O. Henry
(William Sydney Porter)

(North Carolina, 1862 - New York, 1910)


Dos caballeros el día de Acción de Gracias (1905)
(“Two Thanksgiving Day Gentlemen”)
Originalmente publicado en la sección Sunday Magazine
del periódico New York World, Vol. 46, Núm. 16168
(26 de noviembre de 1905);
The Trimmed Lamp
(Nueva York: McClure, Phillips & Co., 1907, 260 págs.)



      Hay un día que es nuestro. Hay un día en que todos los norteamericanos que no se han hecho por su propio esfuerzo vuelven a su hogar para comer bizcochitos con bicarbonato y se maravillan de cuan cerca parece estar del porche la vieja bomba del agua. Bendito sea ese día. Nos lo da el presidente Roosevelt. Hemos oído hablar de los puritanos, pero no recordamos con exactitud quiénes fueron. De todos modos, apuesto a que podríamos zurrarlos si trataran de desembarcar nuevamente. ¿Plymouth Rocks? Eso suena de un modo más familiar. Muchos de nosotros hemos tenido que limitarnos a las gallinas desde que empezó a funcionar el Trust del Pavo. Pero alguien en Washington les está facilitando informaciones confidenciales sobre esas proclamas del día de Acción de Gracias.
       La gran ciudad que está al este de las ciénagas de arándanos ha hecho una institución del día de Acción de Gracias. El último jueves de noviembre es el único día del año en que redescubre la parte de los Estados Unidos que está del otro lado de los ferry-boats. Es el único día puramente norteamericano. Sí, un día de fiesta, un día exclusivamente norteamericano.
       Y ahora vamos al relato que le probará al lector que de este lado del océano tenemos tradiciones que envejecen con mucha mayor rapidez que las de Inglaterra..., gracias a nuestra energía e iniciativa.
       Stuffy Pete se sentó en el tercer banco de la derecha, según se entra en la plaza Unión por el Este, en el sendero que está enfrente de la fuente. Durante nueve años, todos los días de Acción de Gracias, Pete se había sentado allí a la una en punto. Y siempre le habían sucedido cosas, cosas dignas de Charles Dickens que le hinchaban el chaleco sobre el corazón.
       Pero hoy, la aparición de Stuffy Pete en el lugar de la cita parecía más el fruto del hábito que del hambre anual que, como parecen creerlo los filántropos, aflige a los pobres con tan dilatados intervalos.
       Ciertamente, Pete no tenía hambre. Venía de una fiesta que sólo les había dejado dos facultades: la de la respiración y la de la locomoción. Sus ojos parecían dos descoloridas grosellas firmemente incrustadas en una máscara hinchada de arcilla y salpicada de salsa. Su aliento brotaba en breves y resollantes espasmos; un pliegue de tejido adiposo digno de un senador le restaba un corte elegante al cuello levantado de su abrigo. Los botones cosidos sobre su traje por bondadosos dedos salvacionistas una semana antes volaban como palomitas de maíz, dispersándose por el suelo a su alrededor. Estaba andrajoso, con la pechera de la camisa entreabierta hasta la piel. Pero la brisa de noviembre, con sus hermosos copos de nieve, sólo le traía una agradable frescura. Porque Stuffy Pete estaba atestado de calorías producidas por una cena superabundante, iniciada con ostras y rematada con un budín de ciruelas, y que incluía (eso le pareció) todo el pavo asado y patatas cocidas y ensalada de pollo y pastel de calabaza y helado del mundo. Por eso estaba sentado, así, saciado, contemplando el mundo con el desdén propio de la sobremesa.
       El banquete había sido imprevisto. Pete pasaba junto a una mansión de ladrillos rojos, próxima al nacimiento de la Quinta Avenida, donde vivían dos ancianas damas de ilustre familia y respetuosas de las tradiciones. Aquellas damas incluso negaban la existencia de Nueva York y creían que el día de Acción de Gracias se festejaba exclusivamente en Washington Square. Una de sus costumbres tradicionales consistía en apostar a un criado en la verja del fondo con la orden de hacer entrar al primer transeúnte hambriento que pasara después de las cuatro, y de ofrecerle una opípara cena. Stuffy Pete pasaba casualmente por allí camino del parque y los mayordomos lo hicieron entrar y se atuvieron a la costumbre de la mansión. Stuffy Pete estuvo mirando exclusivamente hacia adelante durante diez minutos, pero sintió deseos de contemplar un campo visual más amplio. Con un tremendo esfuerzo movió lentamente la cabeza hacia la izquierda. Y luego sus ojos se salieron de las órbitas temerosamente y contuvo la respiración, y los toscos zapatos que remataban sus cortas piernas se retorcieron y crujieron sobre la grava.
