Tobias Wolff
(Birmingham, Alabama, 1945 –)

Hermana (1983)
(“Sister”)
Originalmente publicado en la revista Ploughshares (Invierno 1983);
Back in the World: Stories
(Nueva York: Houghton Mifflin, 1985, 221 págs.)


      Había un parque al pie de la colina. Ahora que las hojas de los árboles habían caído, Marty podía ver desde la ventana de su cocina las etapas del circuito de ejercicios gimnásticos y parte de una pista de tenis, a través de una red de ramas negras. Cogió otro donut de la caja que había sobre la mesa y se lo comió despacio, observando a la gente que estaba en el circuito: dos hombres y una mujer. La mujer estaba haciendo levantamientos de piernas. Los hombres estaban de pie allí, simplemente. Aunque el día era frío, uno de ellos se había quitado la camisa e, incluso a esta distancia, a Marty le llamó la atención el color moreno intenso de su piel. Por aquí casi nunca se veían grandes bronceados como ése, ni siquiera en verano. Él tenía que haber venido de algún otro sitio.
       Entró en el dormitorio y se puso un chándal y un viejo par de Adidas. Las costuras estaban abriéndose, pero el otro par que tenía era nuevo y su blancura hacía que sus pies pareciesen más grandes. Se quitó las gafas y se puso las lentillas. Las lágrimas se acumularon bajo las lentillas. Durante unos momentos perdió su imagen en el espejo; luego la recuperó y vio la excitación en su cara, el ansia. Vaya, pensó. Se sentó un ratito, notando la constante vibración del estéreo del piso de arriba. Luego lió un canuto y se lo metió en el bolsillo del chándal.
       Un perro le ladró a Marty cuando cruzaba el vestíbulo. Le ladraba cada vez que ella pasaba por delante de su puerta y siempre la cogía por sorpresa, dejándola sobresaltada y sin aliento. El perro era un pastor grande cuyos dueños estaban fuera todo el tiempo. Ella le oía arañando con las patas y veía su hocico asomando por debajo de la puerta.
       —Calma —dijo—, cálmate.
       Pero el animal siguió intentando alcanzarla, y ella le oyó ladrar mientras recorría el pasillo hasta que llegó a la puerta de la calle y salió.
       Era media tarde y hacía frío, tanto frío que ella veía su aliento. Como siempre los domingos, la calle estaba totalmente silenciosa, salvo por el susurro de las hojas caídas en la acera cuando la brisa las empujaba y agitaba los charcos de la lluvia de la noche anterior. Con los árboles desnudos, el cielo parecía inmenso. Dos nubes oscuras flotaban sobre su cabeza, y a lo lejos un ángulo de gansos cruzó el cielo. Graznadores, los llamaba su hermano. Ahora mismo él y sus amiguetes estarían disparándoles desde alguno de los pantanos de las afueras de la ciudad. Al anochecer estarían todos borrachos. Sonrió al pensar en eso.
       Hizo un par de flexiones de rodillas y se encaminó al parque, obligándose a andar en contra de su impulso de correr. Consideró la posibilidad de dar un par de caladas del canuto que llevaba en el bolsillo, pero decidió no hacerlo. No quería perder lucidez.
       La mujer a quien había visto en el circuito se había ido, pero los dos hombres seguían allí. Marty se detuvo unos minutos, hizo más flexiones de rodillas y observó a unos niños que estaban jugando al fútbol americano en el campo de detrás de las pistas de tenis. No debían tener más de diez u once años pero se movían como si fueran hombres, encogiendo los hombros y sacudiendo las muñecas cuando corrían para formar la melé, gruñendo cuando salían de la línea como si sus cuerpos fueran grandes y pesados. Se notaba que en sus cabezas estaban jugando en un estadio lleno de gente. Le hizo gracia. Les vio hacer varias jugadas más, y luego se dirigió al circuito de ejercicios.
