O.
Henry
(William Sydney Porter)
(North Carolina, 1862 -
New York, 1910)
El amigo de Telémaco (1905)
(“Telemachus, Friend”)
Originalmente publicado en Munsey’s Magazine (Diciembre de 1905), págs. 286-290;
Heart of the West
(Nueva York: McClure Co., 1907, 334 págs.)
Al volver de una cacería me encontré esperando el tren
del sur, que llegaba con una hora de retraso, en el
pequeño pueblo de Los Piños —Nuevo México—. Sentado
en el patio del hotel, me entretuve charlando de
cosas de la vida con Telémaco Hicks, propietario del
establecimiento. Tras un examen de su persona, forzosamente
hube de preguntarme qué especie de animal
habría, en otro tiempo, mordido y mutilado la oreja
izquierda del individuo. No en vano, y por ser cazador,
conocía de sobra los peligros que a veces corre el que
se empeña en cobrar una pieza sea como sea.
—Esta oreja —explicó Hicks— es la reliquia de una
buena amistad.
—¿Quiere decir…, un accidente?
—Una amistad jamás puede considerarse como un
accidente —dijo Telémaco.
Yo no respondí.
—El único caso de amistad perfecta que he conocido
—prosiguió diciendo mi interlocutor— se produjo
gracias al cordialísimo intento de un individuo de
Connecticut y un chimpancé. El chimpancé se subía
a las palmeras de Barranquilla y tiraba cocos al individuo.
Este los partía por la mitad, y los trabajaba
hasta hacer de cada tapa una especie de tazón que
vendía a dos reales. Con los ingresos que conseguía,
solía comprar ron, mientras el chimpancé se bebía el
agua de los cocos. Por sentirse satisfechos con su
participación en el negocio, los dos vivían como hermanos.
“No obstante, y en el caso concreto de dos seres
humanos, la amistad es siempre un acto transitorio
expuesto a quedarse trunco de improviso.
“En cierta ocasión tuve un amigo llamado Paisley
Fish. En realidad lo consideraba ligado a mí para siempre.
Durante siete años trabajamos juntos en una
mina, en un rancho, vendiendo diversos objetos, sacando
fotografías, construyendo vallas y recolectando
ciruelas. Imagínese usted que ni la adulación, ni
el crimen, ni el dinero, ni la vanidad, ni el alcohol se
interpusieron nunca entre nosotros. Éramos amigos
hasta un punto que casi no se puede describir. Amigos
en el trabajo, amigos en las horas de diversión, e
incluso amigos en las locuras.
“Un día de verano, Paisley y yo bajamos a caballo
las montañas de San Andrés, vestidos como verdaderos
caballeros, dispuestos a gozar nuestras vacaciones.
Llegamos al pueblo de Los Piños, un paraíso
en toda regla, donde se encontraba miel en abundancia,
leche condensada, una o dos calles, un buen
ambiente, gallinas y una casa donde vendían comida.
Todo esto nos bastaba a los dos.
“Llegamos al pueblo después de la hora de la cena y
decidimos comprobar los méritos de la fonda que
había cerca de la vía del tren. En cuanto nos sentamos
a la mesa y comenzamos a jugar con el plato y el
cuchillo que había sobre el rojo mantel, se presentó
Jessup, la viuda, con un plato de hígado frito y un
pastel caliente.
“La viuda era una mujer capaz de tentar a cualquiera.
De figura maciza, tenía un no sé qué de amable
que mitigaba su imponente proximidad. Lucía
un rostro más que sonrosado, como es lógico en las
buenas cocineras; su temperamento era, sin duda,
ardiente y su sonrisa habría hecho florecer las lilas
en diciembre.
“La viuda estuvo un rato charlando con nosotros
del clima, de historia, de Tennyson, de ciruelas y de
la escasez de carne de cordero. Luego quiso saber
nuestra procedencia.
“—Venimos del Valle de la Primavera —dije yo.
“—El Gran Valle de la Primavera —añadió Paisley
entre un bocado y otro.
“Fue el primer indicio de que la perfecta amistad
que hasta entonces hubo entre él y yo declinaba. Fish
sabía que odiaba a las personas charlatanas y, sin
embargo, acababa de interrumpirme con correcciones
y detalles de sintaxis. El mapa decía, evidentemente,
‘Gran Valle de la Primavera’, y, sin embargo, al propio
Paisley le oí decir mil veces ‘Valle de la Primavera’,
nada más.
