Cynthia Ozick
(Ciudad de Nueva York, 1928-)


Levitación (1979)
(“Levitation”)
Originalmente publicado en la revista Partisan Review, 46 (1979), págs. 391-405;
reimpreso en The Pushcart Prize, 5,
ed. por Bill Henderson (1980);
Levitation: Five Fictions
(Nueva York: Alfred A. Knopf, 1981, 132 págs.)



      Una pareja de novelistas, marido y mujer, dieron una fiesta. El marido era también editor, se ganaba la vida con eso, pero en el fondo era novelista. No sabía imponerse; carecía completamente del fuste típico de un editor. Tenía una cara pálida y corriente, agradable. Se llamaba Feingold.
       Por amor, y porque siempre había sabido que no quería una mujer judía, se casó con la hija de un pastor presbiteriano. Lucy también había deseado siempre un matrimonio al margen de su tradición. (Esas eran sus palabras. “Al margen de mi tradición”, dijo. A él la idea lo enfebrecía.) Cuando tenía doce años, Lucy sintió que pertenecía al pueblo de la Biblia. (“Una hebrea”, dijo. Él sentía que el corazón se le salía del pecho de pura dicha.) Una noche, desde el púlpito, el padre de Lucy leyó un salmo; inmediatamente comprendió que el salmista se refería a ella; en ese instante, allí mismo, la muchacha se convirtió en una antigua hebrea.
       Tenía unos ojos enormes, penetrantes, inquietos, de una luminosidad turbadora, y el pelo cobrizo, y un modo tímido y solemne de decir las cosas con sinceridad.
       Eran una pareja discreta, y rara vez daban fiestas.
       Ambos tenían una novela publicada. La de ella giraba en torno a la vida doméstica; él escribía sobre los judíos.
       Todo el debate sobre la “situación de la novela” les había pasado de refilón. Por la noche, después de acostar a los niños, mientras el lavaplatos portátil traqueteaba esparciendo aquel olor a aceite quemado del motor, se sentaban, cada uno delante de su escritorio, y se ponían a trabajar. Escribían no sin desconcierto ni esfuerzo, pero con la naturalidad con que vuelan los pájaros. Eran fieles devotos de la precisión, el realismo psicológico y la verosimilitud; también de la virtud, e incluso el ingenio. A ninguno de los dos les preocupaba el rumbo que había tomado la novela, todas aquellas cosas que se decían sobre la muerte del personaje y de la historia. Se lo tomaban con serenidad. A veces, al cerrar sus cuadernos hasta el día siguiente, les parecía ser amigos y amantes literarios, igual que George Eliot y George Henry Lewes.
       En la cama hacían números y murmuraban con recelo sobre la teoría. “Siete páginas en lo que llevamos de semana.” “Yo nueve y media, pero tuve que tirar cuatro a la papelera. Por un mal enfoque.” “Porque elegiste la primera persona. La primera persona estrangula. No puedes salirte de la piel del personaje.” Y cosas por el estilo. El único principio que compartían era la importancia de no escribir nunca acerca de escritores. Había que elegir siempre un protagonista real, de los que funcionan en el mundo real —un burócrata, un banquero, un arquitecto (¡ay, cómo envidiaban a los capitanes de barco de Conrad!)—, pues de otro modo se caía en el solipsismo, en el narcisismo, en el tedio, en la falta de interés del lector común, y quién sabía en qué otros peligros.
       Esta dificultad —ceñirse a un personaje concreto— lastraba sobre todo a Lucy. La novela de Feingold, la que tenía entre manos en aquellos momentos, giraba en torno a Menahem ben Zerah, que en 1328 había sobrevivido a una matanza de judíos en la ciudad española de Estella. Desde la mañana hasta la medianoche se quedó escondido bajo un montón de cadáveres, hasta que un “compasivo caballero” (este era el tipo de lenguaje de la historia en que se basaba Feingold) lo sacó de allí y lo llevó a casa para curarle las heridas. Menahem tenía entonces veinte años; las vidas de su padre, su madre y sus cuatro hermanos menores quedaron segadas en la terrible matanza. Seis mil judíos murieron en un solo día de aquel mes de marzo. Feingold describía bien la escena en que la suave brisa transporta el olor salado de la sangre fresca y las cenizas de las casas de los judíos y se la arroja a los maleantes en plena cara. Era, a pesar de eso, la historia de un triunfo: al final, Menahem ben Zerah acaba siendo un sabio de reconocido prestigio.
       —Si vas a contar que después se convierte en erudito y se pasa la vida escribiendo, vas a caer en el tema prohibido —protestó Lucy.
       Pero Feingold le dijo que pensaba concentrarse en la matanza y, en especial, en la vida del “compasivo caballero”. ¿Qué lo había llevado a obrar con semejante compasión? ¿Cómo se había criado? ¿Cuáles habían sido sus lecturas? Feingold inventaría un diario para el compasivo caballero, y extraería citas del mismo. En ese diario el compasivo caballero volcaría todas sus habilidades, sus pasiones y sus opiniones privadas.
