Cynthia Ozick
(Ciudad de Nueva York, 1928-)


¿Qué le pasó al bebé? (2006)
(“What Happened to the Baby?”)
Originalmente publicado en la revista The Atlantic Monthly,
Vol. 298, Núm. 2 [Fiction Issue] (septiembre/octubre de 2006);
Dictation: A Quartet
(Boston: Houghton Mifflin Co., 2008, 179 págs.)



      De niña, a menudo me llevaban a las reuniones de la asociación de mi tío Simon, la Alianza por la Unión del Linaje Humano. Mi madre reconocía que no era el mejor lugar para una cría de diez años, pero ¿qué iba a hacer conmigo, si no? No podía dejarme sola en casa de noche, y mi padre, viajante de una empresa farmacéutica, se ausentaba con frecuencia. Hacía poco que le habían asignado la zona del sureste: pasábamos semanas enteras sin verlo. Lugares como Arizona o Nuevo México eran a nuestros oídos poco menos que planetas distantes. Aunque el tío Simon, decía mi madre con orgullo, había estado en regiones mucho más remotas. A veces llamaba a una vecina para que me cuidase mientras ella iba sola a una de las reuniones del tío Simon. Era importante asistir, me decía, aunque fuera para hacer bulto. Probablemente la sala estaría medio vacía. Igual que todos los genios, el tío Simon era —“de momento”, insistía ella— un incomprendido.
       El tío Simon en realidad no era mi tío. Era primo hermano de mi madre, pero por respeto, y porque pertenecía a una generación más mayor, me pedían que le llamara tío. Mi madre lo idolatraba.
       —El tío Simon —decía— es el hombre más listo que conocerás en la vida.
       Era inventor, pero no de artefactos mundanos como máquinas y cosas por el estilo, y además había fundado la Alianza por la Unión del Linaje Humano. Lo que el tío Simon había inventado, y al parecer seguía inventando, pues por definición era una tarea infinita, era un lenguaje completamente nuevo, un idioma que cualquier persona viva pudiera hablar y entender. Lo había llamado ÑU, por el antílope africano de cuernos curvados, que se miran como si quisieran cerrar un círculo. Había viajado por el mundo entero, recolectando raíces y descartando las vocales menos frecuentes. Había ido a Turquía y a China y a muchos países de América del Sur, donde había entrevistado a los indios y había escrito, con una críptica notación artesanal, los sonidos que hablaban. En África, en una diminuta aldea xhosa enclavada en plena jungla, se inspiró contemplando la cornamenta dorada de un ñu en su hábitat natural. Y sin embargo, a pesar de todo su rico bagaje de experiencias en el extranjero, vivía en un edificio de seis plantas sin ascensor al este del Bronx, igual que nosotros, en un barrio de pequeños comercios, en su mayoría vacantes. En otoño, las ventanas de uno de esos locales se veían de repente amortajadas por unas cortinas tupidas. Los gitanos se instalaban allí a pasar el invierno. Mi madre decía que los comercios habían cerrado por los tiempos que corrían. Mi padre decía que era por la Gran Depresión. Me convencí de que la Gran Depresión era la culpable de que mi padre trabajara para una empresa tan cruel que lo apartaba de nosotras.
       A diferencia de mi madre, mi padre no sentía ninguna admiración por el tío Simon.
       —Vaya un pordiosero —dijo—. Solo Dios sabe dónde encuentra a esos memos a los que les saca el dinero.
       —Perdona, pero son gente culta de Park Avenue —protestaba mi madre—. Y siempre han considerado un privilegio financiar las expediciones de Simon.
       —¡Las expediciones de Simon! Para mí que en los últimos quince años no ha ido más allá de la biblioteca pública del final de la calle a meter la nariz en el National Geographic.
       —Nadie quiere tu opinión. Además, ¿desde cuándo te interesa tanto? De todos modos —dijo mi madre—, quien va detrás del dinero no es Simon, sino ella.
       “Ella”, yo lo sabía, era Essie, la mujer del tío Simon. A ella no me pedían que la llamara tía.
       —Se viste como una muñeca y los engatusa —continuó mi madre—. Bueno, alguien tiene que mendigar, y Simon no se presta a esas cosas. ¿Quién va a pagar el local, si no? Por no hablar de su investigación.
       —Investigación —dijo mi padre con sorna—. ¿A qué llamas tú investigación? Recopilar sonidos viejos para revolverlos y obtener sonidos nuevos. ¿Por qué no se busca un trabajo como es debido? ¡Vaya prendas, ese par de… zelotes! No, digo mal, el zelote es él, y ella es la aduladora ignorante. ¡Y esas cancioncitas estúpidas! Ni un penique más, Lily, te lo advierto, que tú no eres una de esas memas de Park Avenue que pueden quemar el dinero.
       —Si solo pago las cuotas anuales…
       —La Asociación por la Mezcla de Ruidos. Diez pavos tirados por la alcantarilla. —Se puso el sombrero de fieltro marrón, se palpó el bolsillo del chaleco para comprobar que llevaba el billete del tren y se marchó.
       —Mira qué enfadado se va —dijo mi madre—, y encima delante de una criatura. Vivian, cariño, tienes que entenderlo. El tío Simon es un adelantado a su época, y no todo el mundo es capaz de comprenderlo. Papá no lo sabe, pero seguro que un día se dará cuenta. Entretanto, si no queremos que llegue a casa enfadado, no le digamos que hemos ido a ninguna reunión.
       Las reuniones del tío Simon empezaban siempre igual: el tío Simon proponía una sílaba recién acuñada, explicaba cómo se derivaba de dos o tres raíces distintas, y luego los asistentes daban su opinión. A la mayoría les encantaba polemizar, y se acaloraban discutiendo si era posible que la sílaba en cuestión funcionara como un verbo sin una sílaba distinta pegada a la cola. Hasta mi madre parecía aburrida durante aquellas sesiones. Se quitaba los guantes de lana, pero enseguida se los volvía a poner. En la sala no había calefacción, y con las botas de agua se me entumecían los pies. A nuestro alrededor, una tormenta de dedos furiosos que sostenían cigarrillos encendidos agitaba halos de humo blanquecino, y me daba la impresión de que aquellos hombres gritones e irritables (casi todos eran hombres) detestaban al tío Simon casi tanto como mi padre. ¿Cómo iba a ser un adelantado si su propia Alianza se volvía contra él?
       “No te preocupes, cariño, no pasa nada. Es que se entusiasman. Tienen que discutir para decidir, así es como los científicos hacen sus experimentos, a base de pruebas y más pruebas. Estamos en medio del laboratorio del tío Simon. Verás como al final todos se ponen de acuerdo.”
       A mí me parecía que nunca se ponían de acuerdo, aunque al cabo de un rato el griterío decayera a una especie de gruñido colectivo, el humo se hiciera más denso, y comenzara entonces la siguiente parte de la reunión, la que a mí más me gustaba (o que menos me disgustaba). Al fondo de la sala, en uno de los lados, había una pequeña tarima, con anchura suficiente para alojar a una persona. Tenía dos escalones, y la mujer del tío Simon los subía y se situaba en el centro. “La diva”, me decía mi madre al oído. Essie llevaba un traje de seda amarilla, con una rosa de seda amarilla en el escote y una rosa de seda amarilla adornando su pelo canoso. Ella misma se había hecho el vestido, a partir de unos patrones de papel comprados en los almacenes Kresge. Era una mujer rolliza y bajita, con una nariz chata, y suspiraba a todas horas; con aquellos relucientes zapatos negros de salón y los finos pedestales que la sostenían, se parecía a Minnie Mouse. Al hablar su voz también era ratonil, tan débil que apenas se oía, y no había ningún micrófono.
       —“Rayos de sol” —anunció—. Primero leeré un poema de mi propia cosecha compuesto en inglés, y luego lo verteré a los maravillosos giros del ÑU, la futura lengua de toda la humanidad, traducido por el señor Simon Greenfeld.
       Se notaba enseguida que Essie había diseñado su vestido para que fuera un reflejo de su recitado:

Rayos de sol,
si en vuestros sueños más radiantes
veis del dorado sol los rayos,
habéis de saber, hermanos,
que lucen por la Alianza del Linaje Humano.
¡Ved el amarillo que luzco con pasión!
Pues simboliza que los cuernos se han juntado,
¡y de aquí en más reina la unión!


      “Cuerno dorado, cuerno dorado que aspira a unirse con su cuerno hermano” era el estribillo, que se repetía dos veces.
       —Diva, y además poetisa —murmuraba mi madre.
       Pero entonces ocurría algo inquietante: Essie empezaba a cantar, y aquella letra, que era tan tonta que hasta yo me daba cuenta, se transformaba en las melodías de unos clarines celestiales. Me estremecía de pies a cabeza, y no por el frío. Tampoco era por la algarabía de lenguas extranjeras; al otro lado de la calle vivía una familia griega, el verdulero de la esquina era libanés, y en nuestro edificio resonaban las exuberancias del yiddish y el dialecto napolitano. Aun así, en ese momento asistíamos a un fenómeno completamente extraño, ajeno a cualquier cosa conocida. Bien podía haber brotado de la boca de las sirenas en el fondo del mar.
       —¿Ves? —decía mi madre—. Qué bonito, ¿no te lo había dicho? Aunque venga de ella.
       La canción acababa con un destello en tonos pastel, similar a una lenta puesta de sol.
       El tío Simon levantaba la mano para contener el aplauso. Tenía una voz ronca y aguda, dispuesta para la batalla.
       —De cara a nuestra próxima reunión —dijo—, el programa ofrecerá una versión en ÑU, obra de su sincero servidor, de “A una alondra”, de Shelley, musicalizada por nuestro ruiseñor, Esther Rhoda Greenfeld, de manera que tengan la amabilidad de anotar esa fecha…
       De pronto hubo una conmoción en la sala. Un estruendo estalló de repente en las filas de atrás, prácticamente desocupadas, ahogando las palabras del tío Simon. Tres hombres y dos mujeres se habían levantado y pataleaban en el suelo, cada vez más rápido. A mí aquel alboroto no me sorprendía más que el canto de Essie o las proclamaciones del tío Simon. Solía producirse al cierre de las reuniones, y el tío Simon se regodeaba en el griterío. Eran sus enemigos y rivales; no, no, el tío Simon no tenía rivales, me informaba luego mi madre, y para él era un cumplido que aquellos invasores, aquellos salvajes, acudieran a las reuniones, y que además tuvieran el detalle de esperar a que Essie terminara. Esperaban para ridiculizarla, pero ¿qué era ese afán de ridiculizar, sino pura envidia? Gritaban en una jerga delirante, como si hablaran una lengua extraña que pretendía ser una parodia del ÑU, y cuando empezaban a corear sus consignas, ¿no era la prueba más irrebatible de su derrota, de su envidia?