“Sin añadir otras palabras terminamos de cenar y
nos fuimos hacia la vía. Nuestra amistad era lo suficiente
vieja para que ambos comprendiésemos lo que
el otro estaba pensando.
“Supongo que has descubierto mis intenciones —dijo
Paisley—. He decidido apropiarme de esa viuda como
parte integrante de mi vida y de mis descendientes, tanto
en el aspecto social como en el legal y el doméstico, y
hasta que la muerte nos separe. ¿Entendido?
“—Oh, sí, sí —le dije—. Pude leerlo entre líneas, aunque
solo hablaste una vez. Supongo que también sabrás
cuáles son mis propósitos; es decir, que pienso
seguir el camino que me lleve al fin apetecido, y mi
fin es el de cambiar el apellido de esa dama convirtiéndola
en señora Hicks, y dejarte a ti la organización
del festejo.
“—Temo que habrás de cambiar algo ese programa
—manifestó Paisley mientras masticaba un trozo de
goma de neumático—. En cualquiera otro caso te cedería
el terreno, pero no en este. La sonrisa de esa
mujer es como la tormenta que algunas veces dispersa
la flota de una buena amistad. Sería capaz de luchar
contra un oso que te importunase, de avalarte
una letra, de salvarte de cualquier dificultad, como
hice siempre, pero en este asunto terminan mis buenos
deseos. En lo de la viuda jugamos solos; cada cual por
su cuenta. Te lo advierto de antemano y lealmente.
“Después de cavilar unos instantes, le solté a mi
amigo el siguiente discurso:
“—La amistad entre dos hombres es una vieja virtud
histórica, que data del tiempo en que el género
humano había de defenderse contra lagartos de colas
gigantescas y tortugas voladoras. Se ha conservado
la costumbre hasta nuestros días, y los hombres
siguen ayudándose, hasta que de pronto se presenta
alguien y les dice que los animales han desaparecido.
He oído referir que algunas mujeres se han interpuesto
a veces entre dos hombres, destruyendo una amistad.
¿Por qué ha de ser así? Mira, Paisley, ha bastado
un encuentro con la viuda para que se introduzca la
discordia en nuestros pechos. ¿Por qué no permitir
que la gane quien mejor la merezca? Yo te prometo
jugar limpio y no valerme de ventajas. La cortejaré
siempre en tu presencia, y te doy la oportunidad para
que hagas lo mismo. En estas condiciones, no veo
por qué tenga que naufragar nuestra amistad. Gane
quien gane, podemos seguir siendo amigos.
“—Muy bien, viejo —dijo Paisley estrechando mi
mano—. Haré como tú. Cortejaremos juntos a la viuda,
sin odios y sin derramamientos de sangre, como
parece de rigor. Y seguiremos siendo amigos. Gane
quien gane. Pierda quien pierda.
“Junto a la fonda de la viuda Jessup, había un banco
debajo de un árbol, en el cual ella solía sentarse
para tomar el fresco después que pasaba el tren del
sur, cuando ya habían comido los viajeros. Cada noche,
después de la cena, nos reuníamos allí Paisley y
yo para cortejar a nuestra dama. Los dos éramos tan
honrados y tan sometidos a nuestro pacto, que si uno
llegaba antes, aguardaba a que llegase el otro para
dar comienzo al galanteo.
“La primera vez que la señora Jessup tuvo noticias
de nuestro convenio fue una noche en que llegué al
banco antes que Paisley. La cena había terminado
ya, y allí estaba la viuda, fresca como una flor con su
vestido rosa.
“Me senté a su lado permitiéndome algunas consideraciones
acerca del aspecto moral de la naturaleza,
según se desprendía del paisaje y de la perspectiva.
“Era, sin duda, una noche única. La luna representaba
su papel en el trozo de cielo que le fue asignado,
y los árboles proyectaban su sombra en el suelo de
acuerdo con la ciencia y la natura, mientras que entre
los matorrales sonaba una especie de cómplice
rumor producido por los animalitos del bosque. El
viento cantaba por los montes lo mismo que entre los
fardos de latas de tomates que había sobre el vagón
de carga del ferrocarril.
“Experimenté una rara sensación en mi costado izquierdo.
La viuda se había acercado a mí.
“—El estar solo en el mundo resulta doblemente triste
en una noche como esta, ¿verdad, señor Hicks?