       —Solipsismo —dijo Lucy—. Tu compasivo caballero no deja de ser otro escritor más. Narcisismo. Tedio.
       A menudo hablaban del Tema Prohibido. Al cabo de un tiempo empezaron a llamarlo la Ciudad Prohibida, porque no solo los tentaba (sobre todo a Lucy) escribir —de manera solipsista, narcisista, tediosa y sin atractivo para el gran público— sobre escritores, sino para colmo sobre escritores neoyorquinos.
       —El compasivo caballero —dijo Lucy— vivía en el Upper West Side de Estella. Vivía en la Riverside Drive, en la West End Avenue de Estella. Vivía en la Central Park West de Estella.
       Los Feingold vivían en Central Park West.
       En su novela —la publicada, no la que estaba escribiendo—, Lucy había descrito, en primera persona, el lugar donde vivían.

    He visto ya unos cuantos de esos pisos del West Side. Tienen una distribución misteriosa. Habitaciones con puertas que no van a ninguna parte; giras el pomo, abres: una pared. Tras el tabique alguien está roncando, en otro apartamento. Han dividido en dos, tres, o incluso cuatro y cinco viviendas estos antiguos palacios. Los lavabos tienen grietas antiguas que brillan con la humedad como viejos ríos verdosos. Columnas acanaladas y chimeneas. Arthur Rubinstein vivió aquí de alquiler. En un piano dorado tocaba a la carrera una sonata de Beethoven. Los sonidos se arremolinaban y giraban como el mercurio. Exhalaciones ahora fijadas en letra de imprenta. Editores. Críticos. Libros, libros viejos, viejísimos, pesados como siglos. Estantes construidos en el frío hueco de la chimenea; Freud en la rejilla, Marx en el hogar, Melville, Hawthorne, Emerson. Oh, Dios, el peso, el peso.

      Lucy se consideraba una estilista; Feingold no. Escribir para él consistía en poner una frase detrás de la otra. En su editorial no tenía ninguna influencia. Le daba miedo tomar decisiones. Rechazaba la mayor parte de los manuscritos porque temía equivocarse; cada error se traducía en una pérdida de dinero. Era una editorial pequeña que aspiraba a obtener beneficios; Feingold le decía a Lucy que los únicos libros que se respetaban en aquella empresa eran los de la contabilidad. De vez en cuando se las arreglaba para colar una novela que le gustaba, y entonces era despiadado con el autor. Desmochaba los párrafos hasta dejarlos tan escuetos como los suyos.
       —Dios sabe lo que harías con los míos —decía Lucy—. Hombre calvo, prosa calva.
       El horizonte de la cabeza de Feingold relucía. Ella nunca le enseñaba lo que escribía. Sin embargo, se daban cuenta de que ambos eran afortunados de tenerse el uno al otro. Compadecían a cualquier escritor que no estuviera casado con alguien del mismo oficio.
       —Por lo menos nosotros compartimos las mismas premisas —decía Lucy.
       Anaqueles llenos de libros de historia judía recorrían de arriba abajo las paredes de su casa; eran de Feingold. Lucy leía un único libro —Emma— una y otra vez. Feingold no tenía una mente “filosófica”. Prefería los acontecimientos. A Lucy le gustaba especular y rumiar las cosas. Era un poco más inteligente que Feingold. A los desconocidos él les parecía muy afable. Lucy, cuando se quedaba en silencio, era una esbelta estatua de cobre.
       Ambos se habían consagrado a la omnisciencia, pero les faltaba perspicacia para entender qué había detrás de esa elección. Se veían como unos niños con un teatro de marionetas: podían hacer que ocurriera cualquier cosa, interpretar a todos los personajes y llevarlos con manos invisibles a padecer escalofríos o sobresaltos. Se creían enamorados de eso que ellos llamaban “imaginación”. No era verdad. A lo que eran adictos, más bien, era a la falsa compasión, porque les permitía darse ínfulas de poder.
       Se alimentaban de la compasión, y por lo tanto de las habladurías: quiénes llevaban diez años intentando tener hijos, quién había perdido tres empleos seguidos, quién estaba al borde del despido, qué agente tenía la reputación por los suelos, quién no conseguía publicar su segunda novela, quién era persona non grata en tal o cual revista, quién bebía más de la cuenta, quién era un suicida en potencia, quién soñaba con el divorcio, quién se acostaba con quién, ya fuera en secreto o sin esconderse, a quién ninguneaban, quién contaba o no contaba para nada; y por cualquiera al que consideraran una víctima fingían una ternura desmedida. Además tenían mucha “psicología”: escuchaban amablemente, ofrecían ayuda, y siempre estaban dispuestos a dar calor a cualquiera que lo necesitara. Les atraía la amargura de las vidas ajenas.
