Stephen Crane
(Newark, Nueva Jersey, 1871 - Badenweiler, Alemania, 1900)
Un misterio de heroísmo (1894)
(“A Mystery of Heroism”)
Originalmente sindicado por S. S. McClure (McClure Syndicate),
publicado, entre abril de 1894 y noviembre de 1895:
New York Press (22 de abril de 1894);
Philadelphia Press, (1 de agosto de 1895);
The Little Regiment And Other Episodes of the American Civil War
(Nueva York: D. Appleton and Company, 1896, 196 págs.), págs. 106-127
Los oscuros uniformes de los hombres estaban tan cubiertos de polvo por la incesante violencia de los dos ejércitos que el regimiento parecía casi parte del
terraplén de barro que lo resguardaba de los proyectiles. Sobre la cima de la colina, una batería de cañones luchaba, entre tremendos estampidos, contra otros cañones y, a la vista de la
infantería, los hombres de la artillería, las armas, los carros y los caballos
se distinguían recortándose sobre el azul del cielo. Cuando se disparaba una
pieza, un relámpago rojo, redondo como un madero encendido, destellaba bajo en
los cielos, como una monstruosa flecha de luz. Los hombres de la batería
llevaban un pantalón blanco y resistente que, de algún modo, acentuaba sus piernas;
con él impresionaban más de lo habitual a la infantería cuando corrían y se
juntaban en pequeños grupos a las órdenes que gritaban los oficiales.
—¡Rayos! Ojalá pudiera beber algo. ¿Hay un poco de agua por aquí? —exclamó Fred Collins, del
batallón A.
Entonces alguien vociferó:
—¡Por allí va el corneta!
Ante los ojos de medio regimiento,
moviéndose mecánicamente, se produjo la instantánea imagen de un caballo herido
de muerte en pleno brinco convulsivo y de su jinete caído hacia atrás con un
brazo torcido y los dedos de las manos extendidos delante de la cara. Del suelo
se alzaba explotando el terror carmesí de una bomba, con hebras de fuego que
eran corno lanzas. Un corneta resplandeciente evitó el choque con la espalda
del jinete cuando caballo y hombre cayeron temerariamente. En el aire se
respiraba el olor de la conflagración.
Cada tanto, ellos, los de infantería,
miraban abajo la serena pradera que se extendía a sus pies. Su amplia y verde
hierba se ondulaba dulcemente con la brisa. Más allá, se veía la forma gris de
una casa medio destrozada por las bombas y por las activas hachas de los
soldados, que habían buscado allí la madera para quemar. La línea de una vieja
valla la marcaban ahora débilmente los abundantes rastrojos y un poste
ocasional. Una bomba había volado en fragmentos el pozo de la casa. Unas finas
líneas de humo grisáceo se elevaban en volutas desde unas cenizas que indicaban
dónde había estado el granero.
Desde detrás de una cortina de verde
bosque llegaba el ruido de una tremenda lucha, como si pelearan dos animales
del tamaño de una isla. A cierta distancia, aparecían esporádicamente veloces
hombres, caballos, baterías, banderas, y, al
estrellarse las descargas de la infantería, se escuchaban a menudo
salvajes y frenéticos vítores. En medio de todo ello, Smith y Ferguson, dos
soldados rasos del batallón A, se encontraban inmersos en una calurosa
discusión sobre las cuestiones principales de la vida nacional.
En la cima de la colina, la batería pronto
estaría envuelta en un espantoso duelo. Por doquier se esparcían las piernas
blancas de los artilleros y los oficiales redoblaban sus gritos. Los cañones,
con su impasibilidad y firmeza, señalaban su eterno rasgo característico en el
clamor de muerte que envolvía la colina.
Uno de los equipos móviles fue súbitamente
abatido y cayó al suelo en un tumulto, y sus miembros, enloquecidos,
arrastraron sus cuerpos casi despedazados en su lucha por escapar del tumulto y
el peligro. Un joven soldado, a horcajadas sobre uno de los caballos guía, blasfemaba
y maldecía en su silla de montar tirando furiosamente de la brida. Un oficial
gritó una orden con tanta violencia que su voz se quebró, terminando la frase
en un chillido de falsete.
La principal compañía del regimiento de infantería estaba un tanto al descubierto, y el
coronel ordenó trasladarla por entero al resguardo de la colina. Se oía el
retumbar estridente del acero contra el acero.
