O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


Desde el pescante (1906)
[Desde el pescante del cochero, Desde el asiento del cochero]

(“From The Cabby’s Seat”)
The Four Million
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1906, 159 págs.)



      El cochero tiene su punto de vista. Quizá sea más unilateral que cualquier otro profesional. Desde el alto y oscilante asiento de su vehículo, con el pescante en la zaga, considera a sus prójimos unas partículas nómadas que carecen de importancia, a menos que las posean deseos migratorios. Él es Jerry y el lector una mercancía de tránsito. Uno podrá ser un presidente o un vagabundo: para el cochero sólo es un Viaje. Lo carga, hace restallar su látigo, le sacude a uno las vértebras y lo vuelve a depositar en el suelo.
       Cuando llega la hora de pagar, si uno revela familiaridad con los aranceles descubre qué es el desprecio: si nota que se ha olvidado la cartera, verá lo suave que es la imaginación del Dante.
       Si afirmamos que la unidad de propósitos del cochero y su unilateral punto de vista provienen de la peculiar construcción del cabriolé con el pescante en la zaga, ello no implica sentar una teoría extravagante. El campeón del gallinero está instalado en lo alto como Júpiter, en un asiento incompartible, manteniendo nuestro destino entre dos correas de inconstante cuero. Imponente, ridículo, confinado, saltarín como un mandarín de juguete, el pasajero, todo un caballero ante quien los mayordomos se inclinan abyectamente, está acurrucado como una rata en una trampa y debe enviar un chillido por una ranura de su peripatético sarcófago si quiere que se sepan sus débiles deseos.
       Porque es así. Una vez en el coche, ni siquiera es usted ocupante, sino «contenido». Usted es como un cargamento en alta mar. El “angelito” sentado allá arriba sabe de memoria su calle y su número.
       Una noche, se oyeron súbitos rumores en el gran edificio de ladrillos rojos situado casi junto al Café Familiar de MacGary. Aparentemente, el estruendo procedía del piso ocupado por la familia Walsh. La acera estaba obstruida por un grupo de vecinos curiosos y, de cuando en cuando, se abría una puerta para dar paso a un emisario de MacGary, portador de bebidas y víveres para algún festejo, mientras seguía el grupo congregado en la acera con sus comentarios y discusiones acerca de cuanto estaba ocurriendo, sin descartar, por cierto, la nueva del matrimonio de Nora Walsh.
       En plena parranda hubo una erupción de juerguistas a la vereda. Los no invitados los rodearon y se confundieron con ellos, y en el aire nocturno se elevaron gozosos gritos, congratulaciones, risas y rumores no clasificados, nacidos de las ofrendas de McGary a la escena del himeneo.
       Junto a la acera y en el arroyo, estaba parado el coche de Jerry O’Donovan, el halcón nocturno. Por este apodo conocían a Jerry, y en verdad no había vehículo más limpio y brillante que el suyo en toda la ciudad. En cuanto a su caballo, no exagero al decir que solía hincharlo de cebada, hasta el punto de hacer sonreír a cualquiera de esas damas que dejan en la cocina los platos por fregar para salir a ocuparse de los asuntos ajenos. Sí, también ellas habrían sonreído mirándolo.
       Entre la movediza y alborotadora multitud podía vislumbrarse por momentos el sombrero de copa de Jerry, estropeado por los vientos y las lluvias de muchos años, su nariz semejante a una zanahoria, golpeada por la traviesa y atlética prole de los millonarios y por los viajeros rebeldes, su levita verde con botones de latón, admirada en la vecindad de McGary. Era evidente que Jerry había usurpado las funciones de su cabriolé y que llevaba una “carga”. En realidad la metáfora puede ampliarse, comparando a Jerry con un carro cargado de pan, si aceptamos el testimonio de un joven espectador a quien se le oyó observar que “Jerry tenía un panecillo”.
       De pronto, de la multitud congregada en la acera y entre los peatones surgió una muchacha que fue a situarse junto al vehículo. Con su vista de halcón, Jerry captó el movimiento y corrió hacia el coche atropellando a tres o cuatro espectadores, y casi a sí mismo, pues tuvo que agarrarse a una bomba de agua que había cerca para no caer al suelo. Por último, como un marinero luchando con la tormenta, consiguió trepar hasta su asiento. Una vez en el pescante, recobró la serenidad. Echó una ojeada abajo desde el palo mayor de su navío, seguro de sí mismo, como se yergue una bandera en su mástil sobre la cima de un rascacielo.
       —Suba, señora —dijo tirando de las riendas.
       La joven subió al carruaje. Con el consiguiente ruido, la portezuela se cerró. Se oyó el chasquido del látigo de Jerry. El grupo de la calle comenzó a disolverse y el hermoso vehículo se dispuso a cruzar la ciudad.
       Cuando el bien alimentado caballo hubo calmado un poco sus ansias de velocidad, Jerry, a través de la apertura de rigor, con voz de cascado micrófono y deseoso de complacer a su cliente, preguntó:
       —¿Ahora, adónde vamos?
       —Adonde sea, no importa —fue la musical y deliciosa respuesta obtenida.
       “Está viajando por placer”, pensó Jerry.
       Y sugirió, como la cosa más natural del mundo:
       —Dé una vuelta alrededor del parque, señora. Será un paseo elegante, fresco y hermoso.
       —Como usted guste —respondió la pasajera, complaciente.
       El carruaje fue subiendo la Quinta Avenida y recorrió la ampulosa vía. Jerry, tan pronto saltaba como se balanceaba en su asiento. Los fuertes líquidos de MacGary parecían reanimarse otra vez enviando nuevos vapores a su mente. Cantando una vieja canción empuñó el látigo como una batuta para seguir el compás.
       En el interior del coche, su cliente seguía muy erguida entre los cojines, mirando a derecha e izquierda, hacia las luces y las casas. Incluso allí, entre la penumbra, sus ojos brillaban como estrellas del crepúsculo.
       Cuando llegaron a la calle Cincuenta y Nueve, Jerry tenía la cabeza algo inclinada sobre el pecho y las riendas flojas. Su caballo atravesó la abierta verja del parque y dio comienzo al nocturno paseo familiar. La cliente, entonces, reclinó la cabeza hacia atrás y, emocionada, aspiró el limpio perfume del césped, de las flores, de las hojas… Y el inteligente bruto, buen conocedor del terreno que pisaba, siguió el paso normal de «tanto por hora», sin abandonar la derecha del sendero.
       La fuerza de la costumbre se impuso en Jerry también. Por encima de su creciente sopor y alzando el estandarte de su nave, hizo la pregunta de rigor de todo cochero que va cruzando el parque:
       —¿Quiere parar en el casino, señora? Podría tomar algo y escuchar la música. Es lo que hacen todos.
       —Me parece muy bien —murmuró la cliente.
       Ante la entrada del casino, Jerry tiró de las riendas. La portezuela del vehículo se abrió y la joven saltó al suelo. Enseguida se encontró envuelta en una maravillosa ola de música, y quedó casi cegada por la visión de colores y luces. Alguien puso en su mano una pequeña tarjeta cuadrada que tenía un número. El 34. Echó una ojeada en derredor y vio su transporte a poca distancia, alineado ya entre el grupo de carruajes, coches y automóviles que aguardaban. Luego un hombre, que parecía todo él una pechera almidonada, surgió frente a ella. Casi sin advertirlo, se encontró sentada ante una mesa, junto a una barandita por donde trepaba la enredadera de un jazmín.
       Allí parecía existir una silenciosa invitación a comprar: la muchacha consultó las existencias en su bolso —unas monedas nada más— y comprendió que solo podía aspirar a una cerveza.