       En cuanto a sus propias vidas, bromeaban diciendo que ellos eran gente “de segunda”. Feingold tenía un trabajo de segunda y una casa de segunda. El editor de Lucy era también de segunda; incluso vivían en la Segunda Avenida. Las reseñas de sus libros las habían escrito críticos de segunda, y todos sus amigos eran segundones; no los presidentes o los socios de empresas respetadas, sino editores de mesa o ayudantes de producción; no las águilas rutilantes de los órganos intelectuales, sino los tediosos articulistas de periódicos judíos de poca monta; no los implacables y fríos críticos literarios de las revistas, sino los lánguidos y locuaces críticos de cine de las gacetas. Si conocían a un dramaturgo, resultaba que sus apuestas eran tan alternativas que nunca había llevado una obra a escena. Si conocían a un pintor, vivía en una buhardilla y había expuesto solo una vez, en el marco de la muestra colectiva al aire libre que se hacía en primavera en las verjas de Washington Square. Y a ellos les parecía una mezquindad y una injusticia; apreciaban a sus amigos, pero había gente —¿por qué no ellos?— que se movían por las cavernas más profundas de Nueva York, entre los leones.
       ¡Nueva York! Salir por Broadway a comprar una barra de pan después de que anocheciera era jugarse el pellejo; los atracadores se escondían detrás de los balancines en los parques, yonquis con navajas se colgaban boca abajo en los travesaños de los columpios. Cada vivienda era una fortaleza iluminada, un admirable despliegue de lámparas y cerraduras, cierres triples en las ventanas encastradas, cerrojos dobles y porras de policía junto a las puertas, luces programadas con temporizador para que los ladrones creyeran que siempre había alguien en casa. Pasos en el rellano, el chirrido del ascensor a medianoche; jadeos ahogados de cautela. Sus padres vivían en Cleveland y en St. Paul, y rara vez se atrevían a hacerles una visita. Mugre e inconveniencias nada más, cuando por el mismo precio en otro sitio habrían podido tener una casa con el jardín nevado; y nadie los llamaba por su nombre, nadie sentía la más mínima curiosidad por ellos, nadie les preguntaba jamás si estaban trabajando en algo nuevo. Al cabo de medio año sus libros se remataban a ochenta centavos el ejemplar. Mediocridades anónimas. Ni siquiera podían considerarse olvidados, porque nunca habían merecido atención.
       Lucy llegó a un diagnóstico: estaban, los dos, hundidos en un gueto. Feingold insistía en sus investigaciones morbosas de los autos de fe inquisitoriales en tal o cual mercado ibérico. Ella había imaginado que la vida interior de una mujer atada a la casa —citaba a Emma— podría contener toda la comedia del cosmos. ¡Judíos y mujeres! Ambos habían errado el tiro. Había que dejar la compasión a un lado; mirar hacia el centro; abandonar el altruismo; observar el poder de cerca.
       Hicieron una lista de celebridades. Invitaron a Irving Howe, Susan Sontag, Alfred Kazin y Leslie Fiedler. Invitaron a Norman Podhoretz y a Elizabeth Hardwick. Invitaron a Philip Roth y a Joyce Carol Oates, a Norman Mailer y a William Styron, a Donald Barthelme, a Jerzy Kosinsky, a Truman Capote. Ninguno de ellos acudió a la fiesta; o su número no aparecía en la guía, o los atendían contestadores automáticos, o estaban en Praga, o en París, o fuera de la ciudad. A pesar de todo, el apartamento se llenó de gente. Era un sábado por la noche de un frío mes de noviembre. Los taxis daban vueltas por el asfalto cubierto de aguanieve. Junto a la puerta, un montón de botas de agua se hacía cada vez más alto. Había dos armarios atestados de impermeables y abrigos de pieles; sobre una cama se apilaba una maraña de chaquetas con olor a mofeta y a borrego.
       La fiesta se desplazaba y giraba como el agua mansa de una bañera, lamiendo todas las paredes de todas las habitaciones. Lucy llevaba una falda larga, de color violeta, y Feingold una camisa limón sin corbata. Parecía más pálido que nunca. La vivienda tenía un vestíbulo central, tan amplio como una habitación, que a la izquierda daba al comedor y a la derecha a la sala de estar. Las tres habitaciones de la fiesta resplandecían como un tríptico: daba la impresión de que pudieran plegarse y dejar a todo el mundo a oscuras. Los invitados parecían imágenes en las hornacinas de una catedral; o quizá muñecas recortables de cartulina, con sus bebidas y sus vestidos, adornados con elegantes fajas, cuellos drapeados y chalinas, las mujeres con recogidos variados, los hombres con pelambreras que brotaban y caían sobre los hombros: la moda acechaba, Feingold se deprimía. Observó la escena maravillado, el brillo de los manhattans y los dry martinis, los pendientes y los zapatos lustrosos, pero sabía que todo era una falsedad, tal vez incluso una fantasía. El gran mundo estaba en otra parte. La conversación podía engañar, ¡cómo hablaba aquella gente! A partir de la conversación —por los retazos que se desprendían, engullidos por nuevos remolinos, una espiral devorada por otra espiral, permutaciones constantes en el retablo de imágenes enhiestas, o muñecas recortables, que flotaban en una bañera—, a partir de un indicio o una sílaba suelta, podría imaginarse que el universo entero iba camino de alcanzar el conocimiento supremo y definitivo. En el rumor de voces resonaban la naturaleza humana, los astros, la historia. Lucy iba a la deriva, con la mirada perdida, paseando una bandeja de quesos entre los invitados. Feingold la interceptó.