Un lugarteniente de la batería bajó
cabalgando y pasó por su lado, sujetándose el brazo derecho fuertemente con la
mano izquierda. Era como si aquel brazo no fuera suyo y más bien perteneciera a
otro hombre. Su austero y cabizbajo caballo de batalla caminaba despacio. El
rostro del oficial estaba mugriento y sudaba, y su uniforme, maltratado como si
hubiera librado un cuerpo a cuerpo con un enemigo. Sonrió ceñudamente cuando
los hombres clavaron la vista en él y dirigió su caballo hacia la pradera.
—Me gustaría beber algo. ¡Apuesto a que hay agua en ese viejo pozo de allí abajo! —dijo
Collins, del batallón A.
—Sí, pero ¿cómo
vas a llegar hasta allí?
La pequeña pradera que se interponía en
medio sufría ahora una terrible avalancha de proyectiles. Su tranquilidad,
hermosa y verde, se había desvanecido por completo. Encima habían caído
monstruosos puñados de tierra marronosa y las recientes briznas de hierba
habían sido despedazadas, quemadas, arrasadas. Algún extraño destino de la
batalla había hecho de aquella apacible pradera el objeto del odio rojo de las
bombas, y cada una, al explotar, era como una imprecación contra el rostro de
una doncella.
El oficial herido que cabalgaba por aquella parte de terreno se dijo:
—¡Diablos! No dispararían más duro ni aunque el ejército entero estuviera apiñado aquí.
Una bomba hizo impacto contra las grises
ruinas de la casa y, después del estallido, el muro destrozado cayó a pedazos,
escuchándose un ruido que recordaba el batir de las contraventanas durante un
fuerte vendaval de invierno. A decir verdad, la infantería detenida al
resguardo del terraplén semejaba un grupo de hombres de pie en una playa
contemplando una tempestad del mar. El ángel de la calamidad tenía bajo su
mirada la batería de la colina. Muy pocos hombres con las piernas blancas
trabajaban con los cañones. Una bomba había destruido una de las piezas, y
cuando el fulgor, el humo, el polvo y la furia del golpe se desvanecieron ya se
vieron algunas piernas blancas tendidas sobre el suelo. Y en este intervalo
para la retaguardia, en que entra en juego la batería de caballos alzando los
hocicos hacia el combate, aguardando la orden para arrastrar los cañones fuera
del peligro, o para entrar en él, o para llevarlos dondequiera que esos
incomprensibles humanos exijan con sus azotes y sus espuelas; en esa línea de
espectadores mudos y pasivos, cuyos palpitantes corazones no les dejarán
olvidar nunca las reglas de hierro del dominio del hombre sobre ellos; en esa
clase de bestias soldados se había producido una implacable y espantosa
carnicería. De entre el montón de sangrientos y rezagados caballos, los
hombres de infantería vieron a un animal alzando el cuerpo herido con sus patas
delanteras y retorciendo el hocico hacia el cielo con mística y profunda
elocuencia.
Algunos camaradas se burlaban de Collins
por su sed.
—Bien, si quieres una bebida tan mala, ¿por
qué no vas tú a buscártela?
—¡Seguro, iré en seguida si no os calláis!
Un lugarteniente de artillería galopó con
su caballo directamente colina abajo con tanta despreocupación como si
cabalgase a nivel del suelo. Levantó la mano en un rápido saludo al pasar
corriendo junto al coronel de infantería.
—Vamos a salir de ésta —rugió, encolerizado.
Era un oficial de barba negra y ojos como canicas, que chispeaban como los de un demente. Su
caballo saltarín se movía con presteza por entre la columna de infantería.
El mayor, un hombre gordo, que estaba de
pie con aire descuidado, con el sable sujeto
en posición horizontal tras él y las piernas muy abiertas, contempló al
jinete que se alejaba y rió.
—Quiere regresar con órdenes lo antes posible o no quedará batería —observó.
El sensato y joven capitán de la segunda
compañía aventuraba con el lugarteniente coronel que la infantería del enemigo
probablemente atacaría pronto la colina, y el lugarteniente coronel le
contradecía.
Un soldado raso, en una de las compañías
de retaguardia, examinó por encima la pradera y, después, volvió a la compañía.
—¡Mira allí, Jim! —dijo.
Era el oficial herido de la batería, que
un rato antes había atravesado cabalgando la pradera, sujetándose el brazo
derecho con la mano izquierda. Parecía que aquel hombre había encontrado una
bomba, en un momento en que nadie lo observaba, y ahora se le veía tumbado boca
abajo con un pie en el estribo apretado contra el cuerpo de su caballo muerto.