       —¡Za-men-hof! ¡Za-men-hof! —aullaban los enemigos del tío Simon. Saltaban de sus asientos y corrían por el pasillo hasta la tarima, donde seguían desgañitándose delante de las narices del tío Simon, cada vez más colorado.
       —¡Es-pe-ranto! ¡Es-pe-ranto! ¡Za-men-hof!
       —Vale más que nos vayamos —decía mi madre— antes de que las cosas se pongan feas.
       Me sacaba a toda prisa, ni siquiera nos parábamos a decirle buenas noches al tío Simon. De todos modos habría sido imposible: al irnos lo veía allí plantado, con los puños en alto, y me preguntaba si sus enemigos lo derribarían de un golpe. Era un hombre menudo, y sus ojos miopes parecían pequeños y frágiles tras las gruesas lentes de sus gafas. Solo su pelo negro y abundante se veía fuerte, ondulado como la arena cuando se retira la marea.
       Aunque de pequeña presencié esta escena muchas veces, pasaron años antes de que comprendiera bien qué significaba. A esas alturas mi padre ya se había “vuelto indígena”, como decía mi madre: se había enamorado del sureste del país y empezaba a traer a casa cestos de Nuevo México tejidos a mano donde mi madre colocaba las plantas de plástico, y a mí burros en miniatura hechos con papel crespón. Yo tenía cerca de veinte años cuando convenció a mi madre para ir a vivir a Arizona.
       —Es un disparate —se quejaba ella—. Si me sacan de aquí seré un pez fuera del agua. Quedaré aislada de todo.
       Se preocupaba especialmente por cómo se las arreglaría el tío Simon, que entonces ya vivía solo en un cuarto alquilado céntrico con una nevera y una cocina de dos fogones disimulada tras una cortinilla. ¡Aquella Essie! ¡Un divorcio! Fue un escándalo, y todo por culpa de aquella mujer: en nuestra familia nadie había sucumbido nunca a una vergüenza tan grande. Essie había acusado al tío Simon de mujeriego.
       —Qué víbora es esa mujer —decía mi madre—. Después de lo que le hizo al bebé. —Estaba llenando un baúl de viaje con ropa blanca y edredones. Las arrugas paralelas que le separaban las cejas se tensaron—. Dios sabe qué mentalidad tendrá esa gente. A lo mejor se creen que soy una inmigrante recién desembarcada. Preferiría morir a vivir en un sitio así, pero papá dice que le darán un aumento si se queda en la zona.
       Yo había oído hablar del bebé prácticamente toda la vida. El tío Simon y Essie no siempre habían sido una pareja sin hijos. Su niñita, que tenía once meses y ya andaba, había muerto antes de que yo naciera. Se llamaba Henrietta. Habían ido a Sudamérica en una de las expediciones del tío Simon; en aquella época Essie siempre lo acompañaba a todas partes.
       —No quería perderlo de vista ni un instante —comentaba mi madre—. Siempre fue celosa. Desconfiada. Quería que Simon no llegara a nada para que estuviera a su misma altura, esa es la verdad. Sabes que se casó embarazada, así que en el fondo debía estarle agradecida. Y con razón, porque a saber de quién era el bebé. Quizá era de Simon, o quizá no. Para mí que no. Había tenido un novio con el pelo igual que el de Simon, negro y crespo. El bebé salió con una cabecita llena de rizos negros. La pobre criatura pilló una de esas enfermedades que tienen por ahí, en Perú o en Bolivia, uno de esos sitios. Fue cosa de Essie, ¿a qué madre normal se le ocurriría llevarse a un bebé a una ciénaga tropical?
       —¿Una ciénaga? —pregunté—. La última vez que me hablaste del bebé era un desierto.
       —Desierto o ciénaga, ¿qué más da? Era una enfermedad de las que no se pillan en el Bronx. La cuestión es que Essie mató a la cría.
       Me alegraba de que la mudanza al suroeste no fuera conmigo. Me había embarcado en una cruzada por ir a una de las universidades locales, principalmente para escapar de Arizona. Mi padre pagó la matrícula del curso entero en la Universidad de Nueva York, y también la mitad del alquiler de un pequeño ático sin ascensor en la Avenida A, que compartía con otra alumna de primer año, Annette Sorenson. El inodoro era primitivo, con una de esas cadenas antiguas y una grieta en la cisterna, que colgaba prácticamente del techo, por la que se filtraban sedimentos verdosos. La bañera tenía unas manchas rojizas incrustadas, que no desaparecían aunque Annette las restregara con un estropajo de aluminio y lejía. Annette lloraba casi todas las noches, no porque añorara a su familia, sino de pura exasperación. Me confesó que se había trasladado de Briar Basin a la Universidad de Nueva York porque estaba en el Greenwich Village. (“Briar Basin, Minnesota”, precisó, convencida de que no sabría ubicarlo.) Andaba a la caza de la vida bohemia, y se sabía de memoria casi toda la poesía de Edna St. Vincent Millay. Decía que había averiguado cuál era exactamente el aula en la que Thomas Wolfe dio clases. Exploraba los bares de los alrededores, pero la leyenda se mostraba esquiva con ella. En aquel barrio sus anhelos eran comunes: algún día quería ser actriz, y entretanto se conformaba con respirar en ese ambiente. Era rubia y voluminosa toda ella. Entre sus omóplatos había un espacio de un pie y medio, y el hueso de su muñeca sobresalía como una manzanita silvestre. A mí me recordaba a una especie de valkiria. Alardeaba, operísticamente, de no ser virgen.
       Le pedí a Annette que me acompañara a visitar a Simon. Hacía mucho que no le llamaba “tío”; ya era demasiado mayor para eso. Mi madre me recordaba en sus cartas que no me olvidara de él. A veces metía en el sobre un billete de veinte dólares, para que se lo entregara a Simon. Sabía que mi padre creía que el dinero era para mí; de vez en cuando añadía un par de líneas y me reprochaba que gastara tanto. Essie seguía viviendo en el viejo piso del Bronx, y se las apañaba para salir adelante. Trabajaba para una tienda de ropa de caballero, se pasaba el día entero haciendo arreglos en un cuartucho en la parte de atrás, ensanchando cinturas y acortando mangas. Sospechaba que Simon, en cambio, estaba desempleado. Parecía poco probable que a esas alturas todavía viviera a costa de sus idealistas de Park Avenue.
       —¿Tu tío es escritor, por casualidad? —preguntó Annette mientras subíamos las escaleras. Los peldaños de madera crujían melodiosamente; las capas antiguas de pintura en la barandilla estaban muy agrietadas. Le había contado que a Simon le volvían loco las palabras.
       —Loco de verdad —recalqué.
       Simon estaba sentado a una mesa de bridge iluminada por una lámpara de flexo. A su izquierda se alzaba una torre de diccionarios. Había un pedazo de queso de dudoso aspecto en un plato, a su derecha. En medio, un frasquito de tinta. Estaba cargando la estilográfica.
       —Mi madre te manda recuerdos —dije, y le tendí a Simon un sobre con el billete de veinte dólares doblado en una página arrancada de mi libro de historia moderna. Salvo por la fotografía de un zepelín, estaba en blanco. El consejo de mi padre para que no me robaran a plena luz del día era llevar siempre el dinero bien escondido. “Porque si no esos tarados del Village seguro que te lo encuentran”, escribía al final de la carta de mi madre. De todos modos, si envolvía el dinero era para postergar la humillación de Simon; quizá por un momento pensara que le llevaba una de las fotos de cactus y dunas que mi madre enviaba últimamente. Se había comprado una cámara fotográfica; para que no la tomaran por una inmigrante, se comportaba como una turista. En esa época aún no me había dado cuenta de que un donativo ocasional a Simon no le parecía ninguna humillación.
       Enroscó de nuevo el tapón del frasquito de tinta y miró a Annette de arriba abajo.
       —¿Y esta quién es?
       —Mi compañera de cuarto. Annette Sorenson.
       —Caramba, una muchacha soberbia. Ascendencia vikinga. Tal vez te interese saber que he incluido en mi trabajo un diptongo escandinavo poco común. Zamenhof no se atrevió. Miró hacia otro lado. Le faltaban agallas. —Simon sonreía tras los cristales de las gafas—. Cualquier amiga de mi sobrina Vivian es bienvenida, a menos que sea esperantista. Tú no serás esperantista, ¿verdad?
       Así, o con algo parecido, solía empezar siempre. A esas alturas yo ya había decidido que Essie tenía razón: Simon era un seductor. Y además iba directo a las jovencitas; una vez incluso fue a por mí: alargó un brazo y me plantó la mano en un pecho. Entonces se lo pensó mejor. Al fin y al cabo me conocía desde niña; se echó atrás. O quizá, como estábamos en enero y yo llevaba un abrigo grueso de lana, no encontró mucho donde agarrarse. Opté por ignorar el incidente. Tenía dieciocho años, y ojos en la cara, empezaba a saber un par de cosas de la vida. Digamos que en ese momento vi más allá. Supe que Simon codiciaba algo más que el progreso del ÑU.
       Siguiendo las instrucciones de mi madre, fui a echar una ojeada a la nevera. Al abrirla salió un tufo rancio. Había un objeto amorfo verde por los bordes: la otra mitad del queso del platito. La leche estaba agria, así que la tiré al inodoro. Simon seguía soltando su perorata, adoctrinando a Annette acerca de la perversa historia del esperanto y su ignominioso creador y paladín, el doctor Ludwig Zamenhof, nacido en Białystok, Polonia.
       —Allí hablaban cuatro lenguas, ¡imagínate! Cuatro lenguas inmundas. ¿Y eso es lo que le sirve de inspiración? ¿Cuatro lenguas? ¿Fue alguna vez más allá de las raíces europeas? ¡Nunca! El pobre diablo vivía en una charca y nunca salió de allí. ¡Limitado! ¡Insignificante! ¡Estrecho de miras!
       —Vuelvo enseguida —dije desde el umbral, y bajé a la tienda de ultramarinos de la esquina para reabastecer un poco la despensa de Simon.
       Había oído aquella grandiosa historia demasiadas veces: que Simon había sido el único en acometer un proyecto con miras universales, aventurándose mucho más allá de los mezquinos horizontes de Zamenhof, adentrándose en las inmensas mareas del habla humana para extraer una síntesis, una lengua compacta común, con una armonía y una fuerza expresiva sin parangón. Y aun así lamentablemente eclipsada: ¡eclipsada por los discípulos de Zamenhof, aquellos fieles ilusos, aquellos adoradores de un falso mesías! Aquel charlatán, que supuestamente trataba problemas de la vista, se dedicaba en cambio a cegar a sus seguidores: raíces germánicas, raíces romances, y nada más, ¡como si la India no existiera, ni China, ni Rusia, ni Arabia! ¡Como si en las islas Aleutianas no viviera un alma! ¿Por qué el buen señor no se atenía a su yiddish políglota y se conformaba con eso? ¿Alguna vez puso un pie veinte millas más allá de Varsovia? ¡No! Entonces, ¿por qué no se ceñía al polaco? Un oftalmólogo que no era capaz de ver más allá de sus propias narices. Hamlet en esperanto, ¿habrase visto mayor desfachatez?