       —¡Qué desperdicio! —le dijo. Ella lo miró fijamente—. ¡Aquí no hay nadie!
       Lucy mecía con aire desamparado un taco de queso; luego Feingold la perdió.
       Fue al salón: estaba prácticamente vacío, apenas quedaban unos cuantos bultos en el sofá. Los bultos llevaban trajes de oficina. El comedor estaba mejor. Algo empezaba a tomar forma: algo alrededor de la mesa grande: tazas de café relucientes y llenas hasta el borde, tartas cortadas en platos (la vajilla de falso estilo victoriano con capullos de rosa pintados que habían comprado en los almacenes Boots de Londres el año antes de que naciera su primer hijo varón, cuando Lucy y Feingold visitaron los páramos de las hermanas Brontë; la casa de Coleridge en Highgate; Lamb House, en Rye, donde Edith Wharton tomó el té con Henry James; Bloomsbury; las escaleras de Cambridge al final de las cuales había vivido Forster). Parecía a punto de convertirse en la típica charla con puntos de vista y opiniones, una tertulia, gente pisándose las frases. A Feingold le dio esperanzas, casi parecía una escena humana; pero mientras repartía tenedores y servilletas de papel detectó la espantosa locuacidad y las voces en falsetto: actores, farándula, quién dirigía a fulano, dónde se estrenaba tal obra. Feingold detestaba a los actores. Marionetas chillonas. Cabezas huecas. Una doble hilera de rostros alrededor de la mesa, cháchara de idiotas.
       El vestíbulo estaba desierto. No había nadie salvo Lucy, haciendo tiempo.
       —Teatro en el comedor —dijo Feingold—. Bazofia.
       —Cine. He oído hablar de cine.
       —Cine también —admitió—. Bazofia. Ahí dentro parece un asedio.
       —Porque tienen la tarta. Monopolizan toda la comida. En el salón no queda nada.
       —Dios mío —dijo él, como un hombre al borde de la asfixia—, ¿te has dado cuenta de que no ha venido nadie?
       En el salón había —al principio— patatas fritas. Ni rastro de las patatas, los palitos de zanahoria devorados, de los de apio solo quedaban las hebras. Una aceituna en un plato; Feingold la partió en dos con dientes despiadados. Los trajes de oficina habían desaparecido.
       —Uy, si es muy temprano —dijo Lucy—. Mucha gente se ha tenido que ir.
       —Porque es un cóctel, no una fiesta —dijo Feingold.
       —Tampoco es exactamente un cóctel —dijo Lucy.
       Se sentaron en la alfombra, delante de la chimenea.
       —¿Es una chimenea de verdad? —quiso saber alguien.
       —Nunca la encendemos —dijo Lucy.
       —¿Y encendéis alguna vez esos candelabros?
       —Eran de la abuela de Jimmy —dijo Lucy—, no los encendemos nunca.
       Luego atravesó la tierra de nadie que llevaba al comedor. Allí se habían puesto serios. Hablaban de la gestualidad de Chaplin.
       En el salón, Feingold se desesperaba; sin que nadie le preguntara, empezó a hablar del compasivo caballero. Una cuestión de ego, dijo: la compasión era la superconciencia del orgullo de uno mismo. No es que pensara realmente tal cosa; solo se le ocurrió provocar con algún comentario original, aunque fuera un tanto confuso. En cualquier caso, nadie reaccionó. Feingold levantó la mirada.
       —¿No podrías encender el fuego? —preguntó un hombre.
       —De acuerdo —dijo Feingold.