El caballo tenía una pata extendida de través hacia arriba, igual de tiesa que
una estaca. Las bombas aún rugían alrededor del par de inmóviles cuerpos.
En el batallón A se estaba produciendo una riña. Collins
agitaba un puño a la cara de algunos camaradas burlones.
—¡Eh, vosotros! No tengo miedo de ir. ¡Si volvéis a decirlo, iré!
—¡Claro que irás! ¡Seguro! Atravesarás todo ese polvorín, ¿eh?
—¡Ahora veréis! —dijo Collins, con voz terrible.
Con esta fatal amenaza sus camaradas
rompieron en renovadas burlas. Collins les miró frunciendo sombríamente el ceño
y fue a buscar a su capitán. Éste
se encontraba conversando con el coronel del regimiento.
—Capitán —dijo Collins, saludando reglamentariamente—, capitán, solicito permiso para ir a
buscar agua de ese pozo que está allá abajo.
El coronel y el capitán se volvieron simultáneamente y fijaron
la vista en la pradera. El capitán sonrió.
—Debe de estar
muy sediento, ¿no, Collins?
—Sí, señor, lo estoy.
—Bien... —dijo el capitán. Después de un momento preguntó—: ¿Puede esperar?
—No, señor.
El coronel miraba la cara de Collins.
—Vamos, muchacho —dijo, con voz piadosa—; vamos, muchacho —Collins no era un muchacho—. ¿No cree que va a correr demasiado riesgo para beber un poco de agua?
—No lo sé —dijo Collins, incómodo. Algo del resentimiento hacia sus compañeros, que quizá le
habían empujado a aquel asunto, empezaba a desvanecerse—. No sé si lo corro o no.
El coronel y el capitán lo contemplaron un momento.
—De acuerdo —accedió finalmente el capitán.
—Bien —dijo el coronel—. Si desea ir, está bien. Vaya.
Collins saludó.
—Se lo agradezco.
Al alejarse, el coronel lo llamó.
—Tome algunas de las cantimploras de los otros muchachos y dése prisa.
—Sí, señor. Lo haré.
El coronel y el capitán se miraron
entonces mutuamente, pues se les ocurrió de repente que en su vida podrían
saber si Collins quería o no quería ir. Se volvieron para observar a Collins y,
al verlo rodeado de camaradas gesticulando, el coronel dijo:
—Pues, por todos los demonios, apuesto a
que va a ir.
Collins parecía ser un hombre soñador. En
medio de las preguntas, los consejos, las advertencias, todas las
conversaciones excitantes de sus compañeros de batallón, mantenía un curioso
silencio.
Estaban muy ocupados preparándolo para la
situación. Cuando lo contemplaron cuidadosamente, pareció el examen que un mozo
de cuadra hace a un caballo antes de una carrera. Estaban maravillados y
sorprendidos por todo el asunto. Desahogaron su estupefacción con continuas y
extrañas repeticiones.
—¿Estás seguro de que vas? —preguntaban una
y otra vez.
—Por supuesto que lo estoy —gritó Collins
finalmente, con furia.
Se alejó a zancadas hoscamente,
balanceando cinco o seis cantimploras de sus pantalones
de pana. Le parecía que la gorra no iba a sostenérsele sobre la cabeza y
se la cogía a menudo para calársela sobre las cejas.
En la compacta columna se produjo un
movimiento general. La alargada cosa con forma de animal se movió ligeramente.
Los cuatrocientos ojos que la formaban se volvieron hacia Collins.
—Bien, señor, nunca pensé que Fred Collins tuviera arrestos para hacer algo así.
—¿Qué es lo que va a hacer, en definitiva?
—Va a ir a ese pozo a buscar agua.
—No estamos muriéndonos de sed, ¿verdad? Es
una estupidez.
—Bueno, alguien se lo sugirió y lo está haciendo.
—Debe de ser un tipo desesperado.
Cuando Collins avanzó por el prado,
alejándose del regimiento, percibió vagamente que un abismo, el profundo valle
de los orgullos, se abría de repente entre él y sus camaradas. Era algo
provisional, pero la previsión era que él volvería
vencedor. Unas extrañas emociones le habían empuj ado ciegamente y le
habían hecho atribuirse a sí mismo la obligación de enfrentarse cara a cara con
la muerte.