       Cuando llegó allí se llevó un susto. Reconoció a uno de los hombres, y sintió tanto miedo de que él la reconociera a ella que estuvo a punto de dar media vuelta y regresar a casa. Era un cliente habitual de la Kon-Tiki. Unas cuantas semanas antes él se había fijado en Marty y habían bebido daiquiris juntos durante un par de horas y la cosa parecía ir muy bien. Luego ella fue al coche para coger un libro del que le había estado hablando, un libro sobre Edgar Cayce y la reencarnación, y cuando volvió él estaba sentado en el otro extremo del local con otra persona. No había dejado nada para las copas, así que ella tuvo que pagar la cuenta. Y su encendedor había desaparecido. El tipo se llamaba Jack. Cuando le vio apoyado contra uno de los aparatos no supo qué hacer. Hubiera querido que se la tragara la tierra.
       Pero él no parecía acordarse de ella. De hecho, fue él quien saludó.
       —Hola —dijo.
       Ella le sonrió, luego miró al del bronceado y dijo:
       —Hola.
       Él no contestó. Sus ojos pasaron por encima de ella por un momento y luego se apartaron. Se había puesto una chaqueta de punto con capucha pero dejando la cremallera abierta casi hasta la cintura. Tenía el pecho cubierto de ricitos de vello dorado y brillante. El otro, Jack, llevaba un uniforme de faena del ejército con manchas oscuras en los puntos donde habían estado las insignias. Necesitaba un afeitado. Tenía en la mano una botella de cerveza de cuarto.
       Los dos hombres habían estado hablando cuando ella se acercó, pero ahora estaban silenciosos. Marty notó que la observaban mientras ella hacía sus extensiones. Habían estado hablando de sexo, de eso estaba segura. Lo que habían estado diciendo flotaba aún en el aire, con el olor maduro de las hojas mojadas y de la tierra empapada de lluvia. Ella respiró hondo y luego dijo:
       —Ese bronceado no lo conseguiste por estas tierras.
       Continuó haciendo flexiones sobre las manos pero levantó la cabeza para mirarle.
       —Puedes apostar lo que quieras —respondió él—. Lo único que se consigue por aquí es una artritis —subió y bajó la cremallera de su chaqueta—. Hawai. La playa de Waikiki.
       —Waikiki —dijo Jack—. La capital del mundo para ver bikinis.
       —Y que lo digas, hermano —contestó el bronceado—. Allí tienen una raza especial que la crían sólo para que se paseen delante de ti. Deberían lanzar en paracaídas a unas cincuenta de esas chicas sobre Rusia. Esos viejos verdes del Kremlin se volverían locos. Podríamos entrar y ocupar el lugar tranquilamente.
       —Ya que están en eso podrían dejar caer un par por aquí —dijo Jack.
       —Amén —asintió el bronceado—. Que sean cuatro, dos por barba.
       —Aloha —dijo Marty. Se puso de espaldas y levantó los pies del suelo unos cuantos centímetros. Los mantuvo así un momento y los volvió a bajar—. Eso es lo único que sé en hawaiano. Aloha y Maui Zowie. Allí cultivan una hierba sensacional.
       —Desde luego —dijo el bronceado—. Es el país de Dios, hermana, puedes estar segura.
       Jack se acercó un poco.
       —Yo te conozco de algún sitio.
       Oh, no, pensó Marty. Le sonrió.
       —Puede —dijo—. ¿Cómo te llamas?
       —Bill —contestó él.
       Ya, sintió ganas de decir Marty. Por supuesto, Jack.
       Jack la miró.
       —¿Y tú?
       Ella levantó de nuevo los pies.
       —Elizabeth.
       —Elizabeth —repitió él, despacio.
       A ella le llamó la atención lo bello que era el nombre. Fairfield, estuvo a punto de añadir, pero vaciló, y el momento pasó.
       —Supongo que no —dijo él.
       Ella bajó los pies y se sentó.
       —Hay mucha gente que se parece a mí.
       Él asintió.
       Justo entonces algo pasó volando junto a la cabeza de Marty. Ella se echó bruscamente a un lado y levantó las manos para taparse la cara. Se estremeció y miró a su alrededor.
       —Jesús.
       —¡Perdón! —gritó alguien.
       —Malditos Frisbees —dijo Jack.
       —Estoy bien —le respondió Marty.