       Enrolló el Times del domingo anterior y lo prendió con una cerilla. Una llama tan clara como la luz de una farola hizo palidecer las caras de los que estaban sentados en el sofá. Reconoció entre ellos a un amigo del seminario —uno de los que Lucy llamaba sus “amigos teológicos”—, y en ese instante, allí mismo, con una ansiedad repentina, Feingold sintió deseos de hablar de Dios. O, si no de Dios, de ciertas atrocidades históricas, abominaciones: a saber, el crimen del noble francés conocido como Draconet, un caballero que despuntó en las cruzadas y que en la primavera de 1247 arrestó a todos los judíos de la provincia de Vienne, castró a los hombres y a las mujeres les arrancó los pechos de cuajo; a algunos no los mutiló, solo los rajó por la mitad. A Feingold le parecía curioso que la Carta Magna y la insignia de la vergüenza de los judíos aparecieran ese mismo año, y que menos de un siglo después expulsaran de Inglaterra a todos los judíos, incluso a las familias con siete u ocho generaciones de arraigo. Tenía debilidad por el papa Clemente IV, que absolvió a los judíos de toda responsabilidad por la peste negra. “La plaga se lleva también a los propios judíos”, dijo el Papa. Feingold conocía un sinfín de historias acerca de conversiones forzosas, se movía a sus anchas en aquellas divagaciones, estaba cómodo, se sentía en familia entre aquella gente. Se preguntó si sería apropiado —¡en un cóctel, después de todo!— indagar el grado de agnosticismo de su amigo del seminario: ¿era simplemente que Dios había salido de puntillas de la historia, por así decirlo, o para empezar ni siquiera existía un Creador, nada había sido creado y el mundo era una quimera, la ilusión de un solipsista?
       Lucy se sentía incómoda con el amigo del seminario, que había oficiado la ceremonia de su conversión; cada encuentro era para ella como una nueva fase de un examen perpetuo. Se alegraba de que no existiera un catecismo judío. ¿Sería una renegada? En cualquier caso, sentía que la ponían a prueba. A veces les hablaba de Jesús a los niños. Miró a su alrededor —sus grandes ojos dieron un giro completo— y vio que todos en el salón eran judíos.
       En el comedor también había judíos, pero más laxos, de los que no guardaban tanto las formas: humoristas, pintores, críticos de cine que asistían al pase de prensa de Screw on Screen la víspera del día de la Expiación. En el comedor la mayoría eran gentiles. La tarta prácticamente había desaparecido. Lucy se llevó el último pedazo al salón y lo cortó en cubitos en un plato de papel. Culpó a Feingold, que pasaba por otro de sus arrebatos de fanatismo. Cualquier persona normal, cualquiera con sentido común —los humanistas y los humoristas, sin ir más lejos— se mantendría lejos de allí. ¿Qué era ahora mismo su marido, sino otro de esos autodidactas aburridos que escupen todo lo que han leído? Lo hacía por despecho, porque no había ido nadie. Ahí estaba, hablando del libelo de sangre. Del pequeño Hugo de Lincoln. De cómo en Londres, en 1279, los judíos acabaron despedazados por caballos, acusados de haber crucificado a un chiquillo cristiano. De cómo en 1285, en Munich, una turbamulta redujo a cenizas una sinagoga con ese mismo pretexto. Y en Mainz dos años antes, durante la Pascua. Tres siglos de tiernos mártires, niños beatificados, algunos de los cuales no eran más que fantasías, criaturas santas. El santo niño de La Guardia. A Feingold le enloquecían esas historias, se las bebía como un vampiro. Lucy le metió un dado de tarta de chocolate en la boca para hacerlo callar. Feingold seguía esperando que se alzara una voz. El amigo del seminario, pragmático, lamió con avidez hasta la última migaja de su pedacito de tarta. Era una tarta que había llevado él mismo de casa, que su mujer había envuelto en una bolsa de plástico para asegurarse de que había algo de comer. Una tarta sin manteca de cerdo, garantizada. Estaban todos hambrientos. De la chimenea saltaban grandes pavesas de papel.
       El amigo del seminario había ido con un amigo. Lucy lo observó con detenimiento; ella sabía cómo administrar sus propios catecismos, no en vano era novelista. Catequizó y catalogó: un refugiado. Dedos que parecían largas velas de cera, apagadas en las uñas. Cuencas negras: ¿sería ciego? Resultaba difícil precisar dónde se ubicaban los ojos bajo aquel saliente de cráneo. Una calavera en lugar de cabeza. Sin embargo, qué boca tan carnosa, qué labios, qué dientes ordenados y expresivos. Vio el hueso protuberante en la muñeca enjuta. La nariz de un santo. El rostro de Jesús. Habló en un susurro. Todo el mundo se inclinó para escuchar. Era la voz de Feingold: la voz que Feingold estaba esperando.
       “Salta a los tiempos modernos —ordenó la voz—. Salta hasta ayer.” Lucy había acertado: reconocía a un refugiado nada más verlo, incluso antes de escucharle el acento. Todos le recordaban a su propio padre. Tomó nota mentalmente de esa observación (el parecido de los pastores presbiterianos con los refugiados que huyeron de Hitler) para comentarla con Feingold más tarde; le pareció analítica en su justa medida, reunía la necesaria dosis de misterio. “Ayer —dijo el refugiado— los ojos de Dios estaban cerrados.” Y Lucy vio que cerraba sus ojos, ocultos al final de sendos túneles. “Cerrados igual que portones de hierro”, continuó el hombre, con una voz tan noble que a Lucy le recordó el sobrecogedor pasaje del Génesis donde la voz del Señor penetra en el Edén al caer el día y llama a Adán: “¿Dónde estás?”.