Pero tampoco estaba seguro de que deseara retroceder, aun en el caso de que pudiera hacerlo sin vergüenza. Para decir
la verdad, estaba seguro de muy pocas cosas. Estaba fundamentalmente sorprendido.
Le parecía extraño, casi sobrenatural,
haber permitido a su mente manipular a su cuerpo hasta llevarlo a una situación
tal. Comprendía que se la podía llamar dramática.
Sin embargo, no era capaz de una completa
apreciación de nada, excepto de la consciencia, en ese momento, de estar
aturdido. Sentía su mente embotada perseguir a tientas la forma y el color de
aquel incidente. Se preguntó por qué no experimentaba una agonía punzante de
terror hendiendo sus sentidos como un cuchillo. Se lo preguntaba porque la
humanidad había pregonado a voces durante siglos que los hombres debían sentir
temor de ciertas cosas, y que todos los que no sentían este temor eran
fenómenos... héroes.
Él era, entonces, un héroe. Sufría esa decepción que todos sufriríamos si descubriéramos que somos capaces de realizar las grandes hazañas que hemos admirado en la
historia y las leyendas. ¿Eso era un héroe? Pues los héroes no eran gran cosa.
No, no podía ser verdad. Él no era un
héroe. Los héroes no tenían faltas en su vida y él se recordaba a sí mismo
pidiendo prestados quince dólares a un amigo con la promesa de devolvérselos al
día siguiente, y después evitando a aquel amigo durante diez meses. Cuando, en
casa, su madre le había impulsado a los primeros trabajos de su vida en la
granja, a menudo se comportaba de manera irritable, infantil y diabólica; y su
madre había muerto cuando él se incorporó a la guerra.
Vio que en aquel asunto del pozo, las
cantimploras y los proyectiles, era un novato en el terreno de las grandes hazañas.
Estaba aproximadamente a treinta pasos de
sus compañeros. Todas las caras del regimiento estaban vueltas hacia él.
Del bosque, repleto de sonidos
terroríficos, emergió súbitamente una pequeña y desordenada línea de hombres.
Dispararon rápidamente y con fiereza en una espesura distante de la que se
elevaron leves columnas de humo blanco. La salpicadura de aquel fuego de
escaramuza se añadió al tronar de los cañones en la cumbre de la colina. La
pequeña columna corrió hacia delante. Un sargento de color cayó en redondo con
su bandera, como si hubiera resbalado en el hielo. Se oyeron unos vítores
roncos desde aquel campo distante.
Collins sintió de repente que los dos
dedos de un demonio le apretaban los oídos. No podía ver nada más que flechas
volando y llamaradas rojas. Se tambaleó por la conmoción de la explosión, pero
consiguió echar una enloquecida carrera hacia la casa, que veía como un hombre
sumergido hasta el cuello en el agua vería la costa. Esquirlas de proyectiles
aullaban en el aire y el temblor de tierra que producían las explosiones le
enloquecía con un rugido amenazador. Mientras corría, las cantimploras chocaban
con un rítmico tintineo.
Al aproximarse a la casa, se le hicieron
vívidos todos los detalles de la escena. Observó algunos ladrillos de la
chimenea esparcidos por el césped. Una puerta colgaba de una de sus bisagras.
Las balas de los fusiles lanzadas por los
insistentes tiradores de la escaramuza llegaban desde la distante espesura y se
mezclaban con los obuses y los pedazos de obuses hasta que el aire estuvo
cortado en todas direcciones por alaridos, gritos y aullidos. El cielo estaba
repleto de demonios que lanzaban toda su ira salvaje sobre su cabeza.
Cuando se acercó al pozo, se precipitó a
inclinarse y atisbar en su oscuridad. Se veían unos furtivos destellos
plateados como a un metro del borde. Tomó una de las cantimploras, le quitó el
tapón y la balanceó hacia abajo sujetándola del cordón. El agua penetró
lentamente con un gorgoteo indolente.
Y en ese momento, cuando estaba tumbado
con la cara vuelta, el terror le golpeó de repente. Se le aferró al corazón
como una zarpa. Sus músculos perdieron toda la fuerza y por un instante fue un
hombre muerto.
La cantimplora se llenaba con una
enloquecedora lentitud, a la manera de todas las botellas. Entonces, recuperó
su fuerza y le lanzó un estremecedor juramento. La inclinó hasta que pareció
que intentaba meter el agua dentro con sus propias manos. Escrutaba el interior
del pozo con los ojos brillantes como dos piezas de metal y con expresión de
terrible súplica y desesperación. Aquella agua estúpida se mofaba de él.