       Le hizo una señal con el brazo al hombre que lo había lanzado. Se volvió y repitió la señal a otro hombre que estaba a cierta distancia detrás de ella, y que estaba limpiando el disco en su camisa. Él le contestó con el mismo gesto.
       —Maniáticos del Frisbee —dijo Jack—. Estoy harto de ellos —levantó la botella y bebió, luego se la tendió a Marty—. Toma.
       Ella bebió un trago.
       —Hay algo más que cerveza aquí dentro —dijo.
       Jack se encogió de hombros.
       —¿Qué hay aquí dentro? —preguntó ella.
       —Fórmula secreta —respondió él—. Tómate otro trago. Llevas retraso.
       Marty miró la botella, bebió de nuevo y se la pasó al otro hombre. Tenía hasta los dedos morenos. Llevaba un ancho anillo de casado y una pulsera de eslabones de oro. Ella retuvo la botella un momento más, lo bastante para que él lo notara y la mirara; luego la soltó. Se le cayó la capucha de la chaqueta al echar la cabeza atrás para beber. Marty vio que era casi calvo. Se había hecho una raya justo encima de una oreja y se había echado el pelo a un lado para cubrirse la parte de arriba de la cabeza, que estaba aún más morena que el resto de su piel.
       —¿Cómo te llamas? —le preguntó ella.
       Jack contestó por él.
       —Se llama Jack.
       El bronceado se rió.
       —Hermano, eres demasiado.
       —Tú no eres de por aquí —dijo ella—. Te hubiera visto.
       Él sacudió la cabeza.
       —Iba corriendo y acabé aquí.
       —No acapares el combustible, Jack —dijo Jack, e hizo con la mano el gesto de beber.
       El bronceado asintió. Dio un trago largo, se secó la boca y le pasó la botella a Jack.
       Marty se puso de pie y renunció a sus ejercicios de calentamiento.
       —Hawai —dijo—. Siempre he deseado ir a Hawai. Estarme tres semanas tumbada. Echarle una ojeada a los volcanes. Hacer unos mai tais.
       —Comprar leis —dijo Jack.
       Los tres se echaron a reír.
       —Bueno —dijo ella.
       Se tocó la punta de los pies un par de veces.
       Jack siguió riendo.
       —Hawai es asombroso —aseguró el otro hombre—. Todo vale.
       —Deja de hablar de Hawai —le dijo Jack—. Me da frío.
       —A mí también —dijo Marty, y se frotó las manos—. Yo siempre tengo frío. Cuando vuelva, espero volver como nativa de un sitio cálido. California, quizá.
       —Eso es —dijo Jack— La bella California.
       Había algo en su voz que hizo que Marty le mirara. Él la estaba observando. Ella se dio cuenta de que estaba tratando nuevamente de situarla, tratando de recordar dónde la había visto. Ella deseó no haber hecho ese comentario respecto a «volver». Eso era lo que le había dado la pista. Ni siquiera estaba segura de creerlo realmente, segura de creer que volvería más adelante como un ser nuevo y diferente. Tenía serias dudas a veces. Pero otras veces pensaba que tenía que ser verdad; esto no podía ser todo.
       —Así que ¿os conocéis? —dijo Marty.
       Jack la miró fijamente un momento más, luego asintió.
       —De toda la vida.
       El bronceado meneó la cabeza y se rió.
       —Demasiado.
       —Somos inseparables —dijo Jack—. ¿Verdad, Jack?
       El bronceado se rió de nuevo.
       —¿Es cierto? —le preguntó Marty—. ¿Sois inseparables?
       Él subió y bajó la cremallera de su chaqueta, ocultando y revelando el vello dorado de su pecho, pero no de forma consciente. Sus mejillas se hinchaban y su frente se abultaba justo encima de los ojos, de modo que su cara parecía más pesada. Marty comprendió que estaba pensando. La miró y dijo:
       —Supongo que sí. Por ahora.
       —Bueno —dijo ella—. Está bien.
       Estaba bien, pensó. Podía llamar a Jill, Jill siempre estaba dispuesta para una fiesta, y si Jill había salido o tenía compañía, ya pensaría en otra cosa. Saldría bien.