“Me puse en pie de un salto.
“—Perdone, señora, pero para responder a una pregunta
como esa, he de esperar a que venga Paisley.
“A continuación le referí nuestro pacto. Dije que
habíamos convenido no traicionarnos en ninguna circunstancia,
ni siquiera en aquella donde fuesen cómplices
el sentimiento y la proximidad.
“La señora Jessup se quedó unos instantes pensativa.
Luego, se echó a reír con una carcajada que resonó
por todo el bosque.
“Minutos más tarde se presentó Paisley. Llevaba fijador
en el cabello, y se sentó al otro lado de la viuda
comenzando un relato dramático acerca de una aventura
que, tiempo atrás, le había ocurrido con un tal
Pieface Lunley y unas vacas muertas, para ganar un
premio en el valle de Santa Rita.
“Ahora bien, desde el inicio del cortejo Paisley Fish
y yo fuimos fieles a nuestro principio. Cada uno de
nosotros empleaba su sistema —un sistema propio—
para llegar al femenino corazón. El plan de Paisley
era apabullarla con maravillosos relatos de aventuras,
de las cuales siempre él era protagonista; aventuras
que, a decir verdad, había leído en los periódicos.
Creo que aprendió este sistema de cortejo en cierta
obra de Shakespeare llamada Otelo, que vi una vez, y
en la cual un negro conquista a la hija de un duque
contándole algo así como una mezcla de los relatos de
Rider Haggard, Lew Dockstader y el doctor Parkhurst.
Solo que este truco, no siendo en el escenario, no surte
efecto para conquistar a una mujer.
“En cuanto a mí, empleé otro sistema: mi receta para
quien quiera llevar a una mujer al altar. Aprenda usted
a cogerle una mano y estrechársela bien. Tendrá ganada
la partida. Pero no es cosa tan sencilla como
parece. Algunos la aprietan tanto que cualquier mujer
puede imaginar que van a producirle una dislocación
de muñeca, y ya cree que huele a éter y que ve
los vendajes. Otros le levantan la mano como si se
tratase de una herradura de caballo, y la mantienen
en alto, con el brazo alzado, lo mismo que un dependiente
de comercio cuando llena una botella. Son sistemas
erróneos.
“Voy a decirle cómo se debe hacer: ¿Ha visto alguna
vez el ademán de un individuo que quiere arrojarle
una piedra al gato que lo mira con fijeza desde una
tapia cercana? Pues esta es la manera:
“Con disimulo, coja la piedra, haga como si no tuviese
nada en la mano, y como si el gato no lo mirase
ni usted viese al gato; eso es lo importante. No hay
que coger la mano de la muchacha y mostrarla al aire
libre. Hay que demostrar que se ignora que ella ha
advertido que alguien cogió su mano. Esa fue mi táctica
y, por supuesto, mientras Paisley refería sus historias
de lucha y desgracia, ella se aburría como si
oyese de sus labios el horario de trenes que paran el
domingo en Ocean Grove, Nueva Jersey.
“Otra noche en que llegué al banco unos minutos antes
que Paisley, sentí que mi amistad vacilaba y pregunté a
la señora Jessup si no creía que era más fácil escribir
una H que una J. Al momento sentí que su cabeza rozaba
la flor del ojal de mi chaqueta, y me incliné hacia
ella. Me disponía a…, pero de súbito me levanté de un
salto diciendo:
“—Si no le importa, prefiero esperar a que llegue
Paisley. Nunca he faltado a nuestro pacto, y creo que
esto no está bien.
“—Señor Hicks —murmuró la viuda envolviéndome
en una curiosa mirada desde la oscuridad—, si no
fuese por una cosa le rogaría que se marchase y que
desapareciese de mi vista para siempre.
“—¿Qué cosa es esa? —pregunté.
“—Es usted demasiado buen amigo, para no ser también
un excelente esposo.
“Cinco minutos más tarde, Paisley ocupaba su sitio
habitual al lado de la señora Jessup.
“—En Silver City, durante el verano de 1898 —comenzó
a decir—, vi cómo Jim Bartholomew arrancaba
la oreja de un individuo chino en el salón Luz Azul, a
causa de una camisa de muselina que, pero, ¿qué es
ese ruido?
“La verdad es que la viuda y yo habíamos consumado
lo que momentos antes se inició.
