José Emilio Pacheco
(Ciudad de México, 1939-2014)


Dicen
La sangre de Medusa y otros cuentos marginales
(México, D.F.: Ediciones Era, 1990, 136 págs.)



      Lo llamamos “don Genaro” no porque tenga dinero o nos parezca respetable: nada más porque es viejo y no sabemos su apellido. Saluda a todos los vecinos. Es amable pero no le gusta conversar. Tiene una pensión de algún lado: por eso no trabaja. Bueno, en realidad trabaja, y mucho: cuida a su hijo, retrasado mental.
       Debe de andar por los veintiocho o treinta. Pero su entendimiento se quedó entre los cinco y los siete años. Todo el día mira televisión y hojea historietas. Al parecer no puede leerlas. Don Genaro se las compra en un puesto de revistas usadas. El viejo limpia la casa, cocina, hace de todo. Es muy curioso verlo cuando sale a tirar la basura, único hombre en la fila de señoras y criadas.
       Se aburre mucho. ¿Con quién hablará?, nos preguntamos. ¿Cómo pasará su tiempo el pobre hombre? Día y noche metido en el departamento 7, excepto la hora —once de la mañana puntualmente— en que saca al idiota a dar vueltas por el parque, le compra un helado, un tubo de Salvavidas o un algodón de azúcar.
       Como es natural, en nuestro edificio se dicen muchas cosas cerca de don Genaro. Dicen que era un hombre riquísimo. La esposa lo abandonó al nacer el niño, le echó la culpa de que hubiera salido mal. Entonces don Genaro se dio a la bebida y malgastó su fortuna. Ahora vive encerrado porque casi todo el tiempo está borracho. Sin embargo nadie jamás lo ha visto comprar botellas.
       Dicen que Mauricio nació normal. Don Genaro le lavó el cerebro y no le permitió ir a la escuela. Lo tiene prisionero para vengarse de la madre que se le fue con otro. Dicen que en su juventud la señora era de armas tomar. En una de sus tantas aventuras le pegaron una enfermedad. Por eso el niño vino al mundo con ese defecto. Don Genaro, en venganza, mató a la culpable. Guarda sus restos en un baúl y por eso no deja entrar a nadie en su departamento.
       Dicen que, una noche, cuando Mauricio tenía cuatro años, don Genaro volvió intempestivamente de un viaje. Encontró a su esposa desnuda, en brazos de un tipo, y les dio muerte a puñaladas. Mauricio despertó, vio todo aquello y quedó idiota por la impresión.
       Dicen que Mauricio no es hijo suyo sino de un ex presidente que le paga por cuidarlo y esconderlo. Dicen que en el fondo Mauricio no es retrasado mental. Don Genaro no le ha permitido crecer para que no se vaya de la casa y pueda seguir dominándolo toda la vida como si fuera un animalito.
       Dicen que de noche lo tortura con hierros candentes. A veces se oyen alaridos espantosos. Mauricio viste siempre suéteres de manga larga, aun cuando hace calor. Dicen que es para ocultar las cicatrices.
       Dicen que don Genaro explota a Mauricio. Ni siquiera es pariente suyo. Les saca mucho dinero a las sociedades de beneficencia con el pretexto de mantener al idiota. Lo tiene en la miseria, muerto de hambre. Todo lo que se roba el viejo es para su verdadera familia que no vive en México.
       Y otros dicen que no, que todo es difamación, calumnia y maldad de la gente: Mauricio sí es hijo de don Genaro. Perdió a su madre (que fue decentísima) cuando era un niño de meses. Su muerte le afectó el cerebro para siempre. Le dan ataques terribles y ésta es la causa de los días y semanas sin salir de la casa, los gritos, las carreras de don Genaro, las medicinas naturistas que prepara en la estufa.
       Los calumniadores, los malvados, los que todo lo ven ocultos tras las persianas, dicen que las preparaciones naturistas son hierros candentes y plomo derretido para atormentar al pobre muchacho. Pero puede llamar a un médico, ¿no? O llevárselo a un sanatorio. Bueno, de poder sí podría. No lo hace. Allá él.
       En fin, dicen de todo el mundo tantas cosas que uno ya no sabe qué es la verdad. A lo mejor esta historia que los vecinos le hemos armado a don Genaro es sólo una sarta de mentiras inventadas para no ver nuestros defectos ni nuestros problemas y para molestar, ofender y humillar al prójimo. Aunque sinceramente no creemos que don Genaro esté enterado de lo que decimos.