       Etcétera: el esperanto, un fraude, una farsa, una injusticia.
       “Yo ni sabía que el esperanto existiera”, oía que decía Annette mientras subía las escaleras, con el pan, la leche y los huevos en una bolsa de asas de esparto tejida a mano por los indígenas, que mi madre había mandado de regalo para Simon. Al llegar vi que había agarrado a Annette de la mano, rodeándole el meñique con su áspero pulgar, curvado hacia atrás igual que una cuchara retorcida. A ella no parecía importarle.
       —No deberías llamarle loco —protestó cuando ya estábamos en la calle—. Solo está decepcionado. —Levantó la vista hacia la ventana de Simon, en el cuarto piso, que le devolvió un destello como si fuera una señal: el reflejo del sol a última hora de la tarde. Me di cuenta de que Annete llevaba una cartulina blanca cuadrada con algo escrito.
       —¿Qué es eso?
       —Una palabra que me ha dado. Una palabra nueva que jamás ha articulado nadie. Quiere que me la aprenda.
       —Dios mío —dije.
       —Significa “doncella cautivadora”, no está mal, ¿eh?
       —Sí lo está, si con doncella se quiere dar a entender virgen.
       —Anda, Vivian, basta ya. Simon cree que puedo contribuir.
       —¿Tú? ¿Cómo?
       —Reclutando a gente. Dice que podría hacer que los jóvenes se interesaran.
       —Yo soy joven —dije—. A mí nunca me ha interesado, y he tenido que escuchar los rollos de Simon toda la vida. Me aburre soberanamente.
       —Bueno, me ha dicho que sales a tu padre. No sé qué significa eso, pero dice que nadie es profeta en su tierra.
       —Simon no es un profeta, es un bicho raro.
       —Me da igual lo que sea. En Minnesota nunca conoces a gente así. ¡Si hasta lleva sandalias!
       Por lo visto finalmente había encontrado la bohemia que buscaba. Las sandalias eran otro regalo de mi madre. Igual que las fotos de los cactus y las dunas, pretendían ser recuerdos de la distante Arizona.
       Después de aquel día, aunque Annette y yo comíamos y dormíamos prácticamente pegadas una a la otra, un abismo se abrió entre las dos. La verdad es que nunca habríamos podido ser amigas. Yo era seria y aplicada, ella no. Yo iba siempre a clase. Annette se las saltaba casi todas. Ella tenía siempre las lágrimas a flor de piel, mientras que yo era resueltamente seca de corazón. Además, recelaba de la gente a la que le gustaba lucirse e imaginaba que podía convertirse en Katharine Cornell, la famosa actriz. Annette hablaba del “arte de Tespias” y de los “compañeros del teatro”, y empezó a ponerse pintalabios verde y medias negras. Aunque incluso esas cosas quedaron atrás en poco tiempo. Comía fuera cada vez más a menudo. Llevaba un diario secreto de tapas moteadas, ligado con una cinta que conectaba con una faja morada que llevaba ceñida a la cintura. Yo no tenía nada que decirle, y cuando al cabo de un mes me anunció que había decidido mudarse (“Necesito estar con mi gente”, me dijo), fue un gran alivio para mí.
       También fue una preocupación. Me daba miedo arriesgarme a buscar una nueva compañera de habitación: ¿accedería mi padre a cargar con todo el alquiler? Confesé mis inquietudes en una carta que mandé a Arizona; inesperadamente, la respuesta llegó de mi padre, y no con la habitual posdata en diagonal bajo la caligrafía redonda e inclinada de manual que empleaba mi madre. El dinero extra no era ningún problema, me decía. “Lo creas o no, tu madre se cree que es rica, ¡ha montado un negocio! Empezó coleccionando cinturones de cuentas, muñecas de cuero y Dios sabe qué otras baratijas con las que trajina la gente de por aquí, y cuando me doy cuenta ha abierto una tiendecita de objetos de regalo, y ahora todos esos turistas ingenuos de otros estados pagan sus buenos dólares por cosas que a tu madre le salen regaladas. ¡Quincalla! Si te soy sincero, nunca creí que fuera tan atrevida, y ella tampoco.”
       Esta vez era mi madre la que añadía la posdata, pero observé que tenía una fecha posterior y deduje que había echado la carta al correo sin que mi padre viera el añadido. Era una especie de cláusula judicial: mi madre había sentado a mi padre en el banquillo de los acusados. “No sé de qué se extraña tanto tu padre —se quejaba en un tono tan familiar que casi podía oír su voz en los trazos de la escritura—, si siempre he tenido un don artístico, se notara o no, y me fastidia que tu padre lo subestime así, solo porque le amarga vivir aquí en medio de la nada. Dice que está harto y cansado y que echa de menos aquello, pero yo no, y mi galería empieza a ser un verdadero éxito, ¡todo son artesanías genuinas de los indios hopi! Pero bueno, así es tu padre: donde ve cultura y ambición, tiene que echarlo por tierra. Durante años lo hizo con Simon, y ahora me lo hace a mí. Vivian, querida, hablando de Simon, le conviene comer verdura. Espero que te acuerdes de llevarle una ensalada de vez en cuando.” Un billete de cincuenta dólares cayó del sobre.
       Que mi madre me escribiera sin el conocimiento de mi padre no me sorprendió. Iba en consonancia con sus viejas artimañas para ocultarle que asistíamos a las reuniones de Simon. Aun así me sentí culpable: había desatendido a Simon, no había ido a verle en… ni siquiera sabía cuántas semanas desde la última vez. Unas cuantas, desde luego; ¿dos meses, tres? Esas visitas me contrariaban, me pesaba la responsabilidad que me había endosado mi madre. Simon no solo era un bicho raro y un pelmazo. Estaba a años luz de mi juventud y mi estilo de vida. Olía a rancio, igual que su nevera.
       A pesar de todo corté obedientemente lechuga, pepino y pimientos verdes, y los sazoné con un aliño de ajo y aceite. Después, con el billete de cincuenta dólares bien envuelto en papel de hornear y metido en un pedazo de cartón, doblado y sujeto con una goma elástica, me encaminé a casa de Simon. Cuando aún faltaban dos tramos de escaleras hasta su rellano, ya se oía el alboroto que había dentro y retumbaba en las paredes: un clamor incomprensible, carcajadas sueltas, y un extraño gemido que se quebraba y que solo vagamente pasaba por un cántico. La puerta estaba abierta; asomé la cabeza. Un enjambre de acólitos se amontonaba en aquellas cuatro paredes; no, no un enjambre, después de todo: en el cuadrilátero diminuto del salón de Simon, con el sofá-cama en una esquina y un par de cajas de madera a modo de improvisada despensa en la otra, apenas había lugar para reunir un enjambre. Sin embargo, lo que vi entre una maraña de codos y piernas que se balanceaban de un lado a otro, recordaba al zumbido y el hacinamiento de un avispero: gente agachada, reclinada, despatarrada, recostada, acurrucada, tumbada. Y en el centro del amasijo de carne, articulando desde el fondo de su garganta las sílabas del ÑU, estaba Annette. Erguida como una torre, sólida como el ladrillo. Daba la impresión de que graznara —de que gruñera, de que bullera, de que chirriara—, pero a falta de asideros inteligibles, ¿cómo saberlo? ¿Pertenecían esos sonidos y cadencias a la lengua universal? No pude reconocer sorpresa: desde el principio Annette había sido para mí una de esas personas que te impone el destino. ¿Qué más significaría a partir de ahora, materializándose en el seno mismo del ÑU? O, si no iba a ser parte de mi destino, aspiraba a serlo del de Simon. Annette estaba resucitando sus antiguas reuniones, y se veía que aquella no era ni la primera ni la última. En cualquier caso, eché algo en falta. No acechaban enemigos entre aquellos nuevos zelotes (en su mayoría eran mujeres), si es que se les podía llamar así.
       En aquella época había adeptos a un amplio abanico de tendencias pasajeras que proliferaban en el Village, anarquistas que volvían cada noche a cenar a la cocina de sus madres, un monárquico húngaro que contaba con su propio séquito, poetas de verso libre que evitaban las mayúsculas, devotos que pasaban horas en éxtasis sentados en cabinas orgónicas, swedenborgianistas ceñudos, y demás fauna. Esas modas nunca me tentaron; expuesta desde niña a los fanáticos de Simon, estaba más que vacunada. Y en cuanto a dónde había encontrado Annette a esa pandilla, supuse que todos procedían de los imprecisos márgenes de la farándula con la que se había mezclado. Aquí y allá vi detalles, medias negras y pintalabios verdes, que confirmaron mi sospecha. Y no había ningún esperantista. Zamenhof les era tan ajeno a los nuevos reclutas como…, en fin, tanto como el ÑU lo era un par de meses atrás. A ninguno de ellos se les pasaría por la cabeza liarse a puñetazos con Simon.
       Annette levantó la vista de su cuaderno. A su alrededor, la maraña de torsos contorsionados se quedó de pronto inerte y expectante.
       —Dios mío, es Vivian —dijo Annette—. ¿Qué haces aquí? ¿Es que no te das cuenta de que estamos en medio de algo importante?
       —Solo he venido a traerle una ensalada a mi tío.
       —La Caperucita Verde, qué enternecedor. En realidad no es sobrina suya —comentó Annette a la congregación—. Y además le importa un rábano el trabajo de Simon. Eh, Viv, no pensarás que dejaríamos morir de hambre a un hombre como él, ¿verdad? Y si quieres saber cómo ha de ser una ensalada, aquí tienes una, y bien verde. —Se agachó y levantó del suelo un gran cesto de mimbre (otro de los obsequios de mi madre) colmado de billetes—. La colecta de esta semana —me dijo.
       Miré los cuerpos amontonados en el suelo, tratando de distinguir unos de otros.
       —¿Dónde está?
       —¿Simon? Aquí no. Pasa los jueves fuera, pero la última vez nos dio palabras nuevas, así que seguimos por nuestra cuenta. Elaboramos pequeños diálogos, vamos practicando. Nosotros somos sus pioneros —declamó Annette: Katharine Cornell hasta la médula.
       —Y después lo diseminaremos por el mundo entero —gritó una voz.
       —¿Qué, ves? —dijo Annette—. Hay gente que lo entiende. La pobre Viv nunca se lo hubiera imaginado. Simon rebate la Biblia, es un ateo.
       —¿Es eso lo que te dice?
       —Eres tan cerril —le soltó—. La torre de Babel fue lo que le llevó a concebir el ÑU en un principio, ¿o no? Para que las cosas pudieran volver a ser lo que eran. Tal como eran antes.