       Todos escuchaban con fervor. Lucy miró de nuevo a su alrededor. El fervor de los judíos le resultaba doloroso. Ella también vivía las cosas con intensidad, pero era porque la pasión le agitaba el cerebro, recreaba imágenes con la imaginación; a fin de cuentas, era novelista. Ellos, en cambio, siempre se lo tomaban todo a pecho; llegaba a pensar que entre los suyos incluso los tenderos eran tan obsesivos como cualquier novelista. ¿Sería porque eran los elegidos, sería porque se compadecían de sí mismos a cada paso que daban?
       La compasión y el sobrecogimiento se reflejaban en todas las caras.
       El refugiado estaba contando una historia. “Yo lo presencié —dijo—, yo soy el testigo.” Horror; sadismo; cadáveres. Como si —Lucy extrajo la imagen del viento esquivo que era su voz susurrante—, como si asistieran a cientos y cientos de crucifixiones a la vez. Visualizó una colina con un sinfín de cruces, y cuerpos colgando de enormes clavos ensangrentados. Cada uno de los judíos era Jesucristo. Solo así Lucy consiguió imaginarlo: de otro modo no era más que una película. Había visto todas las películas, y la verdad es que no sentía nada. La misma pala mecánica amontonando los mismos esqueletos convertidos en meros palitroques, el mismo chiquillo de la gorra con la boca torcida y las manos levantadas. Si una cámara hubiera grabado la Crucifixión, el cristianismo se hundiría, la gente se insensibilizaría. La crueldad nacía de la imaginación, y era la imaginación la que debía ser testigo.
       A pesar de todo, escuchó. El refugiado describió exactamente lo que se veía en las películas. Una escena en gris, una colina cubierta de maleza, un barranco. Alemanes con casco, cinturones negros relucientes como la pez, guantes. Una hilera desigual de judíos en el borde del barranco: una abuela entrada en años, uno o dos chiquillos, una pareja de unos cuarenta años. Todos los rostros tiznados de grisura, los rastrojos del suelo teñidos de gris, las ropas que los cubrían lacias como mortajas pero inmóviles, como si ya estuvieran bajo tierra, al cobijo del viento, como si ya fueran de piedra. El susurro del refugiado los esculpió hasta convertirlos en estatuas: allí estaban, de pie, un asterisco de judíos de piedra negruzca, podías ver los orificios de la nariz, abiertos como cráneos, las orejas de los niños redondas como guijarros, el patético cuello de palo de la anciana, el padre y la madre agarrando a los niños pero ajenos uno para el otro, sin el menor roce, la abuela apartada sin reclamar nada y sin que nadie la reclamara, con sus encías de pedernal de las que no salía ninguna oración. Allí estaban, inmóviles. La voz del refugiado los recreó con tanto detalle que no había más remedio que mirar. La voz obligaba a Lucy a no apartar la vista. Traspasaba las figuras con su susurro. Entonces dio paso a los disparos. Las figuras no se tambalearon, no temblaron siquiera: su consistencia pétrea se quebró de pronto y cayeron limpiamente, como sacos, barranco abajo. Quedaron amontonados, una maraña de brazos y piernas. Como en un plano cinematográfico, la voz del refugiado llevó una bota alemana hasta el borde del barranco. La bota pateó la arena. Pateó y pateó, y la arena se vertió sobre la familia de sacos.
       Entonces Lucy se fijó en las manos de los que escuchaban: todos tenían los dedos crispados.
       La habitación empezó a elevarse. Ascendió. Subió igual que un arca sobre las aguas. Lucy dijo para sus adentros: “Esta cámara de judíos”. Le pareció que la estancia levitaba sobre los efluvios del susurro del refugiado. Sintió que se quedaba sola en el fondo, por debajo del suelo de madera, mientras el resto de la habitación flotaba y ascendía cargada de judíos. ¿Por qué no la acogían a ella? Solo Jesús podía acogerla. A aquellos judíos los estaba secuestrando un emisario de la tierra de los muertos. El hombre tenía un poder. Ya estaba a la sombra de una nueva historia; ella se prometió no escucharle, solo Jesús la haría escuchar. Mientras tanto la habitación ascendía. Lucy la veía cada vez más pequeña desde abajo a medida que se alejaba.
       Echó atrás la cabeza para no perderla de vista. ¿No chocaría con el piso de arriba? Era como observar la parte inferior de un ascensor, cubierta de suciedad y pelos, del que colgaban raíces polvorientas. El suelo negro subía más y más. Se apartaba de ella, perdiéndose en las alturas, elevando a los judíos.
       La gloria de su martirio.
       Bajo el alero que ascendía, Lucy tuvo una iluminación: se vio con los niños en un pequeño parque de la ciudad. Una tarde de domingo de principios de mayo. Feingold se ha quedado en casa a echar la siesta, y Lucy y los niños encuentran un banco donde sentarse a esperar a que comience la insólita música. La habitación sigue levitando, pero en el interior de la visión de Lucy los chicos persiguen a los pájaros. Corretean y se alejan de Lucy, vuelven, se van. Rodean a una paloma. No la tocan; Lucy se lo tiene prohibido. Ha leído que las palomas de la ciudad pueden contagiar la meningitis. Un chiquillo de Red Bank, Nueva Jersey, contrajo la enfermedad del sueño por tocar a una paloma; después de seis años, sigue todavía dormido. Mientras duerme, el niño se ha convertido en un adolescente; la pubertad le ha sobrevenido durante el sueño, los testículos le han bajado, una pelusilla rubia y benigna se refleja en sus mejillas. Sus padres no dejan de llorar. Aún está dormido. No se ven instrumentos ni músicos. Una mujer aparece en un escenario y da un paso al frente. Es una antropóloga del Instituto Smithsoniano de Washington, D. C. Explica que no se trata de un “espectáculo” corriente; no habrá “artistas”. Los intérpretes no serán gente de teatro; serán “auténticos campesinos”. Procedentes directamente de Messina, de Calabria. Son pastores, crían ovejas y cabras. Cantarán y bailarán y actuarán del mismo modo que cuando bajan de las montañas a pasar la velada en las tabernas. Tocarán los instrumentos que ahuyentan a los lobos del rebaño. Cantarán las canciones con que loan a la Madonna del Amor. Una docena de hombres entran en fila en el escenario. Tienen caras toscas, no sonríen. Tienen la tez oscura, curtida, llena de cráteres. Sus orejas y sus narices parecen barro reseco y retorcido. Tienen dientes de oro. Están desdentados. Algunos son jóvenes, la mayoría de mediana edad. Hay uno muy viejo; lleva cascabeles en los dedos. Uno tiene un instrumento que recuerda a una mantequera: mete y saca un palo por un agujero en un tonel de madera que sujeta bajo el brazo y que escupe un chirrido insistente. Uno toca dos caramillos a la vez. Uno rasguea una larga correa. Uno sostiene un pequeño armazón con timbres de bicicleta, descendiente de las campanas que tañían los sacerdotes en el templo de Minerva.
       La antropóloga sigue enfrascada en sus explicaciones. Explica cómo funciona el instrumento “macho”: consta de tres aldabas de madera; la del medio bate arriba y abajo y repica contra las otras dos. Las canciones, comenta, son en esencia eróticas. Las danzas son sugerentes.
       La insólita música comienza. El parque se ha llenado de italianos; inmigrantes sicilianos, neoyorquinos de origen napolitano. Un pueblo antiguo. Aplauden. El viejo de los cascabeles en los dedos señala las punteras polvorientas de sus zapatos y danza girando lentamente sobre sí mismo. Tiene la mirada perdida, como en trance, se agacha y se yergue de nuevo. La antropóloga explica que esa danza de un continuo agacharse y erguirse se encuentra también en algunas zonas de África. Los cantantes gimen y ululan como los árabes; la antropóloga observa que la conquista árabe abarcó la punta de la bota italiana a lo largo de doscientos años. Todo el coro de campesinos canta en un dialecto del griego arcaico; la lengua ha sobrevivido en las canciones de antaño, explica la antropóloga. La multitud ríe y sigue el ritmo pataleando contra el suelo. Chasquean los dedos y se mecen al ritmo de la música. Los hijos de Lucy se aburren. Observan al hombre de los cascabeles en los dedos; observan el macho de madera batiéndose arriba y abajo. Todo el mundo da palmas, sigue el ritmo con los pies, taconea, se balancea, patalea. Los alaridos se prolongan, más y más rápido, los que cantan bailan, los que bailan cantan, dan vueltas y vueltas, sonríen con la sonrisa narcotizada de los derviches. En su tierra cultivan flores. Siguen a las ovejas por los altos pastos. Por la noche toman vino en las tabernas. ¡Calabria y Sicilia en Nueva York, sin sus mujeres, vestidos con camisas manchadas de sudor y pantalones arrugados y polvorientos, jadeando frente a extraños que no han olido la dulce fragancia de los pastos de su aldea!
       De repente, la antropóloga del Instituto Smithsoniano se ha desvanecido de la visión de Lucy. Dos de los bailarines se agarran. Una pierna se enrosca sobre otra pierna, las barrigas tocándose, los dos hombres saltan con la única pierna libre. Entrelazados, se agachan y se yerguen, se agachan y se yerguen. Salen de ellos antiguas sílabas helénicas. Dan alaridos agudos, elásticos. Celebran a la Madonna, patrona de la fertilidad y la fecundidad. Lucy se siente glorificada. Se siente exaltada. Comprende. No que los músicos sean campesinos, ni que sus rostros y sus pies y sus cuellos y sus muñecas sean rastrojos y tierra roja. Asiste a una revelación: ve la esencia eterna: antes de la Madonna fue Venus; antes de Venus, Afrodita; antes de Afrodita, Astarté. El vientre de la diosa es jardín, cordero y criatura. Ella es el río y la cascada. Ella hace que los serios hombres de negocios —los pastores son hombres de negocios— retocen y enseñen sus dientes de oro. Ella los induce a soplar, golpear, frotar, agitar y rasguear objetos para que derramen la música.
       En la iluminación, los hombres siguen ejecutando su danza furiosa. Se contorsionan. Por la diosa, por obra del vientre de la diosa, empiezan a transformarse en serpientes. Cuando se quedan quietos son barro. Son desde siempre hasta siempre. La naturaleza es su pulso. Lucy lo ve; comprende: los dioses son Dios. ¡Qué terrible haber renunciado a Jesús, a un hombre como estos, hecho de barro igual que estos, también con un pulso, el Dios que se introduce en la naturaleza para convertirse en un dios! Jesús no es más milagroso que un pastor cualquiera; ¿acaso un pastor es un milagro? ¿Lo es una hoja? ¿Una nuez, una fosa, un cogollo, una semilla, una piedra? ¡Todo es milagro! Lucy se da cuenta de que ha abandonado la naturaleza, de que ha perdido la religión verdadera por el Dios de los judíos. Los niños están tumbados en el suelo, escarbando en la tierra con palitos. Escarban sin parar, hacen hoyuelos y amontonan al lado la tierra. Los llenan con huesos de melocotón y de cereza, con pieles de melón. Los sicilianos y los napolitanos recogen sus cestos de mimbre, sus monederos y sus bolsas de la compra, y se van. Los bancos huelen a restos de fruta, están manchados de jugos y asediados por los insectos. El escenario ha quedado desierto.
       El salón se ha escapado completamente. Lucy lo ve muy arriba, pequeñísimo, apenas más ancho que la media luna de su pulgar. Todavía navega hacia las alturas, y las voces de los que van a bordo le llegan tan débiles que Lucy apenas las distingue. Sabe, sin embargo, cuál es la palabra más recurrente. ¿Cuánto tiempo pueden seguir con eso? ¿Hasta cuándo? Rumian la misma idea morbosamente, una y otra vez. Muerte, muerte, muerte. La palabra se le antoja no tanto una palabra humana como el grito de un animal; el graznido de un cuervo. Cra, cra. Pertenece a la categoría de las tormentas, de las inundaciones, de las avalanchas. Designios de Dios. “Holocausto”, masculla alguien desde arriba; Lucy sabe que es Feingold. Siempre repite esa palabra, una y otra vez. Qué mal le sienta la historia, ¡le hace parecer tan insignificante! Lucy llega a la conclusión de que la atrocidad puede acabar hartando. Ella está aburrida de las ejecuciones y del gas y de los campos, no se avergüenza de reconocerlo. Son tan tediosos como una plegaria. La repetición merma las convicciones; piensa en su padre, cantando los mismos himnos semana tras semana. Si repitieras la misma oración una y otra vez, ¿tu cerebro no acabaría convertido en poco más que una rueda de plegaria?
       En el comedor todas las fuentes empezaban a secarse. Se respiraba un aire viciado, de fiesta fallida. Bebían cerveza o Coca-Cola, o whisky con agua, y jugueteaban con las migas de tarta esparcidas por el mantel. Aún quedaba un poco de queso en un plato, y medio cuenco de cacahuetes salados.
       —El impacto del individualismo romántico —objetó uno de los humanistas.
       —¿En la galería Frick?
       —Esa no la he visto.
       —Apuestan fuerte, eso hay que reconocerlo.
       Lucy, apoyada con abandono en una puerta, intentó sintonizar con la conversación. Era un alivio oír hablar a los ateos. Una diseñadora de camisas que trabajaba en el departamento gráfico de la editorial de Feingold entró con un abrigo en la mano. Feingold la había invitado porque acababa de divorciarse; le daba miedo vivir sola. Le daba miedo que la asaltaran en el sótano de su casa cuando bajaba la colada.
       —¿Dónde está Jimmy? —preguntó la diseñadora gráfica.
       —En la otra habitación.
       —Despídeme de él, ¿eh?
       —Adiós —dijo Lucy.
       Los humanistas —Lucy se dio cuenta de que todos eran compasivos caballeros— se levantaron. En el suelo había un pequeño charco de salsa que se derramaba de la mesa.
       —Ah, ya recogeré yo eso —dijo Lucy a los caballeros—. Ni os preocupéis.
       Feingold y el refugiado surcan el salón en las alturas. Sus palabras son motas de polvo. Todos los judíos están en el aire.



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