       Oiga usted, nunca pensamos que las cosas fueran a terminar en esa forma. Y es que de tanto mirar y mirar la tele, a Mauricio le dio por creerse gángster de Chicago. Y cuando el viejo lo sacaba al parque y Mauricio veía una patrulla, se le iba encima al carro en movimiento: “Bang bang Pas pas Plum plum Ratatata ratatata Fiu fiu Prom prom Muere polizonte maldito Nadie me gana Pídeme perdón Bang bang Pas pas Plum plum”. Y cosas de ese estilo. Haga de cuenta un niño chiquito.
       Los patrulleros ya lo conocían. Les daba risa o lástima. Quién sabe. Don Genaro se acercaba al carro. Con lágrimas en los ojos les explicaba una y otra vez la enfermedad de su hijo y les pedía disculpas muy respetuoso. Con nosotros, ni una palabra. Con ellos se desbordaba el pobre viejo y les decía siempre lo mismo: “Comprendan caballeros señores oficiales Una tragedia El inocente es como una criaturita Su cuerpo se desarrolló pero su cerebro permanece en la infancia Cada uno en esta vida lleva su cruz Nunca se sabe Todo sea por Dios Nuestro Señor que es la Suprema Sabiduría y la Suma Bondad y desde el Cielo nos manda las cosas Ya se imaginarán señores oficiales la pena infinita que significa para mí la vida Y lo peor de esta aflicción es que no tiene para cuándo acabar La ciencia aún no descubre el remedio La gente es mala y se burla del pobrecito Qué injusto es el mundo señores oficiales Qué culpa tiene él de haber nacido como nació ¿Han pensado ustedes señores oficiales que también a sus hijos puede pasarles lo mismo o algo peor?”

       De repente cambiaron a los policías de siempre. En vez de los gordos, bigotones y cuarentones que vigilaban el parque y nunca hicieron nada pero tampoco causaron daño a nadie, llegaron los otros, los nuevos: malencarados, jóvenes, con cascos y metralletas. No se parecen a los gendarmes de antes. Mas bien tienen aspecto de militares con distinto uniforme. Dicen que salieron de la Academia y los entrenaron los gringos para combatir a los guerrilleros que asaltan bancos y secuestran a los ricos y a los políticos. Dicen que están armados hasta los dientes con objeto de proteger a la ciudadanía. Pero dan miedo. De verdad que dan miedo.
       Aquella mañana el viejo, cosa rara, se había dormido sentado en una banca cerca de la fuente y Mauricio jugaba con un tanque de cuerda en el arriate. Pasó la patrulla. Las policías deben de haber estado muy nerviosos con tanto asalto y tantos de ellos que matan. Sí, pobres; pero ya ve cómo son también y los montones de muchachos que han venadeado. Y vaya usted a saber si son o no son guerrilleros o bandidos.

       Iban muy despacio rodeando el parque. Al verlos, Mauricio se levantó y corrió hacia la patrulla, gritando, con el tanque de juguete en la mano: “Mueran polizontes malditos Nadie me gana Pídanme perdón”.
       De lejos el tanque de metal parecía un revólver, una granada, un arma, en fin. Los policías vieron que se les iba encima un tipo malvestido, muy raro, de unos treinta años, y seguramente pensaron: éste quiere venganza. Viene a matarnos y a incendiar la patrulla. Cómo se iban a imaginar que se trataba de un retrasado mental, un niño que no sabía de guerrillas urbanas ni problemas políticos y sólo estaba jugando. Frenaron el carro y uno de ellos le disparó una ráfaga de metralleta. Quién sabe cuántas balas le entraron en el pecho al pobre Mauricio.

       Es difícil creerlo pero no se vino abajo allí mismo. Sintió los golpes pero no el dolor porque dicen que esas heridas sólo empiezan a arder cuando se enfrían. Aventó el tanque de juguete y reaccionó como dicen que reaccionan los monos heridos por los cazadores: aterrado al ver que le salían borbotones de sangre, trató de cerrar con los dedos los orificios de las balas. Los policías nada más lo miraban gritar y correr. No hicieron fuego de nuevo. Ni siquiera se bajaron de la patrulla.
       Para esto, en menos de un minuto, ya se había juntado mucha gente, sobre todo personas del edificio. Nadie intervino. Quién sabe por qué. Sería por miedo. O porque estábamos muy divertidos con el espectáculo.
       Mauricio lloró, gritó, corrió hacia don Genaro desangrándose. De puro horror don Genaro se había quedado inmóvil. Cuando Mauricio cayó muerto en sus brazos, don Genaro lo sostuvo, le dio un beso en la frente, con mucha suavidad lo tendió en la banca de hierro, le cerró los ojos y se quitó el saco para cubrirle la cara.
       En cuanto dejó tendido a Mauricio, don Genaro se agachó, recogió una piedra y la arrojó contra los policías. El golpe estrelló el cristal delantero de la patrulla. Entonces el que manejaba y el otro dispararon sus metralletas. Las balas le entraron hasta por los ojos a don Genaro. Le reventaron la cabeza al pobre hombre. Una vez terminado el cinito fuimos a explicarles su error a los policías y llamamos a la Cruz Verde para que levantase los cadáveres.
       Nadie los reclamó. Dicen que después de la autopsia los echaron a la losa común o se los dieron a los estudiantes de medicina. Quién sabe. ¿Los policías? Los policías fueron absueltos.

       Qué cosas están pasando en México, ¿verdad? Dicen que es porque ya hay tanta gente o por la inflación que no para o por el dólar que ya va estar a veinticinco o treinta pesos el año entrante o por la píldora o por las drogas o por los comunistas o por las ideas que ahora traen las mujeres o por el tránsito o por el presidente que tenemos o por la contaminación o por tanto extranjero como ha venido a quitarnos el pan de la boca a los mexicanos o por lo que se roban los gobernantes y mandan a los bancos norteamericanos y suizos o por tantísimo muertodehambre como llega del campo con su sarta de hijos todos futuros delincuentes porque no hay trabajo ni saben hacer nada ¿cómo van a estudiar si no tienen para comer?
       Todo está mal y se va a poner peor. El caso es que estos seis años, de 1968 a 1974, han sido infames, de veras que sí. Ya no se puede vivir en esta ciudad que antes era tan bonita y tan tranquila. Ahora todo el mundo anda enloquecido. Nadie se tienta el corazón por nadie. Dicen que si no se compone la situación quién sabe adónde iremos a parar con tanto crimen y tanta cosa. Todos creemos que las desgracias son para los demás y a uno de ningún modo puede pasarle algo tan horrible como lo de Mauricio y don Genaro.
       Pobrecitos. Qué vida la de ellos dos. Dicen que después de todo fue mejor sacarlos de penas: imagínese qué iba a ser de Mauricio cuando el viejo se le muriera. Preferible estar muerto que encadenado en una granja de concentración para locos, ¿no cree usted? Allí los tratan peor que animales.

       Por cierto, ese mismo día entramos en el departamento de don Genaro. No había restos de su mujer ni hierros candentes ni plomo derretido ni papeles comprometedores de ningún tipo. Sólo había relojes descompuestos, dentaduras postizas, juguetes de niño, paraguas, ropa vieja, montones y montones de zapatos…



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