       Porque el Viejo Caballero cruzaba la Cuarta Avenida, dirigiéndose hacia el banco de Pete. Todos los días de Acción de Gracias, durante nueve años, el Viejo Caballero había llegado hasta allí, encontrando a Stuffy Pete en su banco. El Viejo Caballero procuraba convertir aquello en una tradición. Todos los días de Acción de Gracias, durante nueve años, había ido a buscar allí a Pete para llevarlo a un restaurante y mirarlo engullir una suculenta cena. En Inglaterra esas cosas se hacen mecánicamente. Pero nuestro país es joven y un período de nueve años no está tan mal. Para resultar pintorescos, debemos seguir haciendo la misma cosa durante largo tiempo, sin olvidarla una sola vez. Algo así como la recaudación de las monedas semanales del seguro industrial. O la limpieza de las calles.
       El Viejo Caballero se dirigió, enhiesto y majestuoso, hacia la institución que estaba creando. Es cierto que el sentimiento anual de Stuffy Pete nada tenía de nacional, como lo son la Carta Magna o el dulce para el desayuno en Inglaterra. Pero era un gesto. Era casi feudal. Revelaba, por lo menos, que una costumbre no era imposible en Nueva Y... ¡ejem!... en los Estados Unidos.
       El Viejo Caballero era delgado y alto, y tenía sesenta años. Vestía de negro y cabalgaban sobre su nariz un par de lentes anticuados que no querían asentarse firmemente. Su cabello era más blanco y ralo que el año anterior y parecía usar más que entonces su grande y nudoso bastón de mango retorcido.
       Cuando su probado benefactor se acercó, Stuffy resopló y se estremeció como el gordísimo bulldog de una señora cuando un perro callejero lo mira con la pelambre erizada. Sentía tentaciones de huir, pero toda la habilidad de Santos-Dumont no hubiera podido arrancarlo de su banco. Los marmitones de las dos ancianas damas habían hecho bien su trabajo.
       —Buenos días —dijo el Viejo Caballero—. Me alegro de advertir que las vicisitudes de otro año lo han respetado, dejándolo sano y salvo para vagabundear por este bello mundo. Por esa sola bendición, vale la pena que ambos saludemos alborozados este día de Acción de Gracias. Si viene conmigo, amigo mío, le ofreceré una cena que hará armonizar su bienestar físico con el mental.
       Esto era lo que decía siempre el Viejo Caballero. Todos los días de Acción de Gracias, desde hacía nueve años. Las propias palabras formaban casi una institución. Nada podía compararse con ellas, salvo la Declaración de Independencia. Hasta entonces, habían sido siempre música para los oídos de Stuffy. Pero ahora Pete miraba al Viejo Caballero con un lacrimoso sufrimiento en los ojos. La fina nieve crepitaba casi al caer sobre su sudorosa frente. Pero el Viejo Caballero tembló levemente y le volvió la espalda al viento.
       Stuffy se había preguntado siempre por qué decía aquellas palabras con cierta tristeza el Viejo Caballero. No sabía que, al decirlas, ansiaba tener un heredero. Un hijo que viniera allí cuando él hubiese muerto... Un hijo que se irguiese, fuerte y orgulloso, ante algún otro Stuffy, y le dijera: “En memoria de mi padre”. Entonces, aquello sí que sería una Institución.
       Pero el Viejo Caballero no tenía parientes. Vivía en unas habitaciones alquiladas en una de esas mansiones de piedra arenisca de antiguas familias en decadencia, en una de las apacibles calles del Este del parque. En invierno cultivaba fucsias en un pequeño invernadero. En primavera intervenía en la procesión de Pascua. En verano vivía en una granja de las colinas de Nueva Jersey y se sentaba en un sillón de mimbre, hablando de una mariposa, la ornithoptera amphrisius, que esperaba hallar algún día. En otoño le ofrecía una cena a Stuffy. Ésas eran las tareas del Viejo Caballero.