       —¿Antes de qué? ¿Antes de que se inventaran los manicomios? —le dije— Mira, para que te enteres, Simon no está muy bien de la cabeza, así que se supone que… —pero me interrumpí avergonzada—. Tengo que velar por él, de alguna manera es responsabilidad mía.
       —¿Responsabilidad tuya? ¿No me digas? ¿Cuánto hace que no aparecías por aquí?
       Me di cuenta de que Annette era más astuta de lo que yo podría ser jamás. Era estúpida y era fervorosa. La estupidez no desaparecería, el fervor quizá fuera pasajero, pero la combinación encendía una determinación volcánica: había conseguido inyectar un poco de tejido vivo en el fósil reseco de Simon. Era una organizadora de primera. Me pregunté con qué porción de aquella ensalada semanal se quedaba ella. Y en cualquier caso, ¿por qué no iba a hacerlo? Era la comisión que le correspondía. Era puro negocio.
       —¿Dónde está? —insistí. Seguía sosteniendo el cuenco de hortalizas cortadas, y de repente descubrí que me temblaban las manos: de rabia, de humillación.
       —Ha ido a visitar a un familiar. Eso es lo que ha dicho.
       —¿A un familiar? Por aquí no tiene a nadie, solo estoy yo.
       —Va todos los jueves. Supongo que a ver a su mujer.
       —Ex mujer. Lleva años divorciado.
       —Bueno, él no quería ese divorcio, ¿o sí? Es un hombre cariñoso, aunque contigo no lo demuestre. Uno cosecha lo que siembra, y créeme, no le hace ninguna falta que aparezcas por aquí de higos a brevas con tus verduras mustias y apestosas. —Detrás de ella, el enjambre empezaba a disolverse. La masa se distraía, estaba inquieta, desnortada, estiraba las extremidades. Gruñía, y no en la lengua universal—. Mira lo que has hecho —me acusó Annette—, irrumpiendo de este modo. Todo iba de maravilla, y por tu culpa se ha roto el hechizo.
       Circunspectamente, escribí a mi madre con las novedades. Había estado en el piso de Simon, le dije, y las cosas marchaban bien. Sobre ruedas, de hecho. Su antigua vida había recomenzado, y con fuerza: tenía un nuevo grupo de seguidores entusiastas. Sus trabajos empezaban a calar en la generación más joven, e incluso tenía una agente que lo ayudaba. No le dije que en realidad no había llegado a ver a Simon, y no me atreví a insinuar que podía estar cortejando a Essie de nuevo, ¿no era eso lo que había dado a entender Annette? Y tampoco confesé que había desenvuelto el billete de cincuenta dólares y me lo había quedado. No tenía derecho a hacerlo, ni podía considerarlo una comisión. No había hecho nada por Simon. No había cumplido el encargo de mi madre.
       La respuesta de mi madre tardó en llegar. Eso ya me extrañó: esperaba un grito instantáneo de felicidad, después de haber falseado suntuosamente el resurgir triunfal de Simon, el futuro del ÑU garantizado, las hordas de jóvenes académicos que acudían fascinados a sus charlas (varias de ellas, mentí, se celebraban en el gran salón de actos de la Cooper Union, desde el mismo atril donde se había consagrado el propio Lincoln).
       Y en realidad era solo Annette, era solo la caprichosa ruleta del Village; pronto toda la multitud fervorosa se alejaría en busca de una nueva curiosidad.
       Pero mi madre estaba metida en su propia vorágine, y Simon había quedado últimamente relegado a los márgenes. Las lánguidas florituras y arcos de su caligrafía Palmer empezaban a dar paso a un trazo veloz y apretujado. Iba con prisa, me informaba, no tenía tiempo, nada de nada, se alegraba de saber que Simon estaba bien, después de tantos años por fin se recuperaba del daño que le había causado la imbécil de Essie, aquella bruja que siempre lo había lastrado, pero estaban pasando tantas cosas, y tan rápido, la galería se inundaba de todos aquellos turistas locos por las artesanías, causaba furor, ella estaba agotada, había tenido que contratar ayudantes, y entretanto, decía, tu padre ha decidido jubilarse, pero mejor así, lo necesitaba en la galería, y además le quedaba una pequeña pensión, que no estaba mal, aunque eso era lo de menos, porque tenían tantos artículos y se vendían tan rápido que había comprado el local de al lado para almacenar la mercancía que iba llegando, y todo lo que llegaba no duraba ni un día, y tu padre, imagínate, llevaba la contabilidad y se hacía llamar “interventor”, a ella le daba igual cómo se hiciera llamar, estaban importando como locos, todas esas muñecas kachina de Japón, que desde luego parecían auténticas, y total los clientes no distinguían unas de otras…
       Al parecer empezaba a distanciarse de Simon. Las kachinas la habían liberado. No lamenté haberla engañado; ¿acaso no había sido ella misma quien me había enseñado a engañar? Y yo, por mi parte, no tenía ningunas ganas de cuidar de Simon. Era un estafador. Era un charlatán que vendía bálsamo de serpiente. Lo que quizá al principio fuera una pasión había decaído hasta convertirse en un timo. La utopía de Simon ya no era más que un capricho del Village, y Annette su voluble sacerdotisa. Pero, Essie, que se deterioraba la vista cosiendo en la trastienda infestada de hilachas de un establecimiento de ropa de caballero en una barriada gris, ¿qué pintaba en todo eso, los jueves o cualquier otro día de la semana? Ella lo había echado de casa, y con razón. Y era de suponer que junto con las infidelidades de Simon hubiera desterrado también su lealtad al ÑU. ¿A cuántas jóvenes y robustas Annettes habría mimado ese hombre a lo largo de las décadas?
       No volví a casa de Simon. Hice lo que pude para apartarlo de mis pensamientos, aunque había recordatorios e impedimentos. Mi madre, en su prosperidad galopante, empezó a mandar cheques generosos. Me dijo que el dinero ya no era para Simon; se sentía muy tranquila desde que le hablé de su tardía pero floreciente carrera. El dinero era para mí: para la matrícula y el alquiler y los libros, por supuesto, aunque también para que me comprara vestidos y zapatos nuevos, fuera al cine y me diera algún gusto. Con cada nuevo cheque, que ahora llegaban con sus irregulares pero frecuentes arrebatos maternales, Simon me metía un dedo en el ojo. Me invadía, me carcomía, me atormentaba. Empecé a darme cuenta de que nunca me libraría de él. Annette y su pandilla lo abandonarían. Caería de sus garras de águila directamente a mis manos, muy a pesar mío. Y aun así no podía volver a su casa.
       En lugar de eso, fui en metro hasta Astor Place (donde, al otro lado de un ancho cruce de calles, se erigía imponente mi propia mentira: el venerable edificio de ladrillo rojo de la Cooper Union) y me dirigí al Bronx, a ver a Essie. La encontré donde el tiempo la había dejado, en el 2.º C del viejo bloque sin ascensor). Era normal que no me reconociera. Nos habíamos visto por última vez cuando yo tenía doce años y medio; emulando a mi madre, fui de lo más grosera con ella.
       —¿Quién eres? —preguntó atisbando por la mirilla con recelo. Desde el rellano vi un ojo castaño tristón mirándome asustado bajo una capucha caída.
       —Soy Vivian —dije—. La hija de Lily y Dan. De la esquina de enfrente.
       —Hace años que se marcharon del barrio. No sé adónde fueron. Pregúntale a otro.
       —Essie, soy yo, Vivian —repetí—. Mi madre solía llevarme a las reuniones del tío Simon.
       Entonces me abrió la puerta, y nada más verme soltó uno de aquellos suspiros profundos y rápidos que reconocí al instante, como si una válvula interna le hubiera pinchado el pulmón. Me miró fijamente, aunque sin inmutarse, igual que un espectador en la butaca del cine a la espera de que los caballos de la pantalla se encabriten.
       —Mira por dónde, la niña de la prima de Simon —dijo—. A tu madre nunca le caí bien.
       —Oh, no, me acuerdo de cómo admiraba tu canto…
       —A quien admiraba era a Simon. Creía que era el no va más. Igual que todas las mujeres a las que se acercaba, cuanto más jóvenes, mejor. No me extrañaría nada que tuviera alguna chiquilla en su cama ahora mismo, esté donde esté.
       —Pero viene a verte, y no lo haría si no quisiera que estuvierais… —procuré dar con la palabra más sencilla— juntos. Que os reconciliaseis, quiero decir. A su edad, ahora que es… más mayor.
       —¿Que viene a verme? ¿Simon? —Los caballos se encabritaron en sus pupilas—. ¿Por qué iba a hacerlo después de tanto tiempo?
       No encontré ninguna respuesta. Había soportado una hora larga en metro para averiguarlo. Si Simon podía volver con Essie, todo sería igual que antes, tal y como Annette había pronosticado. La torre de Babel no tenía nada que ver; era más bien la espada de Damocles, el futuro de Simon pendiendo amenazadoramente sobre el mío. Quería que Simon volviera al Bronx. Quería que se instalase otra vez en el 2.º C. Quería que Essie lo aceptara de nuevo.
       Aquellas habitaciones olían a viejo, el aire estaba viciado. Todo se veía recargadísimo: muebles macizos oscuros barnizados, figuritas de porcelana en cada una de las superficies. Una consola estaba sembrada de bobinas vacías y pañuelos de papel arrugados. Una máquina de coser antigua, con el pedal de hierro forjado, ocupaba media pared; el busto despellejado de un maniquí se apoyaba encima. En el dormitorio había una radio encendida, y entre los espasmos de las interferencias oí retazos de ópera. Aunque era una cálida tarde de domingo a principios de mayo, todas las ventanas estaban cerradas, a pesar de que hubiera escuadrones de moscas lamiéndose las patas sobre los bordes del azucarero. La mesa de la cocina (Essie me llevado allí) tenía un hule de flores azules, agrietado en algunas partes, de manera que el forro de lona asomaba por debajo. Espanté las moscas con la mano. Volaron en círculo muy cerca del techo durante un minuto, al ralentí, y después se lanzaron contra los cristales igual que gotas de lluvia negra. El olor era el olor a rancio de las cosas que no cambian.
       Essie insistía.
       —Ni sé cuándo fue la última vez que Simon estuvo aquí, sabe Dios. Desde el divorcio. No viene nunca.
       —¿No viene los jueves? —La pregunta quedó suspendida en todo su absurdo—. He sabido que va a visitar a algún familiar, así que pensé que…
       —Yo no soy familia de Simon, ya no. Ya te lo he dicho, hace años que no le veo. ¿De dónde has sacado semejante idea?
       —De… de su ayudante. Ahora tiene una ayudante, una especie de agente. Ella concierta sus reuniones.
       —Agente, ayudante, así es como las llama. Y luego sale por ahí y las engaña. ¿Y cómo es que sigue todavía con esas dichosas reuniones? ¿Quién paga las facturas? —Prorrumpió en una risa enfermiza, que más parecía un carraspeo viscoso—. ¿Esos famosos filántropos de Madison Avenue?