Se oyó el estampido de un cañonazo. Una
luz carmesí resplandeció a través de la veloz humareda hirviente y proyectó un
reflejo rosado sobre parte de una pared del pozo.
Collins sacudió el brazo y la cantimplora con el mismo movimiento con que un
hombre retiraría la cabeza de un horno.
Se incorporó con dificultad, miró con
fiereza a su alrededor y vaciló. En el suelo, junto a él, yacía el viejo cubo
del pozo, provisto de una larga cadena. Lo bajó rápidamente al interior del
pozo. El cubo golpeó el agua y luego, dando vueltas perezosamente, se sumergió.
Cuando tiró de él, con las dos manos juntas y temblorosas, chocó varias veces
contra las paredes del pozo y derramó parte de su contenido.
Corriendo con un cubo lleno, un hombre
sólo puede adoptar un modo de andar. Por eso, a través de aquel pavoroso campo
sobre el que gritaban los ángeles de la muerte, Collins corría a la manera de
un granjero expulsado de una vaquería por un toro.
Su rostro empezó a palidecer por
anticipado, anticipación de un golpe súbito que lo hiciera tambalear y caer.
Caería como había visto caer a otros hombres, con la vida escapando tan
súbitamente de ellos que las rodillas no tocaban el suelo antes que la cabeza.
Vio la larga línea azul del regimiento, pero sus camaradas le miraban de pie
desde el borde de una estrella imposible. Percibió los surcos de unas ruedas y
las huellas de unos cascos en la hierba, debajo de sus pies.
El oficial de artillería que había caído
en la pradera había gemido en las fauces de aquella tormenta de ruidos.
Aquellos fútiles gritos, lanzados en su agonía, sólo los oían los proyectiles y
las balas. Cuando Collins se acercó corriendo con los ojos desorbitados el
oficial, se incorporó. Tenía el rostro crispado y pálido por el dolor, y
parecía a punto de lanzar otro grito estremecedor. Pero, de pronto, su cara se serenó y dijo:
—Muchacho, dame un poco de agua, ¿quieres?
Collins ya no tenía espacio para la sorpresa entre sus emociones. Estaba
loco por las amenazas de aniquilación.
—¡No puedo! —gritó y su réplica fue la descripción de todas sus singulares aprensiones.
Había perdido la gorra y tenía el cabello en desorden. Por sus ropas parecía
que le hubieran arrastrado por el suelo. Siguió
corriendo.
El oficial inclinó la cabeza. El pie que
tenía encajado en el estribo todavía estaba apretado contra el cuerpo de su
caballo muerto y tenía la otra pierna bajo el corcel.
Pero Collins se dio la vuelta. Volvió atrás apresuradamente. Su rostro tenía una coloración gris y en sus ojos todo era terror.
—¡Aquí está! ¡Aquí está!
El oficial parecía un borracho. Tenía el
brazo caído como una rama seca. La cabeza le pendía como si su cuello fuera un
sauce. Se hundía en el suelo, para yacer con la cara hacia abajo. Collins le agarró por el hombro.
—¡Aquí está! ¡Aquí está su agua! ¡Vuélvase! ¡Vuélvase, hombre, por el amor de Dios!
Con Collins tirando de su hombro, el oficial giró el cuerpo y cayó con el rostro vuelto hacia esa región donde habitan los sonidos impronunciables de los misiles turbulentos. La debilísima
sombra de una sonrisa cruzó sus labios cuando miró a Collins. Dio un suspiro,
un leve suspiro, como el de un niño.
Collins intentó sujetar el cubo con
firmeza. Pero sus temblorosas manos hicieron que el agua se vertiera sobre el
rostro del moribundo. Entonces la tiró y siguió corriendo.
El regimiento le ofreció una estruendosa bienvenida. Los
rostros ceñudos se relajaron con risas. Su capitán apartó el cubo.
—Désela a los hombres.
Los dos lugartenientes, simpáticos y bromistas, fueron los primeros en hacerse con el cubo y se pusieron a tocarlo y a jugar con él. Cuando uno intentaba beber, el otro le pegaba en broma en el codo.
—¡No, Billie! Vas a conseguir que se me derrame —decía uno, y el otro reía.
De repente, se oyó un juramento, el golpe sordo de la madera contra el suelo y un súbito murmullo de asombro entre los soldados. Los dos lugartenientes se miraron. El cubo yacía en el suelo, vacío.
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