       Y allí se quedó sentada, aspirando y asimilando todo aquello: la vida de nuevos colores y formas en el palacio de cuento de hadas de un bosque encantado.
       Junto a cincuenta mesas, había príncipes y reinas ataviados con todas las sedas y joyas imaginables. Y de vez en cuando, uno de ellos miraba con curiosidad a la pasajera de Jerry. Veían una figura rústica, con un traje de seda rosado del tipo que se atenúa con la palabra “fular”, y un rostro igualmente rústico que revelaba un amor a la vida que envidiaron las reinas.
       Las largas manecillas de los relojes dieron dos vueltas completas.
       Las realezas mermaron, retirándose de sus tronos al fresco, y volvieron ruidosamente a sus carrozas. La música se refugió en estuches de madera y maletas de cuero y bayeta. Los camareros retiraron intencionadamente los mangles cerca de la rústica figura sentada casi a solas.
       La cliente de Jerry se levantó y preguntó mostrando su tarjeta numerada:
       —¿Sirve para algo esto?
       Un camarero dijo que aquello era la contraseña para su vehículo, y que tenía que entregarla al hombre que estaba a la puerta del local.
       Así lo hizo, y el hombre aquel gritó su número. Solo quedaban tres coches aguardando. El cochero de uno de ellos se acercó a despertar a Jerry, que dormía profundamente en su interior. Con un juramento, subió al puesto de mando y condujo su nave a los muelles. Con su cliente adentro, enfiló con rapidez hacia los frescos parajes del parque, avanzando por la ruta más corta hacia el hogar.
       Una vez en la verja, y por entre los vapores que entorpecían su mente, sintió Jerry una ráfaga de sentido común, a manera de sospecha. Se le ocurrieron un par de cosas. Detuvo el caballo y gritó por la rendija de rigor:
       —Antes de seguir, ¿quiere enseñarme cuatro dólares? Porque supongo que tendrá dinero.
       —¡Cuatro dólares! —dijo con una risita su cliente—. Oh, no, no; nada de eso. Solo me quedan unos centavos.
       Jerry cerró la tapa y azuzó a su bien alimentado caballo con el látigo.
       El ruido de los cascos amortiguó en parte, sin ahogarla del todo, su exclamación. Lanzando hacia el estrellado cielo unos juramentos muy sonoros, y amenazando con el látigo a cuantos vehículos pasaban cerca, el cochero fue avanzando por calles diversas sin dejar de mascullar palabras fuertes; tan fuertes que, oyéndole, el conductor de un camión que volvía a su hogar se sintió avergonzado. Pero Jerry conocía su único recurso y se dispuso emplearlo avanzando a galope. Por fin se detuvo ante una casa que tenía unas luces verdes en el portal. Abrió la portezuela y gritó sin contemplaciones saltando del pescante:
       —Vamos, salga de ahí.
       Su cliente obedeció, sin que en su sencillo rostro se borrase la soñadora sonrisa que lució en el casino.
       Cogiéndola del brazo, Jerry la arrastró hasta el próximo cuartelito de policía. Un sargento de bigotes grises los miró escrutadoramente desde su asiento. Era evidente que el cochero y él se conocían.
       —Sargento —comenzó a decir Jerry en el mismo tono iracundo y amenazador de antes—, tengo aquí una cliente que… —hizo una pausa. Se pasó por la frente una mano rojiza y callosa. La niebla en que lo envolvía el alcohol de MacGary comenzaba a disiparse…—. Una cliente que quiero presentarle a usted —añadió con burlona sonrisa— porque es… mi mujer. Me he casado con ella esta tarde, en casa del viejo Walsh. ¡Y menuda juerga nos hemos corrido desde entonces! Dale la mano al sargento, Nora. Y ahora, vámonos a casa.
       Pero antes de subir al coche, Nora dijo lanzando un suspiro:
       —¡Qué bien lo he pasado, Jerry…! ¡Qué bien!




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