       La risa le quedaba grande a un cuerpo como el suyo. Sus huesos se habían encogido, dejando pliegues inútiles de piel flácida. En las manos se le marcaban exageradamente las venas.
       —Mira, bonita —dijo—, Simon no viene por aquí, no viene nadie. Hago un arreglo para una vecina, coso unos bajos, pongo un bolsillo, esa es la gente que viene. Unos cuantos viejos esperantistas aparecieron alguna vez cuando Simon se fue, pero luego dejaron de hacerlo. Ya deben de estar todos muertos. Todo aquello está muerto. Es increíble que Simon no esté muerto.
       Las moscas habían vuelto a posarse en el azucarero. Me levanté para marcharme. No podía estar más claro: no habría reconciliación. Simon no volvería a poner los pies en el 2.º C.
       Sin embargo, Essie me tiró de la manga.
       —Pero no creas que no sé adónde va. Tal vez no sea los jueves, quién sabe si será los jueves, pero todas las semanas va allí. Siempre, siempre va allí, eso no cambia nunca.
       —¿Adónde?
       Se lo pregunté de mala gana. ¿Acaso pensaba soltarme un recital de las fechorías de Simon? ¿Me creía un receptáculo oportuno para los amargos agravios de una anciana divorciada?
       —¿Por qué iba a decírtelo? ¿Qué pintas tú en todo eso? Simon no se lo dijo nunca a tu madre, no se lo dijo nunca a nadie, así que ¿por qué decírtelo a ti? Siéntate —ordenó—. ¿Quieres tomar algo? Tengo Coca-Cola.
       La botella llevaba mucho tiempo abierta. El cristal estaba empañado. Me vi atrapada por una hospitalidad desoladora. Tras conseguir lo que había ido a buscar allí, ya no quería oír nada más.
       Pero ella seguía agarrándome del brazo.
       —A estas alturas de la vida no sigo trabajando para otros en un cuartucho de una tienda de pantalones, ¿entiendes? Tengo mi pequeño negocio, hago arreglos aquí mismo, en mi comedor. Soy de las que sabe ganarse la vida. Siempre me las arreglé para ganarme la vida. Dios mío, ¡qué crédula era tu madre! Qué cosas era capaz de creer, se lo tragaba todo.
       ¿Crédula, mi madre? ¿Ella, que ahora mismo embaucaba a los turistas para que compraran artesanías de los indios pueblo fabricadas en serie en Japón?
       —Si te refieres a que creía en Simon…
       —Creía lo que hiciera falta —me atajó, y bajó la voz hasta convertirla en un susurro—: Creyó lo que le pasó al bebé.
       Así que no fueron solo lamentos lo que me llevé de Essie aquella tarde. Fue algo más genérico, más profundo, más descabellado y extraño. Y si de un asunto se apartó, repudiándolo como si no fuesen más que nimiedades e insignificancias, pequeñeces de poca monta, fue de Simon y sus infidelidades. Siempre se rodeaba de jovencitas…, ayudantes, agentes…, a saber si yo no era también una de ellas, dijo mirándome fijamente. No, no caería tan bajo como para enredar a la hija de su prima, pero ¿y qué si lo hacía? A ella poco le importaba que yo fuera la hija de la prima de Simon, la hija de una mujer corta de entendederas, una imbécil que se creía cualquier cosa, que se lo tragaba todo, dispuesta a morder cualquier anzuelo…
       —Lily tenía a su hijita —dijo Essie, letárgicamente, como si recitara una ecuación algebraica—, ella te tenía a ti, y yo, ¿qué tenía yo entonces? Una cuna vacía, y luego nada, nada, un vacío…
       Cuando me despedí de Essie cuatro horas después ya sabía qué le había pasado al bebé. En Astor Place salí de la oscuridad del metro a la oscuridad de las nueve de la noche, sedienta y con hambre: Essie no me había ofrecido más que un par de sorbos de aquella Coca-Cola sin gas. Había hablado sin parar, en voz alta y grave, o con aquel susurro ratonil que demasiado a menudo interrumpían sus risotadas ordinarias y amargas. Fue una buena jugarreta, me aseguró, fue una jugarreta y un engaño, y ahora iba a enterarme de lo crédula que era mi madre, qué fácil era engañarla; qué fácil era engañar a todo el mundo. Se aferró a mí, me convirtió en su musa, me contó su vida. Quería abrirme los ojos, ¿y por qué? Porque su bebé había muerto y yo no, o porque mi madre era una crédula, o porque había moscas en la habitación…, ¿cómo saber el porqué? Después de que me presentara en su casa de buenas a primeras, de la nada, del pasado (y no de mi pasado, no fui allí para ser musa de nadie, solo para desembarazarme de Simon), tanto le daba contarme a mí su vida que a una mosca en la pared. Y si quería que me cantara algo, aún podía recitar algunas estrofas en ÑU, no se le había olvidado.
       No le pedí que cantara. Me agarraba del brazo clavándome las uñas en la carne, como si pensara que iba a escaparme. Me hizo retroceder cada vez más en el tiempo hasta que ella era una mujer joven y acababa de casarse con Simon, cuando Retta llevaba ya dos meses en su vientre y Simon estaba en su tercer curso en el City College, al norte de la ciudad, a un buen trecho de casa, y soñaba con la filología, aquellos estudios pomposos de nombres raros (¡como si un muchacho del Bronx pudiera aspirar a esas cosas!), tan poco preparado para el matrimonio y la paternidad que tuvo que afrontar a regañadientes. Y esa fue la primera de todas las jugarretas, porque finalmente el otro muchacho, el chico de Cincinnati que estaba visitando a su tía (la tía vivía a la vuelta de la esquina) y que quedó con Essie en el parque todas las noches durante una semana, volvió a Ohio… Ella no le dijo a Simon nada de aquel otro chico, el muchacho de pelo rizado que pronunciaba las erres con acento del Medio Oeste; ni siquiera bajo el palio nupcial el día de su boda Simon sabía nada del chico de Ohio. Simplemente creía que hacía lo que debía hacer un hombre que ha engendrado un hijo sin proponérselo. Esa fue la primera de todas las jugarretas, el primero de todos los engaños, aunque también fuera una jugarreta para ella, porque sabía tanto como los demás: ¿el papá de Retta era Simon o el chico de Ohio? Entonces Simon tuvo que abandonar los estudios y se puso a trabajar de vendedor en una tienda de ropa de caballero en East Tremont Avenue. Essie se lo había presentado a su jefe; era mañosa con la aguja y llevaba ya medio año acortando pantalones, poniendo pinzas y entrando cinturas.
       El primer verano hicieron lo que en aquella época hacían todas las parejas jóvenes con bebés. Huyeron de las sofocantes aceras del Bronx, alquilaron una kokhaleyn en las montañas, en una de esas colonias de Catskill de casitas mohosas adosadas de una sola habitación, separadas solo por un cordel para tender la ropa. Cada casita disponía de una pequeña cocina, una nevera y un minúsculo porche en la entrada. Las madres y los bebés pasaban el mes de julio y agosto a la sombra del verdor de los árboles, entre lirios silvestres tan anaranjados como las puestas de sol en la montaña, y los padres iban desde la ciudad a pasar los fines de semana, con hatillos de pan y bollos y paquetes aceitosos de repostería y pescado blanco ahumado. Fue uno de esos fines de semana cuando Essie decidió contarle a Simon la jugarreta con lo del bebé, porque no se lo quitaba de la cabeza, y pensaba que estaría bien decírselo ahora que quería tanto al bebé, estaba enloquecido con Retta, y la verdad es la verdad, así que ¿por qué no? Desde niña le habían inculcado que hay que decir la verdad, aunque la verdad a veces sea exactamente igual que una broma.
       Pero él no se lo tomó a broma. Lo tomó por un engaño, y estuvo dos fines de semana sin volver por allí. Essie, sola con la cría y humillada, salía a pasear por el campo y empezó a conocer a sus vecinos y a saber más sobre la colonia. Todos los caminos estaban plagados de avispas, y una vez el bebé, señalando y jadeando, descubrió a una tortuga que avanzaba lentamente por el polvo. Siguieron a la tortuga hasta el otro lado del camino, y allí encontraron una comunidad de trotskistas, y más allá, en lo alto de la montaña, a los seguidores de Henry George, y abajo, cerca del pueblo, un enclave de tolstoianos. Por dondequiera que iban, resultó que todos tenían la ropa llena de rotos, todos necesitaban remiendos, todos querían vestiditos hechos a mano para sus bebés, todos querían saber lo que se llevaría en otoño, y así fue como Essie puso en marcha su negocio de verano.
       Cuando Simon volvió, todavía irritado, Essie le informó de que entretanto ella había reunido cincuenta y cuatro dólares con veinticinco centavos, y que podría ganar mucho más si tuviera una máquina de coser; y además le reservaba una peculiar sorpresa que podía interesarle: en la casa de al lado, y en la casa del otro lado, y también alrededor, en las casas de atrás y de delante… ¿cómo no se había dado cuenta antes? Claro, estaba tan absorbida con el bebé, y ahora con la costura… Resultaba que todos sus vecinos hablaban una jerga extraña. A veces sonaba a alemán, a veces a español, y a veces a sabe Dios qué, aunque desde luego no sonaba a yiddish. Se reunían en los pequeños porches de las casas, que no eran más que estrechos salientes de madera llenos de goteras; parecía que estudiaran; intercambiaban constantemente comentarios en su curiosa jerga. Incluso les hablaban en aquella jerga extraña a sus hijos más mayores, que hacían gestos de fastidio y contestaban en inglés corriente.


       Así fue como Simon se mezcló con los esperantistas. Bella era una de ellos. Vivía cuatro cabañas más abajo, y tenía un crío uno o dos meses mayor que Retta. Julius, su marido, aparecía muy de vez en cuando; su trabajo, fuera el que fuese, lo obligaba a trabajar incluso los fines de semana. Bella le encargó a Essie una blusa de bombasí y una falda floreada (estaba de moda el traje tirolés) y a menudo le hacía compañía mientras cosía. Los dos bebés, con sus tentetiesos y sus ositos de peluche, balbuceaban y gorjeaban en el suelo. Las dos mujeres lo pasaban bien juntas, y Simon, cuando llegaba de la ciudad y las veía tan a gusto, con sus hijos gateando alrededor, ya no parecía irritado. No mencionaba el engaño de Essie, si es que podía considerarse un engaño, porque a fin de cuentas ni la propia Essie lo sabía con certeza, y el chico de Ohio a esas alturas no era más que la huella de un instante borrado. Además, los preciosos ricitos de Retta eran tan negros y crespos como los de Simon, y Essie ganaba su buen dinero, más del que nunca ganaría Simon vendiendo ropa interior de caballero en el Bronx. Una tarde de agosto, Simon se las ingenió para mandar a la cabaña una máquina de coser de segunda mano. Essie saltó de alegría y lo besó, de tan contenta que se puso; fue como si el cuello metálico y esbelto de la máquina de coser los reconciliara.