“—La señora Jessup —expliqué— ha accedido en
convertirse en señora Hicks. ¿Estás dispuesto a escucharnos?
“Paisley dio media vuelta en su asiento y se lamentó:
“—Somos amigos desde hace siete años, Lem. ¿Tienes
inconveniente en besarla en silencio? Yo haría lo
mismo por ti.
“—De acuerdo. Silenciosos, también sabrán bien.
“—El chino —prosiguió diciendo Paisley— era precisamente
el que mató a un individuo llamado Mullins
en la primavera del 98, aquel Mullins que… —Paisley
se interrumpió otra vez y dijo—: Lem, si en realidad
fueses mi amigo no abrazarías tan fuerte a la señora
Jessup. El banco pierde estabilidad. Ya lo sabes. Prometimos
darnos una oportunidad mientras existiese
la posibilidad de ganar.
“—¡Óigame! —gritó la viuda volviéndose hacia Paisley—:
Si dentro de veinticinco años asiste a nuestras
bodas de plata, ¿se dará cuenta de que es un inoportuno
y de que siempre lo ha sido? ¿Cabe eso en su
cabeza? Lo he soportado por tratarse de un amigo del
señor Hicks, pero creo que ya es hora de que se vaya
con viento fresco.
“—Señora Jessup —dije poseído de mi nueva dignidad
de prometido—, el señor Paisley es mi amigo. Hice
con él un pacto honrado. Tengo que admitir que busque
una oportunidad mientras esta sea posible.
“—¿Una oportunidad? —roncó ella—. Bueno, si quiere
creer que la tiene, que lo crea. Pero a mí me parece
que están llevando las cosas demasiado lejos.
“Por fin, un mes más tarde, la señora Jessup y yo
nos unimos en matrimonio en la iglesia metodista de
Los Piños. La ceremonia fue presenciada por todo el
pueblo.
“Ya de pie ante el pastor, y cuando este comenzó
con la frase del ritual, advertí que Paisley no estaba
presente. Rogué al ministro del Señor que no se apresurase
en la ceremonia.
“—Paisley no está aquí —dije—; tenemos que esperarlo.
Un amigo de verdad es siempre un amigo de
verdad. Y ese amigo soy yo, Telémaco Hicks.
“Los ojos de la señora Jessup relampaguearon, pero
el pastor siguió mis instrucciones y retrasó algo las
cosas.
“Pocos minutos más tarde vi que Paisley se acercaba
a nosotros. Todavía estaba abrochándose un puño.
Explicó que se había retrasado para comprarse una
camisa digna de la ocasión, que la tienda estaba cerrada
y que tuvo que forzar una puerta y servirse él mismo
la prenda. Luego, se colocó al otro lado de la novia
y la ceremonia prosiguió.
“Siempre he creído que Paisley consideró como ‘última
oportunidad’ que el pastor se equivocase de
novio y lo casase a él con la viuda.
“Después de las bodas hubo holgorio y té, carne de
lata y melocotones en almíbar, hasta que, al final, la
multitud fue desapareciendo. Paisley, el último en
marchar, me estrechó muy fuerte la mano admitiendo
que me había portado muy bien con él, y que estaba
orgulloso de ser mi amigo.
“El pastor tenía una pequeña casa, por entonces
para alquilar, en aquella misma calle. Nos la prestó
para que pasásemos la noche, ya que a la mañana
siguiente, en el tren de las diez y cuarenta, saldríamos
para El Paso en viaje de luna de miel. La esposa del
pastor había decorado la casita con plantas y enredaderas.
En verdad resultaba un lugar alegre y acogedor.
“A las diez de la noche, me senté en el patio y me
quité las botas, tomando un poco el fresco, mientras
la señora Hicks estaba dentro cambiándose de ropa.
De pronto, la luz del interior se apagó, pero yo seguí
en el patio otro rato, pensando en tiempos pasados,
recordando otras escenas de mi vida anterior.
“Oí que la señora Hicks gritaba:
“—¿Vas a tardar mucho, Lem?
“—Vaya —dije levantándome—. Que el diablo me
lleve si no esperaba ver aparecer a mi amigo Paisley
para seguir…
“En aquel momento —terminó diciéndome Telémaco
Hicks—, creí que alguien descargaba un culatazo
sobre mi oreja izquierda, y el caso es que solo fue un
escobazo que, con todas sus ganas, acababa de
arrearme la señora Hicks”.
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