       —De acuerdo —dijo, pero antes de que pudiera decir nada más, alguien gritó:
       —¡Cabezas arriba!
       Y los tres se volvieron a mirar. El Frisbee venía directamente hacia ellos. Marty sintió que su cuerpo se tensaba.
       —Lo cojo —dijo, y se preparó para atraparlo.
       De pronto la brisa sopló más fuerte y el disco pareció detenerse en seco, una línea roja oscilante, y luego se callaron cuando el coche patinó sobre una sábana de agua que había en la calzada. El coche se movía lateralmente en dirección a Marty. Ella le vio venir. El coche pasó la zona mojada y los neumáticos chirriaron de nuevo, pero el coche seguía patinando, y Marty veía las caras de sus ocupantes cada vez más grandes. Había una chica que la miraba fijamente a través de la ventanilla delantera. La chica tenía la boca abierta, y los brazos extendidos con las manos apoyadas en el salpicadero. Entonces los neumáticos agarraron y el coche salió lanzado, tan próximo a Marty que hubiera podido alargar la mano y tocar la mejilla de la chica cuando pasó a su lado.
       El coche siguió calle abajo. Se saltó una señal de stop en la esquina y luego torció a la izquierda y volvió a subir la cuesta, lanzando nubes de humo negro por el tubo de escape.
       Marty se volvió hacia el parque y vio a los dos hombres mirándola. La miraban como si la hubieran visto desnuda, y así era como ella se sentía, desnuda. El coche casi la había matado y ahora resultaba incómoda, como alguien necesitado. Su presencia no era bien acogida en el parque.
       Marty cruzó la calle y comenzó a subir la cuesta hacia su casa. Se sentía como si flotara, como si estuviera vacía. Pasó junto a un gato gris enroscado sobre el capó de un coche. Había humo en la brisa y el olor de la podredumbre. A Marty le parecía que iba arrastrada con el humo a través de la luz amarilla, por encima de la hierba seca y de los montones de hojas marrones. En el parque, a su espalda, un niño gritó señales de fútbol, y su voz sonó perfectamente clara en el aire fino y frío.
       Subió los escalones de la entrada de su edificio pero no entró. Sabía que el perro le ladraría, y no creía que pudiera resistirlo en ese momento.
       Se sentó en los escalones. En algún lugar cercano un pájaro gritó en un tono ronco y chirriante, como el sonido de una cadena pasando por una polea. Marty hizo unos ejercicios respiratorios para tranquilizarse, para calmar esa sensación temblorosa en los hombros y en las rodillas, pero no pudo tranquilizarse. Hacía unos minutos que había estado a punto de morir atropellada y ahora no tenía a nadie con quien hablar de ello, nadie que viera lo asustada que estaba y le dijera que no se preocupara, que ya todo había pasado. Que aún estaba viva. Que todo iría bien.
       En ese momento, allí sentada, Marty comprendió que nunca habría nadie que le dijera esas cosas. No tenía la menor idea de por qué sería así; era simplemente algo que sabía. Ya no hacía falta que volviera a ponerse en ridículo.
       El sol se estaba poniendo. Desde donde estaba sentada, Marty no lo veía, pero las ventanas de la casa al otro lado de la calle se habían puesto escarlata, y la brisa era más fría. Una cometa rota ondeaba en un árbol. Marty tocó el canuto que tenía en el bolsillo pero lo dejó allí; se sentía vacía y limpia, y no quería perder esa sensación.
       Contempló cómo se oscurecía el cielo. Su hermano y sus amigos estarían ahora saliendo del pantano, enrojecidos por el frío y la bebida, los perros corriendo delante de ellos por entre las cañas y la hierba alta. Cuando lleguen al coche compararán las aves y pasarán una botella de mano en mano, y cuando la botella esté vacía se irán al bar más próximo. Se forrarán de huevos picantes y cecina. Tirarán los dados con un cubilete de cuero. Y fuera, en el coche, esperarán los perros, con las orejas tiesas, pendientes del menor sonido, a veces gimiendo bajito, pero en general silenciosos, tensos e inmóviles, vigilando la puerta iluminada que los hombres han cerrado tras de sí.



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