       A partir de entonces los encargos de Essie aumentaron, y el sábado y el domingo por la mañana, mientras ella le daba al pedal, Simon se dejaba caer por uno u otro porche, feliz en el cenáculo de los esperantistas. Ellos ansiaban reclutar nuevos fieles, y él estaba deseoso de que lo convirtieran. Bella era la más adelantada de todos. No puede decirse que liderara el grupo, pero era una maestra avezada, e incluso conservaba una carta de alabanza de Lidia Zamenhof, hija y sucesora de Zamenhof. Bella le había enviado un soneto en esperanto, tan fluido que Lidia contestó diciendo que el arte de Bella para componer pareados en asonante en el nuevo idioma superaba incluso al del propio Zamenhof. No había nada sobre el esperanto que Bella no supiera. Sabía, por ejemplo, que en Japón, la religión omoto consideraba el esperanto una lengua sagrada y que a Zamenhof lo tenían por un dios. ¡Zamenhof, un dios! Simon estaba extasiado; Essie creía de Simon envidiaba a Bella más aún de lo que la admiraba. Además se sentía un poco avergonzada: Simon adoraba todas aquellas palabras extravagantes, estaba poseído por ellas, las palabras siempre habían sido su ambición, y por culpa de su mujer y de aquella cría de cabello tan negro y grueso como el suyo se había visto obligado a renunciar a las palabras a cambio de una vida de camisas y corbatas, calzoncillos y tirantes.
       Así que cuando Bella le pidió a Essie que cuidara de su hijito un par de horas aquella noche, y quizá lo acostara en la cunita con Retta hasta que fuera a buscarlo, Essie se quedó de buena gana con el niño en brazos y le acarició la sedosa nuca, e hizo lo mismo con Retta, que tenía una nuca igual de suave, y les cantó a los dos bebés hasta que se durmieron, mientras Simon se perdía con Bella en la tupida oscuridad para ir a practicar tranquilos en el porche de la otra casa. Allí había una lámpara eléctrica y una mesa, y un frasco de citronela para ahuyentar los mosquitos, además de (el verdadero sentido de la visita) la estupenda colección de publicaciones en esperanto que tenía Bella.
       Pasaban más de las dos horas que Bella había prometido (cerca de cinco, de hecho, y los grillos ya se habían retirado al silencio de la madrugada) cuando ella y Simon volvieron. Simon llevaba bajo el brazo un grueso fajo de revistas, que Bella le prestaba para ocupar en ellas el vacío de las noches entre semana en la ciudad. Pero fue Bella, no Simon, quien dio estas explicaciones. Essie se había quedado dormida en un sillón viejo y sucio, junto a la cama grande —la cama de matrimonio de Simon y Essie— donde había acostado a los bebés, arropados uno al lado del otro con una manta. La cuna de Retta era demasiado estrecha para que cupieran los dos. Dormían con las cabezas juntitas, sus frentes redondas casi se rozaban, respiraban como un único organismo. Bella miró a su hijo y susurró que era una lástima llevárselo y exponerlo al aire frío de la noche ahora que dormía tan plácidamente, para qué despertarlo, ¿no podía dejarlo allí hasta la mañana siguiente? Iría temprano a recogerlo, seguro que a Essie no le importaba quedarse en el sillón, se veía cómodo, y a Simon no le importaría poner un cojín en el suelo, solo serían unas horas más…
       Bella se marchó, y fue como si hubiera conspirado para apartar a Simon de Essie aquella noche. Aunque seguramente solo eran imaginaciones absurdas: acomodado en el cojín, a los pies de Essie, Simon se enfrascó con toda la fuerza y el ansia de su voluntad en las revistas de Bella. Se proponía estudiarlas hasta poder rivalizar con Bella, pretendía aprender y conquistar el idioma en el que residía la salvación de la humanidad, su estructura, su lógica particular y su extraña belleza, y esa misma noche, según dijo, había sido un buen comienzo… y entonces, sin previo aviso, mientras seguía hablando, soltó un leve ronquido, un suspiro aterciopelado y vibrante. Desvelada ya sin remedio, Essie trató de no seguir el curso de sus pensamientos; pero la noche era larga. Quedaban aún horas por delante, y el fresco de la montaña se le metía por los hombros y, salvo por la íntima voz en su interior, una voz que agitaba machaconamente un mar de confusiones, no se oía nada más, salvo los movimientos de los bebés y el suspiro débil y persistente de Simon. Siguió escuchando, no tenía ni pizca de sueño, se obligaba a cerrar los párpados, pero no la obedecían y se le abrían de nuevo, como los de una muñeca mecánica. La respiración de Simon parecía haberse enronquecido hasta convertirse en un resuello, ¿o quizá en algo más salvaje? Una especie de gruñido insistente, antinatural, como de animal estrangulado. No, un momento, aquel sonido animal no procedía de Simon, sino de uno de los bebés: un gemido, y después un aullido… Dios mío, ¿era Retta? No, no, no era Retta, ¡era el hijo de Bella! Se levantó de un salto para ver qué ocurría: el crío tenía la cara congestionada y roja como la grana, le chorreaba vómito por la comisura de la boca, apenas podía respirar… Le tocó la frente. Estaba ardiendo: una fiebre tropical.
       —¡Simon!
       Lo zarandeó hasta despertarlo.
       —Algo va mal, tienes que ir al pueblo ahora mismo, has de traer al médico, el crío está enfermo…
       —¡Essie, por Dios! ¿Cómo voy a ir en mitad de la noche? Bella vendrá a buscarlo en cuanto se levante, y entonces a lo mejor se le habrá pasado…
       —Simon, está muy enfermo, hazme caso.
       Eran tiempos de austeridad, ninguna de las kokhaleyns tenía teléfono y pocas familias disponían de coche. Los viernes por la noche Simon y los otros maridos subían desde la estación de tren en el único taxi del pueblo, viejísimo, o de lo contrario recorrían a pie la milla de camino polvoriento sembrado de piedras, entre las hierbas altas que crecían en las orillas, y subían hasta la colonia cargando las maletas y los fardos que llevaban de la ciudad. El pueblo no eran más que unos pocos comercios a ambos lados de la estación y las cuatro casas viejas de la gente que vivía allí todo el año, el médico entre ellos. Visitaba en el pequeño salón que daba a la fachada.
       —¡Ve ahora mismo! —gritó Essie. De pronto pensó en el riesgo que corría Retta, tan cerca de aquel niño con calentura, la sacó de la cama desesperadamente y poco menos que la arrojó a la cuna. Se había despertado con el alboroto y lloraba; pero su fino cuellito, bajo los rizos enmarañados y húmedos por el sudor, estaba fresco.
       —Debería ir a decírselo a Bella, ¿no crees?
       —No, no pierdas ni un minuto, no tiene sentido, ¿qué va a hacer? Oye cómo jadea, tienes que darte prisa, la pobre criatura no puede ni respirar…
       —Es su hijo, ella sabrá qué hacer —insistió Simon—. Ha pasado otras veces.
       —¿Cómo lo sabes?
       —Bella me lo contó. En realidad lo dijo en esperanto, cuando estudiábamos la semana pasada…
       —¡Olvídate ahora de ese galimatías y ve a buscar al médico!
       Galimatías. Había llamado galimatías a la lengua universal, a la lengua de la salvación de la humanidad.
       Simon empezó a bajar por el camino que iba al pueblo; tuvo que pasar por delante de la casa de Bella. Las ventanas de la cabaña estaban a oscuras, y siguió adelante, pero al poco se detuvo y dio media vuelta. Era absurdo, era una insensatez, no estaba bien no decirle nada a la madre, y además seguramente el crío se pondría mejor enseguida, había un camino largo y empinado, estaba oscuro, y con el frío que hacía en la montaña de noche Essie lo había empujado a salir solo con un jersey encima, y para qué despertar al pobre médico, un médico necesita sus horas de sueño, más aún que el resto de las personas corrientes, por qué no esperar hasta que amaneciera, hasta que fuera una hora decente, ¿no era más importante que Bella lo supiera?
       Y allí estaba Essie, esperando, esperando, con el niño acurrucado en el regazo; lo tuvo en brazos en todo momento, sentada en el sillón, alzándolo de vez en cuando (¡cómo pesaba!) para caminar de un lado al otro del estrecho dormitorio. Cada tanto le pasaba un paño húmedo por las plantas de los pies, hasta que el crío se estremecía levemente, casi parecía que con satisfacción. Pero apenas se apartó de la ventana, con las muñecas doloridas por el peso de la criatura, viendo cómo la negrura opaca del cielo adquiría un fantasmagórico matiz violáceo. Retta se había callado hacía rato y ahora estaba sumida en el sueño de las estatuas de cera, igual de sonrosada, con los puñitos a ambos lados de las orejas. Y por fin el destello blanco de la mañana alcanzó el alféizar de la ventana y bañó de luz las paredes; y a las ocho y media llegó el médico, acompañado de Simon y Bella. Los había traído desde el pueblo en su Ford. El crío ya estaba perfectamente, dijo, y por suerte se recuperaría, pero ¿no le había dicho a la madre una y otra vez que no le diera leche? Era evidente que su hijo era alérgico a la leche, y aun así ella había vuelto a olvidarse y había puesto un poco en la papilla.
       —Sabe muy bien que su hijo ha padecido antes episodios como este —dijo el médico, irritado—, y puede volver a padecerlos. Porque usted, señora mía, no escucha.
       —Bueno —dijo Bella para disculparse—, por lo menos es una suerte que nosotros no le hayamos sacado de la cama a las tres de la madrugada, como habría hecho otra gente.
       Essie sabía a quién se refería con “otra gente”, pero ¿quiénes eran “nosotros”?
       —Ya que estoy aquí —dijo el médico—, le echaré un vistazo a la niña.
       —Ah, Retta está bien —dijo Essie—. Ha dormido el resto de la noche como un angelito. Mire, todavía duerme…
       El doctor la miró. Sacudió a Retta. Le levantó los puñitos, pero cayeron pesadamente.
       —Dios santo —dijo el médico—. Esta criatura está muerta.
       La enterraron a las afueras de un pueblo quince millas al oeste, en un pequeño cementerio aconfesional al cuidado de una funeraria donde un tipo indolente les vendió un ataúd que en realidad era para mascotas. No hubo ceremonia; no fue nadie, no quisieron que fuera nadie. Un entierro privado, secreto. Al caer la tarde un peón cavó un foso en la tierra reseca; metieron la caja dentro. Simon y Essie, solos junto a la tumba, vieron volar las paladas de tierra hasta que el terreno volvió a ser llano. Después se marcharon de la kokhaleyn y el resto del verano alquilaron una habitación no muy lejos del cementerio. Simon iba cada día a visitar la tumba. Al principio Essie fue con él, pero al cabo de un tiempo optó por no acompañarlo. ¡Cómo lloraba Simon, cómo daba golpes a diestro y siniestro, aullando! Ella no podía soportarlo: demasiado tarde para esa ira, demasiado tarde para la vergüenza, para el remordimiento, para la ignominia. Si hubiera ido antes a buscar al médico…, si no se hubiera parado en casa de Bella…, si no le hubiera dicho el crío está bien, no es urgente, mi mujer exagera, mejor esperar a mañana para traer al doctor…, ¡si no hubiera llamado a la puerta de Bella, si ella no le hubiera dejado entrar!