       Stuffy Pete lo miró durante medio minuto, inquieto, desamparado, apiadado de sí mismo. En los ojos del Viejo Caballero brillaba el placer de dar. Cada año su rostro se tornaba más arrugado, pero su pequeña corbata negra formaba un moño tan donairoso como siempre, y su ropa interior era hermosa y blanca, y su bigote gris estaba retorcido con gracia en las puntas. Y entonces Stuffy hizo un ruido parecido al de los guisantes que hierven en una cacerola. Su intención era hablar, y como el Viejo Caballero había oído aquellos sonidos nueve veces ya, interpretó acertadamente que constituían la vieja fórmula de aceptación de Stuffy.
       —Gracias, señor. Iré con usted y se lo agradezco mucho. Tengo mucha hambre, señor.
       El coma de plenitud no le había impedido a Stuffy comprender que era la base de una institución. Su apetito del día de Acción de Gracias no era suyo; le pertenecía, en base a todos los sagrados derechos de la costumbre establecida, a aquel viejo y bondadoso caballero que se lo había apropiado. Es verdad que los Estados Unidos son libres; pero para establecer una tradición, uno debía ser un decimal..., un decimal que se repetía. Los héroes no son exclusivamente de acero y oro. He aquí a uno que sólo ha esgrimido armas de hierro, rudamente plateadas, y de latón.
       El Viejo Caballero llevó a su protegido anual al sur, hacia el restaurante y la mesa donde se había efectuado siempre el banquete. Los reconocieron.
       —Ahí viene el viejo que siempre convida a comer al mismo vagabundo el día de Acción de Gracias —dijo el camarero.
       El Viejo Caballero se sentó del otro lado de la mesa, brillando como una perla ahumada junto a la piedra angular de la futura tradición. Los camareros apilaron sobre la mesa viandas de fiesta..., y Stuffy, con un suspiro que interpretaron como una expresión de hambre, alzó el cuchillo y el tenedor y se cinceló una corona de imperecedero laurel. Nunca se abrió paso entre las filas enemigas un héroe más valeroso. El pavo, las costillas, las sopas, las legumbres, los pasteles, todo desapareció ante él en cuanto fue servido. Atiborrado casi hasta el máximo cuando entró en el restaurante, el olor de la comida le había hecho perder casi su honor de caballero, pero se dominó como un auténtico hidalgo antiguo. Vio el aire de filantrópica felicidad del Viejo Caballero —un aire más feliz aún que el provocado por las fucsias y el ornithoptera amphrisius— y no tuvo valor para verlo desaparecer.
       Al cabo de una hora, Stuffy se echó atrás, victorioso.
       —Muchísimas gracias, señor —dijo con el resoplido de una vieja pipa agujereada— Muchísimas gracias por su bondadoso almuerzo.
       Luego se levantó con dificultad, con los ojos vítreos, y se dirigió hacia la cocina. Un camarero daba vueltas a su alrededor como un trompo y le señaló la puerta. El Viejo Caballero contó cuidadosamente un dólar con treinta centavos en monedas de plata, dejando tres níqueles de propina para el camarero.
       Ambos se separaron como todos los años en la puerta: el Viejo Caballero se fue hacia el Sur y Stuffy hacia el Norte.
       Al llegar a la primera esquina, Stuffy se volvió y permaneció inmóvil un instante. Luego pareció surgir violentamente de sus harapos como un búho que se despoja de sus plumas y se desplomó sobre la acera como un caballo agotado.
       Cuando llegó la ambulancia, el joven médico y el conductor profirieron en voz baja una blasfemia ante el peso de Stuffy. No había olor a whisky que justificara un traslado al camión celular de la policía, de modo que Stuffy y sus dos cenas fueron a dar al hospital. Allí lo tendieron sobre una cama y empezaron a sondearlo en busca de enfermedades extrañas, con la esperanza de descubrir casualmente algún problema con el acero desnudo.
       Y he aquí que al cabo de una hora, otra ambulancia trajo al Viejo Caballero. Lo tendieron sobre otra cama y hablaron de apendicitis, pues su aspecto prometía una buena cuenta de honorarios.
       Pero pronto uno de los médicos jóvenes se encontró con una de las enfermeras, cuyos ojos le gustaban, y se detuvo a charlar con ella sobre los casos del hospital.
       —¿Quién podría creer que ese simpático caballero de edad que tenemos ahí ha estado a punto de morirse de hambre? —dijo—. Supongo que debe pertenecer a una de esas familias antiguas y orgullosas. Me dijo que no había probado bocado desde hacía tres días.




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