesco accidente del coche volcado y del auxilio recibido por parte de Darcy. Reaparecer en el salón en mitad de la partida de whist, salvada por Darcy como la mujer turca… no quería ni pensarlo. Pero… ¡tres largas leguas hasta París!… Mientras se debatía así en la incertidumbre y murmuraba bastante torpemente algunas frases banales acerca de las molestias que le iba a causar, Darcy, que parecía leer en el fondo de su corazón, le dijo fríamente: “Utilice mi coche, señora, yo me quedaré en el suyo hasta que pase alguien hacia París.” Julia, temiendo demostrar demasiada mojigatería, se apresuró a aceptar el primer ofrecimiento pero no el segundo. Y como su decisión fue repentina, no tuvo tiempo de resolver la importante cuestión de saber si debían ir a P… o a París. Estaba ya dentro del coupé de Darcy, envuelta en el abrigo, que él se había apresurado a ofrecerle, y los caballos trotaban rápidamente hacia París, antes de que hubiera pensado decir adónde quería ir. Su criado había decidido en su lugar al darle al cochero el nombre y la calle de su señora.
       La conversación se inició algo confusa por una parte y por la otra. El sonido de la voz de Darcy era rápido, y parecía anunciar algo de mal humor. Julia pensó que su irresolución le había molestado, y que la tomaba por una ridícula mojigata. Estaba ya tan influida por este hombre que se dirigía interiormente vivos reproches, y sólo pensaba en disipar ese mal humor del que se creía culpable. El traje de Darcy estaba mojado, ella se dió cuenta y, despojándose con rapidez del abrigo, exigió que se cubriera con él. Se inició un combate de generosidad que, una vez zanjada la cuestión por la mitad, terminó con que cada uno tuvo una parte del abrigo ¡Enorme imprudencia que no habría cometido de no ser por ese momento de titubeo que quería hacer olvidar!
       Estaban tan cerca el uno del otro, que la mejilla de Julia podía sentir el calor de la respiración de Darcy. Los traqueteos del coche los acercaban a veces incluso más.
       —Este abrigo que nos cobija a los dos, —dijo Darcy— me recuerda nuestras charadas de antaño. ¿Se acuerda cuando hacía de Virginia, cuando nos disfrazamos los dos con la manteleta de su abuela?
       —Sí, y de la reprimenda que me echó en aquella ocasión.
       —¡Ah! —exclamó Darcy, ¡qué felices tiempos aquéllos! ¡cuántas veces no habré pensado con tristeza y felicidad en nuestras divinas veladas de la calle Bellechasse! ¿Se acuerda de las hermosas alas de buitre que le ataron en los hombros con cintas rosas, y del pico de papel dorado que yo le había fabricado con tanto arte?
       —Sí, —respondió Julia— usted era Prometeo y yo el buitre. Pero ¡qué buena memoria tiene! ¿Cómo ha podido usted acordarse de todas aquellas locuras? ¡hace tanto tiempo que no nos hemos visto!
       —¿Me está usted pidiendo un cumplido? —dijo Darcy sonriendo y colocándose de manera que pudiera mirarla de frente. Luego, en un tono más serio—: En realidad, —prosiguió— no es extraño que haya conservado el recuerdo de los momentos más felices de mi vida.
       —¡Qué habilidad tenía para las charadas!… —dijo Julia temiendo que la conversación diera un giro demasiado sentimental.
       —¿Quiere que le dé otra prueba más de mi memoria? —interrumpió Darcy. ¿Se acuerda usted del tratado de alianza que firmamos en casa de la señora Lambert? Prometimos hablar mal del mundo entero; en cambio, prometimos ayudarnos uno al otro y contra todos… Pero a nuestro tratado le sucedió lo que a la mayor parte de los tratados; que se quedó sin ejecutar.
       —¿Qué sabe usted?
       —¡Ah! imagino que no tuvo muchas veces ocasión de defenderme; pues, una vez alejado de París, ¿quién se iba a preocupar de mí?
       —De defenderlo… no… pero de hablar de usted con sus amigos…
       —¡Oh! ¡mis amigos! —exclamó Darcy con una sonrisa mezclada de tristeza—, no tenía ninguno en aquella época, al menos que usted conociera. Los jóvenes que encontraba en casa de su señora madre me odiaban, no sé por qué; y, por lo que respecta a las mujeres, se ocupaban poco de un señor agregado del ministerio de Asuntos Exteriores.
       —Era usted quien no se ocupaba de ellas.
       —Eso es cierto. Jamás he podido hacerme el amable con personas que no me gustaban.
      Si la oscuridad hubiera permitido distinguir el rostro de Julia, Darcy habría podido ver que un intenso rubor se había extendido por sus rasgos al oír la última frase, a la que ella le había dado una significación en la que probablemente Darcy no pensaba.
       Sea como fuere, dejando ahí los recuerdos demasiado bien conservados por el uno y por la otra, Julia quiso volver al tema de sus viajes, esperando que de esa manera, se vería dispensada de hablar. El procedimiento funciona casi siempre con los viajeros, sobre todo con los que han visitado algún país lejano.
       —¡Qué hermoso viaje el suyo! —dijo— y cuánto lamento no poder realizar jamás uno semejante.
       Pero Darcy no estaba muy hablador. “¿Quién es ese joven de bigote, que le hablaba hace un momento?” —preguntó bruscamente.
       Esta vez, Julie se ruborizó más. “Es un amigo de mi marido —contestó— un oficial de su regimiento… Dicen, —continuó sin querer abandonar su tema oriental— que las personas que han contemplado el hermoso cielo azul de Oriente ya no pueden vivir en otro lugar.
       —Me ha desagradado mucho, no sé por qué… Hablo del amigo de su marido, no del cielo azul… En cuanto a ese cielo azul, señora, ¡Dios la libre! Termina uno por tomarle tal ojeriza a fuerza de verlo siempre igual, que admiraría, como si se tratara del más bello espectáculo, una sucia neblina de París. No hay nada que irrite más los nervios, créame, que ese hermoso cielo azul, que fue azul ayer y será azul mañana. ¡Si supiera con qué impaciencia, con qué esperanza frustrada, siempre renovada, se aguarda una nube!
       —¡Y sin embargo permaneció mucho tiempo bajo ese cielo azul!
       —Me era bastante difícil actuar de otra manera, señora. Si hubiera podido realizar mis deseos, habría regresado rápidamente a los alrededores de la calle de Bellechasse, después de haber satisfecho el pequeño impulso de curiosidad que excitan necesariamente las cosas exóticas de Oriente.
       —Creo que otros muchos viajeros dirían lo mismo si fueran tan francos como usted… ¿Cómo se ocupa el tiempo en Constantinopla y en las demás ciudades de Oriente?
       —Allí, como en todas partes, hay numerosas formas de matar el tiempo. Los ingleses beben, los franceses juegan, los alemanes fuman, y algunas personas ingeniosas, para variar sus entretenimientos, hacen que les disparen con un fusil al subirse a los tejados para observar a las mujeres del país.
       —Es esta última ocupación la que usted preferiría, probablemente.
       —En absoluto. Yo estudiaba el turco y el griego, lo que me cubría de ridículo. Cuando había terminado los asuntos de la embajada, dibujaba, iba a caballo hasta Eaux-Douces y después iba al puerto para ver si llegaba alguna figura humana de Francia o de cualquier otro lugar.
       —Debía causarle un gran placer ver a un francés tan lejos de Francia.
       —Sí; pero para un hombre inteligente que llegaba, qué montón de vendedores de bisutería o de cachemira; o, lo que es bastante peor, cuántos jóvenes poetas, que tan pronto como veían a alguien de la embajada le gritaban desde lejos: ¡Lléveme a ver las ruinas, lléveme a Santa Sofía, condúzcame a las montañas, hasta el mar azul; quiero conocer los lugares en los que suspiraba Hero! Luego, cuando han cogido una buena insolación, se encierran en su hotel, y sólo quieren ver los últimos números del Constitutionnel.
       —Todo lo ve negativo, siguiendo su antigua costumbre. ¿Sabe? no se ha corregido en nada, pues sigue siendo igual de burlón.
       —Dígame señora, si no está permitido a un condenado qui frit dans sa poêle alegrarse un poco a costa de sus compañeros de fritura? ¡Palabra de honor! usted no sabe qué miserable es la vida que llevamos allí. Nosotros los secretarios de embajada nos parecemos a las golondrinas que no se instalan nunca. Para nosotros no existen las relaciones íntimas que constituyen la felicidad de la vida… creo. (Pronunció estas últimas palabras con un acento singular y acercándose a Julia). Desde hace seis años no he encontrado a nadie con quien intercambiar mis ideas.
       —¿No tenía amigos allí, pues?
       —Acabo de decirle que en un país extraño es imposible tenerlos. Había dejado dos en Francia. Uno ha muerto; el otro se encuentra actualmente en América, de donde no regresará hasta dentro de unos años, si la fiebre amarilla no lo retiene allí.
       —¿Así que está solo?…
       —Solo.
       —Y la relación con las mujeres, ¿cómo es en Oriente? ¿No le ofrece algún recurso?
       —¡Oh! ese asunto, es el peor de todos. Por lo que se refiere a las mujeres turcas, no hay ni que soñar con ellas. Las griegas y las armenias, lo mejor que se puede decir de ellas es que son muy bellas. En cuanto a las mujeres de los cónsules y los embajadores, dispénseme de hablarle de ellas. Es un asunto diplomático; si dijera lo que pienso de ellas, podría lesionar los Asuntos Exteriores.
       —No parece usted amar mucho su carrera. ¡Sin embargo, en otros tiempos deseaba con tanto ardor entrar en la diplomacia!
       —Entonces no conocía aún el oficio. Ahora me gustaría ser inspector de limpieza en París!
       —¡Ah, Dios! ¿cómo puede decir eso? ¡En París! ¡la residencia más fastidiosa sobre la tierra!
       —No blasfeme. Me gustaría oír su palinodia en Nápoles, después de dos años de estancia en Italia.
       —Ver Nápoles, era lo que más deseaba en el mundo —contestó ella suspirando—con tal de que mis amigos estuvieran conmigo.
       —¡Oh! con esa condición, daría yo la vuelta al mundo. ¡Viajar con los amigos! es como si uno permaneciera en su salón, mientras el mundo pasa por delante de sus ventanas, como un panorama que se deslizara.
       —¡Bueno! si es pedir demasiado, me gustaría viajar con uno… con dos amigos solamente.
       —Por mi parte, no soy ambicioso; yo sólo querría uno, o una —añadió sonriendo—. Pero es una felicidad que no he tenido nunca… y que no tendré, —prosiguió con un suspiro. Luego, con un tono más alegre—: De verdad, yo he tenido siempre mala suerte. Sólo he deseado ardientemente dos cosas, y no he podido conseguir ninguna.
       —¿Y qué eran, pues?
       —¡Oh! nada de extravagante. Por ejemplo, deseé apasionadamente poder bailar un vals con alguien… Realicé estudios concienzudos acerca del vals. Ensayé durante meses enteros, solo, con una silla, para vencer el mareo que no dejaba de llegar, y cuando conseguí no tener más vértigos…
      —Y ¿con quién quería usted bailar?
       —¿Y si le dijera que era con usted?… Cuando, después de mucho esfuerzo, llegué a ser un consumado bailarín de vals, su abuela, que acababa de tomar un confesor jansenista, prohibió el vals en el orden del día, aún me duelo de ello.
       —¿Y su segundo deseo?… —preguntó Julia muy turbada.
       —Mi segundo deseo, se lo confieso. Me habría gustado —era muy ambicioso por mi parte—, me habría gustado ser amado… amado de verdad… Pero esto lo deseaba antes que lo del vals, pues no sigo un orden cronológico… me habría gustado, como le digo, ser amado por una mujer que me prefiriera al vals, el más peligroso de todos los rivales; por una mujer que yo hubiera podido ir a visitar con las botas embarradas en el momento en que ella se disponía a subir al coche para ir al baile. Estaría vestida de gala, pero me diría: Quedémonos. Era una locura. No deben pedirse sino cosas posibles.
       —¡Qué malo es! ¡Siempre con sus observaciones irónicas! Nada encuentra gracia ante usted. Es usted siempre despiadado con las mujeres.
       —¡Yo! ¡Dios me libre! Es más bien de mí mismo de quien hablo mal. ¿Es hablar mal de las mujeres decir que prefieren una velada agradable… antes que una conversación a solas conmigo?
       —¡Un baile!… ¡un traje!… ¡Ah, Dios mío!… ¿a quién le gusta bailar ahora?…
       No tenía intención de justificar a todo su sexo, puesto en tela de juicio; creía oír el pensamiento de Darcy, y la pobre mujer sólo oía su propio corazón.
       —A propósito de traje y de baile, ¡qué lástima que ya no estemos en carnaval! He traído un traje de mujer griega encantador, y que le iría muy bien.
       —Me hará un dibujo para mi álbum.
      —Con mucho gusto. Ya verá cuánto he progresado desde los tiempos en que pintaba monigotes sobre la mesa de té de su señora madre.— A propósito, señora, tengo que darle una enhorabuena; esta mañana, en el ministerio, me han dicho que el señor de Chaverny iba a ser nombrado gentilhombre de la cámara. Me ha causado una gran alegría.
       Julia se estremeció involuntariamente.
       Darcy continuó sin percatarse de ese movimiento:
      —Permítame solicitar su protección desde ahora… Aunque, en el fondo, no estoy demasiado feliz por su nueva dignidad. Temo que se vea obligada a ir a vivir a Saint-Cloud durante el verano y entonces no tenga el honor de verla con frecuencia.
       —No iré a Saint-Cloud jamás, —dijo Julia con voz muy emocionada.
       —¡Oh! tanto mejor, pues ¿sabe una cosa? París es el paraíso del que no hay que salir si no es para ir de vez en cuando a cenar al campo, a casa de la señora Lambert, con la condición de volver por la noche. ¡Qué suerte tiene de vivir en París, señora! Yo, que tal vez no esté aquí por mucho tiempo, no puede hacerse una idea de lo feliz que me encuentro en el pequeño apartamento que me ha cedido mi tía. Usted, según me han dicho, vive en el barrio de Saint-Honoré. Me han indicado cuál es su casa. Debe tener un jardín delicioso si la manía de construir no ha cambiado ya sus paseos en tiendas.
       —No, mi jardín sigue aún intacto, a Dios gracias.
       —¿Qué día recibe usted, señora?
       —Yo estoy en casa casi todas las noches. Estaré encantada de que venga usted a verme algún día.
       —Ya ve, señora, que me comporto como si nuestra alianza subsistiera aún. Me invito solo, sin ceremonias y sin presentación oficial. Me perdona, ¿verdad?… Sólo la conozco a usted en París y a la señora Lambert. Todo el mundo se ha olvidado de mí, pero sus dos casas son las únicas que he añorado en mi exilio. Su salón, sobre todo, debe ser encantador. ¡Usted elige tan bien a sus amigos!… ¿Se acuerda de los proyectos que hacía en otros tiempos para cuando fuera ama de casa? Quería tener un salón inaccesible a los aburridos; música a veces, pero siempre conversación y hasta bien tarde; nada de gente pretenciosa. Un número reducido de personas perfectamente conocidas y que, por consiguiente, no intentaran mentir ni impresionar… Dos o tres mujeres de talento (es imposible que sus amigas no lo sean…) y su casa sería la más agradable de París. Sí, es usted la más feliz de las mujeres, y hace feliz a cuantos se le acercan.
       Mientras Darcy hablaba, Julia pensaba que esa felicidad que él describía con tanta vivacidad, habría podido conseguirla si se hubiera casado con otro hombre…, con Darcy, por ejemplo. En lugar de ese salón imaginario, tan elegante y agradable, pensaba en las personas aburridas que Chaverny había atraído a su casa…; en lugar de esas conversaciones tan alegres, recordaba las escenas conyugales como la que la había llevado a P… Se veía, en fin, desgraciada para siempre, unida de por vida al destino de un hombre que odiaba y despreciaba; mientras que aquél que ella consideraba como el más amable del mundo, aquél a quien ella habría querido encargarle la misión de asegurar su felicidad, debía permanecer siendo un extraño para ella. Debía evitarlo, y separarse…, ¡y él estaba tan cerca de ella que las mangas de su vestido eran arrugadas por las solapas de su abrigo!
       Darcy continuó algún rato describiendo los placeres de la vida de París con toda la elocuencia que le proporcionaba una larga privación. Julia, mientras tanto, sentía las lágrimas correr a lo largo de sus mejillas. Temblaba al pensar que Darcy pudiera darse cuenta, y el esfuerzo que realizaba para impedirlo, le daba mayor fuerza a su emoción. Se ahogaba; no se atrevía a moverse. Al final, se le escapó un sollozo, y todo estuvo perdido. Metió la cabeza entre las manos, medio sofocada por las lágrimas y la vergüenza.
      Darcy, que era lo último en lo que pensaba, se quedó sorprendido. Por un instante la sorpresa le hizo enmudecer; pero, como los sollozos aumentaban, se sintió obligado a hablar y a preguntar acerca de la causa de esas lágrimas tan repentinas.
       —¿Qué le ocurre, señora? por Dios, señora…., respóndame. ¿Qué le pasa?…
       Y como la pobre Julia, tras cada una de esas preguntas, apretaba con más fuerza su pañuelo sobre los ojos, él le tomó una mano, y, separando suavemente el pañuelo: “Le ruego encarecidamente, señora —le dijo con un tono de voz tan alterado que le llegó a Julia hasta el fondo del corazón—, le ruego encarecidamente ¿qué le pasa? ¿La he ofendido involuntariamente?… Su silencio me desespera.
       —¡Ah! —exclamó Julia sin poder contenerse más—, ¡soy muy desgraciada! —Y sollozó más fuerte aún.
       —¡Desgraciada! ¿Cómo?… ¿por qué?… ¿quién puede hacerla desgraciada?, respóndame. Mientras hablaba, le apretaba las manos, y su cabeza tocaba casi la de Julia, que seguía llorando en lugar de responder. Darcy no sabía qué pensar, pero estaba conmovido por sus lágrimas. Se sentía rejuvenecido seis años, y comenzaba a vislumbrar que, en un futuro que no se había presentado aún a su imaginación, podría pasar del papel de confidente a otro más elevado.
       Como ella se obstinaba en no responder, Darcy, temiendo que se encontrara mal, bajó uno de los cristales del coche, desató las cintas del sombrero de Julia, separó su abrigo y el chal. Los hombres son poco hábiles para esas cosas. Quería que detuvieran el coche cerca de un pueblo, y estaba llamando ya al cochero, cuando Julia, cogiéndole del brazo, le suplicó que no mandara parar, y le aseguró que estaba mucho mejor. El cochero, que no había oído nada, continuó dirigiendo sus caballos hacia París.
       —Pero le suplico, mi querida señora de Chaverny, —dijo Darcy volviendo a cogerle la mano que había soltado por un momento—, le ruego encarecidamente, dígame ¿qué le pasa?. Temo… No puedo comprender como he sido tan miserable como para causarle una pena.
       —¡Ah! ¡no es usted! —exclamó Julia; y le oprimió un poco la mano.
       —¡Pues bien! dígame, ¿quién puede hacerle llorar así? hábleme con confianza. ¿No somos viejos amigos? —añadió él sonriente y apretando a su vez la mano de Julia.
       —Usted me hablaba de la felicidad de la que me cree rodeada…, ¡y esa felicidad está tan lejos de mí!…
       —¡Cómo! ¿no tiene usted todos los elementos de la felicidad?… Es usted joven, rica, bella… Su marido ocupa en rango distinguido en la sociedad…
       —¡Lo detesto! —exclamó Julia fuera de sí—; ¡lo desprecio! —Y ocultó su cara en el pañuelo sollozando con más fuerza que nunca.
       “¡Oh! ¡oh! —pensó Darcy— esto se pone serio.” Y, aprovechando con habilidad los traqueteos del coche para acercarse más a la desventurada Julia: “¿Por qué —le dijo con la voz más dulce y tierna del mundo— por qué se aflige así? ¡Es necesario que un ser que usted desprecia tenga tanta influencia en su vida! ¿Por qué le permite que envenene su felicidad? Y, además ¿es a él a quién usted debe pedirle esa felicidad?… Y le besó la punta de los dedos; mas como ella retiró inmediatamente la mano con terror, temió haber ido demasiado lejos… Pero, decidido a ver el final de la aventura, dijo suspirando de un modo bastante hipócrita:
       —¡Qué engañado he estado! Cuando supe la noticia de su matrimonio, creí que el señor de Chaverny le gustaba de verdad.
       —¡Ah! señor de Darcy, ¡usted no me ha conocido nunca!. El tono de su voz decía claramente: “Yo le he amado siempre y usted no ha querido darse cuenta.” La pobre mujer creía en ese momento, con la mejor fe del mundo, que había amado siempre a Darcy, durante los seis años transcurridos, con tanto amor como el que sentía por él en ese momento.
       —¡Y usted! —exclamó Darcy animándose—, ¿usted, señora, me ha conocido a mí? ¿Supo alguna vez cuáles eran mis sentimientos? ¡Ah! si me hubiera conocido mejor, ahora seríamos felices los dos, sin duda.
       —¡Qué desgraciada soy! —repitió Julia incrementando sus lágrimas, y apretándole la mano con fuerza.
       —Pero aunque usted me hubiera comprendido, señora, —continuó Darcy con esa expresión de irónica melancolía que le era habitual—, ¿cuál habría sido el resultado? Yo no tenía fortuna; la suya era considerable; su madre me habría rechazado con desprecio. — Estaba condenado de antemano. — Usted misma, sí, usted, Julia, antes de que una nefasta experiencia le haya enseñado dónde reside la verdadera felicidad, usted se habría reído sin duda de mi presunción, y un coche bien barnizado, con una corona de conde sobre los laterales, habría sido sin duda el medio más seguro para agradarle entonces.
       —¡Oh cielos! ¡usted también! ¿No habrá nadie pues que se apiade de mí?
       —Perdóneme, querida Julia —exclamó él muy emocionado también—; perdóneme, se lo ruego. Olvide estos reproches; no, yo no tengo derecho a hacérselos. ¡Yo soy más culpable que usted… No supe valorarla. La creía débil como todas las mujeres del mundo en que vivía; dudé de su valentía, querida Julia, y he sido cruelmente castigado por ello!… Besó ardientemente las manos, que ella ya no retiraba; iba a apretarla contra su pecho…, pero Julia lo rechazó con una viva expresión de terror, y se alejó de él tanto como la anchura del coche podía permitírselo.
       Tras lo cual dijo Darcy, con una voz cuya dulzura hacía la expresión aún más punzante: “Discúlpeme, señora, se me había olvidado París. Ahora recuerdo que allí uno se casa, pero no ama en absoluto.”
       —¡Oh, sí, yo le amo!, —murmuró ella sollozando; y dejó caer su cabeza sobre el hombro de Darcy. Darcy la estrechó entre sus brazos con arrebato, intentando detener sus lágrimas con besos. Ella intentó una vez más liberarse del abrazo, pero ése fue el último intento que hizo.


XII

      Darcy se había equivocado acerca de la naturaleza de su emoción; hay que decirlo claramente: él no estaba enamorado. Había aprovechado la buena fortuna que parecía caerle en los brazos, y que merecía bastante no dejarla escapar. Además, como todos los hombres, era mucho más elocuente para pedir que para agradecer. Pero era educado y, en ocasiones, la cortesía hace las veces de sentimientos más respetables. Una vez que pasó el primer movimiento de embriaguez, recitaba pues a Julia frases tiernas que componía sin gran esfuerzo, y que acompañaba de abundantes besos en las manos que le ahorraban otras tantas palabras. Contemplaba, sin añoranza, que el coche estaba entrando en la ciudad, y que en unos minutos iba a separarse de su conquista. El silencio de la señora de Chaverny en mitad de sus protestas de amistad, el abatimiento en el que ella parecía sumida, hacía difícil, incluso fastidiosa, si me atrevo a decirlo, la posición del nuevo amante.
       Ella estaba inmóvil, en un rincón del coche, apretando maquinalmente el chal contra su pecho. Ya no lloraba; sus ojos estaban fijos, y cuando Darcy le tomaba la mano para besarla, esta mano, desde el momento en que era soltada, recaía sobre sus rodillas como muerta. No hablaba, apenas escuchaba; pero un tropel de pensamientos hirientes acudía a su espíritu de golpe; y, si quería expresar uno de ellos, al instante, otro venía a cerrarle la boca.
       ¿Cómo describir el caos de esos pensamientos, o más bien de esas imágenes que se sucedían con la misma rapidez que los latidos del corazón? Creía escuchar en sus oídos palabras sin ligazón y sin continuación, pero todas con terrible significado. Por la mañana había acusado a su marido, él era vil a sus ojos; pero ahora ella era cien veces más despreciable. Le parecía que su vergüenza era pública. —La querida del duque de H***, a su vez, la rechazaría. —La señora Lambert y sus amigos no querrían volver a verla. —¿Y Darcy?. —¿La amaba? — La había conocido apenas. —Luego la había olvidado. —No la había reconocido en un primer momento. —Posiblemente la había encontrado muy cambiada. —Era frío con ella: ése era el golpe de gracia. Su entusiasmo por un hombre que apenas la conocía, que no le había demostrado amor… sino sólo cortesía. — Era imposible que la quisiera. —Y ella misma ¿lo amaba? No, puesto que se casó apenas él acababa de marcharse.
       Cuando el coche entró en París, los relojes dieron la una. Fue a las cuatro cuando había visto a Darcy por vez primera. —Sí, visto, no podía decir vuelto a ver… Había olvidado sus facciones, su voz; era un extraño para ella… ¡Nueve horas después, se había convertido en su amante!… Nueve horas habían bastado para esta singular fascinación… habían bastado para que ella estuviera deshonrada a sus propios ojos, y a los ojos del mismo Darcy; pues ¿qué podía pensar de una mujer tan débil? ¿Cómo no despreciarla?
       A veces, la dulzura de la voz de Darcy, las palabras tiernas que le dirigía, la reanimaban un poco. Entonces se esforzaba por creer que él sentía realmente el amor del que le hablaba. Ella no se había rendido tan fácilmente. —Su amor existía desde hacía tiempo cuando Darcy se marchó. —Darcy debía saber que ella se había casado sólo por el despecho que su marcha le había hecho sentir. —Toda la culpa era de Darcy. —Sin embargo, él la había seguido amando durante su larga ausencia. —Y, a su regreso, había sido feliz al volver a encontrarla tan fiel como él. —La franqueza de su declaración, incluso su debilidad, debían gustarle a Darcy, que detestaba el disimulo. —Pero pronto comprendía lo absurdo de estos razonamientos. —Las ideas consoladoras se esfumaban, y continuaba presa de la vergüenza y la desesperación.
       En un momento quiso expresar lo que sentía. Acababa de verse proscrita por la sociedad, abandonada por su familia. Después de haber ofendido tan gravemente a su marido, su orgullo no le permitía volver a verlo jamás. “Soy amada por Darcy —se dijo—; y no puedo amar sino a él. Sin él no puedo ser feliz. Con él seré feliz en cualquier sitio. Vayámonos juntos a algún lugar donde nunca pueda encontrar un rostro que me haga ruborizar. Que me lleve con él a Constantinopla…”
       Darcy estaba a cien leguas de adivinar lo que estaba pasando en el corazón de Julia. Acababa de observar que estaban entrando en la calle en la que vivía la señora de Chaverny, y se estaba poniendo los guantes helados con mucha sangre fría.
       —A propósito —dijo— es necesario que sea presentado oficialmente al señor Chaverny… Supongo que dentro de poco seremos buenos amigos. — Presentado por la señora Lambert, entraré con buen pie en su casa. Mientras tanto, y dado que está en el campo, ¿puedo venir a verla?
       Las palabras expiraron en los labios de Julia. Cada palabra de Darcy era una puñalada. ¿Cómo hablarle de escapada, de rapto a este hombre tan tranquilo, tan frío que no pensaba sino en organizar su relación para el verano de la manera más cómoda? Rompió con rabia la cadena de oro que llevaba al cuello y retorció los eslabones entre sus dedos. El coche se detuvo ante la puerta de la casa en que vivía. Darcy se apresuró a arreglarle el chal sobre los hombros y a reajustarle el sombrero. Cuando la portezuela se abrió, él le presentó su mano de la forma más respetuosa, pero Julia saltó al suelo sin querer apoyarse en él. “Le pido permiso, señora, dijo él inclinándose profundamente, para venir a saber noticias de usted.”
       —¡Adiós! —dijo Julia con voz ahogada.
       Darcy volvió a subir a su coupé, e hizo que lo condujeran a su casa silbando, con el aspecto de un hombre muy satisfecho de su jornada.


XIII

      Tan pronto como se encontró en su apartamento de soltero, Darcy se puso una bata turca, las zapatillas, y tras haber cargado de tabaco de latakié una larga pipa cuyo tubo era de cerezo de Bosnia y la cazoleta de ámbar blanco, se dispuso a saborearla, recostándose en una gran butaca tapizada de tafilete rellena. A las personas que se sorprendan de verlo en tan vulgar ocupación en un momento en el que, probablemente, debería haber soñado más poéticamente, le responderé que una buena pipa es útil, si no necesaria, para la ensoñación, y que la verdadera forma de gozar de una felicidad, es asociarla a otra. Uno de mis amigos, hombre muy sensual, no abría jamás una carta de su amante, sin haberse quitado la corbata, atizado el fuego -si era en invierno-, y haberse recostado cómodamente sobre un canapé.
       “Verdaderamente —se dijo Darcy— habría sido un gran imbécil si hubiera seguido el consejo de Tyrrel, y hubiera comprado una esclava griega para traerla a París. ¡Pardiez! eso habría sido, como decía mi amigo Haleb-Effendi, llevar higos a Damasco. A Dios gracias, la civilización ha avanzado mucho durante mi ausencia, y no parece que la rigidez sea llevada al exceso… ¡Ese pobre Chaverny!… ¡Ah! ¡ah!. Sin embargo, si yo hubiera sido suficientemente rico hace unos años, yo me habría casado con Julia, y tal vez, fuera Chaverny quien la habría acompañado esta noche. Si me caso algún día, haré que revisen con frecuencia el coche de mi esposa, para que no necesite caballeros andantes que la saquen de las cunetas… Veamos, hagamos memoria. En conjunto, es una mujer muy bella, tiene talento, y, si no fuera tan viejo como soy, sólo dependería de mí creer que es a mi prodigioso mérito… ¡Ah! ¡mi prodigioso mérito! ¡Ah! ¡ah! dentro de un mes es posible que mi mérito se encuentre al mismo nivel que el del señor del bigote… ¡Voto a bríos! me habría gustado mucho que la pequeña Anastasia, que tanto amé, hubiera sabido leer y escribir y pudiera charlar con las personas educadas, pues creo que es la única mujer que yo he amado… ¡Pobre niña!…” Su pipa se apagó y él se quedó dormido enseguida.


XIV

      Al entrar en sus aposentos, la señora de Chaverny hizo acopio de todas sus fuerzas para decirle a la doncella con naturalidad que no la necesitaba y que la dejara sola. Tan pronto como la joven salió, ella se arrojó sobre la cama y allí se puso a llorar más amargamente, ahora que estaba a solas, que cuando la presencia de Darcy le obligaba a reprimirse.
       Es indudable que la noche ejerce gran influencia sobre las penas morales como sobre los dolores físicos. Le da a todo un tinte lúgubre, y las imágenes que de día serían indiferentes e incluso risueñas, por la noche nos inquietan y atormentan, como espectros que sólo tienen poder en las tinieblas. Parece que durante la noche el pensamiento duplica su actividad y la razón pierde su dominio. Una especie de fantasmagoría interior nos turba y nos asusta sin que tengamos fuerza para alejar la causa de nuestros temores o para examinar fríamente la realidad.
       Imaginen a la pobre Julia echada sobre su cama, a medio vestir, agitándose sin cesar, a ratos devorada por un ardiente calor, a ratos helada por un escalofrío penetrante, sobresaltándose con el menor crujido de las maderas, y oyendo claramente los latidos de su corazón. Sólo conservaba de su situación una vaga angustia de la que buscaba en vano la causa. Luego, de pronto, el recuerdo de esa fatal velada pasaba por su mente, rápido como un relámpago, y con él se despertaba un dolor intenso y agudo como el que produce un hierro candente en una herida cicatrizada.
       Unas veces miraba su lámpara, observando con estúpida atención todas las oscilaciones de la llama, hasta que las lágrimas que se acumulaban en sus ojos, sin saber por qué, le impedían ver la luz. “¿Por qué estas lágrimas? —se preguntada—. ¡Ah! ¡estoy deshonrada!”
       Otras veces contaba las borlas de las cortinas de su lecho, pero no podía nunca recordar el número total. “¿Qué es, pues, esta locura? —pensaba—. ¿Locura? Sí, locura, pues hace una hora que me he entregado, como una vulgar cortesana, a un hombre que no conozco.”
       Luego seguía con mirada perpleja la aguja de su reloj con la ansiedad de un condenado que ve acercarse la hora de la ejecución. De pronto el reloj sonaba: “Hace tres horas —decía— sobresaltándose, estaba con él, y ahora estoy deshonrada.”
       Pasó toda la noche en esta agitación febril. Cuando amaneció, abrió la ventana, y el aire fresco y punzante de la mañana, le produjo algún alivio. Apoyada sobre el alféizar de su ventana que daba al jardín, respiraba el aire frío con una especie de voluptuosidad. Poco a poco, el desorden de sus ideas se disipó. A los confusos tormentos, al delirio que la agitaban, siguió una profunda desesperación que, en comparación, era un descanso.
       Había que tomar una decisión. Entonces se dedicó a pensar qué era lo que debía hacer. No se detuvo un instante en la idea de volver a ver a Darcy. Eso le parecía imposible; se habría muerto de vergüenza al verlo llegar. Debía abandonar París, donde, dentro de dos días todo el mundo la señalaría con el dedo. Su madre se encontraba en Niza; iría a reunirse con ella y se lo contaría todo; luego, después de haberse desahogado sobre su pecho, sólo tenía una cosa que hacer, y era buscar algún lugar desierto en Italia, desconocido para los viajeros, donde iría a vivir sola y dentro de poco, a morir.
       Tan pronto como tomó esta decisión, se encontró más tranquila. Se sentó ante una mesita, frente a la ventana y, con la cabeza entre las manos, se puso a llorar, pero esta vez, sin amagura. La fatiga y el abatimiento se adueñaron de ella, por fin, y se quedó dormida, o más bien, dejó de pensar durante una hora más o menos.
       Se despertó con espasmos de fiebre. El tiempo había cambiado, el cielo estaba gris, y una lluvia fina y helada anunciaba frío y humedad para todo el resto del día. Julia llamó a su doncella. “Mi madre está enferma, —dijo— es necesario que salga inmediatamente hacia Niza. Prepáreme una maleta, quiero salir dentro de una hora.
       —Pero, señora, ¿qué tiene? ¿No está usted enferma?… ¡La señora no se ha acostado! —exclamó la doncella, sorprendida y alarmada por el cambio que observó en las facciones de su señora.
       —Quiero marcharme, —dijo Julia con un tono impaciente— es absolutamente necesario que me vaya. Prepáreme una maleta.
       En nuestra moderna civilización, no basta con un simple acto de voluntad para ir de un lugar a otro. Hace falta un pasaporte, hay que hacer paquetes, llevar cajas, ocuparse de cien fastidiosos preparativos que bastarían para quitarle a uno las ganas de viajar. Pero la impaciencia de Julia abrevió mucho todas esas lentitudes necesarias. Iba y venía de una habitación a otra, ayudaba a hacer el equipaje, amontonando sin orden sombreros y vestidos acostumbrados a ser tratados con más miramientos. Sin embargo, los movimientos que ella hacía contribuían más bien a retrasar a los criados que a apresurarlos.
       —¿La señora ha avisado sin duda al señor? —preguntó tímidamente la doncella.
       Sin contestarle, Julia tomó papel y escribió: “Mi madre está enferma en Niza. Voy junto a ella”. Dobló en cuatro el papel, pero no pudo decidirse a poner en él una dirección.
       En mitad de los preparativos del viaje, entró un criado diciendo: “El señor de Châteaufort pregunta si la señora está visible; hay también otro señor que ha llegado al mismo tiempo, y que yo no conozco: ésta es su tarjeta.”
       Leyó: “E. DARCY, secretario de embajada.”
       Apenas pudo reprimir un grito: “¡No estoy para nadie! —exclamó—; dígales que estoy enferma. No diga que me voy a marchar.” No podía explicarse cómo Châteaufort y Darcy venían a verla al mismo tiempo, y en su confusión, dudó de que Darcy no hubiera elegido a Châteaufort como confidente. Sin embargo, no había nada más sencillo que su presencia simultánea. Traídos por el mismo motivo, se habían encontrado en la puerta; y, después de haber intercambiado un saludo muy frío, se habían mandado en voz baja uno y otro al diablo, de todo corazón.
       Tras la respuesta del criado, bajaron juntos la escalera, se saludaron de nuevo más fríamente aún, y se alejaron cada uno en una dirección opuesta.
       Châteaufort había observado la atención especial que la señora de Chaverny había mostrado a Darcy y desde ese mismo momento había empezado a odiarlo. Por su parte, Darcy, que presumía de ser fisonomista, no había podido observar el aire de confusión y de contrariedad de Châteaufort sin llegar a la conclusión de que amaba a Julia; y como, en calidad de diplomático, estaba inclinado a suponer el mal a priori, había concluido, bastante a la ligera, que Julia se entendía con Châteaufort.
       “Esta extraña coqueta —se decía a sí mismo al salir— no habrá querido recibirnos juntos, por miedo a una explicación semejante a la del Misántropo… Pero he sido bien tonto al no buscar algún pretexto para quedarme y dejar que este joven fatuo se marchara. Sin lugar a dudas, si hubiera esperado a que él hubiera dado la espalda, habría sido admitido, pues tengo sobre él la incuestionable ventaja de la novedad.”
       Mientras hacía estas reflexiones, se había detenido, luego se había dado la vuelta, y luego entraba en casa de la señora de Chaverny. Châteaufort, que también se había vuelto varias veces para observarlo, regresó sobre sus pasos y se colocó de vigilancia, a alguna distancia, para espiarlo.
       Darcy dijo al criado, sorprendido de volver a verlo, que había olvidado darle una nota para su señora, que se trataba de un asunto urgente y de un encargo que le había encomendado una dama para la señora de Chaverny. Recordando que Julia comprendía el inglés, escribió en su tarjeta con lápiz: Begs leave to ask when he can show to Mme de Chaverny his turkish Album. Entregó la tarjeta al lacayo y dijo que esperaría la respuesta.
       La respuesta tardó bastante en llegar. Por fin el criado regresó muy turbado. “La señora, —dijo— se ha encontrado mal hace un momento, y ahora está demasiado afectada para poder responderle.” Todo eso había durado un cuarto de hora. Darcy no creía en el desmayo, pero era evidente que no querían recibirlo. Lo tomó filosóficamente; y, recordando que tenía varias visitas que hacer por la zona, salió sin lamentarse mucho por este contratiempo.
       Châteaufort lo esperaba con una ansiedad furiosa. Al verlo pasar, no tuvo dudas de que era su rival feliz, y se prometió aprovechar la primera oportunidad que se le presentara para vengarse la de infiel y de su cómplice. El comandante Perrin, que encontró muy a propósito, recibió su confidencia y lo consoló lo mejor que pudo, demostrándole la poca exactitud de sus sospechas.


XV

      Julia se había desmayado de verdad al recibir la segunda tarjeta de Darcy. Su desvanecimiento fue seguido por un esputo de sangre que la debilitó mucho. Su doncella había mandado llamar al doctor; pero Julia se negó obstinadamente a recibirlo. Hacia las cuatro de la tarde los caballos de posta habían llegado, se cargaron las maletas: todo estaba listo para la salida. Julia subió al coche, tosiendo horriblemente y en un estado que daba lástima. Durante la velada y toda la noche, sólo habló con el lacayo sentado en el asiento de la calesa y sólo para que éste dijera a los postillones que se apresuraran. Seguía tosiendo y parecía sufrir mucho del pecho; pero no dejó escapar ni una sola queja. Por la mañana, estaba tan débil que se desmayó al abrir la portezuela. La bajaron en un mal hospedaje, donde la acostaron. Llamaron a un médico de pueblo; la encontró con una fiebre muy alta y le prohibió seguir viaje. Sin embargo, ella quería continuar. Por la noche empezó a delirar y todos los síntomas aumentaron de gravedad. Hablaba constantemente y con una volubilidad tan grande, que era muy difícil comprenderla. En sus frases incoherentes aparecían con frecuencia los nombres de Darcy, de Châteaufort y de la señora Lambert. La doncella escribió al señor de Chaverny para comunicarle la enfermedad de su esposa; pero ella se encontraba a casi treinta leguas de París, Chaverny estaba cazando con el duque de H***, y la enfermedad hacía tantos progresos, que era dudoso que él pudiera llegar a tiempo.
       El lacayo mientras tanto, había ido a caballo a la ciudad vecina, y había traído a un médico. Éste criticó las prescripciones de su colega, declaró que se le había llamado demasiado tarde y que la enfermedad era grave.
       El delirio cesó al amanecer, y Julia se durmió entonces profundamente. Cuando se despertó, dos o tres horas después, pareció tener dificultades para recordar por qué serie de accidentes se encontraba acostada en una sucia habitación de una posada. Sin embargo, recuperó pronto la memoria. Dijo que se sentía mejor, e incluso habló de seguir viaje al día siguiente. Luego, después de haber parecido meditar mucho tiempo con la mano sobre la frente, pidió tinta y papel, y quiso escribir. Su doncella la vio comenzar cartas que luego rompía después de haber escrito las primeras palabras. Al mismo tiempo recomendaba que se quemaran todos los trozos de papel. La doncella pudo leer en numerosos trozos la palabra: Señor; lo que le pareció extraño, —dijo más tarde— porque creía que la señora estaba escribiendo a su madre o a su esposo. En otro trozo pudo leer: “Debe usted despreciarme mucho…”
       Durante cerca de media hora intentó inútilmente escribir esa carta, que tanto parecía inquietarla. Por fin, el agotamiento de sus fuerzas no le permitió seguir: empujó el pupitre que habían colocado sobre su cama, y con un aspecto enajenado dijo a su doncella: “Escriba usted misma al señor Darcy.”
       —¿Qué debo escribir, señora? —preguntó la doncella, persuadida de que el delirio iba a volver a empezar.
       —Escríbale que no me conoce… que yo no le conozco… —Y volvió a caer sobre la almohada abrumada.
       Esas fueron las últimas palabras coherentes que pronunció. Volvió el delirio y ya no la abandonó. Murió al día siguiente sin grandes sufrimientos aparentes.


XVI

      Chaverny llegó tres días después de su entierro. Su dolor parecía verdadero, y todos los habitantes del pueblo lloraron al verlo de pie en el cementerio, contemplando la tierra recién removida que cubría el ataúd de su esposa. Quería, en un primer momento, exhumarla y trasladarla a París; pero como el alcalde se oponía y el notario hablaba de interminables trámites, se contentó con pedir una piedra calcárea y ordenar que se erigiera un panteón simple, pero adecuado.
       Châteaufort sintió mucho esta muerte repentina. Rechazó numerosas invitaciones para asistir a bailes y, durante algún tiempo, sólo se le vio vestido de negro.


XVII

      En sociedad se dieron muchas versiones acerca de la muerte de la señora de Chaverny. Según unos, ella había tenido un sueño, o, si se quiere, un presentimiento que le anunciaba que su madre estaba enferma. Había recibido tal impresión, que se había puesto en camino hacia Niza inmediatamente, pese al gran resfriado que había atrapado al regresar de la casa de la señora Lambert; y ese resfriado se había convertido en pulmonía.
       Otros, más clarividentes, aseguraban con aire misterioso que la señora de Chaverny, no pudiendo disimular el amor que sentía por Châteaufort, había querido buscar junto a su madre fuerza para resistir. El resfriado y la pulmonía eran consecuencia de la precipitación de su partida. Sobre ese punto todos estaban de acuerdo.
       Darcy no hablaba jamás de ella. Tres o cuatro meses después de su muerte, contrajo un matrimonio muy ventajoso. Cuando anunció su boda a la señora Lambert, ésta le dijo al felicitarlo: “De verdad, su esposa es encantadora, sólo mi pobre Julia podría haberle convenido tanto. ¡Lástima que fuera usted demasiado pobre para ella cuando se casó!”
       Darcy sonrió con esa sonrisa irónica que le era habitual, pero no contestó.
       Esos dos corazones que no llegaron a conocerse estaban, tal vez, hechos el uno para el otro.




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