       —Quizás entonces al bebé no le habría pasado lo que le pasó… —dijo Essie con un susurro apagado.
       Entendió que aquella noche Simon y Bella fueron amantes. Guardó silencio cuando lo vio llevarse las revistas de Bella y prenderles fuego. El olor del esperanto quemado se le quedó en la ropa varios días.
       Essie no sabía qué podría haber hecho el médico; solo sabía que no había estado allí para hacerlo.
       Verano tras verano volvían al pueblo cercano al cementerio, lejos de las kokhaleyns que había desperdigadas por los caminos pedregosos de la región, y se instalaban en el desván de una casa de madera propiedad de un viejo viudo sordo. Simon nunca volvió a trabajar en la tienda de ropa de caballero, pero Essie siguió cosiendo. Puso un anuncio de dos líneas en la columna de “Particulares” del periódico local —“Se ofrece modista, Ropa a medida”— y tuvo más encargos que nunca. Simon ya no iba todos los días a visitar la tumba; en lugar de eso hizo de su vigilia una penitencia sabática, consagrando al duelo una noche por semana. El primer año era el sábado, porque Retta había muerto un sábado de madrugada. Al año siguiente era el martes: Simon había quemado las revistas de Bella un martes por la noche. Siempre, fuera el día que fuera, fuera el año que fuera, sin importar el tiempo que hiciera, salía en la oscuridad de la medianoche y se quedaba allí, entre las lápidas apenas visibles, hasta el alba. Essie no veía el sentido de aquel ritual, le parecía impostado, una invención más, un galimatías de otra especie en mitad de la noche. Una ridiculez, ¿con qué fin vagaba hasta el cementerio para hablar con el viento? La había traicionado con Bella, había permitido que Retta muriera. Essie no mencionaba nunca a Retta; solo Simon hablaba de ella. Recordaba sus primeros pasos, recordaba sus primeros balbuceos, recordaba cómo había señalado con su índice diminuto tal o cual animal salvaje en el zoológico. “Tigre”, decía. “Mono”, decía. Y cuando llegaron frente al ñu de cuernos dorados y Simon dijo “ñu”, Retta, confundiéndolo con una vaca, soltó un “mu” larguísimo. ¡Y cómo se habían reído Simon y Essie! Retta estaba muerta; Simon tenía la culpa por traicionar a su mujer con otra, daba igual que ahora despreciara a Bella, que hubiera hecho una hoguera con las revistas de Bella, que aborreciera cualquier cosa relacionada con Bella, que despreciara el esperanto y lo condenara y lo tachara de engaño y de farsa…, ¿qué importaban esas cosas, si Retta estaba muerta?
       No fue el primer verano, sino al siguiente, el verano en que Simon se reservaba los jueves para visitar su santuario (“Su santuario”, dijo Essie amargamente hablando consigo misma), cuando empezó a escribir cartas a las asociaciones de esperanto de toda la ciudad, de todo el mundo. Cartas desagradables, cartas llenas de furia. “¡Zamenhof, vuestro falso ídolo! ¡Vuestro dios! —escribía—. ¡Por qué no os unís al omoto, estúpidos!”
       Así comenzó el gran proyecto de Simon, con las cartas, las protestas airadas, los artículos filológicos que acumulaba febrilmente y los libros con alfabetos raros y remotos en las cubiertas. Aunque, bien mirado, en la práctica no fue tan grande; fue un proyecto extraordinariamente sencillo de ejecutar. Las vidas ajenas no tienen por qué levantar sospechas. Si tu vecino te dice que nació en Pittsburgh cuando en realidad nació en Kalamazoo, ¿quién va a molestarse en rastrear su partida de nacimiento? En cuanto a posibles parientes solícitos, o fisgones, Essie era huérfana de madre desde la infancia, y su padre se volvió a casar un año después de que ella se casara con Simon. Había montado una ferretería en Florida, con su nueva mujer; Essie y él apenas mantenían correspondencia. Simon, por su parte, se había criado en el Hogar para Huérfanos Judíos: la única pariente viva con la mantenía el contacto era su prima Lily, ¡la crédula, la tonta de Lily! Tanto Simon como Essie estaban tan desarraigados como las esporas de diente de león. No debían explicaciones a nadie, y aunque Simon seguía sin trabajo, no faltaría dinero mientras Essie no dejara de darle al pedal. Y le daba de lo lindo: su pequeño negocio de verano fue extendiéndose a media docena de pueblos próximos, y cuando llegaba en mayo solía recibirla una avalancha de encargos para el otoño. Cambió su anuncio para que dijera “Prepárese durante el verano para ir abrigado en invierno”, y no perdía de vista los cortes de las chaquetas y los abrigos de lana que se pondrían de moda. Compraba a precio de saldo retales de chinchilla, y aprendió a coser cuellos de pieles y forros. Y mientras tanto Simon iba fraguando el ÑU. Así fue como lo bautizó, en memoria de Retta aquel día en el zoo, según dijo; y además el nombre tenía una sonoridad novedosa, fresca, ¡eclipsaría al esperanto, aquella carcasa vieja y hueca, y acabaría por desbancarlo!
       Cada año, en otoño, volvían al Bronx. Essie ya tenía dos máquinas de coser. “Mi Singer de ciudad y mi Singer de campo”, como a ella le gustaba decir, y en invierno seguía dándole al pedal tan incansablemente como en verano, mientras Simon se dedicaba al proselitismo. Imprimió folletos en papel amarillo, con largas listas de patrocinadores —donantes anónimos salvo por las esplendorosas direcciones de Park Avenue— y los clavó en los postes de teléfono.
       A Essie no le sorprendió que el ÑU atrajera a sus primeros adeptos entre los veraneantes de las kokhaleyn que volvían a la ciudad en invierno, además de muchos otros: los trotskistas, los seguidores de Henry George, los tolstoianos, los amantes de la música clásica que iban a los conciertos gratuitos del Lewisohn Stadium, los fieles de Norman Thomas, los bundistas yiddish, los hebraístas más acérrimos, los místicos en transición de Thomas Merton, los jóvenes e incipientes taoístas y budistas zen, los humanistas y los ateos en declive, los entusiastas de Ayn Rand… y también los iracundos esperantistas, los más peligrosos. Pero después de las primeras reuniones, los potenciales conversos a la causa de Simon fueron cayendo drásticamente; al principio los meros curiosos, y después los demás, por aburrimiento, o por las cuotas, o porque el local alquilado no tenía calefacción (¡qué mezquindad, la de aquellos donantes de Park Avenue!), o porque los mesianismos que traían a cuestas eran más fascinantes que quedarse ensimismados con los ensalmos de Simon.
       “Para que esta gente no pierda el interés —decía Simon— hay que darle entretenimiento. Si quieren espectáculo, Essie, lo van a tener, ¿qué te parece?”
       Así fue como Essie empezó a cantar en las reuniones. Al principio le costó decidirse, aborrecía la idea, pero solo hasta que entendió el sentido que había detrás, la estratagema. Ella ya era cómplice del plan de Simon…, al diablo le das un dedo y te agarra la mano entera. Y no porque estuviera cruzada de brazos: a pesar de lo Simon pregonara en aquellos folletos amarillos, el alquiler del local se pagaba gracias a la laboriosidad de Essie con sus dos máquinas de coser. Bien, estupendo, ¡cantaría! Y además resultó que la rima no se le daba mal. Los poemas que componía eran insustanciales, un pasatiempo privado de su repertorio, el último: los filántropos de Park Avenue habían sido la primera de sus invenciones. No tenía una buena voz, entonaba fatal y llegaba sin aliento al final de un verso largo, pero al recitar vertía toda la furia y la fuerza de su propio ridículo, y su ridículo pasaba por convicción. Se puso al servicio del galimatías de Simon…, ¿por qué no? ¿Por qué no? ¡Retta estaba muerta, Simon tenía la culpa! Sus actuaciones en el local gélido, el vestido, el discursito, los patéticos poemas… serían su artimaña, su escarnio íntimo, su venganza por lo que le había pasado al bebé.
       Y aun así las reuniones de Simon continuaron menguando, hasta que solo quedaron los seguidores más furibundos, y los enemigos de Simon, los esperantistas.
       “¡Envidia! —decía él—. Porque les he superado, he acabado con ellos. Y es Bella quien los envía, tiene que ser Bella, ¿quién si no?”
       Era Essie. Ella sabía dónde estaban, sabía cómo encontrarlos: había ayudado a Simon con todas aquellas cartas donde los tachaba de cretinos, ella misma había escrito sus nombres en los sobres. Astutamente, en secreto, Essie los convocaba, y ellos no dudaban en acudir, se ponían de pie en las sillas y pataleaban y coreaban consignas, daban alaridos, aporreaban, amenazaban. ¡Simon, un usurpador, un imitador de poca monta, les había llamado cretinos! Irían allí a gritar hasta cerrarle la boca, y algunos incluso estaban dispuestos a levantar los puños para defender la única lengua universal, la original y genuina, ¡la de Zamenhof! Era la propia Essie quien daba la señal: cuando terminaba con sus pareados absurdos, cuando bajaba de la pequeña tarima, empezaba el asalto.
       Y dejó que las cosas siguieran así, un invierno tras otro, siempre con la vista puesta en la expedición del próximo verano. Se compró un atlas mundial de segunda mano, e instruyó a Simon en latitudes y longitudes, todos los remotos uadis y glaciares, los cañones, las estepas y las junglas que él habría de explorar desde mayo hasta finales de agosto (ella lo acompañaba siempre, por peligroso que fuera el camino), siempre con el propósito de sacar a la luz nuevas sílabas con que alimentar y engordar el ÑU…, mientras los dos seguían allí, desde mayo hasta finales de agosto, disfrutando de sus cenas a base de plátanos con crema agria en la encimera de la cocina, más de la mitad ocupada por la leal Singer de Essie, en el desván destartalado del viejo viudo sordo.
       Y dejó que las cosas siguieran así, las reuniones en la ciudad un invierno tras otro, los veranos escondidos en el pequeño pueblo de montaña cerca de la tumba de Retta. Y siguieron así hasta que tuvo suficiente, hasta que sació su sed de burla, hasta que los beligerantes esperantistas lo magullaron tanto que se quedó satisfecha. La movía algo más que el rencor, más que el goce casi carnal del rencor, más que el placer de pagar a Simon con la misma moneda. Era la fabulosa moneda en sí: el aparato de mentiras que Essie había creado, la patraña de las expediciones exóticas, que todo el mundo —¡qué mundo crédulo y simplón!— creyera que estaban… ¿dónde? Allí donde se hablara dravidiano-munda, buginés, vepsio, brihol, kiowa, oriya, ilocano, mordovo, shila, jagatai, tipura, yurak o cualquier otro enjambre de lenguas. Desde mayo hasta finales de agosto, el atlas de Essie señalaba astutamente aquellas regiones remotas; y un martes, o un domingo, o cualquiera que fuera el día de la semana escogido, Simon se lamentaba en su jerga incomprensible junto a la tumba de Retta, envuelto por el aire brumoso de la noche.


       Annette y su tropa no tardaron mucho en cansarse del ÑU. Recogieron sus bártulos y se largaron, según supe después, uno de aquellos jueves en que Simon estaba ausente. Como era de esperar, no hubo despedidas. Cuando volví a visitarlo, estaba solo. Esta vez, y todas las sucesivas, no fui porque mi madre me atosigara. Ella continuaba enfrascada en su negocio, confiada en que Simon seguía “boyante”, y preferí no desengañarla. Y desde luego ella también estaba boyante, qué locura: como ya no era rentable importar las kachinas, había empezado a fabricarlas por su cuenta, montando un pequeño taller en un terreno recién comprado, donde no solo se hacían réplicas de las muñecas, sino de toda clase de artefactos indígenas, monederos de piel, cinturones de cuentas… Muchos eran artículos que ella misma diseñaba (“Tengo un don para esto, sin duda”, me recordó) y, a decir verdad, estaban mejor acabados que las toscas artesanías de los nativos. Mi padre escribía a menudo y me preguntaba cuándo iría a visitarlos, porque mi madre descartaba por completo que ellos viajaran a Nueva York por el momento, no daban abasto, el negocio les exigía dedicación plena. Yo contestaba con las típicas quejas de novata universitaria: debía entregar un montón de trabajos atrasados, ponerme al día me iba a consumir todas las vacaciones de invierno, y tenía intención de pasarme el verano haciendo cursos.
       Cada vez me costaba menos decir mentiras. No tenía trabajos atrasados, simplemente no me apetecía ver a mi madre orgullosa de fabricar falsificaciones.
       Seguían mandándome cheques (con la firma de mi padre encima del rótulo “INTERVENTOR” en letras de molde), cada vez más cuantiosos. Yo los cobraba y le daba el dinero a Simon, que lo aceptaba con tristeza, abstraídamente, sin protestar. Llevaba una barba descuidada y unas sandalias por las que asomaban unas uñas largas y gruesas como ostras. Le apestaba el aliento; tenía una fístula en una muela que de vez en cuando lo atormentaba y otras veces remitía. Yo le rogaba que fuera al dentista. Poco a poco había empezado a cuidar de él. Le daba propinas al chico de la tienda de ultramarinos que le llevaba la compra y pagué al conserje para que pasara una escobilla por el inodoro. Simon ya no dedicaba horas estériles a bucear entre léxicos foráneos, pero cada jueves se calaba su maltrecho sombrero de fieltro con aquella cinta de canalé descolorida, cerraba la puerta de casa con llave y no volvía hasta última hora de la tarde del día siguiente. Me lo imaginaba en un tren traqueteante hacia el norte, hacia un pueblo olvidado de las montañas de Catskill; me lo imaginaba arrodillándose a oscuras en la hierba mojada, al lado de una pequeña lápida. Incluso llegué a conjeturar qué podía conmemorar los jueves alguien tan iluso como Simon: supongamos que era un jueves cuando Essie le confesó sus dudas acerca del bebé; supongamos que era jueves la primera vez que Simon oyó hablar del muchacho de pelo rizado de Cincinnati… Entonces el hombre que lloraba su culpabilidad junto a la tumba quizá ni siquiera era el padre, solo el pobre diablo al que Essie convencido para casarse. Si él mismo no sabía si era el padre o el pobre diablo engañado, ¿cómo no iba a estar medio loco?
       ¿Y si todo lo que Essie me había confiado era una fábula caprichosa, y yo (como las moscas atraídas por el azúcar) había caído en la trampa, tan cándida como el propio Simon?
       Empecé el segundo curso en la facultad. Una mañana, de camino a clase, vi a Annette y a dos hombres jóvenes al otro lado de la calle. Ellos iban con trajes grises, corbatas de rayas y un corte de pelo convencional. Los tres llevaban maletines de cuero. La propia Annette parecía menos teatral de lo que la recordaba, aunque no acertaba a precisar por qué. Tenía un pañuelo de seda anudado al cuello y zapatos sobrios de tacón bajo y afilado.
       —Eh, Viv —me llamó—. ¿Cómo le va a tu tío últimamente?
       De mala gana, crucé la calle.
       —Tim. John. Mi antigua compañera de habitación —me presentó. De cerca advertí que no usaba pintalabios—. ¿Simon está bien? Tengo que decirte que él me cambió la vida.
       —Tú le arruinaste la suya.
       —Bueno, tenías razón, quizá lo tomé demasiado en serio. Pero saqué algo positivo de eso. Ahora estoy en la Escuela de Comercio. Me he pasado a la contabilidad, estudio economía.
       —Igual que Katharine Cornell.
       —No, en serio, tengo dotes de emprendedora. Me di cuenta al organizar las reuniones de Simon.
       —Claro, toda aquella ensalada verde —dije, y me marché.
       Sinceramente, no creía que Annette le hubiera arruinado la vida a Simon. Era verdad que su deserción fue un golpe para él, pero era un deterioro íntimo lo que en realidad lo corroía por dentro, algo que a mí me escapaba. Tal vez era la edad: se estaba convirtiendo en un viejo achacoso. El absceso de la muela, a fuerza del descuido, había acabado por afectarle el corazón. Sufría repetidos ataques de angina de pecho, y para aliviarlos tragaba puñados de nitroglicerina. Me imploraba que lo visitara más a menudo; ya no salía los jueves. De todos modos a mí cada vez me parecía más descabellada la idea: ¿cómo iba a seguir empeñado después de tantos años en ir a ponerse en cuclillas en el duro suelo de un cementerio, y para colmo en pleno invierno? ¿No era más lógico que hubiera tenido una amante con la que se veía un día por semana? ¿Una de aquellas muchachitas a las que engatusaba, o incluso Bella, que en secreto había vuelto a él? Ahora no había ninguna amante, eso seguro. Si trataba de tocarme, no era para sobarme un pecho. Solo buscaba consuelo, un poco de calor. Me tendía una mano helada, como la de un muerto.
       Pasábamos juntos tardes interminables y aburridas. Le llevaba pastelitos y latas de tés selectos. Una vez que se quedó dormido con la taza en la mano, vacié las hojas de té de la lata dorada y la llené de billetes de cien dólares: la espuma y la efervescencia de la fraudulenta prosperidad de mi madre. Cuando se despertó quise despabilarlo un poco: le pregunté por qué había dejado de trabajar en el ÑU.
       —No lo he dejado.
       —Ya no te veo nunca con eso…
       —Ahora me dedico a pensar. Lo tengo en la cabeza. Aunque últimamente…, bueno, de qué sirve, no se puede derrotar a los esperantistas. Zamenhof, ese impostor, lo tenía todo bien cosido y atado desde hace mucho, copó el mercado. —Pestañeó reiteradamente; era una especie de tic que me distraía—. ¿A Lily le va bien por allá abajo? Me acuerdo de qué mal lo pasó cuando se mudaron. Ya sabes —dijo—, tu madre siempre fue incondicional. La única incondicional fue mi prima Lily.
       Unas semanas después de esta conversación fui a ver a Essie; sería la última vez.
       —Simon ha muerto —le dije.
       —¿Simon? Mira por dónde. —Asimiló la noticia con uno de aquellos suspiros jadeantes, y de repente montó en cólera—. ¿Quién se encargó del funeral? ¡Quién! ¿Fuiste tú? ¡Si está enterrado allí, al lado de Retta, juro que haré que lo saquen y lo metan en otro sitio!
       —No te preocupes, mi madre se encargó de todo. Por teléfono, por conferencia desde Arizona. Lo enterraron en Staten Island, mis padres tienen allí unas parcelas.
       —¿Lily se encargó de todo? Bueno, menos mal, ella ni siquiera sabe dónde está Retta. Cree que lo que le pasó al bebé fue en Tombuctú. Ya te lo he dicho y te lo he repetido, la tonta de tu madre nunca se enteró de nada…
       El apartamento olía igual que la otra vez. Yo ya había cumplido con lo que había ido a hacer y me disponía a marcharme, pero advertí que, aunque el maniquí seguía en el mismo sitio, la máquina de coser había desaparecido.
       —Me deshice de ella. La vendí —dijo—. Ahorré, tengo suficiente dinero. Siempre he sabido ganarme la vida, pasara lo que pasase. Incluso después del divorcio. Pero entonces vino gente a verme, parecían visitas de condolencia. Ahora no creo que venga nadie.
       —Yo he venido —dije sin convicción.
       —La hija de Lily, ¿a mí qué más me da? Me refiero a los del esperanto, ellos fueron los que vinieron. Porque se enteraron de que me había rebelado contra Simon. Algunos me trajeron flores, ¿te lo puedes creer?
       —Si te habías rebelado contra él —dije—, ¿por qué seguiste adelante con todo?
       —Ya te expliqué el porqué. Para desquitarme.
       —Una manera curiosa de desquitarte, si hiciste justamente lo que él quería.
       —Dios mío, de tal palo tal astilla, igual que tu madre, tienes menos vista que un mosquito. No pensarás que iba a dejar que nadie supiera que mi marido había matado a mi propia hija en mi propia cama, ¿verdad?
       Essie era un mar de contradicciones: se había vengado de Simon, lo había protegido. Era al mismo tiempo espada y escudo. ¿A eso se reducía el don de la improvisación, después de todo? Ahora estaba segura de que no se podía creer una sola palabra que viniera de Essie.
       Ella no tenía mucho más que decirme sobre Simon, y tampoco le interesaba saber mucho más, pero antes de dejarme ir arrimó su cara negruzca, arrugada como una nuez, a la mía, y me dijo algo que no he olvidado.
       —Escucha —dijo—, esa condenada lengua universal, ¿quieres saber cuál es? No ese disparate del esperanto, y tampoco el galimatías de Simon. Te lo contaré, pero solo si quieres saberlo.
       Dije que sí.
       —Todo el mundo la maneja —dijo—. Todos y cada uno de nosotros, en el mundo entero.
       ¿Y sería cierto lo que Essie reveló en aquel instante, con su susurro volátil y frenético? La mentira, la ilusión, el engaño, dijo… ¿Sería esa de veras la lengua universal que todos hablamos?



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar