Álvaro Mutis
(Bogotá, Colombia 1923 - México D.F., 2013)


Un bel morir
(Bogotá: Oveja Negra, 1988);
(Madrid: Mondadori, 1989);
y (México: Diana, 1989)


A Jorge Ruiz Dueñas, amigo ejemplar y
avezado seguidor de los asuntos del Gaviero.


Un bel morir tutta una vita onora.
      FRANCESCO PETRARCA

Todo irá desvaneciéndose en el olvido
y el grito de un mono,
el manar blancuzco de la savia
por la herida corteza del caucho,
el chapoteo de las aguas contra la quilla en viaje,
serán asunto más memorable que nuestros largos abrazos.

      ÁLVARO MUTIS, “Un bel morir…” en Los trabajos perdidos

Accumulons l'irréparable!
Renchérissons sur notre sort!
                  …………
                  …………
Tout n'en va pas moins à la Mort,
Y a pas de port.

      JULES LAFORGUE, “Solo de Lune”

Todo hombre vive su vida como un animal acosado.
      NICOLÁS GÓMEZ DÁVILA, “Escolios”



      Todo comenzó cuando Maqroll se fue quedando en Puerto Plata y pospuso, por un tiempo indefinido, la continuación de su viaje río arriba. Se trataba, en esta navegación hacia las cabeceras del gran río, de encontrar alguna huella de vida de quienes compartieron, años atrás, algunas de sus miríficas empresas. Desalentado por la ausencia de la menor noticia sobre sus antiguos compañeros y con amargo sabor en el alma al ver cómo se agotaban las últimas fuentes que nutrían esa nostalgia que lo había traído desde tan lejos, concluyó que le daba igual quedarse allí, en el humilde caserío, o seguir remontando la corriente, ya sin motivo alguno que lo moviera a hacerlo.
       Buscando alojamiento en La Plata encontró una habitación disponible en casa de una mujer ciega, muy estimada en el lugar. Todo el mundo la conocía como doña Empera. Después de convenir el precio del hospedaje y de otros servicios como las comidas y el arreglo de su escasa ropa, escogió un cuarto cuya ubicación era un tanto sorprendente. Para ganar espacio, la dueña había hecho construir dos habitaciones que avanzaban sobre la corriente del río y se sostenían sobre rieles de ferrocarril enterrados en la orilla en forma oblicua. La construcción se mantenía firme por uno de esos milagros de equilibrio que logran en esas tierras quienes saben aprovechar todas las posibilidades del grueso bambú, allí conocido como guadua, cuya ligereza y versatilidad para servir a los propósitos de la edificación llegan a ser insuperables. Las paredes, levantadas con el mismo material, se completan y afirman con una arcilla de color rojizo que se encuentra en los acantilados que cava el río en los trayectos donde su curso se estrecha.
       El cuarto parecía más bien una jaula suspendida sobre el arrullador borboteo de las aguas color tabaco, de las que subía un lenificante aroma a lodo fresco y a vegetales macerados por la siempre caprichosa e imprevisible corriente del río. Los demás cuartos eran arrendados por doña Empera a parejas ocasionales a las que sólo exigía el pago por adelantado de los días que fueran a estar allí y la conservación de un orden estricto en las pertenencias de los huéspedes. Ella misma se encargaba de arreglar las habitaciones y, en la forma más comedida, pero terminante, pedía a sus clientes que, desde el primer día, le indicaran el lugar escogido para cada objeto. Así podía limpiar la habitación siguiendo siempre el mismo orden. Cuando el Gaviero llegó a la casa para preguntar por un cuarto disponible, la dueña le contestó sin vacilar:
       —Yo a usted lo conozco, don. Ha pasado por La Plata varias veces pero nunca se ha quedado aquí. He oído hablar de usted. Por cierto que nadie consigue decirme cuál es su oficio o de qué vive. Pero eso no es lo que me extraña. Lo que me intriga es que, si las que lo mencionan son mujeres, nunca lo hacen con rencor, pero les noto en la voz un como miedo que no les permite hablar mucho.
       —Siempre hablan de más, señora —comentó el Gaviero. Tres o cuatro veces había pasado por allí en busca de un lugar en donde detener sus pasos y las mujeres con las que había estado, hembras de ocasión, de rostro anónimo y ningún rasgo memorable de carácter, no merecían haber despertado la curiosidad de doña Empera—. Nunca les dejo mucho de qué hablar y tal vez por eso se quedan imaginando tonterías.
       —Puede ser eso —repuso ella no muy convencida—. A mí lo que me importa es que usted es persona de fiar y merece mi confianza. El resto vaya el diablo y averigüe. Los ciegos sabemos más sobre la gente que los que tienen ojos para ver y no ven. Cuando nos engañan es porque queremos y dejamos que lo hagan. Usted, que ha vivido tanto, me comprenderá.
       La dueña se despidió y Maqroll se quedó ordenando sus cosas e instalándose en su habitación. Cuando terminó de hacerlo, la mujer regresó y él fue indicándole cada objeto y el lugar que ocupaba.
       —No es mucho lo que trae —comentó la dueña con cierta curiosidad no exenta de compasión.
       —Lo indispensable, señora, sólo lo indispensable —contestó el Gaviero tratando de dar fin al diálogo.
       —Y esos libros ¿también son indispensables? —le preguntó doña Empera con esa sonrisa desvaída con la que los ciegos tratan de hacerse perdonar su curiosidad—. ¿Sobre qué son? —insistió con franco interés que no dejó de intrigar al Gaviero.
       —Uno es la vida de san Francisco de Asís, escrita por un danés; ésta es la traducción francesa. El otro, en dos tomos, contiene las cartas, también en francés, del Príncipe de Ligne. En ellas se aprende mucho sobre la gente, en especial sobre las mujeres —la curiosidad de la ciega merecía, exigía casi, esos detalles por parte del lector y dueño de los libros.
       —Mi nieto —siguió diciendo la dueña— me leía mucho, sobre todo libros de historia. Los vendí cuando me lo mató la federal. Sospecharon que estaba en la guerrilla porque siempre andaba leyendo. Lo hacía sobre todo para distraerme. Pero esa gente no pregunta; entra matando. Siempre andan muertos de miedo.


       —¿Vienen mucho a La Plata? —preguntó el Gaviero interesado por esa mención de las fuerzas armadas con las que jamás, en parte alguna, había tenido buenas relaciones.
       —No, señor. Hace mucho no bajan hasta aquí. Todo está ahora muy tranquilo. Pero eso no quiere decir nada. Nunca se sabe con ellos.
       El Gaviero guardó silencio y siguió acomodando sus cosas y cambiando de lugar los precarios muebles del cuarto. El tema no le atraía. Su relación con las armas había ocurrido en otros ámbitos por completo extraños a éste y con gentes de muy distinta condición. Además, todo aquello era para él asunto olvidado, una experiencia que había venido a sumarse a muchas otras que cargaba a la cuenta de la sandez humana. Antes de partir, doña Empera le hizo una especie de declaración de principios o, mejor, de reglas de conducta respecto a las visitas femeninas. Documento oral que no dejó de intrigarlo y proyectarle ciertas luces sobre la aguda inteligencia de la patrona del lugar.
       —Si quiere traer alguna amiga para pasar la noche con ella —indicó doña Empera— en principio yo no tengo ninguna objeción. Pero como este caserío es lo que usted ya ha podido ver y todos nos conocemos hace mucho tiempo, le aconsejaría, por su propio bien, que antes de invitar alguna amiga hable conmigo. No lo tome como una intromisión en sus asuntos, sino como el deseo de que no nos metamos los dos en problemas. Yo puedo darle algunas indicaciones muy útiles que le evitarán compromisos engorrosos. Ya sabe a qué me refiero. Otra cosa: cuide su dinero. No pase por generoso en un poblacho como éste en donde nos estamos hundiendo en la miseria. Bueno, que descanse y buena suerte.
       El golpeteo del bastón se fue alejando hasta perderse al fondo de la casa. El Gaviero se extendió sobre el duro camastro, en donde el leve colchón de borra pretendía brindar un dudoso alivio contra las tiras de guadua que formaban el tablado. Oía pasar el agua con la monótona energía de una rutina sin sosiego. El murmullo lo fue adormeciendo hasta que cayó en un sueño profundo. El calor implacable de la tarde, cuando toda brisa se suspende y llegan los mosquitos, lo despertó de repente. Hacía muchos años que no sentía ya su picadura pero el inclemente zumbido seguía irritándolo sin remedio.
       La vida en La Plata era como la de todos los pequeños caseríos al borde del río. La llegada del barco de pasajeros, con sus grandes ruedas de palas pintadas de color ocre o el arribo de las caravanas de barcazas tiradas por un remolcador tartajoso, eran el principal acontecimiento del lugar. Cuando llegaba esa ocasión, la cantina, ubicada entre las demás casas, frente al terraplén que hacía las veces de plaza, mirando al río, adquiría una inusitada pero fugaz actividad. Al continuar su viaje, los barcos dejaban de nuevo el pueblo sumido en la modorra de un clima de sauna, en medio de un silencio que llegaba a producir la impresión de que la vida se había retirado de allí para siempre. Algunas noches, una victrola rompía la callada tiniebla con el chillón y casi irreconocible lamento de un tango de los años treinta o una gangosa canción del doctor Ortiz Tirado que hablaba del amor con la unción melodramática de un fatal pecado de utilería.
       El Gaviero alternaba las lecturas en su cuarto con muy dosificadas visitas a la cantina, cuando ésta se hallaba casi vacía. Doña Empera lo puso en contacto con algunas mujeres amigas suyas. Eran campesinas que bajaban de la montaña para hacer compras en la única tienda del pueblo, cuyo dueño, el turco Hakim, solía acosarlas de vez en cuando con solicitaciones premiosas y siempre mal pagadas. Ellas trataban de completar el escaso dinero que traían del rancho con alguna pequeña ganancia extra que les permitiera adquirir algún adorno de fantasía o unos metros de tela. Los amigos de la ciega eranla fuente más segura y discreta para tales operaciones. No conseguía Maqroll recordar ni siquiera el nombre de alguna de esas fugaces compañeras de una noche. Las reconocía, a veces, por el olor de la piel o por las historias, siempre las mismas, con las que llenaban los intervalos entre cada episodio amoroso. Se trataba en éstos de seguir un proceso semejante al de los alquimistas, destinado a conservar algunas zonas imprescindibles de su nostalgia, sin permitir que se impregnasen del presente sin rostro, ni perdiesen la virtud de salvarlo del lento deslizarse hacia la nada cuya certeza lo atormentaba a menudo.
       Una de las ventanas del cuarto daba hasta el piso y abría a un tambaleante balcón de guadua suspendido sobre la corriente. Allí pasaba el Gaviero muchas horas, recostado sobre el barandal, contemplando el curso siempre cambiante, siempre sorpresivo, de las pardas aguas sin memoria. En la orilla opuesta se divisaban los extensos campos sembrados de algodón, alternando con las parcelas de caña de azúcar. El tono acerado y oscuro de éstas contrastaba con los blancos copos que imprimían al paisaje un carácter de vaga pesadilla. La cordillera se erguía al fondo, imponente, con sus picos por los que cruzaba la niebla en velos vertiginosos o caía la lluvia en densos telones que se instalaban durante varias horas. A menudo, por las tardes, era posible, después de la lluvia, contemplar el borde, destacado y sobrecogedor, de las cimas más altas, del páramo inalcanzable y señero. Era un paisaje ordenado, soñoliento y denso, que se ajustaba al ritmo perezoso de las aguas oxidadas y espesas de la gran corriente que descendía hacia el mar en un silencio apenas perturbado por el borboteo de los remolinos surgidos alrededor de las grandes lajas de pizarra que aparecían de vez en cuando en la superficie. Maqroll podía pasar muchas horas embebido en el desfile ceremonial que se disolvía al llegar la noche, acompañada del febril coro de los grillos y del chillido de los murciélagos que pasaban en precipitado vuelo rasante por sobre la corriente y los tejados de las casas.
       La Plata era un caserío semejante a todos los demás que agonizaban al pie del gran río, sin razón ni propósito definido en su existir anodino y monótono. Unas cuantas casas con techo de palma. El puesto del ejército y la tienda de Hakim con techos de zinc, pintados el primero de un color gris rata y el del turco de un fresa rabioso y gratuito. El Gaviero había comenzado a entrar en una beatífica serenidad, que, en el fondo, le preocupaba por sentirla extraña a su inagotable ansiedad ambulatoria. La ausencia de esta última podía estar indicándole un cambio radical de su ser, al que, al principio, se negó a acostumbrarse. Siempre había sentido temor por tal clase de mudanzas que, en forma un tanto difícil de precisar, se le antojaban como un anuncio de aciagas consecuencias, como una caída del telón para la que nunca creía estar suficientemente preparado. De estas meditaciones en el balcón y de sus apacibles lecturas, vino a sacarlo bruscamente la noticia de un proyecto de construcción ferroviaria a lo largo de la cuchilla del Tambo, uno de los lugares más altos e inhóspitos de la cordillera. Cada mañana la podía divisar desde el balcón de su cuarto, envuelta casi todo el año por un impenetrable manto de niebla. Se la había señalado doña Empera, que le relató sobre el paraje inconcebibles historias llenas de una violencia demente que le dejaban el malestar de un sombrío pronóstico indefinible.
       El encuentro de Maqroll con la empresa ferroviaria en la cuchilla del Tambo nació por obra de un azar idiomático y de una reacción de nostalgia á rebours. Habían transcurrido varios meses desde su instalación en casa de doña Empera. Sus relaciones con la dueña habían llegado a ser, más que amistosas, familiares. Resultó de una inteligencia fuera de lo común y acabó tomándole a su huésped un afecto con ciertos visos maternales en el que había una no escasa dosis de curiosidad por alguien cuya vida iba conociendo en largas conversaciones a la hora de las comidas y por noticias recibidas antes de la llegada del Gaviero y que ella guardaba celosamente. A éste le desazonaba el sigilo de la ciega para ocultar tales informes. Sólo alcanzó a saber que se referían a una época en que él vivió en un lugar del páramo, al pie de la carretera. Eso bastaba para atizar aún más su curiosidad, pero doña Empera mantenía un riguroso silencio al respecto.
       Maqroll vivía de una módica cantidad que le giraba un banco de Trieste, con puntualidad sujeta a las más inesperadas y absurdas irregularidades del correo. Los giros los cambiaba en la tienda de Hakim, quien accedió a hacerlo merced a la intercesión de la dueña que tenía sobre él un misterioso ascendiente. Doña Empera, desde un principio, mostró la mayor comprensión y paciencia por las demoras que el caos postal imponía al pago de la pensión. No pasó mucho tiempo antes de que ofreciera a su huésped pequeñas sumas en préstamo para cubrir sus gastos más inmediatos y algunas cuentas que solían quedar pendientes con el mismo Hakim y en la cantina. Los transitorios amoríos del Gaviero eran la causa de las primeras y el apremiante afán de olvido que le acosaba por épocas era la razón de las segundas. A la cantina solía, en efecto, acudir pensando que el brandy le haría más llevaderos los accesos de hastío causados, en buena parte, por la constatación del paso de los años sobre sus cansados huesos de nómada irredento. Estas crisis, como era previsible, desembocaban en fantasías, cada vez más concretas, sobre lo que podría ser el final de sus días y estaban siempre acompañadas de una también cada vez más radical liquidación de las endebles razones que lo sostenían para seguir viviendo. Las incursiones a la cantina le ocupaban largas horas y se cumplían en una rutina de silencio y marginación que, tanto el cantinero como los parroquianos, aprendieron a respetar desde la primera visita de Maqroll, cuando fue a sentarse parsimoniosamente en la mesa más apartada, en un rincón del fondo y pidió un brandy doble. No importaba que la victrola atronara con música que el Gaviero parecía no escuchar. Las copas de brandy se sucedían regularmente, a medida que sus ojos, imprecisos y opacos, se perdían en un atónito paisaje interior, inasible para los presentes. Para él, de una familiaridad devastadora. Así transcurrían las horas. Entrada la noche, pedía la cuenta que pagaba, o bien en efectivo, si había recibido el giro de Trieste, o bien firmando el vale con los amplios trazos de su letra clara pero ligeramente infantil. Doña Empera, sin mencionárselo, había conseguido con el dueño de la cantina esta deferencia para con su huésped.
       Nadie se acercaba a la mesa donde se sentaba el Gaviero. Ni siquiera las mujeres que había conocido en La Plata y que entraban para comprar aguardiente y llevárselo a los hombres de la sierra. Cuando atracaban barcos o caravanas de barcazas en La Plata, la cantina solía llenarse de una clientela sedienta y rijosa, que el dueño, un negro de pelo y barba entrecanos, serio y de una fuerza descomunal, solía controlar con la sola expresión de su mirada. Una de las primeras veces en que Maqroll visitó el sitio, el mecánico de un remolcador, un zambo hercúleo de ojos estrábicos, al que el aguardiente convertía en una bestia torva, se paró frente al Gaviero y le increpó su aislamiento con palabras tartajeantes y babosas. Maqroll alzó el rostro y mirándolo con la cansada serenidad de quien sabe liquidar esos lances, le dijo en voz baja:
       —Vete de aquí, bembón. Conmigo vas a encontrar lo que buscas… y no te va a gustar.
       El hombre se alejó farfullando vagas maldiciones más contra él mismo que contra su improbable contrincante, quien apuró su brandy con una sonrisa de condescendencia, pero sin quitarle los ojos de encima.
       Grande fue, por esto, la sorpresa de los parroquianos, cuando un sábado, en que el Gaviero había comenzado a beber desde muy temprano, vieron que un extranjero de barba rojiza y descuidada, rechoncho y de rostro rubicundo destilando una sospechosa bonachonería, se acercó primero a la barra y pidió algo que el cantinero no consiguió entender. El Gaviero, desde su rincón, alzó la cabeza y explicó al dueño en voz alta:
       —Ginebra, quiere una ginebra con agua.
       Y le habló al hombre en flamenco, invitándolo a venir a su mesa. Hacia allá se dirigió el recién llegado mientras Maqroll retiraba un asiento frente al suyo. Allí llevó la ginebra con agua el dueño en persona, que miraba al Gaviero como tratando de prevenirlo respecto a su invitado. Aquél tomó nota del aviso y se dispuso a escuchar al mofletudo personaje. Este se enzarzó en una interminable conversación, apoyada con enfáticos ademanes de los brazos, cortos, rosados y gordezuelos y con giros no menos expresivos de sus grandes ojos saltones, color gris pizarra, en los que congelaba la menor brizna de sinceridad que, por un descuido de su facundia inagotable, pudiera escapársele. El hombre resultó hablando al rato en español con cierta fluidez, aunque acudía a menudo a palabras inglesas, sobre todo al final de las frases. Se presentó como Van Branden, Jan van Branden, de profesión ingeniero ferroviario. El Gaviero, que estaba largamente familiarizado con la gente de Flandes, no conseguía ubicar a su interlocutor entre los diversos tipos de flamenco que recordaba. También en el idioma de su pretendida nacionalidad cometía errores y usaba algunos términos más comunes en Holanda que en Bélgica. Pero esto no era raro en gentes de Flandes que pasaban buena parte de su vida tocando puertos de Inglaterra y de los Países Bajos. A pesar de estas reservas, el Gaviero había caído, movido por la nostalgia de la vlaanderland en una aburrida emboscada de la que no supo cómo librarse. Sus recuerdos se habían conjurado en un nudo inextricable y prefirió seguir adelante. Escuchó con paciencia benedictina la cháchara del ingeniero hasta que éste vino a preguntarle si conocía allí algún lugar donde arrendaran habitaciones. Fueron a casa de doña Empera y ésta accedió a darle hospedaje, no sin cierta reticencia pero pensando que se trataba de algún conocido de su huésped. Van Branden explicó que iba a quedarse en La Plata hasta que bajara el próximo barco, o sea, un par de semanas.
       Al Gaviero le había dicho que estaba a cargo de algunos aspectos técnicos relacionados con la construcción del tramo de vía férrea en la cuchilla del Tambo. Posiblemente, dejó entender de paso, Maqroll podría participar en alguna actividad relacionada con dichos trabajos. Como suele ser frecuente en esa clase de personas, Van Branden aceptó como naturales y merecidas las atenciones que para él tuvo su nuevo amigo. Era de aquellos que dejan saber que todo el mundo puede sacar provecho de su valiosa compañía. La gratitud les es inconcebible, así como las buenas maneras. En Maqroll pudieron más las nostalgias de la platte land y acabó estableciendo con el belga una relación que, por desventura, estaba basada en un malentendido sin remedio: Van Branden no lograba explicarse cómo el Gaviero había ido a parar a ese perdido rincón de la cordillera, al borde de ese río de aguas lodosas y traicioneras. Tampoco el Gaviero acababa de entender la presencia del charlatán ingeniero, aunque el pretexto del ferrocarril fuera esgrimido por éste con tan convincente insistencia. Maqroll intuía la perplejidad del belga y le divertía pensar que igual interrogante se planteaba el otro en relación con él. Pero Van Branden, sintiéndose excepcional y al margen de toda sospecha, no creía necesario entrar en más detalles sobre su pasado. Venciendo esa trama de reservas, los dos hombres acabaron por entenderse, sin traspasar, desde luego, ciertos límites no establecidos, pero evidentes, cuya contravención hubiera sido impensable. Solían encontrarse en la cantina cada dos o tres días. El Gaviero se limitaba a tomar su brandy que hacía durar lo más posible, mientras Van Branden liquidaba sin ningún esfuerzo medio litro de ginebra mezclada con agua. Siempre acababa hablando en su flamenco salpicado de anglicismos, a medida que una sórdida agresividad contra todo lo circundante iba en aumento. Maqroll no hacía caso de esto y, cerca de la medianoche, regresaban a la pensión a pasos lentos y acompasados.
       De seguro doña Empera había informado a Van Branden sobre la conducta a seguir en su casa y debió hacerle el usual ofrecimiento de proporcionarle compañía femenina de vez en cuando. “Mujeres conocidas y de confianza”, era su lema. El hombre optó por recibir, cada semana, siempre que paraba en La Plata, a una mujer de edad ya madura, alta, desgarbada y casi sin dientes, que descendía de la sierra con dos criaturas de cinco y siete años, que se quedaban jugando a orillas del río mientras su madre atendía al ingeniero. A menudo se asomaba a la ventana, cubierta apenas con un absurdo camisón de un blanco dudoso, para vigilar que sus hijos no se acercasen a la orilla. El Gaviero, entretanto, había comenzado a recibir regularmente la visita de una joven de tez morena, ojos muy negros y expresivos, cuerpo nervudo y recio, pero espigado y de bellas proporciones. Se llamaba Amparo María. Tenía algo de princesa circasiana que le intrigó sobremanera. La muchacha era discreta y de pocas palabras. En el amor mantenía una retención pudorosa, un como alejamiento súbito ante el desencadenamiento de los sentidos, que al Gaviero le pareció que se ajustaba perfectamente al tipo físico de su nueva amiga.
       Sobre este particular de las compañías femeninas, de sobra está decir que entre los dos huéspedes de la ciega era evitado, rigurosamente, cualquier comentario. Pero un día, infringiendo el tácito convenio, Van Branden, después de despedirse de su amiga, de regreso a su cuarto se encontró con Maqroll que salía y, tomándolo del brazo, cosa que al Gaviero molestó notoriamente, le comentó de sopetón, mientras una expresión lúbrica y porcina le invadía el rostro y entrecerraba sus ojos saltones: “¡Estas mujeres del trópico! ¡Qué temperamento y qué gracia! ¿No lo cree usted?”. El Gaviero se zafó discretamente de la garra que lo retenía y prefirió no hacer comentario alguno, contentándose con insinuar una sonrisa que no intentaba asentir ni rechazar las palabras del belga. Tenía, más bien, cierta dosis de asombro.
       Por entonces fue cuando Maqroll aceptó la propuesta de Van Branden para trabajar en las obras de la cuchilla del Tambo. No solía el belga hablar mucho a este respecto. Apenas, cuando le llegaba alguna correspondencia, comentaba a su compañerode pensión, siempre de manera imprecisa y pasajera, sobre los planes de la vía y su trazado. Pero un día invitó a Maqroll a la cantina para almorzar. Se trataba de comer un sancocho de pescado que servían allí en ocasiones y que, en verdad, preparaba doña Empera en su casa. Cuando estaba listo, el dueño enviaba por él para ofrecerlo a sus comensales. El plato se había convertido en La Plata en una ceremonia destinada a celebrar alguna fecha excepcional. En esta oportunidad, explicó Van Branden, se trataba del comienzo efectivo y concreto de las obras en la cuchilla del Tambo. En el próximo barco, llegarían los ingenieros y el personal a cuyo cargo iba a estar la tarea. Con ellos venía también el primer cargamento de equipo técnico y maquinaria para la obra. “He pensado en usted —le comentó Van Branden mientras se debatían con el sancocho hirviendo, en el ambiente, ya de por sí bastante caldeado, de la cantina— para un trabajo que exige mucha confianza y que no encargaría a ninguna de las personas que he conocido por estos rumbos. Se trata, mi querido amigo —el nuevo tratamiento alarmó al Gaviero más que halagarlo; él conocía su gente—, de subir en mulas, hasta la cuchilla del Tambo, las cajas con maquinaria, muy delicada y costosa, que se necesita allá para los cálculos y tragado de la vía. Dispongo de una suma interesante para pagar ese trabajo. Usted podría hacerlo con la eficiencia y la discreción indispensables en este caso”. El Gaviero pasó por alto los convencionales halagos del belga. Le explicó que no disponía de mulas ni de dinero para adquirirlas. Que, desde cuando era niño y ayudaba a los arrieros que traían la caña para el trapiche de la hacienda, no había vuelto a tener relación con estos animales. Además, no estaba seguro de que, a sus años, contara aún con las fuerzas y la resistencia para una empresa semejante.
       Van Branden, muy en su carácter, fingió no escuchar las razones de Maqroll y, poniéndole las manos sobre los hombros, por encima del humeante sábalo y su profusa guarnición vegetal, le dijo con un entusiasmo a leguas ficticio: “Magnífico, amigo, magnífico. Sabía que podría contar con usted. Ya verá, nos vamos a entender muy bien. Es natural que necesite un adelanto sobre sus honorarios para comprar las mulas y otras cosas que seguramente va a necesitar. No hay ningún problema. Haga sus cálculos y dígame cuánto es. Respecto a la suma total por el trabajo, tan pronto reciba los presupuestos aprobados por la compañía y el informe de cuánto es lo que van a enviar para subir a la cuchilla, se lo diré. Con la maquinaria y los ingenieros viene todo eso. No hablemos más del asunto. Vamos a celebrarlo con otro trabajo”. Llamó al mesero, ordenó un brandy y una ginebra con agua y siguió hablando, esta vez de nuevo en su flamenco salpicado de of course, you know, you follow me? y otros latiguillos ingleses que tenían la facultad de irritar a su interlocutor. Había en toda esa ensalada idiomática un evidente propósito de ocultar, de distraer la atención y echar una cortina de humo sobre algo que al Gaviero se le escapaba cuando estaba a punto de atraparlo.
       Todo lo anunciado, personas y cargamentos, llegó, en efecto, a la semana siguiente. Cuando Maqroll despertó, el barco y una barcaza con su remolcador descendían ya por el río, rumbo al mar. La gente había remontado de inmediato el camino hacia la cuchilla, “para aprovechar el fresco de la madrugada”, explicaba el belga desviando la mirada y soltando un torrente de no pedidas explicaciones. Lo que no había llegado eran los presupuestos. Pero eso no importaba, él contaba con dinero suficiente y ya se arreglarían después sobre el total. El tema del dinero adquiría con Van Branden una dimensión amorfa, inasible, nunca precisada. El Gaviero sabía por adelantado, allá en un rincón de su inconsciente, que el pago de su trabajo estaría sujeto a las más inesperadas alternativas. Pero vino a caer en esa ciega inclinación, tan propia de su carácter, de aceptar y embarcarse siempre en empresas que descansaban en el aire, justificadas con palabras, zalameras unas veces, altaneras otras. Empresas en las cuales acababa pagando, sin remedio, los platos rotos. La que le propuso Van Branden se ajustaba sospechosamente al modelo ya familiar. Subiría, pues, el cargamento a la cuchilla del Tambo. Desde el balcón de su cuarto podía divisarla en la madrugada o ciertas tardes claras y tranquilas. Ahora, cuando miraba hacia la imponente serranía, se daba cuenta de lo insensato de su compromiso de trepar hasta allá, guiando una recua de mulas cargadas con instrumentos desconocidos y, al parecer, muy delicados, según especificaba el belga. No se había detenido a pensar, además, que el hombre, hasta el momento, no le enseñaba ningún recibo, ningún documento, nada escrito que llevase un membrete de la compañía encargada de los trabajos. Pero cuando hablaba con Van Branden, volvía a enredarse en la madeja de palabras, planes, puntualizadas descripciones, imprecisos recuerdos de lugares por los dos frecuentados en el pasado y creía ver todo claro, sencillo e inobjetable.
       No pasó mucho tiempo, después del ofrecimiento del belga, para que éste le invitara de nuevo a la cantina a brindar por el éxito de sus proyectos. Allí le entregó una suma de dinero, suficiente, según él, para que comprase cinco mulas de carga con sus respectivos aperos, algunas otras cosas indispensables para el páramo y el salario de un arriero que podría acompañarlo. Tendría, éste, eso sí, que ser de plena confianza y recomendado por alguien igualmente seguro. Cuando el Gaviero se guardó el dinero, Van Branden le pidió que firmase un recibo escrito en una hoja de papel rayado, sin membrete alguno, desde luego. Maqroll objetó que la suma allí mencionada era superior a la que había recibido. El belga, de inmediato, ofreció una atropellada explicación: “Ya le completaré después la suma. Estoy ahora pasando por ciertos problemas. No se apure. Todo está claro entre nosotros. Si no le alcanza me lo hace saber. Antes de que haga el primer viaje todo estará arreglado”. Una pegajosa mueca de complicidad, que intentaba terminar en sonrisa, vagaba por el amplio rostro congestionado. Sólo los ojos saltones de pescado en descomposición continuaban inexpresivos, tenaces, helados.
       Maqroll comenzó los preparativos para su viaje al páramo. Lo primero que hizo fue hablar con doña Empera. Esta no entendió muy bien por qué razón su huésped, ya su amigo, se embarcaba en semejante empresa. Pero estaba resuelta a aconsejarlo y así lo hizo. Para comprar las mulas, lo mejor era ir al llano de los Álvarez, una finca de café y caña de gente conocida suya que le proporcionaría las bestias en buenas condiciones y a un precio conveniente. Bastaba con que la mencionara a don Aníbal Álvarez, el propietario de la hacienda. Eran amigos hacía mucho tiempo. Allá, por otra parte, se encontraría con caras conocidas. También en el llano conseguiría el arriero familiarizado con la región, cuya ayuda era absolutamente imprescindible. El páramo no era sitio para internarse así, de pronto, sin experiencia, en sus vastas soledades sembradas de mortales acechanzas.
       Con las recomendaciones de doña Empera y su orientación de cómo llegar al llano de los Álvarez, el Gaviero partió al día siguiente, a la madrugada. En una pequeña mochila que le prestó la ciega, llevaba lo indispensable por si tenía que pasar allá una noche. El dinero para comprar las mulas lo traía cosido en la valenciana del pantalón. Durante la primera hora caminó por entre sembrados de caña. Al borde del sendero corría una acequia. Sus aguas tranquilas y transparentes dieron al caminante una anticipada noticia del paisaje que le esperaba, que había sido el paisaje de su infancia. Al terminar la planicie, empezó una cuesta pronunciada. Redujo el ritmo de su marcha y varias veces tuvo que sentarse a la vera del camino para descansar. Tantos años de navegaciones y largas escalas en los puertos lo habían desentrenado para este tipo de esfuerzos. Al terminar la cuesta, el camino penetró de lleno en los cafetales. Al fondo, se alzaba la cordillera, cercana y bañada en un halo azulenco a través del cual se destacaban las manchas de color de los techos y de las huertas florecidas. El recuerdo de sus años mozos volvió, de repente, con un torrente de aromas, imágenes, rostros, ríos y dichas instantáneas. Tornó a vivir entre los olores, los lamentos y cantos que poblaban la espesura, la humedad de los refugios adornados con flores anónimas que daban el único toque alegre en la sombría soledad de las cañadas, al fondo de las cuales corría el agua de ríos y quebradas que venían del páramo. En las orillas de los torrentes, sembradas de juncos, se balanceaba altanero, nervioso, seguro de la belleza de su plumaje gris plata y de su gorguera púrpura, el martín pescador. Ahora, comenzaba a internarse por entre los cafetales, sembrados en las estribaciones de la sierra. El verde dombo de los cafetos estaba protegido por carboneros y cámbulos cuya gran flor, de color naranja intenso, tenía ese prestigio de lo inalcanzable: la altura imponente de esos árboles centenarios las preservaban de la curiosidad de los hombres. Sólo cuando caían al suelo, las muchachas las recogían para adornarse el pelo, así fuera durante las pocas horas que duraban sin marchitarse. Rodeado por todas partes de cafetales dispuestos en un orden casi versallesco, Maqroll sintió la invasión de una felicidad sin sombras y sin límites; la misma que había predominado en su niñez. Iba caminando, lentamente, para disfrutar con mayor plenitud ese regreso, intacto y certero, de lo que había sido su única e irrebatible dicha sobre la Tierra. Lo que allí estaba atesorando con su entusiasmo reparador, le serviría dentro de poco para emprender el escarpado ascenso hasta la cuchilla, inhóspita y traicionera. Los cafetales terminaban bruscamente al pie de una pequeña colina en cuya cima había una meseta natural. Allí, en medio de naranjos, limoneros y erguidos mangos de hojas oscuras y recias, se levantaba la casa de la finca. La reducida altiplanicie llevaba el nombre de llano de los Álvarez. Era de la familia que fundó la hacienda. Por la ciega se había enterado de su historia. Eran tres hermanos que, veinte años atrás, habían llegado allí huyendo de la persecución política desatada en su tierra. Eran gente de la montaña, sembradores de café, cultivadores de caña, ganaderos a veces, cuando el terreno y los pastos lo permitían. Recios, de pocas palabras, hábiles, empeñosos y astutos para defender lo suyo. Llegaron con sus mujeres y sus hijos y algunas familias de arrendatarios vinculados a ellos desde la época de los abuelos. El hermano mayor regresó pocos años después a su tierra. El menor había muerto ahogado en la cañada de La Osa, tratando de salvar un ternero desbarrancado. Quedaba, solamente, don Aníbal, con su mujer y sus tres hijos. Todos habían trabajado con empeño febril, tratando de ganarle al monte, pulgada por pulgada, la tierra para sembrar.
       Cuando llegó Maqroll a la entrada de la casa, lo esperaba en lo alto de la escalera que daba al corredor que circuía la construcción, un hombre de estatura erguida, alto y delgado, el rostro moreno, enjuto y de rasgos regulares, con algo señorial y distante que venía a suavizarse en los ojos, oscuros, vigilantes pero, al mismo tiempo, de mirada cordial, a veces juguetona y maliciosa, que acaparaba toda la simpatía del hombre. El Gaviero saludó y dijo venir de parte de doña Empera en cuya casa vivía. El hacendado le invitó a pasar al corredor que, por su anchura, era más bien una terraza desde la cual se podía admirar el imponente macizo de la cordillera y la florida extensión de los cafetales. Don Aníbal ordenó traer café y comenzó a interrogar amablemente a su huésped sobre el motivo de su visita. Maqroll le refirió, en forma sucinta, su trato con Van Branden y la sugerencia que doña Empera le había hecho de comprar las mulas en el llano de los Álvarez.
       —Algo se habla de tiempo en tiempo —comentó don Aníbal— sobre este plan de un ferrocarril en la cuchilla. Me sorprende que, de repente, se concrete el proyecto hasta el punto de contratar las primeras obras y traer ingenieros. No me había llegado ninguna noticia sobre eso. Respecto a las mulas, le puedo vender cinco, en efecto. Tres de ellas puede escogerlas ahora mismo. Pasado mañana estarán aquí las otras dos, que tendrán las mismas características. No son, le advierto, animales de primera, pero ninguno está resabiado. Cuide, eso sí, cuando las tenga en La Plata de que no coman hoja de plátano, ni hierbas de la orilla del río, porque se pueden enfermar. Allá, déles únicamente grano. Cuando vuelva a pasar por aquí, en sus viajes a la cuchilla, le proporciono el pienso para que coman de aquí para arriba.
       El Gaviero estaba encantado con la forma directa y simple como don Aníbal trataba sus asuntos. De inmediato estableció el parentesco espiritual del hacendado con esos hombres de campo que, ya fuera en el Berry francés, en la llanura castellana, en la Galitzia polaca o en las ariscas cumbres afganas, viven de la tierra, se apegan a ella y mantienen un código de conducta, medieval e invariable, en donde persiste una gran dosis de innata e inflexible caballerosidad. Don Aníbal le ofreció los servicios de un joven para que le hiciera compañía, aunque fuese en los primeros viajes. Él lo familiarizaría con el manejo de las mulas y con la vida en el páramo. La suma que mencionó como precio de los animales le pareció correcta a Maqroll y, al mismo tiempo, lo ilustró sobre la mala fe de Van Branden. Esa cantidad copaba casi el dinero que le restaba. Ya hablaría con el belga a su regreso.
       Seguía conversando con el hacendado, cuando trajeron el café que éste había pedido. Maqroll no pudo ni quiso ocultar la sorpresa que le causó ver que quien lo traía en una bandeja, arreglada con gracia sencilla y austera, era Amparo María. La muchacha no manifestó la menor sorpresa, debía haberse enterado de antemano de su llegada. Maqroll la saludó sin ocultar que ya se conocían y don Aníbal tomó el asunto con la mayor naturalidad. Al retirarse Amparo María, éste se limitó a comentar:
       —Es una muchacha muy hermosa. Tímida y seria, pero leal y de carácter amable. Sus padres fueron asesinados cuando estalló la violencia en nuestra provincia. La trajimos para acá y vive con unos tíos que la cuidan como hija suya. Mi esposa le tiene mucho apego. Se la quería llevar a la capital, ahora que fue a matricular a los muchachos al colegio. Ella no quiso ir. Desde cuando perdió a sus padres se volvió muy temerosa y aprensiva. Se entiende.
       No dijo más. En esto les avisó un peón que las mulas estaban listas. Fueron a verlas al establo y el Gaviero confió plenamente en la forma como el hacendado las evaluó, indicando sus defectos y las ventajas para la tarea a que serían destinadas. También le sugirió que, por ahora, las dejara allí. Él las enviaría, junto con las dos que faltaban, con el arriero que iba a acompañarlo en su tarea de transporte hasta la sierra. El Gaviero pagó el importe de los animales y se dispuso a regresar a La Plata. Al despedirse de don Aníbal, éste le dijo cordialmente:
       —Pasará por aquí en sus viajes. Dormirá con nosotros, para seguir camino descansado al día siguiente. Cuente con mi amistad y con la orientación que pueda darle —le extendió la mano que el Gaviero estrechó calurosamente.
       Salió al camino. En la primera vuelta lo esperaba Amparo María. Tomados por la cintura anduvieron un buen trecho sin pronunciar palabras distintas de las más inmediatas y previsibles, relacionadas con el paisaje, el tiempo y unas pocas intimidades compartidas que los unían ya con lazos de ternura que se anunciaba perdurable. Al despedirse, frente a la entrada a los cafetales, Amparo María le estampó al Gaviero un beso en plena boca que lo dejó atónito por la inesperada y, hasta ese momento, escondida pasión que suponía.
       —No ponga esa cara y fíjese por dónde camina, no se vaya a caer en la acequia —le dijo la muchacha mientras reía mostrando sus blancos dientes de circasiana.
       Maqroll caminó hasta La Plata con esa sensación en el diafragma de mariposas desencadenadas que solía anunciarle el comienzo de una amistad femenina en la que se daba por entero. Había pensado que, a su edad, aquello no iría a ocurrir de nuevo. El constatar que no era así lo rescató de la pesadumbre de sus años.
       Al día siguiente de su llegada, tras informar a doña Empera sobre el resultado de su visita a la hacienda y la buena impresión que le habían causado su dueño y la gente con quien había estado allí en contacto (había una tácita alusión a Amparo María recogida por la ciega, sin comentarios, pero con una sonrisa de satisfacción), salió en busca de Van Branden. Lo encontró en el muelle, adonde había ido a preguntar sobre el próximo arribo del barco. Maqroll lo invitó a tomar una cerveza en la cantina y el hombre aceptó a regañadientes mirándolo con recelo en rápidas ojeadas de través.
       —Ya tengo las mulas —le informó—. Mañana o pasado me las traen. Con ellas viene el arriero que va a acompañarme. Es persona de confianza. Me lo recomendó Álvarez. Ahora bien, me quedé casi sin dinero y necesito una suma, al menos igual a la que ya me dio. De lo contrario no creo que pueda hacer el trabajo.
       Van Branden trató de evadirse por los vericuetos más indecorosos. Maqroll, entonces, le manifestó con firmeza que desistía del asunto. Podía buscar a otro ingenuo para envolverlo en sus mañas. El belga cambió de actitud al instante y, sacando de la cartera un fajo de billetes, se los entregó, sin contarlos, en un gesto de banquero hastiado con las solicitaciones de algún cliente inoportuno. Era tan falsa y teatral la actitud del flamenco, que el Gaviero no pudo menos que sonreír con franca sorna. Van Branden insinuó un par de toses para componer la situación y comentó:
       —Bueno, eso es para los primeros viajes. Es mucho más de lo calculado, pero no importa. No quiero que guarde desconfianza ninguna conmigo. Cuando se le termine ese dinero, me lo hace saber. Pero le insisto en que me parece más que suficiente.
       El Gaviero se dedicó a contar los billetes con irritante parsimonia, que hizo subir a la cara del belga el color púrpura de sus días negros, que eran los más. Cuando terminó, Maqroll le dijo, con el tono de algo tan natural que casi ni merecía mencionarse:
       —Desde luego le firmo un recibo ahora mismo. Así todo queda claro, mijn herr. Sería bueno indicar que se trata de honorarios para los tres primeros viajes. ¿De acuerdo?
       —No —contestó el otro tornando a su actitud de oligarca del “Simplicissimus”—, no vamos a hacer recibo en este caso. Es una transacción de confianza entre nosotros. Yo confío en usted y no dudo que esta actitud sea recíproca. Estamos entre caballeros.
       Maqroll se dio cuenta de que jamás conseguiría meter en cintura al resbaloso personaje. No quiso decir más y se puso de pie. El belga también lo hizo, mientras le decía, mirándolo con sus ojos de muñeco de ventrílocuo en los que nada se registraba y todo perdía realidad e importancia:
       —Buenas tardes, mijn herr. Le deseo mucha suerte —su guasona repetición del apelativo flamenco dejó al Gaviero indiferente. El hombre ya estaba medido y clasificado para siempre. En su andariega existencia, cuántos Van Branden habían cruzado en su camino. Hacía mucho tiempo que la repulsión que le causaba esta gente y sus métodos, se había desvanecido trocada en absoluta indiferencia. Solía, cuando se encontraba con alguien de esa índole, recordar la frase de Sancho Panza, que su memoria recordaba sin apegarse, tal vez, al texto admirable: “Cada cual es como Dios lo hizo y, a veces, peor”. De regreso a la pensión comentó con doña Empera los detalles de la entrevista.
       —Pero qué puede usted esperar de semejante rata —le comentó ésta—. Hasta la pobre mujer que viene a verlo es víctima de su avaricia. Le debe a ella dinero y siempre le sale con el cuento de que un día de éstos le mandará poner la dentadura y matriculará a los hijos en el internado de San Miguel. A mí me tiene que pagar porque me teme. Supone que sé sobre él más de lo que en verdad conozco. Mejor que siga en ese engaño. Así lo traigo corto. Téngale mucho cuidado. Si no le paga cabalmente, déjele tiradas las cosas en el muelle y que se las arregle como pueda. Verá que afloja el dinero de inmediato.
       El Gaviero sintió un cierto alivio ante la vigilante solidaridad de la sagaz matrona. Gran madre, sibila protectora, con ella estaba cubierta la retaguardia mientras él subía al páramo.
       Al día siguiente llegó el arriero con las mulas y doña Empera le facilitó, en un pequeño solar detrás de la casa, el lugar para guardarlas. Todo estaba listo para el primer viaje. El joven que le envió don Aníbal resultó ser un moreno vivaracho y decidor que conocía la región como sus manos y disfrutaba, con incansable entusiasmo, al demostrar su familiaridad con las maravillas del camino, así como sus secretas trampas y peligros. Se llamaba Félix, pero todo el mundo lo conocía como el Zuro, por una mancha de pelo blanco que le caía sobre la frente. Muy pronto fue evidente para el Gaviero que, sin la ayuda del Zuro, no hubiera logrado llegar vivo hasta la cuchilla del Tambo. Félix le mostró, en primer término, cómo debían cargar las mulas. Habían recogido, en la bodega del muelle, las cajas que esperaban para subir a la cuchilla y el arriero se encargó de repartirlas en forma adecuada entre las cinco bestias. Se trataba de que no se lastimasen y pudieran mantener su trote sin cansancio mayor. También impuso al Gaviero sobre las paradas que debían hacer y con quiénes podían contar para hospedarse. El primer trayecto terminaba en el llano de los Álvarez. Allí les darían posada para pasar la noche. El Gaviero ya había recorrido ese trecho y sabía que para llegar al altiplano, donde estaba la finca de los Álvarez, había que subir durante cuatro horas por un sendero trabajado por las lluvias, sembrado de grandes piedras que amenazaban desprenderse al menor roce y rodaban con mortal impulso hasta detenerse en alguna zanja o volar hacia el abismo. Después se cruzaban los cafetales que le habían dado la felicidad de evocar el mundo de su infancia. Al otro día tenían que llegar hasta una cabaña abandonada por mineros que buscaron oro a orillas de las quebradas. Allí dormirían y, luego, tras una dura jornada, ya en pleno páramo, llegarían al campamento de la cuchilla del Tambo. A medida que el Zuro iba explicando las pruebas a las que estarían sometidos y el carácter de los pobladores de la región, el Gaviero se daba cuenta de que la empresa era más ardua y más comprometida de lo que, en un principio, había imaginado. Pero, al mismo tiempo, la buena disposición de su acompañante, su ánimo alegre y decidido y su inteligencia para juzgar las dificultades que les esperaban, le dieron la confianza necesaria para enfrentar el reto, que necesitaba en ese momento más que ninguna otra cosa.
       Cargadas las mulas y hechos todos los aprestos para la jornada de seis días que les esperaba, tres de ida y otros tres de regreso, salieron con las primeras luces del alba y las más conmovedoras recomendaciones de la ciega. El ascenso hasta la planicie de los Álvarez no fue tan duro como la vez anterior, cuando lo hizo sin compañía y sin conocer el camino. Al llegar a la zona de los cafetales, de nuevo volvió a sentir, intacta, la fascinación de ese ambiente tibio, acogedor y lleno del inconfundible colorido de una vegetación que daba la idea de algo cuidado y escogido a propósito para crear un efecto de belleza natural pero ordenada. En verdad, era muy poco lo que el hombre había hecho en ese sentido. En la tierra caliente, el elemento propiciador de una belleza tan armoniosa y paradisíaca era más bien el clima. Lentamente, disfrutando cada árbol, cada acequia silenciosa viajando con su agua transparente por un cauce de limo y helechos temblorosos, cruzó los sembradíos de café. Al comenzar a subir la última y ligera pendiente que daba a la casa de la hacienda, salió a abrazarlo Amparo María. El Zuro iba adelante con las mulas. La muchacha no hizo nada para disimular su felicidad ante el encuentro. Seguramente, el arriero conocía ya sus viajes a La Plata y sus relaciones con Maqroll. Estaba más bella que nunca. El vestido de percal negro le ceñía el cuerpo, resaltando sus formas esbeltas, hechas de una materia en donde los tendones y los huesos parecían haber tomado el lugar y adquirido la moldeada suavidad de la grasa. El quiebre de la cintura, la firmeza de las piernas y el negro pelo amarrado en la nuca, en un apretado moño con brillos de azabache, volvieron a recordarle las jóvenes bailarinas de los tablados de Jerez de la Frontera y de Cádiz. Amparo María, tan parca de palabras como siempre, se limitaba a pegarse al cuerpo del Gaviero y a mirarlo a los ojos con esa expresión de gran pájaro esquivo que examina el interior de una habitación adonde entró por descuido. A Maqroll le invadía, poco a poco, una como penosa conciencia del peso de los años, del intrincado ovillo de sus andanzas y desventuras, dichas y descalabros y el único alivio que hallaba para esa pesadumbre era el sentir a su lado esa ternura cálida, felina y joven que lo acompañaba como una parca que hubiera preferido el camino de la indulgente ternura.
       Don Aníbal los recibió en el corredor de la casa y, mientras el Zuro conducía las mulas al establo para descargarlas y darles de comer, el dueño invitó a su huésped a compartir con él el chocolate hirviente y espumoso servido con bizcochos de yuca recién horneados. Allí, sentados en sendas mecedoras, miraban, sin intercambiar más palabras que las necesarias, la abrumadora inmensidad de la cordillera de un lado y, del otro, la serena y florida extensión de los cafetales. Cuando llegó la noche, don Aníbal le dijo a su huésped que, en vista de la jornada que les esperaba al día siguiente, era aconsejable irse a dormir temprano. Iban a necesitar toda la reserva de fuerzas y nervios acumulada durante el sueño. Así lo hizo el Gaviero, no sin antes buscar discretamente un pretexto para volver a hablar con la muchacha. Ella facilitó las cosas al llevarle, a la habitación que les habían dispuesto encima del establo, un vaso de leche para tomar en la noche. Se quedaron conversando un buen rato, bajo una ceiba gigantesca que allí cerca levantaba la vasta maravilla de su ramaje centenario. La joven se ofreció a hablar con el Zuro para que éste se acomodara en otro lugar y ella pudiera pasar la noche con su amigo. Maqroll, muy a su pesar, tuvo que disuadirla de la idea. La misma Amparo María acabó por convenir en que la prueba del día siguiente y del posterior que los llevaría hasta la cuchilla, era abrumadora. Se despidió, de pronto, como si no quisiera prolongar una pena mucho más honda de lo que exteriormente aparentaba. Maqroll entró a su cuarto, se desvistió y encendió una vela para leer un rato en el lecho que le habían arreglado en el suelo y que encontró mucho más acogedor que el de la casa de La Plata. Sabía que, de no leer, le sería muy difícil conciliar el sueño. Poco después entró el arriero, quien, sin desvestirse del todo, se tendió en otro lecho que estaba en un extremo del cuarto.
       Maqroll había traído la Vida de san Francisco de Asís de Joergensen. Solía leerla abriendo el libro al azar. El Zuro se mostró intrigado con la, para él, inusitada costumbre y le preguntó:
       —¿Está rezando? ¿No que estaba tan cansado?
       —No consigo dormir si no leo un poco —le contestó el Gaviero, divertido con la ingenuidad de su compañero de viaje—. No estoy rezando. No creo que sea para tanto, ¿no? Leo, sí, la vida de un santo que amaba mucho los animales, el monte, el sol, las quebradas y a la gente pobre. Era de familia muy rica y, en el físico, se debió parecer un poco a ti. Dejó todo para entregarse a lo que quería y ofrecerle a Dios ese amor por todo lo que había creado —Maqroll se dio cuenta que la explicación era tan insuficiente y fragmentaria que arriesgaba dejar en el Zuro una idea injusta del Poverello, por trunca y superficial. La respuesta del Zuro lo tranquilizó:
       —Claro, si le gustaban los animales y el monte y el sol, la plata le salía sobrando. Seguro que hasta acabó haciendo milagros. Dios debía querer ayudarlo.
       —Sí —repuso el Gaviero, a quien maravilló la espontánea lucidez del muchacho—. Hizo muchos y muy admirables. Ya te los contaré otro día. Vamos a dormir.
       El Zuro había cerrado los ojos y comenzaba a respirar con la regularidad de quien cae en un sueño profundo.
       A la madrugada siguiente los despertó Amparo María con café recién hecho y bizcochos del día anterior. Ya estaba arreglada, con su pelo estirado hacia atrás y el moño impecable. Lista para presidir una fiesta en el cortijo, pensó Maqroll mientras bebía el café. La muchacha se dio vuelta bruscamente y se perdió en el interior de la casa. Tampoco el Gaviero tenía ánimos para decirle adiós. Estaba tan bella que se hubiera quedado allí para siempre, tirando todo por la borda.
       La subida desde el llano de los Álvarez hasta la cabaña abandonada les tomó todo el día. El camino iba convirtiéndose, cada vez más, en el lecho de una quebrada nacida de las lluvias. Las mulas avanzaban trabajosamente, tratando de salvar las sorpresivas zanjas que se abrían a su paso y las piedras traicioneras que, a menudo, iban a terminar al borde del precipicio. Un cierto desánimo trabajaba el alma del Gaviero: esta prueba se repetiría quién sabe cuántas veces. La posible ganancia que pudiera derivar de ella dependía del evasivo Van Branden y de su no menos fantasmal compañía constructora de la obra del Tambo. Una vieja amargura, familiar para él desde hacía muchos años, comenzaba a pesarle en el ánimo en tal forma, que cada paso de la frenética subida se le hacía más penoso. Pero, al mismo tiempo —y éste era uno de sus rasgos más personales y característicos—, a medida que se internaba en lo más abrupto de la cordillera y percibía el aroma de la vegetación siempre húmeda, la explosión de colores de una riqueza desbordante y escuchaba el estruendo de las aguas que, allá al fondo de los barrancos, cantaban su caudaloso descenso entre espumas y crestas burbujeantes, una paz antigua y bienhechora desalojaba el cansancio del camino y de la brega con las mulas. El sórdido engaño que se anunciaba en la incierta empresa perdía toda realidad e iba a caer al fondo de su resignada aceptación, de su islámico fatalismo. El canto de los pájaros, cada vez más numerosos y variados, y el paso intermitente de las bandadas de pericos que cruzaban en desaforada algarabía por encima de las copas de los grandes cámbulos florecidos y llameantes y de las jacarandas adormecidas aún por el frío de la mañana, venían a confirmarle esa efímera certeza de una plenitud salvadora. Esta alternancia de estados de ánimo conducía al Gaviero a meditaciones y balances que se alimentaban, por otra parte, de las pocas pero infalibles lecturas que, dondequiera que fuese, solían acompañarlo.
       De aquí que todos los Van Branden del mundo que se atravesaban en su camino sirvieran sólo para constatar su irremisible soledad, o su imbatible escepticismo ante la terca vanidad de toda empresa de los hombres, esos desventurados ciegos que entran en la muerte sin haber sospechado siquiera la maravilla del mundo. Ayunos del milagro de la pasión que atiza el saber que estamos vivos y que la muerte también entra en el juego, sin comienzo ni fin, porque es puro presente sin fronteras. A tiempo que se entregaba al goce del paisaje, advertía, sin embargo, que el variado desfile de sensaciones que, atravesando el embotamiento de la fatiga, desplegaba la maravilla de una celebración sin término, llegaba erosionado por la torpeza de una memoria que los años habían trabajado.
       El Zuro iba adelante, guiando la primera mula de la fila. A menudo salía del camino para tomar atajos que evitaban trayectos impracticables. A medida que subían, el viento venía con mayor fuerza. Al principio, fue como un leve zumbido en los oídos, una brisa que apenas movía las copas de los árboles y hacía vibrar las hojas de los helechos. El ruido de la torrentera se iba alejando o acercando según la intensidad del viento. Cuando empezaron a transitar las estrechas sendas que subían en zig-zag, ciñendo el abismo, aquél azotaba a los viajeros con furia sostenida. Comenzaba una vegetación enana, de hojas lanosas y espesas, que crecía alrededor de grandes árboles de tronco gris de una textura que se antojaba mineral, cuyas copas, de escaso follaje, se perdían entre una niebla que, desbocada, iba a desvanecerse en los picos de la sierra. Habían entrado al páramo, paisaje que hacía mucho tiempo no frecuentaba Maqroll. El Zuro le explicó que los viajeros a los que sorprende la noche en ese descampado suelen abrigarse con las hojas de ese arbusto, que allí llaman frailejón, cuya abrigada superficie no deja pasar el frío y protege al aterido viajero. La respiración se iba haciendo paulatinamente más penosa para Maqroll. Las sienes le palpitaban y la boca se le secaba dándole una engañosa impresión de sed. Cuando estaba a punto de sugerir un descanso, el Zuro le indicó que iban a detenerse para reposar un rato. “No podemos hacer nada —explicó—. Hay que beber lo menos posible. Masque esto lentamente para que le vuelva la saliva”, y le alargó una rodaja de limón. Cortó luego otra para él y se tendió a la vera del camino en un lecho de hojas de frailejón. Maqroll lo imitó en silencio. Allí, tendidos, respiraban hondamente, en espera de que el cuerpo se ajustara a los rigores del páramo. El limón hizo su efecto de inmediato aliviandola impresión de sequedad y el sabor amargo y metálico en la boca que venía atormentando al Gaviero desde hacía rato.
       Cuando reanudaron la marcha, las molestias se habían hecho mucho más tolerables. Con la última luz de la tarde, llegaron a la cabaña abandonada por los mineros. Sus paredes eran de roca unida sin argamasa ni cemento alguno. Los intersticios se hallaban tapados con hojas del mismo arbusto que proporcionaba abrigo para dormir. El techo era de pizarra y se sostenía sobre gruesas vigas sin desbastar. Adentro, el recinto se dividía en dos espacios iguales: uno servía de habitación y el otro de establo. Los separaba una pared, hecha de barro y bambú, que llegaba apenas hasta donde comenzaba el techo. En la habitación de los viajeros, una chimenea de piedra y latón funcionaba perfectamente. El lugar estaba relativamente limpio. Sus anteriores ocupantes no dejaron más huella de su paso que un puñado de cenizas frías en la parrilla de la chimenea. Había una provisión de leña al lado de ésta y la regla era reemplazar, cuando se dejaba la cabaña, la que se hubiera usado. El Zuro preparó dos lechos de hojas y sugirió que se tendieran un rato antes de comer. De lo contrario, volvería el dolor de cabeza durante la digestión. Así lo hicieron.
       —Muy poca gente sube hasta aquí. Casi nadie aguanta —comenzó el arriero a contarle a Maqroll, mientras éste miraba el techo y sentía la reparadora tibieza del fuego que el Zuro había encendido—. Primero vinieron los mineros, constructores de este refugio. Buscaban oro en las orillas de las quebradas. No encontraron mayor cosa. Luego han seguido pasando extranjeros que sueñan con el cuento de las minas. No creo que haya minas por estos peladeros. Ahora aparecen los del ferrocarril. Ellos mantienen la cabaña como la ve; limpia y más o menos ordenada.
       —Pero los que la construyeron, ¿de dónde eran? —preguntó el Gaviero movido por la curiosidad que le había despertado el estilo de la cabaña.
       —Venían del Canadá —contestó el Zuro—. Buena gente. Pero cuando bajaban a La Plata empezaban a beber como locos y terminaban en unas peleas tremendas. Ni el ejército podía con ellos. Después, se quedaban tirados en la calle, dormidos, y los perros les orinaban encima. En la madrugada, después de hacer sus compras en la tienda del turco, regresaban al páramo comosi no hubiera pasado nada. Eran inmensos y llevaban unas barbas rojas que no se cortaban nunca. Se perdían, allá arriba, trabajando todo el día en las orillas arenosas de las quebradas, dándole a la batea y buscando las pepitas doradas. Cuando hallaban alguna gritaban hasta que algún otro les respondía. Así estuvieron más de dos años. Se largaron, de pronto, sin pagar donde Hakim, después de una riña que duró toda la noche y dejó cuatro soldados muertos. No los pudieron alcanzar, ni los vieron más en ninguna parte.
       Después de una hora larga de reposar sobre el suave lecho vegetal, prepararon café y frieron tajadas de plátano con huevos revueltos. El pan de La Plata era incomible. El Zuro le ofreció a Maqroll un poco de carne molida seca que revolvió con el resto de la comida. Maqroll hizo lo mismo y la encontró deliciosa.
       —Hay que comer, mi don —le dijo sentencioso el arriero—. Mañana nos espera lo peor. Ahora, trate de dormir. No lea hasta muy tarde. El sueño, aquí, es lo único que sirve contra el cansancio.
       Maqroll sonrió, divertido con la actitud protectora y admonitoria del muchacho. No sabía cuántas noches había pasado él en peores circunstancias y en lugares aún más inhóspitos. De seguro si mencionara los nombres de algunos de ellos, nada le dirían al joven arriero del llano de los Álvarez: noches de Saripul, con el viento de las montañas afganas azotando la tienda en un estruendo que no cesaba hasta el alba; noches de Kerala con la danza encantada de enjambres de luciérnagas que expandían una luz lila, funeral, perfumada de canela y jengibre; noches en el confín de la Guayana, hundido en el fétido lodo de los manglares; noches de sobresalto y hambre en una aldea abandonada de Anatolia; noches de mosquitos y fiebre en el golfo de Veragua, donde la lluvia se instala como una maldición sin medida; noches en los cayouns, al borde de los esteros, donde el Mississipi desborda su cansancio; noches de calma chicha frente a la costa del Yemen levantado en armas; noches semejantes a esta que le esperaba en el páramo, semejantes a tantas otras ya olvidadas.
       Encendió un cabo de vela que doña Empera, precavida, le puso en la mochila con sus cosas y se perdió en las páginas de Joergensen, en el armonioso paisaje de la Umbría, donde unjoven de familia adinerada, en pleno siglo XII, salía en busca de Dios. Lo fue venciendo el sueño poco a poco, hasta que se le cayó el tomo de las manos. El ruido lo despertó, puso el libro en la mochila y apagó la vela.
       Soñaba el Gaviero. Todos sus músculos se distendían, transformando el cansancio en placentera ebriedad, a manera de una intoxicación inocua de la que nacía una lucidez y una dicha acompasadas, sólo comparables a las que recordaba haber vivido de niño cuando todo se ordenaba a su alrededor en forma tal que le producía, en plena vigilia, una aventura semejante a la que ahora le llegaba en el sueño. Estaba a orillas del lago Maggiore. Salía a dar una caminata por la senda que bordeaba las aguas. Alguien iba a acompañarlo. No quiso demorarse más porque tenía la certeza de que, si seguía esperando, el inusitado bienestar se esfumaría de improviso. Se trataba de preservarlo, intacto, el mayor tiempo posible. Bajó a la orilla y tomó por el sendero en cuyo borde iban a morir las olas cuando el viento se levantaba un poco. Al otro lado se alzaban unos arbustos, al parecer de laurel, pero que despedían un fuerte olor a sándalo. Unos pasos comenzaron a seguirlo y supo, sin necesidad de volver la cabeza, que era la persona a quien había estado esperando. Si volvía a mirar, su dicha exultante se tornaría en algo impredecible. Por la voz supo que se trataba de una mujer. Hablaba un español correcto pero con un fuerte acento que no logró identificar. Contaba historias de itinerarios de trenes que no coincidían, de largas esperas en las estaciones y de molestias inacabables para conseguir llegar al lago.
       —De Milano a Novara decía— todo iba bien. Pero allí, en lugar de conectar hacia Oleggio y Arona, fui a parar al norte. En la primera estación me bajé y, al ir a cambiar mis boletos en la ventanilla, el hombre que estaba allí y tenía aspecto de cura insistió en que le mostrara mis pechos. Así lo hice. Era la única manera de regresar. En Novara me esperaba el equipaje. Subí al tren que supe, luego, terminaba su viaje en Oleggio. Allí habría que esperar seis horas para tomar el que me dejaría en Arona, al pie del lago, donde habíamos quedado en vernos. En Oleggio, resolví subir al autobús que llega a pocos kilómetros de Arona. Cuál sería mi sorpresa al verte junto a la parada donde descendía. Ahí estabas, Gaviero loco, despistado como siempre. Nunca aprenderás con tu aire de marinero desembarcado a la fuerza.
       Esas últimas palabras le produjeron una súbita y arrolladora desolación. Era Ilona, su amiga triestina. Sólo ella, la impar, la única, le decía así. Y ése era su tan peculiar acento inconfundible. Su voz, sus pasos elásticos y firmes. Su cuerpo gustoso y blanco, convertido en cenizas en una absurda explosión de gas en Panamá. Volvió para mirarla y se encontró con una mujer de tipo español, con un aire aristocrático y moruno, que lo miraba con reproche como si fuera el culpable del caos ferroviario del que se venía quejando.
       —¡Ilona! —le dijo—, sin advertir lo necio de su equívoco, con los ojos bañados en lágrimas. La mujer se quedó mirándole con extrañeza, como si estuviera frente a un desconocido que, de improviso, se dirigía a ella. Se volvió de espaldas bruscamente y se alejó con paso gimnástico y juvenil, balanceando las caderas en un ritmo que él sabía tan propio de Ilona.
       Lo despertaron los sollozos que sacudían su pecho. El viento helado que azotaba las paredes de roca y el intenso olor de las hojas que le servían de colchón, lo volvieron brutalmente a la vigilia. Para él, en ese momento, por completo inescrutable y ajena. Volvió a dormir después de un rato. El Zuro lo despertó brindándole una taza de café. El Gaviero comenzó a beberlo a lentos tragos, con aire ausente y pesaroso.
       —Tiene que cuidar el sueño, mi don —le advirtió el arriero—. Aquí lo necesita para mantenerse vivo. Por la altura y el cansancio en estas parameras uno sueña mucho. Eso hace daño. No se reponen bien las fuerzas y nunca son sueños buenos. Pura pesadilla. Yo sé por qué se lo digo: los extranjeros que venían para intentar la minería, acababan todos locos y querían matarse entre ellos en la cantina o se tiraban a los remolinos del río para ahogarse.
       Nada comentó Maqroll a estas advertencias del Zuro. Sabía que lo que el muchacho relataba era muy cierto. El sueño con Ilona aún le trabajaba el ánimo, removiéndole dormidos demonios que hacía ya mucho tiempo no venían a torturarlo. Sin decir palabra, ayudó a cargar las mulas y a dejar limpio el sitio. Luego, emprendieron la subida de la cuesta que conducía a la cuchilla del Tambo. Cuando, al rato, el viento empezó a ser insoportable, el arriero le aconsejó que se pusiera, entre la camiseta y la camisa, una capa de hojas de frailejón tanto en el pecho como en la espalda. El abrigo resultó de una eficacia instantánea. El calor del cuerpo se conservaba intacto. Lo que convertía el ascenso en una tortura era el suelo de arena volcánica que cedía a cada paso, lastimando los cascos de las bestias y lijando las suelas del calzado. El frote, además, despedía un calor a menudo insoportable y un olor azufrado que quemaba las mucosas. Subían tres pasos y resbalaban dos. Así, durante muchas horas. Los descansos tenían que acortarse: en el páramo anochece muy temprano y caminar a oscuras en tales descampados era un intento suicida. Con las últimas luces, en medio de la desolada extensión de lava, en donde el único signo de vida eran las matas que se alzaban de trecho en trecho, luciendo la hermosa flor de su tallo central como una pálida y fúnebre llama ardiendo en la noche que se venía encima, divisaron las luces del campamento. Llegar ahí les tomaría al menos una hora. La luna llena comenzaba a iluminarles el camino. Mientras durase en el firmamento, no habría problema.
       Avanzaba inmerso en el recuerdo de su sueño. Como suele suceder en esos casos, a medida que iba pasando el tiempo, las imágenes, las palabras y el oculto sentido de lo soñado se habían ido precisando, ampliando, invadiendo zonas cada vez más profundas de su ser. Ilona, la triestina incomparable de cabellos de miel y perfil macedónico, la amiga sabia, vigilante, inflexible en sus sentimientos, había sido la única mujer que había percibido su tendencia a meterse en vagas empresas, siempre fastidiosas y siempre en la frontera con lo ilegal. Ella había sabido apartarlo a tiempo, con dos palabras, cada vez que se deslizaba en una situación semejante. Ahora caía en cuenta —mientras ayudaba a desatascar las mulas de los pozos de arena volcánica, en donde se hundían hasta la cincha— que las épocas cuando vivieron juntos eran las únicas en las que había conocido, al fin, algo semejante a la felicidad. Disfrutaba, entonces, de sus manías andariegas, sin soñar en improbables dorados ni en fortunas miríficas. Cuando viajaban, era ella la que escogía los itinerarios más convenientes, cuyo cumplimiento vigilaba sin ejercer otra autoridad que la de su sonrisa —siempre a flor de labio, dejando al descubierto sus grandes dientes de campesina tracia— y su buen juicio usado con tal naturalidad que lo hacía pasar desapercibido.
       Rumiando, durante el torturante remontar del páramo, los escondidos rincones del sueño que había tenido, descubría allí la clave de muchos de sus descalabros y desalientos. Comparaba a Ilona con Flor Estévez —compañera, también inolvidable, que lo cuidó durante su convalecencia de una picadura de araña jaripuá, allá en La Nieve del Almirante, ese tendajón miserable al pie de la carretera, en un páramo semejante a éste— y se daba cuenta de que Flor, al contrario de la triestina, solía entregarse de lleno a las fantasías del Gaviero y con él se embarcaba en las más insensatas que pasaban por la cabeza de su amante. Ella había sido la animadora del absurdo viaje por el Xurandó, en busca de unos impensables aserraderos. Allí había dejado buena parte de su salud y Flor, cuando él regresó a buscarla, había desaparecido. Pero la comparación entre las dos mujeres era, se dio cuenta por claves transmitidas en el sueño de la cabaña, por entero absurda e inútil. En Flor Estévez actuaba ese constante aguijón del deseo, siempre alcanzado pero jamás plenamente satisfecho, que mantenía sus relaciones a la deriva, en medio del clamor de los sentidos que todo lo nublaba, todo lo distorsionaba sin hallar salida. Era como debatirse en un túnel con un enjambre de delicias esquivándose sin cesar.
       Cuando regresó al presente, estaban ya ante los galpones del ferrocarril. Eran dos construcciones achatadas, hechas con lámina de zinc acanalada de color gris desvaído que se confundía con el paisaje. Una escuadra de peones dirigidos por un hombre alto y enjuto, de perfil alargado como de cuchillo de caza, que hablaba con marcado acento nórdico, venía hacia ellos con paso cansino, no exento de cierto fastidio. Al llegar frente a ellos, se quedó mirando al Gaviero como si fuese un arriero más de los que por allí pasaban. De pronto, cambió de actitud, como si recordara algo, y se acercó a saludarlo tendiéndole la mano con ficticia cortesía. Pasándose al francés, le preguntó cómo había sido el viaje hasta la cuchilla. Maqroll, en el mismo idioma, explicó algunos detalles de la travesía, usando igual tono neutro, y le solicitó un recibo de la carga que ya estaban acomodando en el interior de la bodega. El hombre sonrió con cierta condescendencia que irritó al Gaviero. Mañana le darían sus papeles; no había prisa. Los invitó a entrar, dando por sentado que pasarían la noche allí. En verdad, no era cosa de pensar devolverse para ir resbalando en la arena en plena noche hasta alcanzar la cabaña de los mineros. Sin embargo, eso era lo que, en el fondo, hubiera preferido. Entró para ver cómo habían acomodado las cajas en la bodega. Dos lámparas Coleman daban luz al interior de la misma. Allí estaban, cuidadosamente ordenadas, cajas de diversos tamaños en algunas de las cuales estaba escrita la palabra “frágil” en grandes letras negras. Al menos diez viajes como el que había hecho debieron ser necesarios para traer todo ese cargamento. Nada de esto le había dicho Van Branden. Era posible que hubiesen venido por otro camino. El hombre que los recibió, cuya nacionalidad no lograba descubrir el Gaviero, vigilaba con extrema atención el manejo de las cajas que acababan de llegar. En algunas de ellas se escuchaba, cada vez que las movían, un tintineo de metales. El hombre fruncía el ceño con preocupación, a cada campanilleo. ¿Por qué, se preguntaba Maqroll, sólo hasta ahora escuchaba ese sonido? Tal vez los ruidos del exterior y, luego, el viento del páramo, le habían impedido oírlo. Otra cosa que le intrigaba mucho era que ni en las cajas de madera, ni en la papelería usada para registrar lo recibido, ni en parte alguna de los galpones, se advertía el nombre de la compañía encargada de los trabajos en la cuchilla.
       Terminada la tarea en la bodega, fue invitado a compartir la mesa, instalada en una construcción gemela que se comunicaba con el almacén por una pequeña galería en forma tubular, también de zinc. El Zuro se quedó a cenar con los peones que habían acomodado las cajas. Sentado en la cabecera de la mesa, esperaba un personaje de pequeña estatura, algo jorobado, con espesas cejas entrecanas y nariz aplastada, que dijo ser agrimensor, natural de Dantzig y respondía al apodo de Kraken. El de elevada estatura se presentó como ingeniero, nacido en Bélgica. Al decir su nombre lo hizo en tal forma que no se logró entender claramente. Era algo como Martens o Harlens. La cena, compuesta de alimentos enlatados y rociada con vino o cerveza de calidad poco común en esas tierras, transcurrió prácticamente en silencio. Sólo algunas palabras anodinas, relacionadas con el clima o con las dificultades del viaje, dieron lugar a breves diálogos que terminaban pronto en un silencio hastiado e insípido. Maqroll tomó nota de que ni la loza, ni los cubiertos, ni el trozo de tela que hacía las veces de mantel y que debió de conocer tiempos mejores, tenían marca ni señal que indicara su procedencia. Pero lo que más le intrigó fue que a las botellas de vino y cerveza y a las latas de atún, sardinas y verduras en conserva les habían quitado las etiquetas y raspado cuidadosamente toda marca o letrero. La sobremesa no se prolongó mucho. Con un seco “buenas noches” los dos extranjeros se fueron a dormir a sendos gabinetes que estaban al extremo opuesto del lugar que servía de comedor. A Maqroll le indicaron que podía dormir en una hamaca que los peones le tenderían en una esquina de la bodega. Cuando pasó al baño, lo esperaba el Zuro, quien le hizo señas de que deseaba hablar con él a solas. Fueron a un improvisado establo, pegado a la bodega, construido con troncos de madera sin desbastar, donde pasaban la noche los animales que hasta allí llegaban. El Zuro comentó:
       —¿Sabe que no han trazado ni un metro de vía y que los peones nada saben de ferrocarril ni de nada parecido? Hay que andarse con cuidado, mi don. No sé por qué se me ocurre que, al final, lo van a querer joder.
       Cuando el Gaviero iba a contestarle entró, de improviso, el supuesto belga, fingiendo que pasaba revista al sitio antes de irse a dormir. Tenía esa expresión de “no sé, ni me importa lo que están hablando” que suelen poner los que precisamente sí saben y sí están interesados. “Buenas noches”, dijo con una desmayada sonrisa que dejaba al descubierto una dentadura echada a perder por el tabaco y la falta de limpieza.
       Ya en su hamaca, envuelto en todo lo que tenía a mano y protegido, además, por un lecho de hojas que le había puesto el Zuro, el Gaviero intentó dormir de inmediato, confiado en el cansancio que lo agobiaba. Pero no le fue posible hallar el sueño. La visita de Ilona, la noche anterior, escondida tras unos vagos indicios de Amparo María, le había dejado un desasosiego, una vieja angustia que, de nuevo, venía a minar las pocas fuerzas que le quedaban y el escaso ánimo que le permitía seguir adelante. Paralela a esta visitación, y entrecruzándose con ella, le torturaba la maligna condición de la empresa en que se estaba embarcando. Ahora era obvio que Van Branden lo había hecho víctima de un engaño tan torpe como evidente. ¿Cómo pudo caer en él y, en verdad, casi sin necesitarlo? Con el dinero que le enviaban de Trieste hubiera podido ir tirando hasta encontrar algo más sólido y menos turbio. Era claro que perdía facultades, que se estaba dejando llevar por la pendiente y que, de seguir así, acabaría mal en poco tiempo. Tomó la determinación de hablar, al regreso, con el belga. Trataría de salir del compromiso vendiendo las mulas y largándose de La Plata lo más pronto posible, en el primer barco o caravana de planchones que bajaran por el río. Al fin consiguió dormir. Cayó en un sueño profundo. En la madrugada lo despertó el Zuro anunciándole que las mulas estaban listas y que podían partir tan pronto desayunaran. Nadie estaba en las bodegas, le explicó el arriero; todos habían salido desde muy temprano con el pretexto de que iban a levantar unos planos al final de la cuchilla, en lo más alto de ésta. “Tómese su café —agregó— y larguémonos de aquí. No creo que nos quieran tener por más tiempo rondando por estos lugares. Son gente muy rara”.
       Maqroll tomó el café y, en seguida, emprendieron el descenso en medio de una espesa niebla que corría empujada por el viento helado de la sierra. Este les quemaba el rostro y hería los muslos como una dentellada insistente. Se protegieron con hojas de frailejón y siguieron el camino que resultaba aún más peligroso de bajada. Las mulas, ya sin carga, trataban de apresurar el paso y resbalaban a cada instante en el movedizo suelo de arena volcánica. En los ojos de las bestias afloraba un pánico desolador. Por fin, derrengados y transidos de frío el rostro y las manos, llegaron a la cabaña de los mineros. Las punzadas en las piernas y el ardor en la piel que no consiguieron proteger del castigo de la ventisca, casi no los dejaban relajarse para descansar. El lecho de hojas que había preparado el Zuro el día anterior estaba, por fortuna, intacto. Allí lograron tenderse, derrumbados por el cansancio. El Zuro tuvo que friccionar las patas de las mulas con aceite de coco que había traído consigo. “Esto les mantiene el calor. De lo contrario mañana no las para nadie”. El Gaviero le preguntó por qué no lo usaban ellos también: “No, mi don”, le explicó el muchacho. “La gente se calienta sola. Ya verá como dentro de un rato estaremos bien. Lo que pasa con las mulas es que tienen la sangre más espesa y cuando se enfrían es muy difícil que vuelvan a calentarse para descansar”. Había que aceptar como válida la extraña teoría del Zuro. Maqroll abrió las páginas de la Vida de san Francisco de Asís y se concentró durante varias horas en esa lectura que aliviaba sus pesares con eficacia infalible. Una sonrisa corría de vez en cuando por su rostro. El Zuro lo miraba con asombro, sin atreverse a interrumpirlo: esas historias de santos eran para él algo entre misterioso y prohibido. Más valía no averiguar demasiado sobre ellas, ni tratar de conocerlas de cerca.
       Al día siguiente bajaron al llano de los Álvarez. El clima de la tierra templada actuó, como siempre, en el ánimo de Maqroll. Tenía deseos de conversar con don Aníbal y averiguar más detalles respecto del tal ferrocarril y de las gentes vinculadas a la obra. Fueron recibidos por el hacendado con muestras de cordialidad y preocupación por la prueba que hubiera podido significar la subida hasta el Tambo. En un momento en que estaban solos, desensillando las mulas en el establo, había aparecido Amparo María. El Zuro se ausentó discretamente mientras la muchacha abrazaba al Gaviero con efusividad hasta entonces poco frecuente. En palabras cariñosas y entrecortadas, le contó que había temido mucho por él, no solamente por el castigo del páramo, sino por las gentes que allá vivían y que le despertaban una prevención sombría e inexplicable. El cuerpo tibio y recio de la muchacha, ceñido al suyo con una intensidad nueva y reveladora, le transmitió una serenidad y un bienestar que prolongaban la acción bienhechora de la tierra del café y de la caña donde recuperaba, intactas, las ganas de vivir y el amor por los dones del mundo.
       Durante la cena, que fue servida en el corredor, Maqroll comenzó a sondear a don Aníbal sobre las dudas que le habían surgido en su visita al Tambo. El dueño de casa eludió todo comentario concreto al respecto. Era evidente que esperaba hablar de esto cuando los demás se hubieran ido a dormir. Así lo entendió Maqroll y esperó la ocasión. Terminada la cena, don Aníbal encendió un puro y, meciéndose en la silla, comenzó a saborear una taza de café negro al que le había agregado unas gotas de brandy. El Gaviero empezó también a tomar su café. No quiso agregarle ningún licor. Las mujeres que habían servido la cena, entre las cuales aparecía, de vez en cuando, Amparo María, levantaron la mesa y se despidieron para recogerse en sus habitaciones. Tras un rato en silencio, don Aníbal comenzó a hablar. Ya había entrado la noche y sólo se veía la luz de su cigarro moviéndose a ritmo con sus palabras. Maqroll se dispuso a escuchar. No tenía sueño y le interesaban sobremanera los comentarios del hacendado.
       —Mire —comenzó éste, dando una intensa chupada al puro que iluminó un instante sus facciones—, no es mucho lo que le puedo contar respecto a esa obra. El proyecto de construir una vía férrea que, pasando por la cuchilla, cruzará la cordillera, es un plan del que se ha hablado desde hace muchos años. Ya mi padre lo mencionaba cuando llegamos aquí. Pero, al poco tiempo, comenzaron a construir la carretera que, pasando por otra parte, cumple la misma función que la vía férrea. Ésta fue cayendo en el olvido. Quienes primero intentaron un trazo e hicieron algunos trabajos previos fueron unos ingleses. Al principio gente muy ordenada y seria. Pero sucedió que algunos de ellos, en sus horas libres, comenzaron a lavar arena en las orillas de las quebradas, en busca de oro. Parece que encontraron algunas pepitas y eso les sirvió de aliciente. Con lo poco que consiguieron lavar, ganaban muchísimo más que el salario que recibían en el ferrocarril. Las obras de éste acabaron por ser suspendidas y la región se llenó de gambusinos. Aún hay, en algunos lugares, restos de la vía y hasta vagones que armaron para almacenar herramienta y alimentos en conserva. También los galpones del Tambo fueron construidos entonces. Lo del oro no prosperó. Después del primer entusiasmo, parece que no se volvió a encontrar nada que valiera la pena. Tanto la vía férrea como la minería cayeron en un olvido absoluto. Hace unos meses comenzaron rumores de que las obras iban a reiniciarse. Hablaron de una compañía belga y se notó cierto movimiento en La Plata. Algunas recuas de mulas subieron con cajas semejantes a las que usted acaba de llevar. Pero todo resulta muy extraño: los que están allá arriba no han realizado ninguna obra. Recorren el monte, al parecer sin finalidad precisa, buscando vaya usted a saber qué. Los que llegan a La Plata pagan más o menos regularmente sus compromisos, suben y bajan por el río, a veces llegan hasta el Tambo, pero también parece que buscaran otra cosa. Por aquí pasó el tal Van Branden. Yo no he viajado nunca, ni la capital visito, pero puedo decirle que ese tipo no me gustó nada. Para comenzar, no creo que se llame así. Confunde su nombre y cae en contradicciones al pronunciarlo. Firma con unos garabatos, siempre diferentes. Algo me dice que ya había estado por estos rumbos, usando otro nombre. Pudo ser desde el tiempo en que estuvieron los ingleses. Aquí se le atendió, como hacemos con todo forastero, pero muy pronto se dio cuenta de que despertaba sospechas y nunca lo volvimos a ver. Me dicen que pasa de largo, ya entrada la noche. No sé. Una cosa sí puedo decirle: ese hombre corre con mucha suerte. El ejército cerró el puesto militar en La Plata y por esa razón no existe vigilancia alguna en la región. Con la tropa aquí, el tal Van Branden, o como se llame, hubiera tenido que identificarse y declarar exactamente qué es lo que hacen él y su gente. Eso se lo garantizo.
       Un cierto desasosiego tornó a inquietar al Gaviero. Su experiencia con la fuerza armada en esos países había sido en extremo aleccionadora. Cuando navegó por el Xurandó, pudo cerciorarse de la clase de control que ejerce y con qué métodos sabe poner orden y mantenerlo. En particular, él no tenía queja alguna. Al contrario, le habían salvado la vida cuando estuvo a punto de morir, víctima de un mal, al parecer incurable, que asolaba la región. También fueron a rescatarlo cuando, de regreso, iba a internarse en los rápidos en donde perecieron sus compañeros de viaje. Pero había sido testigo de actos de justicia expedita, cuyo recuerdo le ponía aún la piel de gallina. Todo esto le vino a la memoria en un torrente abrumador. Sintió como si fuera a recomenzar una antigua pesadilla. Con las fuerzas menguadas y algunos años más encima, la perspectiva le aterraba. Prefirió no pensar más en el asunto. Don Aníbal, que se había dado cuenta de la reacción del Gaviero, acudió en su ayuda y pasó a comentarle sobre algunas mejoras que pensaba hacer en la finca y se extendió en una pormenorizada descripción de aquéllas, olvidando, o tal vez no queriendo tomar en cuenta, que Maqroll, en sus largos años de andar por mares y puertos como un tránsfuga sin sosiego, había perdido ese mundo de su infancia. Calló don Aníbal y los dos se quedaron largo rato en silencio, contemplando el cielo estrellado del que bajaba una paz lenificante, señal de nuestra bien escasa presencia en los planes del universo. Tornó el sosiego al alma de Maqroll y con él, el sueño. Volteó a ver a su interlocutor y notó que cabeceaba suavemente, con el cigarro en la boca, mientras la ceniza caía sobre la blanca camisa almidonada. En voz baja le dio las buenas noches y se fue a dormir en el pequeño galpón reservado para los huéspedes, contiguo a las pesebreras.
       De regreso a La Plata, se enteró de que Van Branden no había llegado aún. Lo esperaban en el próximo barco. Al menos eso era lo que le habían escuchado decir cuando partió, lo cual no indicaba nada cierto. Esos anuncios suyos, para tranquilizar acreedores y personas vinculadas a sus planes, nadie los tomaba ya en serio. Maqroll se dispuso a esperar. Tampoco había llegado cargamento alguno para subir al Tambo. Reanudó sus sesiones de charla y de lectura con la ciega. Le traducía con placer muchas de las páginas de los dos libros que había traído consigo y que estaban escritos en francés. Ella, por su parte, le proporcionaba información sobre la zona y los sucesos ocurridos allí en los últimos veinte años. A medida que la iba conociendo mejor, aumentaba su admiración por doña Empera, cuya inteligencia y buen sentido le parecía que hubieran merecido mejor suerte que la de hundirse en ese caserío manteniendo una casa de huéspedes, en medio del caos y la violencia intermitentes que asolaban la región. Era muy de escuchar, por ejemplo, la forma como juzgaba ciertos actos del Príncipe de Ligne, cuyos verdaderos motivos yacían, cuidadosamente disimulados, en la transparente y sápida prosa de sus cartas. La ciega solía desentrañar la verdad, oculta por el gran señor belga, y la ponía en evidencia con palabras de todos los días. Casi siempre, doña Empera daba en el blanco y las cosas sucedían como ella las había previsto. En estas largas veladas, Maqroll olvidaba sus lacerías y los achaques físicos que, con inopinada insistencia, empezaban a recordarle el paso de los años.
       Por aquellos días llegó Amparo María para visitar a su amigo. Cuando la muchacha entró en su cuarto, él salió un momento para hablar con la dueña de la pensión. Le indicó que no quería prolongar esos amores dada la relación, amistosa y de confianza, que tenía ya con don Aníbal. Temía que el asunto diera pábulo a un chisme desagradable, que lo pondría en una situación embarazosa con el hacendado, por el que sentía un cordial respeto. La ciega lo tranquilizó, explicándole que el hacendado solía hacerse el de la vista gorda en estos asuntos. La muchacha ya había venido en ocasiones anteriores a la pensión, en compañía de amigos de los Álvarez que pasaban por allí, antes de subir al llano, o de regreso de éste. Además, prosiguió, era en extremo discreta y reservada. Le convenía serlo porque, de tener que volver a su tierra, le esperaba allí un problema delicado: se trataba de un teniente de infantería de marina que había intentado violarla y amaneció con dos puñaladas en el pecho alfondo de una cañada. Nunca se aclaró el asunto, pero los marinos no suelen olvidar esas cosas. Maqroll regresó a su habitación, no del todo tranquilo. El deseo que le despertaba la joven podía más que toda prudencia y temor.
       Hicieron el amor con una nueva intensidad, nacida, tal vez, de las sombras que empezaban a acumularse alrededor de ellos. Acostados en el precario lecho de guadua, mirando hacia el río que descendía frente a la ventana, apenas protegida por una débil tela que no dejaba entrar los mosquitos, conversaron durante el resto de la noche. Amparo María, la morena con cintura de gitana y palabras escasas, se mostró, detrás de su aire arisco y fiero, como una criatura maltratada por la vida, con una sed de cariño oculta por la desconfianza y el temor de ser lastimada. De allí sus frecuentes reacciones, de una súbita brusquedad. Por igual motivo, en el acto del amor acababa reservándose siempre el último momento y el poseerla se convertía para Maqroll en una laboriosa brega donde la cautela lo obligaba a dosificar el disfrute de ese cuerpo, cuya inquietante e intensa belleza abría vastas posibilidades que era necesario negociar cada vez con mayor astucia. Pero, por otra parte, Amparo María se mostraba tierna y cálida, con la espontaneidad de todos los que viven en espera de una caricia o de una palabra amable que los rescate de la jaula que ellos mismos se construyen. La adversidad le impedía expresar tales sentimientos con la generosa y secreta vocación que constituía el auténtico núcleo de su carácter. Su conversación iba desenvolviéndose en una suerte de espiral, partiendo siempre de largos silencios, al parecer huraños, hasta llegar a una juguetona alegría llena de humor infantil y de candor jamás ensayado. Habían hecho los dos una buena amistad, a fuerza de construir un clima de confianza y entrega sin reservas. Esto había sido obra del Gaviero, quien adivinó la auténtica personalidad de su amiga. A sus años, solía pensar, no estaba nada mal el tener en sus brazos una mujer joven cuyos rasgos y proporciones le recordaban antiguas amistades femeninas en los pequeños puertos del Mediterráneo, en donde una mujer de tales prendas solía conquistarse, si bien con riesgo de la vida, en los oscuros serrallos de Orán o de Susa. En el umbral de su vejez, el Gaviero estaba aprendiendo a conformarse, sin remedio pero con creces, con lo que nos es dado fatalmente a cambio de lo que hubiera podido ser y ya nofue. El azar le entregaba a Amparo María, él la hubiera querido unos veinte años antes para guardarla en una escondida quinta de Catania. La tenía aquí, cansado y en medio de una tierra de horror y desamparo. Seguía siendo un regalo de los dioses.
       Algo de esto comentó luego con la dueña y ésta le explicó, con un cierto dejo de irónica resignación:
       —Sí, Gaviero. Esos tráficos a los que nos empujan los años, todos los tenemos que hacer. Lo malo es que nos toman de sorpresa. Siempre comienzan mucho antes de que nos demos cuenta de que estamos haciéndolos. Los ciegos, ya se lo podrá imaginar, tenemos que aprender a arreglárnoslas desde el momento en que ya no podemos ver más. Es más duro. ¿No lo cree así?
       Maqroll asintió sin captar por completo lo que doña Empera quería decirle. Esto lo tranquilizó:
       —No, no es verdad. Es igual, Gaviero, todo es igual. La vida es como estas aguas del río que todo lo acaban nivelando, lo que traen y lo que dejan, hasta llegar al mar. La corriente es siempre la misma. Todo es lo mismo.
       Nada pudo o quiso agregar a las palabras de la ciega. Se parecían demasiado a las que repetía para sí desde hacía años. El viaje hasta el páramo había servido, además, para confirmarlo en sus certezas y devolverle la indiferencia, vieja conocida que solía salvarlo de padecer descalabros mayores y soldaba, con infalible eficacia, las grietas por donde, en ocasiones, sentía que se le pudiera escapar el alma. Era una indiferencia muy peculiar, gemela a la que le predicaba la casera: al tiempo que no lo dejaba derrumbarse, seguía brindándole ciertos dones del mundo que le proporcionaban la única razón cierta para continuar viviendo.
       Van Branden llegó, en efecto, en el próximo barco. Cuando el Gaviero supo de su arribo, el hombre estaba ya en la cantina, en la mesa del fondo, apurando, uno tras otro, grandes vasos de ginebra con agua. Tenía los ojos inyectados y el amargo descontento le marcaba, debajo de los ojos, unas bolsas grises que se perdían en las ojeras nacidas del insomnio implacable. El diálogo no iba a ser fácil. Maqroll le informó sobre los resultados del primer viaje. El hombre masculló algún comentario anodino y luego le increpó por haber llevado hasta la cuchilla al joven arriero: “Si va a usar a uno de estos mierdas, déjelo en la cabaña de los mineros. No me meta esa gente allá arriba”. El Gaviero prefirió no discutir el asunto y pasó a lo que le interesaba: el pago de su trabajo. Lo único que pudo sacar en claro de la descabalada charla del flamenco, que, a veces, se antojaba algo fingida, fue que el barco siguiente traía nuevas cajas para subir. Esta vez serían más grandes y delicadas. La suma que le había dado alcanzaba para pagar, por lo menos, dos viajes más. ¿De qué diablos se quejaba entonces? No consiguió Maqroll sacar más en limpio. Van Branden no salía de su rezongante terquedad de borracho, dejándolo todo en la misma vaguedad de antes. Pero un nuevo elemento vino a surgir en este encuentro, que dejó en el Gaviero una imprecisa señal de alarma. Imprecisa pero suficientemente clara como para despertar en él las viejas defensas del que ha sido zarandeado por la suerte en tantos rincones de la Tierra. Fue como una sombra de miedo, de contenido pánico, que se asomaba por entre las entrecortadas frases de Van Branden. La altanera impunidad que éste había usado hasta ahora daba paso a un pusilánime farfulleo, a una frágil madeja de obviedades repetidas en circular insistencia de beodo ladino pero inerme.
       Encerrado en su cuarto, con el balcón abierto de par en par al manso y nocturno correr de las aguas, el Gaviero trataba de asir la huidiza señal de peligro que le había despertado la entrevista. Después de varias horas de vigilia, consiguió llegar a conclusiones que le parecieron evidentes: la tal vía férrea, aun si era real, escondía otra cosa, un propósito que quería mantenerse velado por razones que tenían que ver con una transgresión a la ley; la pareja de extranjeros que estaban en las bodegas de la cuchilla eran, junto con Van Branden, parte de esa conspiración; los habitantes de La Plata y los del llano de los Álvarez tenían dudas sobre la verdad del proyecto ferroviario y desconfiaban de la honestidad de los gestores del mismo, que daban allí la cara con sospechosas reservas. Todo esto era posible gracias a la ausencia, al parecer transitoria, de autoridades en la región. Esto fue lo que logró sacar en limpio. Era, bastante para obligarle a tomar precauciones en el segundo viaje que se avecinaba. Hablaría con don Aníbal, exponiéndole francamente el resultado de sus lucubraciones. Estaba seguro de que el hacendado podría aclararle, gracias a su buen criterio y a su rectitud, algunos aspectos que seguían en la sombra. Contaba con la mutua simpatía que era evidente en su trato con el patrón de Amparo María.
       Dos días más tarde llegó a La Plata el nuevo cargamento. Se trataba de siete cajas alargadas, cuyo peso era tal que cada mula sólo podía con una. Las dos que sobraron las llevó al cuarto de Van Branden, en la pensión de doña Empera. El Zuro se encargó de disponer la forma como debían cargarse las mulas sin lastimarlas y sin que las cajas corrieran peligro de deslizarse en las cuestas. No fue fácil, pero el arriero mostró una habilidad y un empeño tales que, finalmente, todo quedó listo a satisfacción de Maqroll. En una madrugada brumosa y húmeda, tras despedirse de la dueña y encargarle una gran discreción respecto a lo que quedaba bajo su custodia, el Gaviero partió para su segunda subida al Tambo. Cuando llegaron a la tierra media, los cafetales estaban en flor. Las mujeres se dedicaban a la tarea de quitar las hojas secas de cada mata y cortar el tallo que, en el centro de algunas, sobresalía causando daño al fruto. El aire tibio traía el aroma de las flores de cafeto que daban, por su blancura, la imagen de una impensada nieve sobre el verde dombo de los cafetales. Los cantos de las mujeres y el tropel de las aguas de la quebrada que bajaba de la montaña, concedieron a Maqroll una tregua de dicha y de olvido sin interferencias ni sombras. Esa mañana de la tierra caliente emergía, como por milagro, de los días de su infancia. La serranía, envuelta aún en el velo azulenco de una niebla traslúcida, con sus caminos que subían en zig-zag, uniendo las humildes viviendas de los arrendatarios, daba la impresión de un vasto poderío, de un dominio sin límites, protector pero, al mismo tiempo, de una imponencia sobrecogedora. Esa presencia majestuosa le trajo el recuerdo de ciertos sueños que lo visitaban en alta mar y que, ahora lo sabía, acudían para recordarle su inapelable vínculo con ese paisaje y con la cambiante maravilla con la que solía poblarlo su recuerdo. En un recodo del camino, antes de comenzar la cuesta que subía hasta la hacienda, le esperaba Amparo María. Llevaba un largo delantal blanco que le daba un aire de sacerdotisa, al que contribuían las tijeras de podar que tenía en la mano. La muchacha le besó en la boca con un dejo de desafío y le habló al oído haciéndole cosquillas con su cálido aliento: “Don Aníbal quiere hablar a solas contigo. Manda decir que cuando llegues a la casa, lo acompañes afuera con un pretexto que va a darte. Pero antes vamos a descansar debajo de aquella mata de café que acábo de arreglar para que podamos escondernos sin que nadie nos vea”.
       Esa invitación, que ocultaba una tierna promesa, prolongaba el febril bienestar que le invadía. Hizo al Zuro señal de que siguiera adelante y se internó en la plantación, guiado por la muchacha que sonreía con la misma malicia de las estatuillas etruscas vistas en un museo del Adriático. Bajo el domo protector de un cafeto de follaje verde cerúleo, Amparo María había preparado un lecho de hojas de plátano secas. Se tendió, despojándose de la ropa en un gesto instantáneo y enfático. El Gaviero la acariciaba lentamente, mientras, a su vez, se libraba de la ropa en gestos pausados y silenciosos. Entró en ella en un acto que sentía como un ritual sagrado y la muchacha comenzó a fingir una exaltación que acabó siendo sincera a fuerza de admiración y gratitud hacia ese extranjero que, con el peso de sus años, traía también la devastadora y enervante experiencia de tierras desconocidas y de ebrias jornadas de peligro y deleite. Permanecieron un buen rato abrazados, mientras el sol, colándose por los intersticios de la cúpula vegetal, recorría sus cuerpos con manchas de luz que señalaban el paso de las horas. Cuando Maqroll se resolvió a partir, Amparo María se vistió con la misma presteza con la que se había desnudado. Tenía una expresión seria, intensa, como si hubiera madurado bruscamente. Besó de nuevo al Gaviero en la boca, con avidez, y corrió a reunirse con sus compañeras que acudían a la llamada para la comida.
       Cuando el Gaviero alcanzó al Zuro, éste ya había subido buena parte de la cuesta. “Las mulas vienen cansadas. A ver si aguantan en el páramo —le comentó a Maqroll, quien debía traer en el rostro la serenidad de los bienaventurados, porque el arriero le comentó, en tono zumbón—: Cuando despierte hablamos. Quién va a pensar en el páramo estando en los cafetales. Cada cosa a su hora, decía mi abuelo. Era cafetalero. A mí ya no me tocó y aquí estoy luchando con bestias que parecen paridas por el diablo. Hoy están peor que nunca. La carga las viene incomodando, no por pesada, sino porque les lastima las ancas”. Maqroll continuó en silencio. Nada tenía que comentar a las palabras del Zuro y prefirió refugiarse en un mutismo que prolongara un poco más su pasajera felicidad. No esperaba que le fuera otorgada de nuevo. Llevaba cuenta minuciosa de las visitaciones de ese orden y algo, allá adentro, le decía que estaba acercándose al final de la cuerda y que esos momentos de plenitud estaban a punto de ser cancelados.
       Cuando llegaron al llano de los Álvarez, don Aníbal salió a recibirlos. Aún traía puestos los zamarros. Venía, les dijo, de buscar unas reses perdidas en el límite de la finca con el páramo. Invitó al Gaviero a pasar a la terraza y ordenó que trajeran café mientras se cambiaba de ropa. Cuando estuvo de regreso, empezaron a saborear en silencio los grandes tazones de café humeante y aromático. Pasado un rato, el hacendado le propuso en tono natural, sin dar mayor importancia a sus palabras: “Por qué no me acompaña hasta la quebrada. Quiero mostrarle unos frutales que tengo sembrados al borde del agua y que se están dando muy bien. Creo que van a interesarle”. El Gaviero asintió inmediatamente, un tanto divertido por lo artificial del pretexto, ya que bien sabía don Aníbal cuán poco le interesaban a Maqroll este tipo de cosas, ajenas a su larga vida de marino. Descendieron lentamente hacia la quebrada, tratando de no resbalar por el sendero húmedo y arcilloso. El hacendado se internó en un pequeño arbolado que crecía paralelo a la corriente. La algarabía de los pericos llegaba, en momentos, a hacerse insoportable. Invitó a Maqroll a sentarse a su lado en la gran piedra que se alzaba en un remanso de la quebrada. Miró a su alrededor y, sin ningún preámbulo, empezó a tratar el asunto:
       —Bien, amigo. Es sobre la historia esta del ferrocarril. A usted le consta que siempre he tenido las mayores dudas sobre el tal proyecto. Esta madrugada quise confirmar algunas de mis sospechas y subí hasta el borde del páramo, con el pretexto de las reses perdidas, para hablar con los pastores que me cuidan un rebaño de ovejas que tengo allá arriba. Ellos saben todo lo que pasa por allí. Confrontando lo que me contaron con las noticias que he venido recibiendo de La Plata, puedo asegurarle lo siguiente: no hay tal vía férrea, ni sombra de proyecto en ese sentido. Lo que están almacenando en las bodegas y que usted está llevando ahora al Tambo, no son aparatos de precisión, ni maquinaria de ninguna clase. Ya van tres veces que llega a las bodegas a medianoche gente para llevarse las cajas o el contenido de las mismas. No se sabe adónde van con esto. Por dos razones me he resuelto a prevenirlo: la primera es que, como tengo la convicción de que es ajeno a toda la historia y siento simpatía por usted y por las personas de su condición, no quisiera verlo terminar mal en ese peladero sin ventura; la segunda tiene que ver con mis intereses y los de mi gente. Ya puesto sobre aviso, usted puede informarme sobre lo que suceda en el Tambo o en La Plata en relación con todo este asunto. Así puedo prevenir cualquier peligro, con tiempo para preservar a los míos de lo que acaso suceda. Es posible que eso tome algún tiempo. Tal vez haga uno o dos viajes más con sus mulas. La señal de alarma va a llegar, primero, a La Plata y no a la cuchilla, en donde creo que se están confiando más de la cuenta. Hágame saber cualquier noticia por medio de Amparo María, que es mujer leal y más advertida de lo que parece. Aquí tomaré de inmediato medidas para evitar una desgracia.
       —Don Aníbal —repuso Maqroll—, ¿qué es, concretamente, lo que usted está temiendo? Yo, con mucho gusto, le informo sobre lo que sepa en La Plata y en el Tambo. Pero quisiera saber un poco más sobre lo que nos amenaza, para no confundir rumores sin importancia con noticias graves. Debo decirle que en el caserío de La Plata todo me inquieta. Allí no sucede nada que pueda dejar tranquilo al más tonto. Siento por usted y los suyos un sincero afecto y mucho respeto. La confianza que me está demostrando ahora me compromete aún más y me confirma en su devoción por la lealtad y la justicia. Pero dese cuenta de que si no me da algunos indicios de sus temores, es posible que el peligro me pase por las narices sin que lo pueda ver.
       —Tiene razón, amigo —respondió don Aníbal—. Voy a ponerlo un poco en antecedentes. Esta tierra anda revuelta hace muchos años. No sé ahora, a ciencia cierta, lo que pueda suceder, ni quiénes están detrás de esta historia. No es fácil seguirle la huella a estas cosas que suelen transitar caminos muy oscuros y alrevesados, antes de salir a la luz. En casa de Empera, en la cantina, en el muelle, arriba, en el Tambo, y también en la cabaña de los mineros, perciba todo lo que suceda de nuevo, todo lo que salga de la rutina, todo indicio de cambio en la vida de las personas con las que trata. No puedo decirle más, no porque me lo calle, sino porque tampoco yo sé de dónde va a venir el golpe. Si le digo que se trata de un movimiento subversivo, a lo mejor es una maniobra de los militares o un ajuste de cuentas entre ellos o entre los distintos grupos de contrabandistas. Más me interesa lo que pueda advertir en La Plata que lo que vea en el Tambo. Allá tengo gente que vigila constantemente. No quiere esto decir que descuide a los dos pájaros que se esconden en la cuchilla. No les pierda el ojo. Pero el río, amigo, el río es el que trae las sorpresas más terribles. Nada bueno ha viajado por esas aguas desde que vivo aquí. Yo sé cómo se lo digo. Ahora subamos. No quiero que sospechen en la finca que andamos en algo usted y yo. Pobre gente, son de una fidelidad conmovedora y me siento responsable de lo que pueda ocurrirles. Nosotros los trajimos. Por cierto, no comente nada de esto con el Zuro. Es leal y muy listo, pero le gusta hablar mucho y ya me ha metido en problemas. No desconfíe de él; desconfíe de su lengua. Eso es todo.
       Subieron a la casa de la finca y el Gaviero fue a ver las mulas. El Zuro las había descargado, con ayuda de un peón, y allí estaban comentando sobre la forma curiosa de los empaques. Hizo señas al Zuro de que cortase el diálogo. El peón se fue de inmediato y el arriero comenzó a darles de comer a las bestias. Esa noche durmieron en el establo. Maqroll no quiso dejar las cajas al alcance de algún curioso. La conversación con don Aníbal lo había puesto sobre aviso. Ahora ataba cabos de sus conversaciones con Van Branden y de algunas alusiones de la ciega. Empezaba a percibir con mayor evidencia el terreno minado y huidizo por el que andaban sus asuntos.
       A la mañana siguiente, partieron antes del alba en dirección al refugio de los mineros. Al poco rato, las mulas comenzaron de nuevo a dar señales de cansancio. Cada vez se mostraban más ariscas a las órdenes del Zuro. Así llegaron a la cuesta. El camino subía en zig-zag, bordeando un precipicio que, a cada tramo, se hacía más profundo. La senda se estrechaba peligrosamente, ciñéndose a la pared cortada a pico, de la que sobresalían grandes piedras que no había sido posible remover. Las mulas, al iniciar el ascenso, comenzaron a temblar y se resistían a seguir adelante. “Es por la carga —explicó el Zuro—, sienten el peligro con el peso mal repartido. Vamos a pasarlas una a una, porque, si se trancan todas en la mitad de la subida, no hay manera de regresarnos y nos lleva la trampa bregando con estos animales. Para colmo, con la lluvia el piso está como jabón”.
       El Gaviero propuso avanzar un poco más. No quería que los sorprendiera la noche por el camino, antes de llegar a la cabaña. Así lo hicieron, pero, cuando iban un poco más arriba de la mitad de la cuesta, las mulas ya no quisieron seguir. Pusieron, entonces, en práctica el consejo del Zuro. Las primeras mulas pasaron sin problema. Maqroll las esperaba arriba y el arriero las iba llevando una a una de cabestro. Cuando subía con el último animal, éste se asustó con un pájaro que partió de improviso de la pared rocosa. El camino era tan estrecho que, al dar algunos pasos hacia atrás, el peso de la carga arrastró la mula al precipicio. Ningún ruido acompañó la caída. Era tan hondo el abismo que las nubes cubrían por completo el fondo. De vez en cuando, el viento traía el ruido del torrente que corría allá abajo. Las bestias advirtieron la falta de su compañera y esto las puso aún más inquietas. Finalmente, alcanzaron la cumbre. La operación había sido agotadora y la noche se venía encima. Una lluvia torrencial y helada se desató en medio de rayos cuyo chasquido se oía cada momento más cerca. Las mulas temblaban y los relámpagos iluminaban sus ojos desorbitados por el pánico. Era casi la medianoche cuando lograron llegar a la cabaña. De inmediato, descargaron los animales para aliviarlos del agotamiento que traían. Prepararon, cada uno, su lecho con hojas de frailejón de las que siempre había reserva dentro del refugio. El Gaviero encendió el cabo de vela que traía para su lectura nocturna y, al mismo tiempo, vio un papel sujeto en un clavo herrumbroso que había en la pared para colgar los aperos de las bestias o las ropas de los caminantes. En un español macarrónico, escrito en letras de imprenta, con el evidente fin de que no se pudiera identificar quién lo había hecho, daban instrucciones a Maqroll de esperar allí. La carga sería recogida antes del mediodía siguiente. Mezclado con el alivio de no tener que hacer el terrible camino del páramo hasta el Tambo, sintieron la sorda presencia de un peligro oculto, sobre el cual prefirieron no hacer comentario alguno. Cada uno sabía lo que el otro estaba pensando. Siguió lloviendo toda la noche con la tenaz insistencia de las tormentas tropicales, cuando parece que hubiera comenzado el diluvio universal. En la mañana calentaron café y frieron algunas tajadas de plátano. La jornada del día anterior les había despertado un hambre que exigía comida más substanciosa. Volvieron a acostarse para tratar de engañar, con el sueño, el apetito que iba en aumento. Unos golpes en la puerta los despertaron con sobresaltos. Ambos habían olvidado por completo dónde se hallaban.
       El ingeniero larguirucho y amargado que los había recibido en la cuchilla entró con cinco hombres más. Cinco mulas relucientes y frescas esperaban afuera. Sin decir palabra, los peones cargaron las cajas con extremo cuidado, mientras el supuesto belga verificaba, en una lista, los números que aquéllas traían en un costado.
       —Faltan dos cajas —dijo, mientras miraba al Gaviero con desconfianza felina, mezclada con un gesto de alarma apenas disimulado.
       —No —repuso Maqroll—, sólo falta una. Rodó al abismo con todo y mula.
       —Voy a ver —dijo el hombre, mientras volvía a compulsar la lista con las cajas que ya estaban cargadas—. Tiene razón, falta sólo una. Pero es lo mismo. ¿Dónde rodó la mula?
       —Antes de llegar al plan de Santa Ana. En la penúltima vuelta. Ni la vimos caer. Las nubes tapaban todo —se apresuró a explicar el Zuro que conocía la región mejor que el Gaviero y quería despejar las sospechas del extranjero.
       —Esta historia —puntualizó éste dirigiéndose a Maqroll— se la cuenta usted a quien lo contrató. Va a tener problemas. Lo que traen estas cajas no se puede dejar tirado, así no más, en pleno monte. Es mejor que trate de rescatar esa carga. Sobre lo que vea, si la descubre, es mejor que guarde silencio. Si alguien ha llegado antes, prepárese, porque no andamos con bromas. En fin, allá usted —alzándose de hombros, dio media vuelta y puso en marcha la recua perdiéndose entre la lluvia que seguía cayendo con persistencia de pesadilla.
       Cuando quedaron solos, el Zuro comentó:
       —No se preocupe. Yo conozco una travesía que nos lleva hasta el fondo de la cañada. Dejamos las mulas amarradas en mitad de la cuesta. No lejos de allí está la trocha y en una hora llegamos abajo. Allá veremos de qué se trata. Enterramos la carga en un lugar seguro y ya está. Vamos a llevar esta pala que dejaron aquí los mineros.
       Maqroll respiró aliviado. Las palabras de su compañero le devolvían la confianza en que podrían salir del paso sin mayor riesgo. La advertencia del ingeniero se le había quedado atravesada en el pecho. Nada había que pudiese descomponerlo más que las amenazas, intangibles y vagas, proferidas por gente de quien dependía en un momento dado. En ese caso, el miedo era menor que la repugnancia de saberse al arbitrio de alguien que no le merecía ni respeto ni gratitud. Era el tipo de relación que trataba, en lo posible, de evitar.
       La lluvia había cesado. Bajaron las mulas al lugar indicado por el Zuro y fueron en busca de la vereda que los llevaría al fondo del precipicio. El sendero era apenas perceptible en ciertos trechos, pero el Zuro conocía perfectamente el camino. El piso arcilloso se había vuelto tan resbaladizo con la lluvia, que en varios trayectos se dejaban deslizar, sujetándose de la maleza que crecía con mayor altura y profusión a medida que descendían. Por fin, se encontraron en medio de una vegetación de verdes intensos, impregnada de una humedad que facilitaba la respiración y distendía los músculos, tensos por el frío y el esfuerzo de la bajada. Al mediodía llegaron al lecho del torrente que corría en una alegre turbulencia de espumas y remolinos. El vocerío de las aguas heladas y cristalinas retumbaba contra las altas paredes de la cañada de las que partían, al paso de los intrusos visitantes, bandadas de pericos en repentina algarabía y parejas de grandes aves que se alejaban en un vuelo majestuoso dando al ambiente un aire délfico, al margen del tiempo y sus deleznables trabajos. A medida que bajaban por la orilla de la corriente, el Zuro levantaba la mirada para ubicar el sitio por donde se había despeñado la mula. De pronto se detuvo y señaló a Maqroll el lugar. Pero los desconcertó no ver rastros del cuerpo ni de la carga que traía. El Zuro explicó que era posible que el cadáver hubiera sido empujado por las aguas hasta dejarlo atorado contra algunas piedras; pero la carga no era tan fácil de ser llevada por la corriente. En efecto, al poco de avanzar encontraron el despojo hinchado de la mula que giraba en un remolino golpeando contra las grandes piedras. Los buitres, parados en la carroña, le daban vigorosos picotazos y trataban de sostenerse sacudidos por los embates de la quebrada.
       Resolvieron regresar al sitio el; donde calcularon que había caído la mula y allí reanudaron la búsqueda de la caja.
       —¡Mierda! —exclamó el Zuro mientras levantaba algo del suelo—, alguien vino y se llevó la caja. Mire.
       Entregó al Gaviero una astilla de madera que reconocieron de inmediato. Siguieron rastreando el lugar y no tardó Maqroll en recoger otroindicio que lo dejó aún más preocupado. Era un trozo de etiqueta impresa en plástico, con algunas palabras escritas a máquina que se habían borrado con el agua y la intemperie. Pero en el borde inferior, aún se alcanzaba a leer en caracteres impresos: “Made in Czec…”. El final de la palabra no aparecía en el pedazo de etiqueta, pero era bien fácil de adivinar. Maqroll guardó en el bolsillo el trozo de plástico y le indicó al Zuro que ya podían volver por las mulas. No era prudente demorarse en esos parajes. El arriero le explicó que, siguiendo el curso del torrente, podría llegar en poco tiempo al llano de los Álvarez. Mientras tanto, él iría por las mulas. Ya sin carga, era muy fácil manejarlas. Además, subir por la trocha resbalosa era un esfuerzo agotador. El Gaviero asintió un poco a disgusto. Si al Zuro le alcanzaba la noche en el camino, podrían sorprenderlo los mismos que habían venido por la caja.
       —De noche —comentó el arriero— no hay quien se atreva en la cuesta. Yo me cuido. No se preocupe.
       —No estoy tan seguro —replicó el Gaviero—, por la caja tuvieron que venir anoche. Imagínate si van a tenerle miedo a la cuesta.
       —No, mi don —contestó el Zuro—, ellos vinieron por el atajo. Es muy distinto.
       El Gaviero cedió a las instancias del Zuro y allí se separaron. Mientras descendía, siguiendo el curso del agua, una sorda inquietud se iba apoderando de Maqroll. La presencia de un peligro, indeterminado pero evidente, lo volvió a sumir en ese estado de ánimo, para él tan familiar, que estaba formado por un hastío, un monótono cansancio que lo invitaba a darse por vencido, a detener la carrera de sus días, marcados todos por esa clase de empresas en las que siempre los otros sacaban el provecho y tomaban la iniciativa, haciéndole pasar por un inocente que había servido, sin darse cuenta, a propósitos ajenos. Siempre que se sentía así, le invadía un amargo sabor en la boca y un penoso palpitar de las sienes acompañados de un borboteo en el vientre. Era el miedo, el viejo miedo que saltaba con felina regularidad: el miedo que había sentido en la mina de Cocora, el que lo esperaba en los rápidos del Xurandó, el que acechó, agazapado, en la sentina del Lepanto, el miedo en Amberes, en Istambul, el de siempre, el de toda su vida, rosario de sórdidos desastres y frágiles, turbios, momentos de dicha inescrutable.
       Cuando llegó al llano de los Álvarez no estaba ninguno de sus conocidos. En la cocina lo recibió una mujer con rostro de momia china que, en palabras que salían torpemente de la boca desdentada, dijo que todos habían salido, pero que don Aníbal le había dejado dicho que entrara para descansar y lo esperara porque tenía que hablarle. Que no siguiera hasta el puerto sin conversar con él. Los demás estaban en la roza del monte y sólo vendrían hasta mañana. También Amparo María estaba allá arriba. La vieja sonreía con una complicidad que desagradó al Gaviero. No quiso quedarse allí para tomar su taza de café y prefirió llevarla, junto con un plato de comida recalentada que le preparó la anciana, al cuarto que le tenían dispuesto. Allí, tendido, después de haber saciado el hambre que le atormentaba desde la mañana, el Gaviero, antes de caer en un profundo sueño, volvió a ver las mutiladas palabras de la etiqueta que había encontrado en la cañada: Made in Czec… Sabía de qué se trataba, pero no podía o no quería seguir adelante en sus conclusiones. No había tal ferrocarril. Detrás de éste se escondía una empresa en cuyos engranajes podía, en cualquier instante, perder la vida. Así, sin más, con esa gratuita facilidad con la que siempre le llegaban esta clase de sorpresas.
       Unos ligeros golpes en la puerta lo despertaron. Era todavía de noche. Había dormido de un tirón muchas horas seguidas y no tenía idea de qué hora podría ser. Fue a abrir y se encontró con don Aníbal, cubierto con una capa de hule que le caía hasta los pies y por la que seguía escurriendo el agua de la lluvia. Acababa de desmontar del caballo, que esperaba amarrado a la baranda del corredor. A su lado estaba el Zuro, que había llegado a tiempo con el dueño y traía las mulas del cabestro.
       —Buenos días, amigo —saludó don Aníbal con tono cordial pero que denotaba una cierta preocupación—. Qué bueno que descansó bien, porque, antes de que amanezca, tenemos que hacer una pequeña diligencia no lejos de aquí. Estoy seguro de que le va a interesar acompañarme y, de paso, enterarse de ciertas cosas para su propia conveniencia y, también, para la nuestra. Ya le traen un caballo, listo y ensillado, y una capa para protegerlo de la lluvia que no ha parado desde ayer. Lo espero a la salida de la finca. Voy a dar unas órdenes. El Zuro va a guardar las mulas y le trae el caballo. Nos vemos ahora.
       El Zuro siguió a don Aníbal, después de saludar al Gaviero con un gesto que le indicaba que todo había ido bien. Maqroll entró para buscar algo con que abrigarse y el arriero no tardó en regresar con la cabalgadura y una capa para la lluvia. Don Aníbal parecía haber adivinado que el Gaviero era un jinete menos que mediocre y le había escogido una yegua mansa, algo dura de riendas, pero muy dócil. Montó en ella con cierta aprensión y el Zuro le alcanzó la capa para que se la pusiera de inmediato. El aguacero caía en forma torrencial y no daba indicios de escampar. El Gaviero se reunió con don Aníbal a la entrada de la finca y empezó a cabalgar a su lado. Caminaron un buen trecho en silencio. La lluvia caía en goterones densos que producían un ruido opaco con ritmo cada vez más rápido. Maqroll preguntó adónde se dirigían. Don Aníbal le hizo señal de que era mejor no hablar todavía. Ya lo harían más adelante. Dentro de un bolsillo de la capa, el Gaviero encontró un gorro de hule, semejante a los que se usan en el mar cuando hay tormenta. Se lo puso y tuvo, de pronto, la sensación de que estaba en alta mar. El agua seguía azotándole la cara en chaparrones intermitentes y tibios que le produjeron una leve somnolencia. Por fin, don Aníbal acercó un poco más su caballo a la yegua y habló en voz baja y pausada:
       —Vamos a un rincón del monte donde nos espera alguien que tiene interés en hablar con usted. Es persona que conozco hace mucho y que me inspira plena confianza. Le adelanto algunos datos: esta persona me ha informado sobre la caída de una de sus mulas con la carga y del intento que hizo usted ayer por rescatarla. Es un accidente que le hubiera podido costar más caro. La mula desbarrancada la descubrieron por los buitres que rondaron inmediatamente alrededor del cadáver. La carga fue recogida y llevada a lugar seguro. Allí abrieron la caja, que traía doble empaque. El de madera se destrozó al rodar al abismo. Contenía un rifle ametralladora AZ-19, de fabricación checa. Es el arma de repetición más moderna y mortífera que se fabrica y tiene gran demanda en el mercado negro de armas. Ya sabrá más datos en un momento. La patraña del ferrocarril, si alguna duda nos quedaba aún, ha quedado descubierta. Pero el asunto no va a ser tan fácil. Yo sé que usted es ajeno por completo a toda esta operación y que fue usado, aprovechando su desconocimiento de esta tierra. Por estoy porque me inspira sincera amistad, he salido fiador de su inocencia. Creo, sin embargo, que van a pedirle cierta colaboración que facilitará su salida del berenjenal en que lo metió esa gente. Debo decirle también que soy ajeno a todo esto y sólo me interesa la seguridad de los míos y la mía propia, como también conservar, hasta donde sea posible, esta finca en donde hemos enterrado, mis hermanos y yo, buena parte de la vida. Para eso tengo que andar con extrema cautela. La pasajera calma de que disfrutábamos por aquí se ha terminado. El ejército ya llegó y va a correr mucha sangre. Ya sabemos cómo es eso. Trataré de salvaguardar la hacienda, pero, para ello, no estoy dispuesto a perder el pellejo. No quiero terminar como acabaron algunos de los míos. ¿A usted nadie le advirtió, cuando llegó a La Plata, que esto era un polvorín listo a explotar en cualquier momento?
       —Algo pude colegir, por palabras de doña Empera y de otras personas, pero no les di mucha importancia —comentó el Gaviero—. Siempre he pensado que, en casos como éste, sólo quien quiere meterse en problemas corre peligro. En varios sitios del mundo he pasado por situaciones semejantes y mi buena estrella me ha sacado siempre de apuros. De seguro confié demasiado en ella al quedarme aquí. Pero sucede que, en el fondo, todo ha terminado por serme indiferente. Creo que he perdido facultades y me dejo llevar por la suerte. Estoy un poco cansado de tanto andar. Estos intentos en que se empeñan los hombres para cambiar el mundo los he visto terminar siempre de dos maneras: o en sórdidas dictaduras indigestadas de ideologías simplistas, aplicadas con una retórica no menos elemental, o en fructíferos negocios que aprovechan un puñado de cínicos que se presentan siempre como personas desinteresadas y decentes empeñadas en el bienestar del país y de sus habitantes. Los muertos, los huérfanos y las viudas se convierten, en ambos casos, en pretextos para desfiles y ceremonias tan nauseabundas como hipócritas. Sobre el dolor edifican una mentira enorme. Supe que por La Plata había pasado, años atrás, una ola de violencia terrible. No hice caso. Es seguir viviendo lo que me cuesta trabajo, no morir. La Plata me pareció lugar ideal para detener, así fuera por un tiempo, ese ir dando tumbos de un lado a otro que ya me tiene hastiado. La cama de guadua en casa de la ciega, el río que pasa por debajo y me ayuda a olvidar, ciertas noches de sobresalto cuando los recuerdos toman cuerpo y me piden cuentas, el alcohol reparador y cómplice en la cantina, al que acudo cuando la lucha conmigo mismo se hace más dura; eso es todo lo que pido a ese lugar en donde nadie me conoce ni con nadie tengo cuentas por saldar. Pero hay un ángel de la guarda diabólico que me obliga a emprender necias empresas, a participar en las de mis semejantes, mezclarme con ellos y sentirme dueño de una exigua parcela de su destino. Así caí en este cuento del ferrocarril. Cuántas veces, me repito en estos últimos días, me he cruzado con tipos como Van Branden y sus socios del Tambo, en los más diversos rincones del mundo. Resultan siempre los mismos, con idénticas astucias, usadas hasta el cansancio y sin el menor ingenio y la misma codicia de lobo apaleado, que a nadie engaña. Le confieso que, allá para mis adentros, nunca me tragué el cuento de la vía férrea y eso fue precisamente lo que me llevó a meterme en la intriga, tal vez con la secreta esperanza de satisfacer a mi siniestro ángel guardián y acabar como la mula de ayer.
       —Hombre, me parece que, en eso último, está exagerando un poco —repuso don Aníbal—. Yo lo veo a usted en forma muy distinta y le confieso que he llegado a tenerle, no solamente simpatía y aprecio, sino también a disfrutar de su experiencia y de sus relatos. Para mí son como una lección. Piense que, al quedarme sembrado en estos montes, no he conocido más mundo que estas cañadas y este clima bueno para caimanes. Entiendo que esta experiencia con la gente del Tambo le haya llevado a revivir otras semejantes. Creo que todos tenemos algo de que lamentarnos. Todo lo ve usted ahora bajo una luz sombría y derrotista. Pero yo lo he escuchado relatar episodios de su pasado vividos, seguramente, en forma muy distinta de como en este momento está viviendo las cosas.
       Don Aníbal era muy sincero al hacer al Gaviero ese comentario a sus palabras. Solía poner a Maqroll como ejemplo de una vida rica en episodios de apasionante interés y en sorpresas del más variado colorido. Vida opuesta por completo a la suya que se le antojaba como una insípida rutina, a menudo sin sentido. Siguieron dándole vueltas al tema. Cada uno insistía en sostener su opinión. La lluvia inclemente y las nubes aciagas que se cernían sobre el inmediato futuro de sus vidas debían influir no poco en las negras tintas con las que, cada cual, describía su destino.
       La lluvia cesó de repente y el cielo se despejó de inmediato, dejando al descubierto la incandescente maravilla de la noche de los trópicos. Todo se iluminó con una tenue fosforescencia que despedía la clara luz de los astros, reflejada en la humedad de las hojas y en los charcos cuya reciente serenidad rompían, en mil reflejos, los cascos de las cabalgaduras. Penetraron en un pequeño arbolado, que debía ser familiar al dueño de la finca que se internó por él apurando el paso. Maqroll lo siguió, sacudido por el manso trote de la yegua que trataba de controlar, en vano, con torpes jalones de las riendas. Habían caminado un buen trecho, cuando don Aníbal tomó por un sendero que descendía en ligera pendiente hasta terminar en un tupido bosque, al parecer impenetrable. Allí detuvo su caballo y se quedó a la espera de alguna señal. Al escuchar un breve silbido, hizo señas al Gaviero de que desmontara y fue a amarrar su caballo al tronco de un árbol cercano. Maqroll hizo lo mismo y siguió a don Aníbal, quien se internó en la espesura caminando lentamente pero con la seguridad de quien conoce el camino. En un estrecho claro los esperaba un hombre sentado en el tronco de un árbol derruido por el rayo y cubierto de musgo. Se puso en pie para saludar a los recién llegados. Lo hizo con una voz firme, que cuadraba con su uniforme de campaña y las insignias de capitán que llevaba en el cuello de la camisa verde olivo. Los invitó a sentarse en el tronco, mientras permanecía de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho. La escasa luz permitía ver un rostro enjuto y pálido, con una barba de varios días, que le daba un falso aspecto de enfermo. La voz y los gestos, firmes y enérgicos, disipaban esa primera impresión. Pero en sus ojos grandes y negros, cercados por ojeras de tensión y fatiga, se advertía un brillo febril, esa movilidad de quien se mantiene alerta, en el límite de sus fuerzas. Don Aníbal se adelantó a explicar a Maqroll de quien se trataba:
       —El capitán Segura desea hablar con usted. Quiero que sepa que es amigo nuestro de hace tiempo y que puede hablar con él sin ninguna reserva. Ya sabe de usted por mí. De lo que ahora se hable depende que salga con bien de la situación en que está envuelto sin proponérselo —dirigiéndose al capitán, agregó—: En el camino le informé sobre el hallazgo de la caja y su contenido. Ni qué decirle que ignoraba totalmente lo que estaba transportando. Ahora, usted dirá, capitán.
       El capitán comenzó a pasearse en el breve espacio del claro, mientras se pasaba, de vez en cuando, la mano por el rostro como para alejar el sueño o aliviar el cansancio. Sus palabras salían con ese rigor castrense que les daba una gravedad muy especial:
       —De usted, amigo, sabemos casi todo lo que hay que saber. Don Aníbal, por su parte, garantiza su conducta y su inocencia, difícil de aceptar, es cierto, en relación con los viajes a la cuchilla del Tambo. Es por esto que lo que quiero preguntarle será breve. Primero, deseo saber cuántas personas, de origen extranjero, ha visto en la bodega del Tambo.
       —He estado allí con dos hombres. Uno dice ser belga y el otro, al que llaman Kraken por apodo, se pretende de Dantzig. No he visto otro extranjero en ese lugar —Maqroll quería ser tan preciso e impersonal en sus respuestas, como lo era el militar en sus preguntas.
       —Bien —repuso éste—. El que dice ser de Dantzig es alemán, nacido en Bremen. Tiene cuentas pendientes en Punta Arenas. Allí dio muerte a dos sargentos de la guardia, cuando trataba de escapar de la prisión en donde estaba por contrabando. El belga es en verdad holandés y fue quien compró las armas en Panamá. Ahora, dígame: ¿ha visto algo en la cabaña de los mineros que le llame la atención; algo extraño, inusual? ¿Alguien ha dormido con ustedes? ¿Advirtió huellas de que alguien haya ocupado el lugar últimamente? ¿Qué indicios había en ese sentido?
       —No, capitán —contestó Maqroll—, no hemos visto a nadie, ni he observado rastros de que nadie haya estado allí. El lugar siempre se conserva relativamente limpio y todo ha estado en el mismo lugar, las veces que hemos dormido allí. Ahora recuerdo, sí, que me dejaron un mensaje escrito, colgado de un gancho, en el que me decían de no subir al Tambo y esperar en la cabaña a que recogieran la carga. En efecto, ayer llegó el holandés con sus peones y se llevaron todo en mulas, por cierto de muy buena pinta —a medida que hablaba, el Gaviero iba recobrando su aplomo y sentía una espontánea confianza hacia su interlocutor, quien daba la seguridad de alguien queconoce muy bien el terreno que pisa y las gentes con las que trata. Era, además, evidente, que cualquier sospecha que hubiera tenido respecto a Maqroll estaba despejada.
       —La persona que lo contrató para este trabajo es un hombre rechoncho, de ojos saltones, siempre irritados, rostro congestionado, amigo de la bebida o que simula serlo y dice llamarse Van Branden o Brandon. ¿Es así?
       —Sí, capitán, así es. Por cierto que tampoco yo he creído que beba todo lo que pretende. También, en asuntos de dinero es de una informalidad muy curiosa. No pide recibos por lo que da ni quiere cuentas de lo que se gasta. Nunca pude establecer con él una suma precisa por mi trabajo.
       —Eso se explica —comentó el oficial, mientras una fatigada sonrisa se insinuaba en sus labios—. El hombre tampoco suele rendir cuentas claras a quienes contratan sus servicios. Hay mucha laxitud con el dinero en ese negocio de armas, en donde el margen de ganancia de cada intermediario no suele establecerse. El tipo se apellida Brandon y es irlandés. Sus antecedentes son interminables: preso en Trinidad por falsificación de cheques; los ingleses lo buscan por trata de blancas en el Medio Oriente; Arabia Saudí lo dio por muerto después de una paliza que mandó darle un sheik a quien había engañado vendiéndole dos muchachas vírgenes de Alicante que resultaron ser dos putas de San Pedro Sula. La lista, como le dije, es muy larga. Aquí pesan contra él cargos mucho más graves. Puedo decirle que no es probable que vuelva a encontrarse con él. Sigamos adelante: ¿le espera más carga en La Plata para subir al Tambo o hay alguna en camino, que usted sepa?
       —En La Plata dejé, en el cuarto de Brandon, dos cajas iguales a las que subí anteayer. No tengo noticia de que venga nada en camino.
       Maqroll sintió la mirada del oficial fija en sus ojos. Éste siguió paseándose un poco más nerviosamente. Con un leve cambio en la voz, tornó a preguntarle:
       —¿Quién está enterado de la existencia de esas cajas? ¿Amparo María sabe algo de esto?
       Un sordo enojo comenzó a crecer dentro de Maqroll. Esta irrupción en sus sentimientos lo hacía sentirse a merced del dominio sin fronteras que son las fuerzas armadas. Toda su vida había procurado evitar cualquier contacto con ellas. Trató de responder en breves palabras:
       —No creo que ella sepa nada. A no ser que doña Empera se lo haya comentado. La ciega, como es obvio, está enterada de todo lo relacionado con mis subidas a la cuchilla.
       —Disculpe, pero tengo que insistir en una pregunta que toca algo muy personal suyo. Es muy importante para mí saber a qué atenerme a ese respecto. Usted no sospecha la clase de gente que tenemos enfrente y de lo que son capaces. Su vida privada no me interesa, como es obvio, pero quisiera saber qué ha comentado con Amparo María respecto a su trabajo con Brandon —el militar hacía un esfuerzo evidente para dar a su pregunta el carácter más rutinario posible.
       —Nada he comentado con ella en forma concreta. Sabe lo que saben todos: que subo una recua de mulas con cajas que contienen maquinaria e instrumentos para la obra del ferrocarril. Nada le he dicho, ni sobre Brandon ni sobre las bodegas del Tambo. Ahora bien, Amparo María habla con doña Empeda y ella sí está enterada de muchos detalles que le he comentado. Su conocimiento de la región y de sus habitantes me ha sido muy útil —Maqroll no quiso agregar más respecto a la dueña de la pensión, temiendo comprometerla.
       —Doña Empera habla sólo de lo que sabe que debe hablar y estoy seguro que se ha cuidado mucho de decir más de lo necesario, ni a Amparo María ni a nadie. Bueno, ahora voy a pedirle que nos ayude en algo que no creo que signifique más riesgo para usted del que ya ha corrido. Le pido que me preste mucha atención. Se trata de lo siguiente: siga cumpliendo con su trabajo como si no supiera nada. Haga de cuenta que jamás nos encontramos usted y yo. Suba las dos cajas que restan y lo que, eventualmente, pueda venir en el barco que está por llegar en estos días. Este será su último viaje. Cuando pase, al subir, por la finca de don Aníbal, él le transmitirá mis instrucciones. No intente averiguar mucho sobre todo esto. No muestre ninguna curiosidad en La Plata sobre lo que transporta. Entre menos sepa, mejor. Si cae en manos de ellos y llegan a sospechar que sabe más de la cuenta, lo único que puedo decirle es que, por mucho mundo que haya recorrido y por mucho que haya vivido, no puede imaginar de lo que son capaces para sacarle lo que sabe. Llevan muchos años en este negocio y hace mucho tiempo que olvidaron eso que se llama piedad.


       —Y si regresa Van Branden, ¿qué le digo? —preguntó el Gaviero con pretendida inocencia que, desde luego, el capitán no tomó en cuenta.
       —Si de veras quiere saber lo que le pasó a Brandon, le adelanto que no vale la pena averiguarlo. Ya lo sabrá en su momento o nunca. ¿Qué más da? Por ahora es suficiente con que sepa que no lo verá más. Bien, sigamos: en La Plata haga la vida que ha hecho hasta ahora. Cualquier cambio despertaría sospechas. Frecuente la cantina como antes y finja que busca allí a Brandon. El establecimiento es un reducto del contrabando y siempre hay gente de ellos rondando por allí. Baje al desembarcadero para averiguar cuándo llega el barco. Siga leyéndole a doña Empera y viéndose con Amparo María. No haga absolutamente nada que indique la menor sospecha de parte suya sobre todo esto. Siga mostrando la mayor inocencia, la mayor ignorancia sobre todo lo que tenga que ver con el país y, en particular, con esta zona. Es posible que vea caras nuevas en el puerto. Tal vez se le acerquen para sacarle algo sobre lo que pasa en el Tambo. Limítese a insistir sobre la versión del ferrocarril y no se aparte de ella. A nadie le comente que piensa dejar La Plata. En resumen, siga siendo el hombre que contrató Brandon. Por cierto: este apellido no lo pronuncie nunca, ni dé muestras de conocerlo si se lo mencionan de repente. Para acabar, quiero que sepa que es más por usted que por nosotros que le digo todo esto. Eso no quiere decir que un paso en falso suyo no nos pueda costar muchas vidas. Por ahora no podemos darnos ese lujo. ¿Está todo claro? ¿No tiene alguna otra pregunta?
       —Todo está claro, capitán. He pasado muchas veces por situaciones semejantes y sé cuidarme y cuidar mis palabras. Quede tranquilo por mí y por su gente. Entendí perfectamente todos los riesgos que puedo correr y los que les esperan a ustedes —una leve irritación le bullía allá adentro. Siempre le había molestado esa imposibilidad de la gente de uniforme de imaginar que un civil comprenda y maneje los elementos de un mundo que ellos piensan exclusivo de su dominio.
       Segura permaneció un instante absorto, como preparando algún comentario a las palabras de Maqroll, pero, luego, se llevó la mano a la gorra y con un lacónico “buenas noches, señores” se dio vuelta y fue a perderse en la espesura. El chapoteo de sus botas en el suelo encharcado se alejó hasta desaparecer sin dejar indicio de la dirección que había tomado. Era como si la noche lo hubiese devorado de repente con todo y su altivez castrense y la indeleble fatalidad de su destino de guerrero.
       En el camino de regreso a la hacienda, don Aníbal quiso extenderse sobre algunos aspectos de la situación que el capitán había pasado por alto. El plan de transportar las armas desde el terminal marítimo hasta La Plata había sido descubierto desde un principio. En las bodegas de la aduana internacional, la Inteligencia Militar identificó las cajas de inmediato. El Estado Mayor resolvió seguirle la pista hasta el campamento para sorprender a quienes lo recibieran. Siguiendo los pasos de Maqroll, llegaron hasta el depósito en el Tambo. La misma Inteligencia Militar reunió, entretanto, información sobre los extranjeros que entraron con la cobertura de trabajar para las pretendidas obras del ferrocarril. El capitán Segura, quien ya había estado en la zona años antes al mando de la unidad que había operado allí, a costa de muchas bajas, fue encargado de la maniobra destinada a cercar a los que fueran a recoger el armamento en las bodegas del páramo. En opinión de don Aníbal, el ejército estaba confiando demasiado en la eficacia de sus planes. Dada la importancia y valor del armamento almacenado allá arriba, el número de contrabandistas podía ser mucho mayor de lo que Segura pensaba.
       —Pero —comentó Maqroll— yo sólo he hecho dos viajes y no creo que, por modernas y potentes que sean las armas que subí, éstas sirvan para equipar mucha gente. Cierto es que ya había en las bodegas cajas subidas anteriormente.
       —Usted —le aclaró el hacendado— ha subido el armamento más complejo y delicado. Pero, anteriormente, habían transportado ya mucha munición y armas ligeras.
       El Gaviero notó que su amigo no deseaba abundar sobre el asunto, pero le hizo una última pregunta:
       —¿Quiénes se encargaron de esa tarea?
       —Gente vinculada con el turco Hakim. Después de recibir el dinero por su trabajo, desaparecieron. Yo les arrendé las mulas. Fue un error mío. Pero no querían comprarlas y preferí no tener con ellos problemas. No se imagina las maromas que hay que hacer para mantenerse al margen de esta barbarie que lleva ya tantos años.
       —¿Pero tuvo usted, entonces, problemas con el capitán Segura?
       —No —contestó don Aníbal—, con el capitán, no. Me conoce muy bien y entendió mi actitud. Pero sí los tuve con la Inteligencia Militar que, en esta zona, depende de la Infantería de Marina. Ellos sí creo que me tienen un poco entre ojos. No conocen términos medios. Quien participe, a sabiendas o no, en cualquier actividad sospechosa, pasa a ser candidato para una eliminación sin mayores preliminares.
       —Qué bueno entonces que vino Segura —repuso el Gaviero.
       —No sé, no sé —prosiguió don Aníbal con tono ausente y como quien piensa en voz alta—. Si sus planes resultan, no habrá problemas por un tiempo. Pero, si no es así, nos va a llevar a todos la desgracia. No sé qué pueda ser peor: si la Infantería de Marina o los contrabandistas. Ambos, desde hace muchos años, han vivido luchando a todo lo largo de esta parte del río. Sus métodos acabaron por ser los mismos: la crueldad aplicada fríamente, sin rabia, pero con un refinamiento profesional y una imaginación cada vez más aterradores. Es la ley de tierra arrasada. El que viva aquí es culpable y punto. Unos y otros la ejecutan en el acto y a otra cosa. Dios nos proteja —un hondo suspiro dio fin a sus palabras y siguieron cabalgando en silencio.
       El Gaviero comenzó a darse cuenta del tremedal en que se había metido. Con una candidez inexcusable había penetrado en el centro mismo de la devastadora pesadilla y no parecía tener muchas probabilidades de salir con bien. Volvía sobre los pasos que lo llevaron hasta La Plata y la forma como cayó en las redes de Van Branden. Todo, al parecer, tan simple, tan factible. Sin embargo, eran tan evidentes las torpes astucias del personaje. Por otra parte, desde el primer encuentro con don Aníbal, éste le había manifestado sus dudas sobre las tales obras ferroviarias. No sin alarma, pensaba Maqroll en lo evidente del desgaste de sus probadas defensas para evitar esta suerte de riesgos. Sus empresas siempre habían tenido el sello de lo ilusorio, de lo que al final se desvanece en cenizas y papeles al viento. Pero hasta ahora se había cuidado de evitar todo riesgo brutal y gratuito y de reservarse una salida a último momento. Los años, sin duda, que fueron pasando sin que él lo advirtiera, habían minado esas facultades hasta permitirle caer en esta celada donde la muerte había establecido ya sus dominios y preparaba su cosecha de llanto y duelo. En sus huesos sintió el desmayo de los vencidos.
       —Me imagino lo que está pensando —le comentó de pronto su compañero, inquieto por el sombrío silencio del Gaviero—. La cosa es grave, pero no desesperada. Cumpla con lo que le ha dicho Segura; él representa para usted una garantía. Es hombre de palabra. Lo conozco muy bien. Cuando todo termine, trate de irse pronto de aquí. No importa hacia dónde, pero deje esta región. Yo veré la manera de salir con los míos, si llega el caso. No le ofrezco que venga con nosotros. Como extranjero, sin vínculos en el país, complicaría mucho nuestra huida y correría más riesgo. Busque el mar, allí está su salvación.
       —Allí ha estado siempre, don Aníbal. Nunca me ha fallado. Siempre que intento algo tierra adentro me va mal. Pero parece que no aprendo. Deben ser los años —contestó Maqroll con la pesadumbre de sus constataciones y la evidencia de sus fuerzas en derrota.
       Al día siguiente regresaron a La Plata. Mientras el Zuro llevó las mulas al establo para darles de comer y friccionarlas con aceite de coco, para aliviar el cansancio de la prueba a que habían sido sometidas con una carga en el límite de su resistencia, Maqroll, después de saludar a la dueña, fue a encerrarse en su habitación. Deseaba estar solo y poner un poco de orden en su ánimo, alterado por los incidentes del viaje y la sombría perspectiva que se anunciaba. Horas más tarde vino doña Empera a sacarlo de sus meditaciones. Tocó discretamente en la puerta y Maqroll la hizo entrar complacido. También él deseaba comentar con ella algunos aspectos de la situación. Confiaba plenamente en la inteligencia de la dueña y en su experiencia con las gentes del lugar. Sus juicios eran siempre certeros y de una objetividad despojada del menor rasgo de pasión. La mujer fue a sentarse a los pies del camastro en donde estaba tendido el Gaviero y esperó a que éste hablara. En la forma como le había invitado a entrar, percibió la ansiedad de su huésped por conversar con ella. Maqroll le preguntó por las cajas que habían ocultado bajo el lecho de Van Branden. Le respondió que allí estaban; nadie las había visto y ella guardaba la llave del cuarto. Maqroll le relató todo lo ocurrido durante el último viaje, incluyendo la entrevista con el capitán Segura.
       —Es un hombre rígido pero leal y discreto —comentó ella—. Lo conozco desde cuando estuvieron aquí la otra vez, hace varios años. Nos hicimos amigos y de vez en cuando le presenté amigas que guardan todavía un recuerdo suyo muy grato. Puede y debe confiar en él, pero tenga siempre en mente que es un militar de carrera y, en cumplimiento del servicio, no se toca el corazón para hacer lo que cree que sea su deber. Si le dijo que acepta su inocencia es porque en verdad está convencido y así se lo hará saber a sus superiores. Eso es un salvoconducto para usted. El próximo viaje va a ser muy arriesgado. Ya hay gente del contrabando por allá. Con el ejército encima, las cosas pueden ponerse feas de un momento a otro. Pero no tiene otra alternativa. No se le vaya a ocurrir largarse ahora porque Segura no se lo perdonaría jamás —la ciega hizo un gesto para interrumpir al Gaviero que iba a decir algo y prosiguió—: Ya sé que no ha pensado en semejante cosa pero, de todos modos, quise prevenirlo porque conozco mi gente. No comente nada con el Zuro. Tampoco con Amparo María, quien, por cierto, me mandó decir que mañana viene para estar a su lado algunos días. Los dos, a su manera, son leales y muy derechos. La muchacha lo estima mucho y lo siente como un padre. También lo aprecia como amante, no crea que el prestigio de su vida de vagabundo impenitente deja de tener encanto para alguien que, como ella, vive soñando en otras vidas en las que su belleza fuera el centro de todas las miradas.
       Finalmente, el Gaviero le hizo varias preguntas sobre Van Branden, la llegada del próximo barco y el movimiento de nueva clientela en la cantina y en la tienda de Hakim. La ciega le sugirió de nuevo con cariñosa insistencia que se limitara a cumplir con lo que Segura le había pedido. Si había algo nuevo, ella se lo comunicaría. Cuando estaba a punto de salir, regresó para entregarle dos sobres: “Ya se me estaba olvidando esto. Llegó ayer. Creo que son los giros”. En efecto, eran dos giros de Trieste. Maqroll le pidió que los guardara hasta su regreso del próximo viaje al Tambo.
       Al poco tiempo entró en un sueño profundo. Sentía que se iba hundiendo en un sopor grato y envolvente que manaba de algún rincón de su ser en donde aún conservaba, intacto, su apego a la vida, al mundo y a sus criaturas. Cuando despertó, ya era de noche. El río se deslizaba bajo el piso de su cuarto con un manso murmullo interrumpido por borbotones intermitentes causados por un tronco arrastrado por la corriente o algún animal que nadaba hacia la orilla en busca de su refugio nocturno. El calor se había instalado tras varios días de lluvia constante. No tenía idea de la hora. Por el silencio que reinaba en el caserío, calculó que podía haber pasado ya la medianoche. Encendió la vela y comenzó a leer el libro de Joergensen sobre el santo de Asís, abriéndolo al acaso. La callada noche de los trópicos y el sereno correr de las aguas le ayudaron a internarse en la Umbría medieval, en su paisaje de belleza apacible y beatífica. Como le sucedía a menudo en tales circunstancias, consiguió trasladarse por entero al mundo evocado por el danés y borrar el presente con sus absurdos episodios de los que conseguía sentirse por completo ajeno, con una extrañeza no exenta de cierta hostilidad, que lo apartaba de su inoportuna constatación.
       Cuando las primeras luces del alba entraron por los intersticios de la pared de bambú y barro de la habitación y los ruidos que indicaban el despertar del villorio llegaron a sus oídos, el Gaviero tornó a dormir profundamente. Al mediodía despertó bastante repuesto del cansancio del viaje. En la cocina, doña Empera le esperaba con un almuerzo frugal y el gran tazón de café fuerte que acabó de restituirlo al mundo de La Plata, pero ya sin las oscuras premoniciones, en buena parte nacidas de la fatiga y el hambre. Bajó a bañarse en un cubículo arreglado en los sótanos de la casa, frente al río, que hacía las veces de baño. Largamente disfrutó el agua lodosa que una bomba accionada a mano subía hasta el tanque de almacenamiento. Más que barro, el agua del río traía una especie de suspensión ferruginosa que le producía la ilusión de estar en un balneario de aguas medicinales. De allí la sensación salutífera y tónica que le despertaban las abluciones en casa de doña Empera. Se afeitó la barba de cuatro días, que contribuía bastante a darle ese aspecto de vagabundo derrotado que despertaba en las gentes del lugar más sospechas de las necesarias. Con una camisa limpia y un pantalón caqui planchados por Amparo María en su última visita, bajó al embarcadero para saber noticias sobre el próximo barco. Le informaron que llegaría dentro de dos días, a más tardar. Pasó a las bodegas para ver si tenían un manifiesto de la carga que esperaban. Le explicaron que el telégrafo estaba cortado, tal vez a causa de las lluvias. Pensó que podía haber otra razón, pero prefirió no hacer comentario al respecto. Subió al caserío y, al pasar por la cantina para tomar una cerveza, vio que estaba cerrada. Preguntó a varios curiosos que andaban rondando por allí a qué se debía esto y nadie supo informarle. Tuvo la impresión de que trataban de evadir la respuesta. No se advertía en la gente ni preocupación ni miedo, sólo el recelo para proporcionar un dato concreto. Como si nadie quisiera ser citado después como fuente de una noticia que era mejor ignorar.
       El barco no llegó dos días después, ni Amparo María vino a verlo cuando había anunciado. Pasaba interminables horas tendido en el jergón de guadua, mirando al techo de hoja de palma y arrullado por el agua que viajaba en un susurro permanente y presuroso, bajo el piso de tablones de su habitación. Quizá por una voluntad de preservar cierta armonía interior, que estaba acostumbrado a defender a toda costa, empezaron a serle indiferentes todos los elementos de ese pequeño mundo de La Plata, sus alrededores y sus gentes, a los que veía a punto de sucumbir en un remolino de violencia y terror. Todo aquello se le aparecía como sucediendo en la lejanía, en un ámbito distante donde imperaba el caos, al margen de su propia vida, de los incidentes y recuerdos que, reunidos en un haz apretado, constituían la materia cierta e intransferible de su existencia.
       Para llenar el vacío que dejaba ese extrañamiento de un presente que prefería ignorar, Maqroll ocupaba el ocio de sus días y buena parte de sus noches en la evocación del pasado. Allí, tendido, con las manos cruzadas bajo la cabeza y la mirada perdida en el diseño indescifrable y cambiante del techo, evocaba, uno tras otro, episodios que le traía la memoria, con aparente capricho pero con evidente designio de revelarle la oculta trama de su destino. De vez en cuando, un murciélago se desprendía del techo e intentaba dos o tres vuelos rasantes sobre su cabeza para luego regresar a su sitio emitiendo leves chillidos de metal mal lubricado. Entre las varias escenas que revivió durante esas horas de ocio y espera, una le llegó con particular fidelidad, como si trajera consigo una intención reveladora más acusada.
       Se trataba de un viaje hecho en compañía de Ilona a Nijni Novgorod, rebautizada como Gorki, palabra que ellos jamás pronunciaban, no por inquina con el gran novelista, sino por devoción al secular nombre del prestigioso puerto fronterizo de la Santa Rusia. Iban allí para ver a un coleccionista de iconos antiguos. Les habían concedido la visa soviética, gracias a la mediación de un marchand de arte londinense que estaba interesado en adquirir algunas piezas, muy posiblemente en poder del experto ruso. Bajaron desde la ciudad de Pedro el Grande hasta Rybinsk y allí se embarcaron para remontar el Volga hasta Nijni Novgorod. El barco era un navío de poco calado pero de proporciones un tanto colosales, con tres pisos de camarotes y “todas las comodidades modernas de la navegación fluvial, comparables con las que puedan disfrutar los viajeros en cualquier otro lugar del mundo”, según rezaba el folleto de propaganda que hallaron en el camarote. Era un verano de esos que se instalan en el norte de Europa y se antojan eternos, inmutables, de una inquietante transparencia. Así fue entonces: un cielo azul metálico, sin una nube, ni el menor asomo de brisa y el consecuente acoso de gruesos tábanos cuya picadura era más bien un mordisco feroz, siempre recibido por sorpresa. El ventilador del camarote estaba descompuesto, a pesar de su aspecto reluciente. Tampoco los instalados en el techo del comedor funcionaban. Sus paralizadas aspas, llenas de adornos de dudoso gusto fin de siglo, constituían una especie de burla cruel para los agobiados comensales, quienes, al intentar abrir las ventanas en busca de alguna brisa, se encontraban con la sorpresa de que el complejo picaporte estaba descompuesto, posiblemente desde el instante en que fue colocado. En un ruso más o menos fluido, Ilona se atrevió a comentar en voz lo suficientemente alta como para que el capitán, sentado algunas mesas atrás, la escuchara perfectamente: “Si la revolución no ha logrado que se pueda abrir una ventana, hay que pensar que fracasó por completo. Antes de llegar al socialismo estos pobres rusos van a morir asfixiados”. Las consecuencias de las intrépidas observaciones de su amiga no tardaron en hacerse sentir. A la siguiente comida, los platos comenzaron a llegar a la mesa después de que el resto de los viajeros habían sido servidos y, por lo tanto, todo estaba ya frío. Al camarote no hubo manera de hacer llegar ni un simple vaso con agua. Resolvieron, entonces, comprar varias botellas de vodka en la cantina del barco y emborracharse concienzudamente en su cuarto. Hacían el amor en forma ostensiblemente ruidosa y notoria. Ilona producía largos gemidos de loba en celo y Maqroll gritaba como un hasidim en trance, lanzando, en todos los idiomas que conocía, exclamaciones de una procacidad desorbitada. El clima de tensión causado por el espectáculo erótico-sonoro de la pareja creó entre los pasajeros —casi todos timoratos y disciplinados funcionarios en uso de sus vacaciones— tal malestar que el capitán se vio obligado a ceder. Cuatro días después de las palabras de Ilona en el comedor, la pareja recibió en su camarote un servicio muy completo de té con pastas, mermeladas del Cáucaso de varios sabores y otras delicadezas desconocidas en el menú del barco. Más tarde, tocó a la puerta el segundo oficial, un ucraniano con pelo color maíz, tez sonrosada de comulgante y obesidad de pope. Ilona salió a abrirle envuelta en una toalla. Ruborizado hasta el cabello, el hombre transmitió como pudo la obligante invitación del capitán para que lo acompañaran esa noche a cenar en su cabina a la luz de las estrellas. Aceptaron, intrigados por lo que aquello pudiera significar. Al llegar a la cabina del capitán, a la hora indicada, se encontraron con una cena espléndida, servida en un pequeño balcón privado que daba a la cubierta de proa. Cuatro ventiladores refrescaban el aire y alejaban los tábanos. No recordaban haber comido tanto caviar beluga ni tanto salmón ahumado, rociados con vodka de la mejor calidad, servido en botellas cubiertas por un cilindro de hielo, para terminar con vino blanco georgiano a la temperatura ideal. Las relaciones se restablecieron en un ambiente de mutua cordialidad y así continuaron durante el resto del viaje. Sin embargo, el pasaje siguió mostrando hacia la pareja extranjera una hostilidad ya algo más temperada por la actitud del capitán. El hombre de Nijni Novgorod resultó ser un mediocre copista cuyas ingenuas falsificaciones no hubieran logrado engañar al más intonso comprador de Wichita Falls. Para el regreso, prefirieron el tren que los dejó en Helsinki, después de un viaje en el ferry en compañía de un nutrido grupo de turistas rusos dispuestos ansiosamente a *beberse todo el vodka de Finlandia y a no perder ninguno de los pacatos espectáculos nudistas de los bares del puerto. Desde Helsinki enviaron al capitán del navío que recorría el Volga deslumbrando a los ribereños con su opulenta estructura, una tarjeta postal de un erotismo más bien insípido, en donde le agradecían sus atenciones. Oculta como es obvio, en un sobre discreto. Nunca tuvieron noticias suyas, Ilona sostenía que debió terminar en Siberia, no por la postal, es claro, sino por las opíparas cenas que ofrecía en su coqueta cabina con floreros de plata colgando de las paredes tapizadas en seda y sillones fin de siglo, forrados en un terciopelo púrpura que recordaban los muebles de Tsarskoié-Selo.
       Que los detalles de este viaje con Ilona hubieran venido con tal fidelidad a la memoria, le confirmaba lo importante que había sido en su vida el encuentro con la bella e inteligente triestina cuyo macabro final en Panamá seguía causándole un dolor y una inconformidad con el destino que no disminuían con el paso de los años. Por el contrario, con los primeros síntomas de su entrada a la vejez, más hondamente lamentaba la ausencia de su irreemplazable compañera y regocijada cómplice de andanzas. La virtud lenitiva de estos recuerdos del pasado, evocados por Maqroll en un presente que se ofrecía por demás azaroso, se esfumó bien pronto. Amparo María apareció en La Plata poco tiempo después. Allí estaba, con sus grandes ojos oscuros más abiertos y sobresaltados que nunca, su andar cauteloso y felino que hacía más evidente el quiebre de la cintura, su porte altanero que no lograba disimular, más bien al contrario, la escueta pobreza del oscuro traje de percal que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel. El Gaviero conocía la condición en extremo humilde de la muchacha, pero siempre le tomaba por sorpresa el contraste de aquélla con el altivo garbo de Amparo María y sus gestos de reina en el exilio. Esta disparidad le causaba una aguda excitación erótica. Era como si el efecto hubiera sido preparado por ella con un sentido refinado y decadente del que, desde luego, la joven carecía.
       Amparo María le explicó que no pudo venir en la fecha prevista porque don Aníbal había dado orden de emprender ciertos preparativos para, eventualmente, abandonar la finca. Todo se hacía dentro del mayor sigilo. Habían subido varias veces al monte para almacenar, en sitios previamente dispuestos, comida, ropa, aperos y otras cosas indispensables para una jornada larga e incierta. La muchacha lucía más delgada y morena. El trabajo debió ser intenso y agotador. Pero, más que cansancio, lo que se notaba en ella era un perpetuo estado de alerta, que hacía aún más pausados sus movimientos y más acelerada y ansiosa su respiración. Cerraron la puerta, ella se quitó la ropa y fue a tenderse al lado del Gaviero. Permanecieron un buen rato en silencio. Él admiraba las proporciones góticas de ese cuerpo que le recordaba algunos ángeles en éxtasis de El Greco y formas femeninas entrevistas en sombríos rincones de Argel o de Damasco. En silencio hicieron el amor con una lentitud ritual, celebrando un conjuro de tiempos muy antiguos, como en ese poema de un amigo del Gaviero que evocaba una cortesana fenicia del templo: “Qedeshím qedeshóth”. No era la primera vez que esas estrofas visionarias, para él tan familiares y reveladoras, venían a dar nombre a un instante de su vida consumido en el vórtice del placer.
       Amparo María se quedó con el Gaviero dos días más. No salía de la habitación sino para comer en la cocina con la ciega. Hablaba poco, menos que antes. Mostraba una condescendencia y una ternura que el Gaviero sentía como premonitorias de una separación inevitable. El arribo del barco continuaba retrasándose, lo que inquietaba a Maqroll porque, hasta ahora, siempre había llegado el día previsto. Amparo María regresó al llano de los Álvarez una mañana de lluvia. Al despedirse de su amigo, las lágrimas corrían por sus mejillas morenas y tersas, ceñidas a los altos pómulos y al diseño firme pero delicado de ese rostro que inquietaba al Gaviero. Quedaron en verse cuando pasara Maqroll por el llano, en su próximo viaje. “Te esperaré en el camino. Siempre te veo cuando vas subiendo, mucho antes de que llegues a la casa. Ten cuidado aquí. Ya sabes”. La muchacha sabía, entonces, más de lo que aparentaba. Era de esperarse, dada su amistad con la ciega y la confianza que le tenían en la hacienda. Esa discreción, madura y contenida, estaba en armonía con la natural altivez de su belleza. En esto, también, estaba emparentada con mujeres como Ilona o Flor Estévez, tan decisivas en la vida del Gaviero, quien, al constatar este parentesco, sintió crecer en su interior una punzante nostalgia de los años en que le había sido dado disfrutar plenamente de la compañía y del solidario fervor de esas mujeres excepcionales en su vida errante y contraria.
       Una madrugada lo despertó el sordo pitazo del barco que se acercaba al muelle. Estuvo todavía un rato en la cama, como tratando de aplazar el momento de enfrentar la realidad hostil que le esperaba. Cuando resolvió bajar al río, el calor estaba en su apogeo. Ya habían descargado casi todo lo que traía el barco para La Plata. Fue a la bodega y allí buscó entre la carga alguna caja que se pareciera a las que había transportado al Tambo. No halló nada semejante. Ya se iba, cuando el bodeguero lo llamó. Era un mestizo con gorra de marino que había sido blanca tiempo atrás y ahora tenía un color indefinido mezcla de mugre y de sudor apestoso. El hombre ya lo conocía de las anteriores ocasiones en que fue a recoger el cargamento.
       —¿Busca algo, el amigo? —le preguntó con desenfado molesto.
       —Lo de siempre. Algo que me haya enviado un tal Van Branden —contestó el Gaviero mirando a los ojos purulentos de su interlocutor que lo examinaban con malicia y desconfianza.
       —¿Van Branden? Ah, sí, claro. Aquí hay dos cajas para usted. Las bajaron primero que todo y están aquí, a la sombra. Hay que protegerlas del sol. ¿Sabe? Son para el ferrocarril, ¿verdad? Claro, claro. Pase, pase. Allá están —dijo señalando dos cajas que se distinguían en el fondo del almacén. Cada palabra destilaba una doble intención cargada de oculto sentido.
       Maqroll fue a recoger las dos cajas que no pesaban mucho. Además de la armazón de madera, estaban envueltas en un papel metálico con marcas de color minio que, en algunas partes, habían sido cubiertas con pintura negra. El hombre de la bodega no le entregó recibo alguno y se limitó a decirle:
       —Manéjelas con cuidado. Deben estar a la sombra y no recibir ningún golpe. Dice aquí que se entreguen a la mayor brevedad a los destinatarios en la cuchilla del Tambo. Así que ya sabe. Buen viaje.
       Todo comenzaba a filtrarse con una celeridad alarmante. Era seguro que el hombre estaba al tanto de toda la farsa del ferrocarril y quién sabe de qué más detalles relacionados con la carga consignada a la cuchilla.
       El Gaviero resolvió llevar él mismo las dos cajas y no quiso aceptar la ayuda de los muchachos que solían rondar por el muelle cuando arribaba un barco. Desde el primer instante en que las vio, se dio cuenta del contenido. Se había familiarizado con los explosivos en la mina de Cocora, donde tuvo que manejarlos durante más de un año, bregando por sacar algo de los ciegos socavones ya agotados. A pesar de que habían tratado de borrar los letreros, la envoltura y algunas instrucciones sobre el manejo de las cajas indicaban a las claras que se trataba de TNT. Cada una debía contener, al menos, doce cartuchos cubiertos con su gelatina protectora y la correspondiente cantidad de fulminantes guardados, a su vez, en un pequeño recipiente de cartón. Pensó que tendría gracia que una mula, en el paso de los precipicios, golpeara una de esas cajas contra los salientes de roca de las paredes cortadas a pico y que apenas dejan paso para los animales. Pero, en verdad, a pesar del nuevo riesgo que venía a agregarse a los ya conocidos, en el fondo sentía una cierta indiferencia, un alivio de saber ya, con certeza, lo que tendría que cargar en su último viaje y en qué consistía ese infundio del ferrocarril. Así, todo aclarado, sentía el ánimo ligero y hasta un cierto gusto en aceptar el desafío. Una serenidad de jugador que cuida sus fichas se instaló en él y vino a renovar su gusto por la aventura, perdido en la maraña de embustes y chapucerías en la que se había sentido atrapado por obra del tal Van Branden o Brandon, que para el caso daba igual. Por cierto que todos los indicios llevaban a creer que el infeliz debía estar ya ad patres.
       Amparo María le había dicho que el Zuro no podría acompañarlo en el primer trayecto del viaje, desde La Plata al llano de los Álvarez, porque don Aníbal le encargó supervisar las provisiones que se preparaban en el monte en vista a una probable huida. Pese a las indicaciones del capitán Segura, no tuvo, pues, más remedio que acudir a alguien de La Plata para que le ayudase a cargar las mulas. Doña Empera, como siempre, vino a resolverle el problema. Consiguió para esa tarea a un muchacho, retrasado mental, cuya madre era la dueña de la rústica panadería que proporcionaba a la región un pan que a Maqroll siempre le pareció incomible. El muchacho se dedicaba a hacer mandados en el caserío, a pesar de expresarse con dificultad. No era fácil entender sus recados emitidos entre una lluvia de saliva y una oscilación de la cabeza que terminaba por marear a quien lo escuchaba. Como es común en tales casos, el infeliz tenía una fuerza muscular sorprendente y gracias a ella lo respetaban en La Plata, donde hasta los más broncos estibadores del muelle le temían.
       La noche anterior a su partida Maqroll conversó largamente con la dueña de la casa. Los riesgos que corría en este último viaje eran evidentes. Le dejó instrucciones sobre lo que debía hacer en caso de que perdiera la vida: informar por telegrama al banco de Trieste que le enviaba los giros, guardar para ella los dos libros que allí dejaba. Algún huésped que hablara francés se los podría leer eventualmente; quemar su ropa con todos los papeles que guardaba en una funda de hule, en el fondo de la maleta, sin mostrárselos a nadie; decirle a Amparo María que el haberla encontrado era el último regalo espléndido que le habían hecho los dioses. Para terminar, hicieron cuentas, Maqroll liquidó lo que debía en la pensión y se fue a dormir para madrugar al otro día.
       Con el primer claror del alba la ciega lo despertó para decirle que allí estaba el muchacho listo para cargar los animales. Le llevaba una taza de café negro y unos bizcochos de yuca para el camino. El Gaviero se levantó y fue a supervisar el reparto de las cargas y la forma como debían ir las cajas sobre las angarillas. El muchacho ya había llevado hasta el establo, —por indicaciones de la ciega, las cajas que estaban en el cuarto de Brandon. El Gaviero le indicó las dos que tenía en su habitación y le recomendó manejarlas con sumo cuidado. Una vez listas las mulas y cubiertas las cajas de TNT con una capa de hojas de maíz envuelta, a su vez, en una tela encerada, para protegerlas del calor, el Gaviero le pagó al hijo de la panadera. Sintió no poderlo llevar consigo, así fuera hasta el llano de los Álvarez, porque resultaba de mucha utilidad para manejar las bestias. Pero, en caso de algún encuentro peligroso, sería más un estorbo que una ayuda. El Gaviero se dispuso a partir y fue a despedirse de la ciega. A las primeras palabras de Maqroll, doña Empera lo interrumpió:
       —Usted volverá. Lo sé. Aún tengo que contarle algo que le va a interesar mucho. Lo haremos a la vuelta. Cuando regrese, debe irse de inmediato. Aquí no va a quedar títere con cabeza. Me voy a encargar de arreglar su salida en la forma más expedita posible. Ahora, cuídese mucho, no haga barbaridades, no abuse de sus fuerzas y vaya con el ojo muy abierto. Aquí lo espero. Adiós —la mujer regresó a la cocina con andar apresurado, golpeando nerviosamente su bastón contra la pared para orientarse.
       En el camino, las palabras de la ciega volvían a cada instante para transmitirle la oculta certeza de que saldría bien del paso, pero, al mismo tiempo, la promesa de comunicarle algo que iba a interesarle muy especialmente no dejaba de inquietarlo. Se temía un aviso inopinado, una punzante noticia que le removía ciertas zonas de su pasado que prefería, por el momento, mantener intocadas y a oscuras. Cuando las mulas se detuvieron para beber en una quebrada, antes de la subida al llano de los Álvarez, la promesa de la dueña continuaba presente hasta el punto de que el trance sembrado de peligros que significaba ese último viaje al páramo había pasado a segundo término. Hasta el probable encuentro con Amparo María y el placer de sentirla en sus brazos se ocultaban en una niebla pesarosa y antigua.
       Al llegar a la hacienda se encontró con que sólo quedaban allí algunas ancianas, con tres o cuatro criaturas enfermas que no pudieron acompañar a don Aníbal y a su gente, quienes, desde el día anterior, habían partido hacia la montaña. Por ellas y los niños vendría mañana el Zuro para reunirlos con los demás. Una de las ancianas, que vivía con los tíos de Amparo María, se acercó a Maqroll y, en forma disimulada, le comentó:
       —La niña Amparo María le dejó dicho que no la olvide y que, cuando pueda, abandone todo esto. Que le hace mucha falta, pero prefiere saber que está vivo a que lo vayan a venadear por ahí. Que vaya con cuidado.
       Ya se temía que nadie iba a estar en el llano. Se conformó pensando que así estaban bien las cosas y sus amigos a salvo, con lo cual se sentía mejor dispuesto para la próxima etapa que era la más peligrosa. Las mujeres le ayudaron a descargar las mulas y le sirvieron algo de comer. Resolvió dormir en el establo para no abandonar la carga.
       En la mañana las mismas mujeres le ayudaron a cargar de nuevo los animales. Luego de apurar un tazón de café, emprendió la subida hasta la cabaña de los mineros. Tenía la convicción de que en ese trayecto se hallaba la zona de mayor riesgo. Era evidente que, tanto el ejército como los contrabandistas, andaban rondando esos lugares. Pero, por otra parte, el paso con los explosivos por los desfiladeros constituía el peligro más inmediato y cierto. Cualquier roce con las paredes sembradas de rocas que sobresalían amenazantes y volaba con todo. Sabía, por su experiencia en el Cocora, que el manejo de los explosivos, por cuidadoso que sea, siempre está sujeto a fatales sorpresas. Basta que el frío endurezca la gelatina que protege los cartuchos, para que éstos empiecen a golpear unos con otros al paso de las mulas; o que las cajas en donde vienen los fulminantes se abran y éstos comiencen a rodar en medio de los cartuchos. Los riesgos de explosión aumentan, entonces, peligrosamente. Cuántas veces, en la mina de la que fue vigilante, vio volar por los aires recuas enteras con todo y arrieros. Nunca se sabía la causa del accidente. Recordaba las últimas palabras del viejo guardián que, al morir, le dejó su lugar: “Cuida la dinamita, muchacho. Es como las mujeres, nunca sabes por qué ni cuándo van a estallar”.
       Además, con la ausencia del Zuro, el paso de las mulas por los precipicios era una tarea abrumadora. Ya vería cómo arreglárselas. Entretanto, comenzaba a mascar el sordo presentimiento de que jamás iba a ver de nuevo a Amparo María. Desde su último encuentro con ella, durante los días en que se quedó a acompañarlo en La Plata, la muchacha había entrado a formar, junto con Ilona y Flor Estévez, una suerte de trío bienhechor, cómplice y leal, necesario y gratificante, que llenaba sus días de sentido y exorcizaba la ronda de tedio y derrota cuyos embates temía como a la muerte. Cada una a su manera y por uno de esos esquinazos de la suerte, tan frecuentes en la vida del Gaviero, le había sido arrebatada con la repentina violencia con que las fieras pierden su pareja. Lo que le unía a la muchacha del llano de los Álvarez se relacionaba más con el sorpresivo garbo de su porte y la belleza antigua de sus facciones mediterráneas que con alguna condición de su carácter, cuya dulzura, algo ausente y contenida, contrastaba con las explosiones arrasadoras de Flor Estévez o con el humor deletéreo y exigente de Ilona. Ahora no le quedaba duda de que Amparo María entraba definitivamente a reinar en su pasado. Había sido la última oportunidad que le brindaba la vida de tener en sus brazos la inagotable maravilla de un cuerpo de mujer señalado por la gracia de los dioses.
       Al comenzar los precipicios de la cuesta, retiró el cabestro que unía a la recua y fue dejando avanzar cada animal, calculando una distancia prudente entre uno y otro en forma que subieran muy separados. Sabía que las mulas, al rato, acabarían por viajar todas juntas, pero esperaba que eso sucediera después de las paredes de roca. Las bestias, acostumbradas por los viajes anteriores, hicieron como el Gaviero había previsto. La mula que iba a la cabeza llevaba una de las cajas de explosivos, las dos que le seguían traían las cajas con armas automáticas y la última la otra caja de TNT. Esta, al llegar al abismo cortado a pico, empezó a resistirse afirmando sus cuatro patas en la tierra. Era inútil hostigarla con el látigo para obligarla a seguir: al menor reparo, la carga podía golpear contra las piedras del muro. Por fin, Maqroll no tuvo más remedio que llevar la caja en sus brazos. Encaminó los tres animales y el que no quería andar se fue tras los otros sin oponer resistencia. Con la mayor precaución, Maqroll emprendió la subida cuidando de asegurar muy bien cada paso ya que, por llevar la caja en sus brazos, no podía ver el camino. El viento, encajonado en los desfiladeros, dejaba oír un largo gemido que se alejaba hacia la serranía perseguido de cerca por la niebla que también escapaba hacia las cimas de la montaña. Cuando hubo cruzado el trayecto peligroso, el Gaviero colocó la caja a la orilla del camino y se recostó en un talud para recobrar el aliento. El corazón le latía desbocado y una corona de dolor le ceñía las sienes con intensidad que iba en aumento. Cerró los ojos y empezó a tomar aire tratando de relajarse hasta perder la noción de dónde se hallaba. Una vez más, los años se hacían presentes con la brutal irrupción de esos síntomas que aún le sorprendían como algo que le era hasta entonces desconocido. Pensó que la verdadera tragedia de envejecer consiste en que allá, dentro de nosotros, sigue un eterno muchacho que no registra el paso del tiempo. Ese, cuyos secretos desdoblamientos había percibido con notable claridad en su retiro en el Cañón de Aracuriare, se reservaba la prerrogativa de no envejecer ya que cargaba consigo la porción de sueños truncos, tercas esperanzas, empresas descabelladas y promisorias en las que el tiempo no cuenta, es más, no es concebible. Un día, el cuerpo se encarga de dar el aviso y, por un momento, despertamos a la evidencia de nuestro deterioro: alguien ha estado viviéndonos y gastando nuestras fuerzas. Pero, de inmediato, tornamos al espejismo de una juventud sin mácula y así hasta el despertar final, bien conocido.
       Las mulas se habían detenido junto a él, con la apacible indiferencia de las bestias que no saben que son mortales. Un lejano chasquido, como de ramas secas que se quiebran, vino de la sierra. Las mulas levantaron a un tiempo la cabeza. El Gaviero tardó un instante en darse cuenta de lo que se trataba: eran disparos aislados de armas automáticas. En seguida escuchó ráfagas intermitentes que, sin duda, tenían el mismo origen. Luego dos explosiones retumbaron con eco que repercutió por la cañada. Parecían disparos de bazookas o granadas de alta potencia. Se puso en pie. Cargó la caja de explosivos en la mula que se había resistido y se apresuró a seguir remontando la cuesta para alcanzar pronto la cabaña de los mineros. Un alivio inesperado aligeró sus pasos. Lo que tanto había temido ya estaba allí. Terminaba la incertidumbre y, con ella, la ansiedad que todo lo deforma, todo lo intoxica. Los hombres comenzaban una vez más su oscura tarea de convocar a la muerte. Todo, así, estaba en orden. Ahora, trataría de salir con vida. No participaría en el juego. Los disparos dejaron de escucharse. Al terminar la cuesta, cerca ya de la cabaña, se oyó una explosión mucho mayor que las anteriores. Allá, en lo alto, en la cuchilla del Tambo, se elevó una espesa columna de humo negro que perforaba la niebla con furia instantánea. Maqroll siguió su camino. Estaba resuelto a dejar la carga en la cabaña. Las bodegas del Tambo acababan de volar en pedazos que se consumían en un fuego devastador y fulminante. Regresaría de inmediato, aunque lo sorprendiera la noche en el descenso de los precipicios. Las mulas se mostraban ariscas y renuentes a seguir por la senda llana que conducía hasta el refugio. Con paciencia y voces que intentaban tranquilizarlas, el Gaviero consiguió que prosiguieran el camino. Llegó a la cabaña al caer la tarde. De vez en cuando, seguían escuchándose disparos a lo lejos, en dirección del páramo. Dispuso las cajas en el interior de la cabaña, cuidando que los explosivos estuvieran separados entre sí y lejos del fogón, aunque éste estaba apagado y frío. Llevó los animales al establo para darles un poco de comida. Al abrir el costal con maíz que permanecía siempre allí, encontró un papel de carta, al que habían arrancado el membrete. Tenía escrito, en letras de imprenta, el siguiente mensaje: “Deje aquí las cajas y regrese de inmediato al río. Desaparezca”. Las letras eran de color morado. Estaba casi seguro que eran obra del capitán Segura.
       Un hambre atroz se le despertó de pronto. El último esfuerzo hecho para subir la caja de TNT lo había dejado exhausto. Sin embargo, se puso en camino de inmediato para aprovechar lo más posible la luz de la tarde. Unió las cuatro mulas con un solo cabestro para que bajaran todas reunidas y no tener que cuidarlas una por una. Comenzó a mascar un bizcocho de yuca de los que le había dado la ciega para el camino. La saliva, espesa y amarga, no era suficiente para ablandar el bocado. Lo mantuvo en la boca hasta que encontró una pequeña toma de agua que manaba al pie del camino. Allí se sentó un rato y terminó todos los panecillos. Esto lo repuso un tanto para continuar el descenso. La sequedad de la boca y el sabor a verbena de la densa saliva que, a cada rato, tenía que escupir, le indicaban la presencia del miedo. Se conocían muy bien. Esos síntomas le eran familiares. Sintió de nuevo cierto alivio. El miedo era su viejo aliado. Estaba hecho a sus astucias y mimetismos. Convivir con él era, para Maqroll, una rutina y un desafío que lo regresaban a épocas de su vida cuando sus fuerzas aún le acompañaban con infalible obediencia.
       Al llegar a los precipicios, las mulas conservaron el orden sin mostrarse renuentes a los obstáculos del sendero. Pero, de vez en cuando, movían las orejas como oteando un peligro lejano. Por el cielo, despejado y sereno, comenzó a desplazarse la luna con una lentitud apacible, casi conciliadora. El cansancio y el hambre obligaron a Maqroll a montar en la mula que cerraba la fila, a pesar de que la montura le incomodaba mucho y sus dotes de jinete eran menos que nulas. A cada rato cambiaba de posición tratando de evitar las horquetas destinadas a sostener los bultos. Empezó a quedarse dormido a trechos. Despertaba cuando el animal daba algún paso en falso o tomaba una pendiente pronunciada. Tenía la mente en blanco. El agotamiento y el ansia de comer algo caliente le anestesiaban la memoria. Cuando el camino se hizo más llano, las mulas emprendieron un trotecillo ansioso. Adivinaban la cercanía del llano de los Álvarez y el establo tibio donde les esperaba su ración de maíz. El Gaviero prefirió seguir a pie. El paso de su cabalgadura le estaba moliendo los huesos y le causaba un mareo que jamás conoció en el mar. Pasada ya la medianoche, llegó a la casa de la hacienda. No había señal de vida ni en la casa principal ni en las instalaciones de los arrendatarios. Llevó las mulas al establo y les dio de comer. En ésas estaba cuando escuchó, viniendo de la casa, el chirrido de una puerta. Salió a ver quién era. Se encontró de manos a boca con don Aníbal que lo esperaba al pie de la escalera de la entrada, con una lámpara Coleman en la mano para alumbrarle el camino.
       —Qué bueno que apareció. Ya me tenía preocupado. Allá arriba comenzó el tiroteo desde ayer tarde y no sabíamos en dónde lo había sorprendido —la afectuosa preocupación del hacendado conmovió a Maqroll.
       Entraron en la cocina. Don Aníbal le invitó a que se sirviera la cena que le esperaba desde hacía varias horas. Comió con apetito que hacía sonreír a don Aníbal. Cuando tomaba el café, repuestas ya sus fuerzas, preguntó por las últimas nuevas.
       —Ya se fue mi gente al monte —informó el hacendado—. Mañana, antes del alba, salgo para unirme con ellos. El Zuro viene conmigo para subir unos caballos con destino a las mujeres y los niños y un par de enfermos que no pueden casi caminar. Escuchó ayer los tiros, ¿verdad? Comenzó la cosa y me parece que no muy bien. El ejército está tratando de cercar a la gente que vino por las armas y los explosivos almacenados en el Tambo. Hoy irán a la cabaña para sorprender a quienes lleguen por las cajas que usted subió ayer. Pero hay algo que me inquieta mucho. La última explosión de anoche debió ser en las bodegas del páramo. ¿La escuchó?
       —Sí, señor, la oí y también creo que fue en los almacenes de la cuchilla —repuso el Gaviero.
       —Eso no me gusta nada —continuó don Aníbal—. Mala señal. Si fueron los contrabandistas quienes la volaron, es que tienen ya suficiente armamento y cuentan con refuerzos frescos traídos de otras zonas en donde prácticamente controlan la situación. La fuerza que manda Segura no es muy numerosa. Está muy bien entrenada pero no pasa de treinta elementos, un teniente y tres suboficiales. Es posible que acabaran con los del Tambo, con todo y extranjeros, pero si se les viene encima más gente, van a verse en apuros. Ahora sólo me queda esperar que el atajo del monte, por donde queremos salir, esté despejado. Si entraron por allí para sorprender a Segura, estamos perdidos. Pero tengo que arriesgarme. No hay otra salida.
       —¿Por qué no sale por La Plata? —preguntó Maqroll—. Es más fácil y más cerca.
       —No, amigo. No es más fácil —aclaró el hacendado—. Si copan al ejército se van sobre el puerto y allí acaban con todo. Además no tengo manera de sacar a mi gente por el río. Las dos o tres gabarras que hay en La Plata no bastarían; sólo pueden con tres o cuatro personas a lo sumo y están en malas condiciones —miró en silencio al Gaviero y continuó:
       —Mañana mismo salga como pueda de allí. Ojalá de noche. Aunque sea en una canoa y con lo que tiene puesto. El capitán Segura va a resistir de todos modos dos días más. Es gente muy templada y curtida en la lucha desde hace años. Usted tiene tiempo y doña Empera le puede ayudar. Conoce muy bien la gente allí y la respetan mucho. Bueno. Váyase a dormir. No se preocupe. Usted no tiene antecedentes aquí. Esté tranquilo.
       —No sé, don Aníbal. El haber transportado esas armas me puede costar muy caro. Me temo que el ejército no crea en mi inocencia. Y si se trata de los otros, tendrán mucho interés en callarme.
       —Segura le creyó. Duerma tranquilo. Mañana será otro día. El cansancio le hace ver todo negro.
       Maqroll se despidió y fue a dormir en una habitación que le había indicado el dueño de la casa. La cama era blanda, las sábanas frescas y limpias. Hacía tiempo no disfrutaba de tales comodidades. Durmió profundamente.
       Con las primeras luces, don Aníbal tocó a la puerta.
       —Levántese, amigo. El café está listo y hay recalentado de la cena. Tiene que llegar a La Plata lo más pronto que pueda. Esta madrugada comenzaron de nuevo los tiros. Se me figuró que venían de la cabaña de los mineros.
       Maqroll se levantó y fue a desayunar con don Aníbal. Luego salió para sacar las mulas del establo. Cuando las llevaba a la puerta de la hacienda, el dueño y el Zuro, ya montados a caballo y con dos animales más, cada uno tomado del cabestro, lo esperaban para despedirse. Cruzaron pocas palabras tratando de disimular la emoción de una partida tan llena de incertidumbre. El Gaviero agradeció a don Aníbal su amistad y la ayuda recibida y le estrechó la mano calurosamente. Lo mismo hizo con el Zuro, diciéndole:
       —No creo que nos volvamos a ver, Zuro. Pero quiero que sepas que fuiste un compañero ejemplar. Sé lo que vales. No te olvidaré. Buena suerte, muchacho. Salúdame a Amparo María y dile que tampoco la olvidaré nunca. A usted, don Aníbal, lo mismo le deseo y de nuevo muchas gracias por todo.
       —Fue un placer, amigo —contestó don Aníbal con una sonrisa contenida y tristona—; mucha suerte para usted. Todos la vamos a necesitar. Vaya con Dios —espoleó el caballo y partió al galope seguido por el arriero que traía las otras dos cabalgaduras. Maqroll los vio perderse por un estrecho sendero que partía del solar de la finca hasta penetrar en las estribaciones del monte. Descendió hacia los cafetales y cruzó por ellos agobiado por una tristeza en la que se mezclaban su añoranza por la muchacha con aire de cortesana del templo, su afecto por los dos amigos que iban a enfrentarse con un riesgo mortal y su nostalgia de la tierra caliente de la que, tal vez, ahora, se despedía para siempre.
       Cuando llegó a la pensión, la dueña lo estaba esperando con ansiedad que se manifestaba con un pasarse las manos por el pelo entrecano y un ligero temblor de la cabeza. El Gaviero le contó los incidentes del viaje y su despedida de don Aníbal y el Zuro. Doña Empera lo dejó hablar. Al fin del relato, sentada en su silla y frotando sus manos continuamente en sus rodillas, que era un gesto suyo cuando quería que le prestasen mucha atención, le dijo:
       —Tiene que irse de aquí. Entre más pronto mejor. Voy a decirle cómo haremos: ya hablé con un compadre mío que tiene un planchón y quiere venderlo. Se llama Tomás Izquierdo, pero todo el mundo lo conoce como Tomasito. Tuvo, hace tiempo, mucho dinero, pero lo perdió todo en el juego. Lo único que le queda es un rancho a la orilla del río y un planchón con motor diésel. En él transportaba mercancía por el río hasta sitios cercanos, pero unas fiebres lo tiraron a la cama y allí está postrado sin poder hacer nada. Ya convine con él. Está dispuesto a cambiarle el planchón por las mulas y algún dinero en efectivo. De lo que le dio el belga ese, algo debe quedarle y, además, tiene los dos giros que le guardé. Creo que le alcanza y hasta le sobra algo para el viaje. Vaya a ver el planchón mañana temprano. Hay que examinar el motor, porque no trabaja hace más de cuatro meses. El casco tiene más remiendos que una gallina pero navega bien. Puede llegar con él hasta el estuario. Mañana tendremos noticias de lo que pasó en el páramo. Por ahora descanse un poco y ponga en orden sus cosas.
       El Gaviero aceptó el plan de la ciega y le dijo que prefería ir en ese momento a ver a Tomasito para adelantar la preparación de lo que hubiera que hacerle a la gabarra. “Ahora no puede ir —le dijo doña Empera— porque está un sobrino suyo y no es muy de fiar. Tiene fama de soplón y parece que sirve a unos y a otros. Pero mañana en la madrugada regresa a unas matas de aguacate que tiene río arriba. No se apure. Mañana mismo queda todo listo. Tenemos varios días antes de que se definan las cosas”.
       La inacción le pesaba al Gaviero y le hacía sentir aún más la gravedad de la celada en la que había caído. Salió a dar un vistazo al camellón, frente al río. La cantina estaba cerrada. Regresó a su cuarto e intentó distraerse con la lectura de las cartas del Príncipe de Ligne. La infalible elegancia y la inteligente sobriedad de la prosa del gran señor, diplomático y galante, actuó como un lenitivo de eficacia inmediata. Toda su atención se trasladó a esos comienzos del siglo XIX, cuando, como dijera Talleyrand, los que habían conocido la dulzura de vivir, en el ocaso del Ancien Régime, continuaban dando una lección de buenas maneras, de sereno escepticismo y de cínico enjuiciamiento de las mudanzas que impone la política. Ningún bálsamo más eficaz para sus presentes perplejidades que el ejemplo del gran aristócrata belga que sorteó, con igual fortuna y una amable sonrisa, el patíbulo jacobino, la vigilancia de la policía de Viena y su gabinete negro y las mortales acechanzas de la corte zarista. La capacidad de Maqroll de instalarse plenamente en otra época y en un ámbito tan ajeno al presente, cuántas veces le había librado de sucumbir a las tribulaciones a que lo orillaba su vocación de vagabundo. La recobrada serenidad lo condujo al sueño y, sin desvestirse, quedó profundamente dormido sobre el jergón de bambú, arrullado con el correr de las aguas bajo su habitación.
       Despertó al día siguiente muy temprano. Durante el desayuno, en la cocina, la ciega le dijo:
       —Mi compadre ya está solo y tiene listo el planchón para que lo vea. Ya sabe, se llama Tomás Izquierdo, pero todos le decimos Tomasito. El rancho donde vive está al pie del río, después de las bodegas, en la desembocadura de la quebrada del Duende, entre una platanera.
       Hacia allá se encaminó el Gaviero, pasando por la hilera de casas enjalbegadas y con techo de palma que formaban el destartalado villorio que tomó forma y nombre en la época del entusiasmo minero, de tan corta duración. No había un alma, las ventanas estaban cerradas y no se escuchaba el menor ruido enel interior de las casas, de costumbre siempre bulliciosas y animadas por la chiquillería y los gritos de las mujeres que hablaban, de un solar a otro, mientras lavaban la ropa o preparaban la comida. Debían estar todos ya levantados, porque el calor los sacaba de la cama desde muy temprano. Un temor flotaba sobre el caserío, un temor impreciso y vago que se resolvía en esa espera silenciosa del que adivina la cercanía de un desastre. Cuando llegó Maqroll a la cabaña de Tomasito, el dueño lo esperaba sentado en una silla de baqueta recostada contra una de las vigas que sostenían el techo de la choza. Ésta no tenía paredes. En el interior colgaba una hamaca debajo de la cual dormía un perro que despertó al escuchar una voz extraña.
       —¡Cállate, Káiser! —le gritó el viejo. El perro tomó a dormir resignado.
       Tomasito era un hombre de edad indefinida. Podía tener cincuenta años como noventa. El clima lo había trabajado de tal modo, que en ciertas zonas la piel se pegaba a los huesos y, en otras, colgaba amarillenta y sin vida. La boca desdentada sostenía un cigarro de hoja apagado que pasaba de una comisura a la otra con mecánica regularidad. Los ojos del hombre acaparaban toda la vida que parecía haberse retirado del resto del cuerpo, desmedrado y tembloroso. Brillaban negros, intensos, inquisidores, con una movilidad de expresión vertiginosa y febril. Parecían consumirse en una llama que aprovechara los restos de una hoguera a punto de apagarse. Tomasito invitó al Gaviero a bajar con él a la orilla para ver el planchón. Bajaron por una barranca arcillosa, gastada por los pasos de la gente. La corriente se remansaba allí, contenida por un espolón de tierra rojiza que penetraba varios metros en el agua. Amarrado a un trozo de riel, estaba el planchón. Tendría a lo sumo ocho metros de largo por tres de ancho. La quilla plana, llena de soldaduras y remiendos, cabeceaba con el embate del remolino y producía un monótono chapoteo. De cuatro varillas oxidadas, fijas en los costados de la embarcación, se sostenían un par de láminas de zinc manchadas con excrementos de los pájaros y jugos vegetales que caían de un gran palo de mango que se levantaba en la orilla. Tomasito explicó que el motor no tenía combustible y había que ponerle el acumulador que estaba guardado en casa de su comadre. Fueron por él y compraron cuatro galones de diésel en la tienda de Hakim. Éste, en un principio, se negó a abrir, pero al escuchar la voz de la ciega se apresuró a hacerlo, si bien con cara de pocos amigos.
       —Si quiere mujeres no tiene más remedio que atendernos. Lo sabe muy bien —el comentario de doña Empera no necesitaba mayores explicaciones.
       Colocaron el acumulador y llenaron el tanque de combustible. Después de varios intentos, el motor se puso en marcha.
       —Hay que regularlo. Así no va a ir muy lejos —comentó el Gaviero.
       El viejo estuvo de acuerdo y empezaron a trabajar bajo un sol de justicia. Cuando consiguieron poner el motor a tiempo, Maqroll se dio cuenta de que la hélice no estaba balanceada. Tampoco así era posible partir río abajo ni controlar la embarcación en los trayectos en donde el agua estaba muy baja. Tomasito dijo que tenía una hélice de repuesto, pero también estaba en casa de doña Empera. Fueron por ella. Cuando lograron colocarla, se había venido la noche encima con la rapidez con la que llega en los trópicos. El Gaviero partió a casa de doña Empera para reunir sus pocas pertenencias. Al acercarse, oyó voces en la cocina y, por el tono, se dio cuenta de que se trataba de algo grave. Al entrar vio a un muchacho sentado en un asiento de esterilla, con los ojos desorbitados y temblando como con un ataque de malaria. Tenía la camisa manchada de sangre, al igual que los brazos y las rodillas. Doña Empera, sentada en su silla, tenía la cara vuelta hacia el muchacho. Una palidez marmórea le había detenido el rostro en una expresión de pavor como sólo los ciegos pueden tener en las tinieblas de su impotencia. El Gaviero preguntó qué sucedía. La ciega sólo pudo pronunciar algunas palabras con dificultad:
       —Es Nachito, primo de Amparo María. Allá arriba… en el monte… todos. Habla, hijo, cuéntale al señor. Aquí no te va a pasar nada. Dile…
       Era evidente que el pobre no conseguía pronunciar una frase completa. La ciega le contó a Maqroll que, por lo que había entendido a medias, el muchacho traía muy malas noticias. Un poco más serena por la presencia del Gaviero, consiguió, al rato, tranquilizar al niño hasta que su llanto fue apenas perceptible. Las lágrimas le escurrían por las mejillas e iban a caer en la camisa destiñendo la sangre ya seca.
       El relato del chico duró casi una hora. Volvía sobre ciertos detalles y, de pronto, temblaba de nuevo y se le cortaba la voz. Don Aníbal y su gente habían sido sorprendidos en medio del bosque. Gente emboscada, al parecer con fusiles automáticos de los usados por los contrabandistas, les disparó una ráfaga tras otra hasta que todos quedaron tendidos en medio de la sangre. Después de las primeras ráfagas aún se escuchaban gritos de mujeres y de niños que seguían con vida. Una última descarga, más cerrada que las anteriores, los silenció para siempre. Nacho se había abrazado al cuerpo de su padre, que cayó entre los primeros con el pecho destrozado. El terror paralizó al muchacho que permaneció allí varias horas inmóvil y en silencio. La agonía de su padre había sido muy corta. Sintió unos pasos apresurados perderse en lo más espeso del monte y unas voces entrecortadas y lejanas de las que nada logró entender. Horas después huyó, presa del pánico, por una brecha que solía llevarlo a La Plata. Había esperado toda la tarde en las afueras del pueblo, porque no se atrevió a llegar de día en el estado en que estaba. Ya de noche, se resolvió a tocar en casa de doña Empera, a la que conocía muy bien por haber llevado y traído recados para ella.
       Cuando el muchacho terminó su historia, el Gaviero lo hizo sentar a su lado. Le acarició los cabellos sin conseguir decirle una palabra. Sentía una piedad abrumadora que se concentraba en el cuerpo flacucho y endeble del chico y que iba extendiéndose, paulatinamente y con mayor dolor, a toda su gente segada con la crueldad fría y gratuita de la que sólo es capaz nuestra especie. Rostros, palabras, gestos, risas, mínimas historias familiares de los habitantes del llano de los Álvarez, se agolparon en su memoria. La bestialidad de esa masacre sin objeto le era imposible de entender, de aceptar. El dolor que esto le producía llegó, en su intensidad, a ser físico. Pasó a su cuerpo como una punzada creciente que lo derrumbaba. La ciega se llevó a Nacho para cambiarle de ropa y lavar la sangre seca que tenía por todo el cuerpo. Lo acostó junto a ella, en una pequeña hamaca en donde solía dormir el chico cuando le sorprendía la noche en La Plata.
       Durante varias horas trató Maqroll de tomar una decisión. Era impensable partir en esas circunstancias. Esperaría hasta la mañana siguiente, cuando doña Empera se hubiera repuesto un poco. De nuevo giraban a su alrededor las presencias amigas de la gente sacrificada en el monte: Amparo María y su aire de maja de Goya, su amor sin dueño ni salida; don Aníbal Álvarez, hidalgo en sus tierras, leal y justo con sus amigos, fatalista y resignado como el caballero del Verde Gabán; el Zuro, inteligente, fiel, arisco e independiente y de recursos inagotables en el páramo. Y tantos otros rostros sin nombre, de gente hospitalaria y amable: masacrados, todos, por manos anónimas cuya costumbre de matar se había convertido en la única razón de existir. Chacales dementes, listos a recibir órdenes de quienes mueven allá arriba los hilos de una codicia implacable. Allí, tendido, Maqroll supo que su desesperación iría en aumento. Prefirió llevar la silla al balcón y quedarse mirando correr el río indiferente a la milenaria torpeza de los hombres, a su desventurada vocación de sacrificio. El silencio era perturbado, de pronto, por el chillido de algún ave desviada de su ruta, o el sonido del agua girando en los remolinos de la corriente. Sólo las estrellas trataban de penetrar en vano la espesa tiniebla del paisaje. La luna se había ocultado hacía mucho rato. Algo pesaroso y fúnebre flotaba en el ambiente. O, tal vez, el ánimo del Gaviero trasladaba al nocturno escenario el sabor de muerte y destrucción que se anudaba en su garganta. Antes de que aparecieran las primeras luces del alba, regresó a la cama para tratar de dormir un poco. Le esperaba el primer tramo de navegación río abajo, sembrado de peligros y riesgos encubiertos e imprevisibles.
       Dormía profundamente, cuando un estruendo de motores pasó con furia desbocada por encima del techo de la casa. Quedó sentado en el jergón, presa de un pánico súbito. Logró sobreponerse y corrió al balcón para ver de qué se trataba. En ese instante acuatizaban, uno tras otro, dos hidroaviones Catalina pintados de color gris, con las insignias de la Infantería de Marina en las alas. En el desembarcadero estaban amarradas dos grandes barcazas del mismo cuerpo, de las que descendían, en fila ordenada y silenciosa, infantes de marina con uniforme gris de campaña y casco del mismo color. Los oficiales controlaban el descenso de la tropa e impartían órdenes en voces breves y tajantes. Los aviones amarraron al lado de las barcazas. Al abrir las portezuelas, descendieron oficiales de diferentes servicios: médicos con el uniforme de sanidad, capitanes de intendencia con portafolios y máquinas de escribir portátiles, hombres de la Inteligencia Militar, inconfundibles en su traje de civil consistente en guayabera blanca y pantalones beige claro. Al instante supo el Gaviero que su plan de partir esa mañana se iba a pique. Sin embargo, resolvió intentarlo. Reunió algunas pocas cosas y las guardó en una mochila que le había dado doña Empera. En un mudo y estrecho abrazo se despidió de la dueña de la casa que repetía como sonámbula: Apúrese, por Dios, apúrese —le daba bendiciones musitando ensalmos, invocando santos y santas en una abigarrada mezcla incomprensible. Maqroll dejó en la casa la maleta con el resto de sus ropas y papeles, con recomendación a la ciega de que incinerara todo en caso de que lo mataran. Cuando llegó donde Tomasito, éste lo esperaba con los ojos más desorbitados y febriles que nunca: “Váyase con cuidado, señor. Con la Marina no se juega. Esa gente viene aquí a poner orden y sabe hacerlo”. Maqroll le entregó el dinero que habían acordado para completar el precio de la embarcación. Las mulas estaban en el establo y la ciega tenía instrucciones de entregárselas. El Gaviero tiró el morral en el fondo del planchón y saltó a éste. El motor encendió de inmediato. El viejo soltó las amarras y se despidió con un gesto de la mano que también tenía algo de bendición desesperada.
       Con el motor a media marcha, Maqroll entró en mitad de la corriente y comenzó a descender sin prisa, mirando con afectada indiferencia hacia la orilla opuesta, como dando a entender que intentaba cruzar simplemente el río. Al pasar frente a las barcazas de la Armada, de una de ellas partió una voz desde un altoparlante, instalado en el techo de la cabina de mando: “¿A dónde cree que va? ¡Ése, el del lanchón, regrese inmediatamente! ¡Aquí, al costado! ¡Sí, usted!”. El acento terminante de la orden se extendió por el ámbito con un eco paralizante y brutal. Con la misma lentitud con la que venía navegando, el Gaviero obedeció las instrucciones y fue a colocarse al lado de la barcaza. Varios soldados lo esperaban haciéndole señas desde el borde de aquélla. Le tendieron la mano para ayudarlo a subir a bordo. Dos de ellos saltaron al planchón y lo llevaron a donde habían anclado los Catalina; río abajo, al terminar el caserío. Un sargento le indicó al Gaviero que pasara adelante. Le señaló un camarote que tenía la puerta abierta y lo siguió de cerca sin decir palabra. Cuando entró al camarote, el Gaviero vio a un oficial agachado examinando unos mapas extendidos en una mesita sostenida por un extremo a la pared. Durante algunos segundos, que le parecieron horas, el oficial siguió inclinado tomando medidas con un compás. Por fin, levantó la vista. El sargento saludó militarmente y dijo: “Cumplida su orden, mi capitán”. Éste contestó, mientras se quitaba unos anteojos sin aro que tenía sujetos en la base de la nariz: “Puede retirarse”. Luego se quedó mirando fijamente al recién llegado, como tratando de forzar los ojos para ver mejor. Los tenía de un color azul intenso que, con los reflejos de la luz, cambiaban a un celeste desteñido. El pelo, cortado al rape, rubio, entrecano y ya escaso en la frente, le daba un aire de ejecutivo bancario más que de militar. Mientras limpiaba las gafas con un pañuelo, en gesto puramente reflejo, se dirigió al Gaviero con voz de bajo que para nada iba con su aspecto.
       —Me temo que usted es la persona que llevó hasta la cuchilla del Tambo armas automáticas y explosivos adquiridos en el mercado negro de Panamá. Su nombre es Maqroll, si no estoy mal, pero también es conocido como el Gaviero. Llegó aquí no hace mucho y creo que no todos sus papeles están en regla. ¿Estoy en lo cierto? —había una cortesía distante en sus palabras y en sus movimientos, como si quisiera establecer una rigurosa distancia con su interlocutor. Debía ser una actitud usual en él y totalmente inconsciente, adquirida en los cursos de Estado Mayor.
       —Sí, señor. Está usted en lo cierto. Pero me gustaría aclarar algo respecto a lo que menciona de las armas —contestó el Gaviero con la serenidad que le daba la resignación ante algo que venía temiendo desde hacía tiempo.
       —Esa aclaración, como usted la llama, no me la tiene que hacer a mí. Ya lo interrogarán, en su momento, las personas indicadas. Por ahora me limito a informarle que está detenido en virtud de las atribuciones extraordinarias que tienen las fuerzas armadas durante el estado de sitio —al terminar estas palabras, dichas con rutinario acento oficial, el capitán ordenó al sargento que había traído a Maqroll y que esperaba afuera del camarote: “Llame al guardia de turno”. Al momento se oyeron unos pasos apresurados y entró un soldado que se cuadró a la entrada: “A sus órdenes, mi capitán”. “Lleve este hombre a la comandancia. Dígale al capitán Ariza que ya le hablaré más tarde al respecto”. “Como ordene, mi capitán”, contestó el soldado mientras hacía de nuevo el saludo militar. Tomó por el brazo al prisionero y salió con él del camarote. Se dirigieron al muelle, donde estaba amarrada la barcaza, y subieron por la pequeña loma que daba al terraplén. Era un zambo corpulento con facha de jugador de fútbol, uniforme impecable y un rostro indefinido de los que jamás guarda la memoria. No soltaba del brazo al Gaviero, pero en ese gesto no había la menor violencia. Parecía más bien que deseaba orientarlo hacia un lugar que el detenido desconocía. Llegaron a las instalaciones del puesto militar, que el Gaviero siempre había visto cerradas. Ahora mostraban una animación sorprendente que le hizo pensar en un hormiguero. Soldados y oficiales entraban y salían. Se escuchaban órdenes en voz perentoria, en medio del entrechocar de las armas y el traslado de muebles y enseres de un lugar a otro del edificio. Todo iba encontrando su lugar a un ritmo acelerado y exacto. Había en esto una demostración de eficiencia y disciplina que imponía temor y respeto. En el aire flotaba un olor a fusil que acaban de aceitar, a salón de clases con esa mezcla de madera de lápiz recién tajado y de sudor rancio.
       El guardia condujo al Gaviero a la oficina del capitán Ariza. Éste era un hombre moreno, retacón, con bigotico de galán del cine mexicano de los años cuarenta. Vestía una reluciente guayabera blanca y pantalón beige. En la solapa traía un imperceptible botón con delgadas franjas naranja y verde pistache. “Inteligencia Militar” —se dijo el Gaviero—, “ahora comienza el baile”. Ariza escuchó el recado transmitido por el guardia y asintió con la cabeza sin decir palabra. Se llevó la mano a la frente, esbozando un saludo militar y le hizo seña de que podía retirarse. Luego salió a la puerta y llamó a alguien por su apellido. Un teniente, también vestido de civil y con las mismas prendas de Ariza, entró y fue a ponerse a su lado para escuchar una orden murmurada al oído. El recién llegado asintió con la cabeza y acercándose a Maqroll, le dijo no sin cierta cortesía: “Venga conmigo, por favor”. Maqroll lo siguió sin despedirse de Ariza. La impersonal deferencia del que lo llevaba por entre corredores y oficinas en plena actividad le llamaba la atención. Ese “por favor” le seguía sonando en los oídos. Era el signo de que ya no se hallaba entre militares de tipo convencional. Así estuvieran al servicio del ejército, los métodos y el lenguaje eran de policías, de cualquier policía de no importa qué lugar de la Tierra. Esta constatación no dejó de producir un relativo alivio. Casi podía anticipar lo que le esperaba. Sólo le quedaba el fastidio de tener que jugar al ratón con el gato astuto e incansable y tratar de salir con vida de entre sus garras. Pero esto no era imposible y estaba listo para comenzar la partida.
       Atravesaron un patio en donde algunos infantes de Marina montaban media docena de ametralladoras. Trabajaban al sol y en silencio. Manchas de sudor iban creciendo bajo sus axilas y en el pecho, oscureciendo el uniforme de dril color gris. Maqroll y su guía se internaron por un corredor iluminado con focos de gran potencia, protegidos con mallas metálicas. Pensó que debían haber puesto a funcionar una planta eléctrica propia, ya que La Plata no contaba con electricidad. Se quedaban, pues, por largo tiempo. Iban pasando junto a puertas que se abrían y cerraban para dar paso a oficiales y ordenanzas que, de un lado para otro, llevaban papeles y carpetas con documentos. Cuando llegaron al fondo del pasillo, el oficial se detuvo ante una puerta metálica con pasadores cilíndricos y, en el centro, una estrecha mirilla enrejada. Sacó del bolsillo un manojo de llaves y, tras de probar varias, halló la que abría la pesada compuerta. Hizo al Gaviero seña de pasar adelante y entró tras él cerrando de nuevo. Se trataba de una celda a la que daban luz dos delgadas ventanas, casi pegadas al techo, protegidas por gruesos barrotes. El piso era de baldosas color azul claro que también cubrían las paredes a una altura de casi tres metros. En el centro había una especie de mesa de cemento, con una estrecha canal en el centro. Estaba ligeramente inclinada hacia adelante y recordaba un lavadero de ropa, pero más alargado. Al pie estaban el colchón de su cama de guadua y la mochila que traía en la barcaza. En una esquina del cuarto había dos lavabos gemelos con jabón y toallas colgadas a un lado. En otra, una precaria cortina que no alcanzaba a ocultar un escusado. El tanque del mismo estaba colocado a la altura del techo y era inalcanzable, así se subiera uno en la taza para intentarlo. El oficial le ordenó que se quitara los zapatos y el cinturón. El Gaviero se despojó de ellos y se los entregó en silencio.
       —Si algo necesita puede golpear dos veces con la palma de la mano en la mirilla de la puerta. Día y noche habrá siempre alguien para acudir. Tres veces al día le traerán el rancho. Es el mismo de la tropa. Si no le agrada, de la pensión en donde se alojaba pueden traerle la comida que quiera. Ya lo llamarán. Aquí las cosas se resuelven muy pronto.
       El hombre hablaba con un tono cansado e indiferente, casi tranquilizador. Pero sus palabras no lo eran y el Gaviero se entregó a toda clase de deducciones. Cuando el oficial se disponía a salir, con los zapatos y el cinturón del prisionero en la mano, éste se resolvió a preguntarle para qué servía esa mesa y a qué estaba destinada la celda. El teniente explicó que, por ahora, la mesa le serviría de cama y allí debía extender el colchón. Sin decir más, salió, cerró la puerta con llave y corrió los pasadores. Todo ejecutado con escrupulosa paciencia que tenía algo de irritante y estúpido.
       Maqroll tendió el colchón sobre la mesa y se acostó para descansar. El ligero desnivel de los pies le hacía sentirse como un cuerpo listo para la autopsia. Una luz azulosa se repartía desde un potente foco instalado en el centro del techo, protegido también por una fuerte malla metálica. Se dio cuenta que la luz tomaba ese color del piso y las paredes. Era un ambiente de quirófano no propicio para tranquilizar a nadie. Era evidente que se trataba de una celda de interrogatorio que usaban, por ahora, para alojarlo con cierta seguridad. Recordó que en el puerto del Pireo había conocido un sitio parecido. El que éste hubiera sido habilitado como celda lo tranquilizaba un poco, si bien quedaba un margen para hipótesis que, por el momento, era más aconsejable descartar. No conseguía dormir, pero pudo relajar el cuerpo, obteniendo con ello un inmediato descanso que se reflejó en su estado de ánimo. Le vinieron a la memoria algunas de las ocasiones en que había tenido que ver con ese mundo turbio, inquietante y sin rostro en el que se mueven los servidores de la ley.
       Recordó aquella vez que fue sorprendido, en las afueras de Kabul, por una patrulla de la policía afgana que insistió en examinar la carga de dos famélicos camellos que llevaba hasta Peshawar, con alfombras para vender allí a los turistas. Mostró el recibo de su mercancía y el correspondiente permiso para comerciar con ella. Pero un sargento de grandes bigotes negros, retorcidos y rígidos, insistió en meter la mano entre la montura y la gualdrapa que protegía a la bestia. Allí descubrió sendas bolsitas de piel de cabra llenas de piedras semipreciosas sin pulir. Dos semanas permaneció detenido en la cárcel de un poblado cercano, en espera de la decisión de las autoridades de Kabul. No lo trataban como prisionero y salía a comer, a menudo, a casa de sus guardianes. Eran gente de una altivez natural, matizada con una simpatía espontánea y un sentido de la hospitalidad realmente conmovedor. Allí escuchó las más estupendas e inolvidables historias sobre encuentros de las caravanas con los bandidos de las montañas, que bajaban de las nieves para sembrar el terror en las escarpadas rutas de la meseta central. También supo de las hazañas de los falsos derviches, que se aprovechaban de las mujeres que bajaban por agua a los ríos y eran víctimas de prolongadas y complejas manipulaciones eróticas que las dejaban poco menos que dementes. Esta permanencia en una cárcel de Afganistán le permitió familiarizarse con uno de los pueblos más indómitos y amables de la Tierra. Las autoridades le exigieron el pago de los derechos para sacar las piedras del país y el de los alimentos que había consumido durante su detención. Con un sonoro beso en cada mejilla, sus compañeros y guardianes se despidieron de él con tan calurosa franqueza que le dio la impresión de abandonar el país en donde hubiera podido dar fin a su vida trashumante y vivir entre quienes sentía que, en verdad, eran sus hermanos; habitantes de un mundo que evocaba a menudo, como un modelo que había perdido la esperanza de encontrar. Allí estaba y él lo dejaba para siempre.
       También recordó, luego, los dos meses de prisión que había pasado en Kitimat, en la Columbia Británica, acusado de secuestrar a una muchacha piel roja. La había encontrado en una tienda del pueblo y entabló conversación con ella atraído por la mirada intensa de sus ojos oscuros y asombrados y por el color tabaco de la piel, que se adivinaba de una frescura aterciopelada y hechizante. Ella le contó una complicada historia de padre alcohólico y madre prostituta, de golpes a granel y de intentos de venderla a los capitanes de las balleneras que atracaban en la bahía. Maqroll se dejó envolver en la historia y llevó a la joven india a la lancha con la que hacía cabotaje por los lugares cercanos, traficando con pieles y, cuando se presentaba la ocasión, con armas de caza adquiridas de contrabando en Alaska. La muchacha resultó de una sensualidad laboriosamente manejada, que tenía el encanto de un erotismo ejercido con artes en donde lo artificial se ocultaba tras un sentido estético notable. La tal huérfana resultó casada con un polaco gigantesco y frenético que buscaba al raptor de su mujer para estrangularlo. Su mirada bizca e inyectada de sangre daba una impresión de ferocidad devastadora. Esperó al Gaviero al pie de la lancha y, por fortuna, la policía pudo intervenir a tiempo antes de que éste muriera en manos del energúmeno varsoviano. Sesenta días de prisión tuvo que pagar Maqroll por el delito de adulterio inducido con falsedad. Calificación que le pareció inventada por el juez en el momento mismo de dictar la sentencia. El tal magistrado era un enano semiparalítico que, vaya a saberse por qué, le había tomado ojeriza al Gaviero, desde el primer momento en que lo vio. Esos meses de reclusión en una cárcel del Canadá los hubiera recordado como unas gratas vacaciones, si no hubiera sido por el frío que padeció en las noches debido a la insuficiencia de abrigo. Había allí detenidos de las más variadas regiones del mundo. Casi todos purgaban delitos contra la propiedad y, en verdad, eran la flor y nata de su oficio. Lo que allí aprendió —nunca se atrevió a ponerlo en práctica en sus horas de la más cruel penuria— era suficiente para escribir una enciclopedia sobre el hurto y sus ramificaciones. El frío era insoportable y las autoridades de la cárcel insistían en proveer a cada preso sólo con una cobija reglamentaria del ejército. “No dudo —comentaba un chileno que pagaba una condena por robo de pescado en las congeladoras del puerto— que estas mantas sean del ejército, pero del ejército de Su Majestad la Emperatriz de la India. Si fueran del ejército canadiense éste habría perecido congelado hace muchos años”.
       Cuando salió libre, lo esperaba en la calle el gigante polaco, quien, con lágrimas en los ojos, le contó que su mujer había vuelto a fugarse, pero, esta vez, con un arponero ruso. No había manera de rescatarla porque el barco había zarpado ya hacia Petropablosk-Kamtchaskiy. Le invitó a un vodka para consolarse mutuamente por la pérdida de una hembra con facultades eróticas tan notables. Con mucha cautela, el Gaviero declinó la invitación. Sabía que el asunto terminaría otra vez en una riña harto desigual y no quería correr el riesgo de volver a congelarse en la prisión. El polaco lo acompañó hasta la lancha. Cuando Maqroll hacía los preparativos para partir, el hombre, desde el muelle, seguía enumerando el catálogo de las delicias perdidas por culpa del maldito arponero; ruso para mayor vergüenza. Ya la lancha se apartaba del muelle y el polaco seguía agitando el pañuelo empapado con sus lágrimas. Su última recomendación a Maqroll fue que, si encontraba en alguna parte a la india, le dijera que la esperaba sin rencor y con firmes intenciones de darle una buena vida.
       Empezó a oscurecer en La Plata. El tintineo de los platos del rancho en la puerta de la celda regresó a Maqroll al presente. La comida tenía ese sabor inconfundible, soso y ligeramente agrio, del rancho de cuartel. Apenas probó bocado. Pidió una segunda taza de café y el guardia regresó de inmediato con un tazón de café aguado que, sin embargo, el prisionero bebió con gusto. La inclinación de la cama y los fantasmas que le despertaban las paredes de baldosas azul celeste y el techo blanco de quirófano, no le dejaron dormir tranquilo. En la mañana, muy temprano, llegó el desayuno: el mismo café chirle y dos pequeños panes, duros como piedras. Cuando vinieron para retirar los platos, un guardia trajo el cinturón y los zapatos que le habían retirado. El otro guardia, que recogía la vajilla de peltre, le dijo:
       —Ahora vienen para llevarlo donde el capitán Ariza. Póngase los zapatos y el cinturón. Tiene tiempo de lavarse un poco. En el interrogatorio es mejor estar fresco y bien despierto.
       Estos detalles de una relativa consideración, el “por favor” a cada rato, la segunda taza de café y, ahora, el comentario del guardia, no sabía muy bien cómo interpretarlos. No podía pensar que se tratara de simple piedad. En los cuerpos armados es lo primero que se elimina en el recluta. Podría tratarse de una actitud exclusiva de la Marina. Pero esas palabras y gestos corteses no debían llevarlo a abrigar ninguna esperanza de compasión o indulgencia por parte de quienes iban ahora a decidir su suerte. Se lavó la cara con el agua barrosa y tibia que salía en chorro exiguo e intermitente de una de las llaves del lavabo. Las demás no funcionaban. Estaba secándose cuando abrieron la puerta. La misma pareja que había traído el desayuno lo condujo a la oficina del capitán Ariza. Éste lo esperaba de pie mientras examinaba unos papeles que estaban sobre el escritorio. Los guardias se retiraron y Ariza invitó a Maqroll a que tomara asiento. El capitán comenzó a pasearse con los papeles en la mano. Los volvió a dejar en su sitio y poniendo las dos manos sobre el escritorio, un poco inclinado hacia el Gaviero, se quedó mirándolo fijamente. Tenía una nueva guayabera, igualmente blanca e impecable. Su rostro de galán del cine mexicano no tenía expresión alguna. Por un momento Maqroll pensó que nunca más hablaría. La voz ligeramente aguda y sin matices vino a disuadirlo de esa impresión:
       —Bueno, para comenzar, tenemos con usted algunos problemas de identidad. No son la causa de su detención, pero no dejan de ser inquietantes. Viaja con pasaporte chipriota. El último refrendo caducó hace un año y medio y está fechado en Marsella. Los anteriores son de Panamá, Glasgow y Amberes. Como profesión, figura la de marino. Lugar de nacimiento, desconocido. Un pasaporte en tales condiciones no es para tranquilizar a las autoridades de un país que está virtualmente en guerra civil. ¿Qué me puede decir al respecto?
       —Es la primera vez, capitán —contestó Maqroll con serenidad muy convincente—, que escucho observaciones respecto a mi pasaporte. He navegado muchos años por el Caribe y sus islas. Antes lo hice en el Mediterráneo y en el mar del Norte. Nadie ha objetado nunca mi documento de identidad. Pero me doy cuenta ahora que, dadas las circunstancias que prevalecen aquí, un pasaporte como el mío puede despertar sospechas.
       —Bien. Como le dije, no es eso lo que nos intriga en primer término. Es mejor que vayamos de una vez al asunto: usted transportó a la cuchilla del Tambo, en mulas de su propiedad, compradas en el llano de los Álvarez, armas adquiridas a través de contrabandistas. La operación se hizo en Panamá y en Kingston. Los tres contrabandistas, que cayeron ya en manos del ejército, traían pasaportes muy parecidos al suyo y en ellos hay sellos consulares de ciudades que también aparecen en el suyo. El acto de proveer de armas a cualquier grupo que atente contra la estabilidad de las instituciones tiene un castigo que usted, seguramente, no ignora. Me gustaría escuchar lo que tenga que contarme sobre esto.
       El Gaviero relató al capitán, punto por punto, su encuentro con Van Branden, la proposición que éste le hizo y todos los hechos posteriores relacionados con el transporte de las cajas hasta la cuchilla; su relación con los dos extranjeros que allí lo recibieron, la conducta de éstos y lo que él pudo deducir de ella. Insistió, en forma enfática y firme, cada vez que venía al caso, sobre su absoluta ignorancia respecto al contenido de las cajas, hasta el hallazgo del pedazo de etiqueta en el fondo de la barranca donde se despeñó la mula y su encuentro posterior con el capitán Segura. La coincidencia de ciudades en su pasaporte y en los de los negociantes de armas era eso: una simple casualidad. Jamás había participado en esa clase de negocios ni había estado en contacto con quienes se dedicaban a él. Había vendido, sí, algunas escopetas de cacería en la Columbia Británica, compradas a bajo precio en Alaska, pero con eso no era posible derrocar ni siquiera a un simple sheriff de condado.
       El capitán Ariza no pareció tomar en cuenta las aclaraciones del Gaviero y siguió en el mismo tono que antes:
       —¿No se le ocurre que, por decir lo menos, es inconcebible que no haya tenido la menor sospecha de una trama tan burda como la de las supuestas obras del ferrocarril, las apariciones y desapariciones de Brandon y la facha de sus compinches en el Tambo? ¿Nunca pensó que algo pudiera ocultarse detrás de semejante patraña, que no se hubiera tragado ni el más ingenuo chiquillo de los que rondan en el muelle?
       —Desde luego, capitán —continuó Maqroll en el mismo tono—, Van Branden o Brandon, me pareció siempre persona bastante turbia y ni que decir de sus amigos de la bodega del páramo. Pero pensé que, probablemente, estarían timando a los contratistas de la obra ferroviaria de la que, dicho sea de paso, vi varios tramos trazados y abandonados hace tiempo. Que la reanudaran no me pareció sospechoso. Yo me limité a recibir el dinero y allá ellos con su negocio. Mis conjeturas fueron muy vagas y la experiencia me indica que mucha gente, de aspecto poco digno de confianza, resulta después ser la más honesta y rutinaria.
       —Contésteme sí o no a lo que voy a preguntarle —la voz del oficial de la Inteligencia Militar se hizo más aguda y traicionaba una leve impaciencia—. ¿Tuvo usted idea, antes de hablar con el capitán Segura, de qué era lo que subía a la cuchilla del Tambo? ¿El más ligero indicio, la menor sospecha? Hasta cuando se despeñó la mula, ¿pensó que se trataba de material para la construcción de la vía férrea?
       Allí estaba la trampa, pensó el Gaviero. De su respuesta dependía, sin duda, su vida. De nuevo, en tono tranquilo, insistió en su ignorancia absoluta sobre el contenido de las cajas y en la dirección de sus naturales sospechas, respecto a los extranjeros involucrados en el negocio, hacia una estafa contra quienes contrataban la obra. Relató, esta vez con todo detalle, su encuentro con el capitán Segura y de cómo éste lo había puesto al tanto de la verdad y le había pedido su colaboración en el sentido de hacer el último viaje con las cajas que habían quedado en La Plata y lo que pudiera llegar, entretanto, en el barco. Mencionó su identificación de las cajas de TNT, merced a su experiencia en la minería. Ariza le interrumpió varias veces para precisar aún más ciertos aspectos de su encuentro con el capitán Segura y la participación de don Aníbal Álvarez, “persona de toda nuestra confianza”, aclaró, de paso, el militar. Cuando Maqroll terminó su relato, Ariza permaneció unos minutos en silencio. Al Gaviero le parecieron eternos. Finalmente, Ariza tornó a hablar, esta vez con una levísima señal de alivio, que se advertía más en el rostro que en la voz largamente educada en la milicia:
       —No sé si decirle que tiene suerte o que ésta le falta por completo. Ya veremos. La confirmación de sus informes, por parte del capitán Segura, aclararía definitivamente su situación. Pero resulta que el capitán Segura, a quien todos quisimos y respetamos por su valor y su sentido de compañerismo, fue asesinado, junto con todos sus hombres, cuando ponía cerco a las bodegas del Tambo y a la cabaña de los mineros. En el momento en que los intermediarios con la gente del Tambo llegaron para retirar el cargamento de armas y Segura coronaba su objetivo volando la bodega, cayó sobre el capitán y sus hombres una fuerza mucho mayor. La calidad de las armas que ésta traía y la superioridad numérica aplastante, liquidaron la resistencia heroica de la tropa. El capitán Segura fue alcanzado por una granada de alta fragmentación, al final de la refriega. Con él perecieron los últimos hombres que lo rodeaban. Bueno. Es todo, por ahora. Tendré que hacer ciertas averiguaciones en relación con lo que usted me ha dicho. Ya se le interrogará de nuevo.
       Se puso de pie y fue a la puerta para llamar al centinela que estaba de turno. Ya en su celda, el Gaviero empezó a tejer una red de consecuencias y deducciones, destinada a sostener su recién ganada esperanza de salir con bien de la trampa en que había caído. Toda la tarde estuvo leyendo páginas de la vida del poverello de Asís. La evocación del sabio y armonioso paisaje de la Umbría, en donde los milagros de Francisco hallan el marco ideal y suceden con la sencilla naturalidad con que los narraría luego el Giotto en sus frescos, sirvió al Gaviero para recuperar la serenidad y establecer una saludable distancia entre su actual desventura y la intimidad de su ser más intocado y oculto, del que manaba siempre un caudal de confianza en su auténtico destino. Esa noche, para dormir más a gusto, bajó el colchón al piso. La siniestra mesa le producía los más oscuros presentimientos.
       Cuando le trajeron el desayuno, el guardia le preguntó por qué había bajado el colchón al suelo.
       —No puedo dormir con la inclinación de esa mesa. En el piso me encuentro más cómodo. ¿Está prohibido?
       —No —repuso el soldado—. Es que esa mesa no es para dormir —Maqroll le preguntó para qué servía en realidad. El hombre se limitó a sonreír con incredulidad ante la pretendida ignorancia del prisionero y se retiró sin hacer más comentarios. Tampoco Maqroll quería saber más. Todo estaba dicho.
       Al día siguiente lo sacaron al patio para que ayudara a subir una caja de munición a una bodega del segundo piso del cuartel, que era menos húmedo. Pensó, mientras cumplía con la tarea, en la ironía del destino que le obligaba de nuevo a cargar material de guerra. Esa noche le informaron que en la mañana sería llamado a la comandancia. En efecto, después del desayuno, vinieron por él y lo llevaron a una oficina cuyas ventanas daban sobre el río. Lo invitaron a tomar asiento y lo dejaron allí solo. Al rato entró un mayor con uniforme de campaña de una impecable limpieza y sin una arruga. El traje era verde olivo lo mismo que la gorra, semejante a las que usan los jugadores de pelota. Era un hombre corpulento, un tanto acezante y congestionado, de bigote entrecano y porte altivo. Fumabasin parar y sus manos temblaban ligeramente. Parecía un clubman disfrazado de militar. Con voz pausada y un poco ronca formuló algunas preguntas de rutina parecidas a las que había hecho Ariza. Al terminar, se colocó unos anteojos con armadura de oro y revisó algunos papeles ordenados en una carpeta color escarlata que tenía sobre su escritorio. En un momento dado hizo una seña al centinela que entró para recoger algunos documentos, indicándole que se llevara al prisionero. Ni siquiera alzó la cabeza y siguió leyendo como si éste no hubiera existido.
       Maqroll había logrado advertir que algunos de los papeles que hojeaba el mayor estaban escritos a mano. Eran hojas manchadas de sangre y barro arrancadas de una libreta. La letra, clara y rotunda, era fácil de leer. De nuevo, ya en la celda, tornaron a torturarlo la incertidumbre y la angustia que creía haber dominado. Así pasó el resto del día y buena parte de la noche siguiente. En sueños, se le apareció el mayor, esta vez en traje de parada, explicándole en forma muy cordial y mundana una serie de maniobras militares cada vez más embrolladas y aburridas. En la mañana lo despertó, como de costumbre, un ruido al pie de la puerta. Le traían el desayuno. El guardia le informó que, en un rato, lo llevarían de nuevo a las oficinas de la Inteligencia Militar. Un cansancio abrumador, un entorpecimiento de todos sus miembros y un amargo sabor en la boca, le minaban el resto de fuerzas que, en vano, había intentado acumular durante esos días de encierro. Era evidente que su hora había llegado. Le sorprendía, por desventura, con la guardia más baja que nunca y el cuerpo, convertido en un saco de vagos dolores, se negaba a sostenerlo cuando más lo iba a necesitar. Toda la mañana esperó a que vinieran por él. Después de la comida, se quedó dormido en un sopor agobiante. Los pasos del guardia que abría la puerta lo despertaron. Había dormido en la modorra de una siesta con amenaza de lluvia que daba a la tarde una atmósfera de baño turco. Hasta los menores ruidos llegaban a través de la capa afelpada y húmeda de un aire irrespirable.
       —Mi capitán quiere hablarle —explicó el guardia—. Vístase y venga con nosotros.
       Otro guardia esperaba en la puerta. El Gaviero se pasó por el rostro y parte del cuerpo una toalla empapada en el agua turbia de la llave. Se puso una camisa limpia y unos pantalones bermuda que le había enviado la ciega. Los conservaba desde sus épocas de marino. Se pasó un peine por el cabello entrecano y rebelde y salió en medio de los dos soldados. Al cruzar el patio sus piernas se movían con algo más de firmeza. El saber que iba a enfrentarse con Ariza sirvió para despabilarlo un poco. Iba a decidirse su suerte y una ansiedad vigilante empezó a invadirlo. Se sentía como el jugador que va a enfrentarse en un juego complicado, en donde cada movimiento de las fichas puede ser definitivo. Entró a la oficina de Ariza. Los guardias se quedaron afuera y cerraron la puerta a sus espaldas. Allí estaba el hombre de la Inteligencia Militar dando vueltas con el pulgar al anillo de graduación de la base de Corpus Christi en Texas. Seguía luciendo su impecable guayabera con el distintivo en la solapa. El recto bigote resaltaba en el rostro recién afeitado, subrayando una ligera sonrisa sobre cuya sinceridad el Gaviero resolvió no hacerse ilusión alguna.
       —Tome asiento, amigo. Póngase cómodo —le dijo indicándole una silla giratoria que habían traído de otra oficina. La silla se inclinaba peligrosamente de un lado a otro al menor movimiento de Maqroll, que trató de permanecer lo más quieto posible para mantener en relativo equilibrio el diabólico asiento. Lo de “amigo” había aparecido en el vocabulario del capitán hacia el final de la entrevista anterior. Lo decía con un cierto acento de complicidad que despertó las reservas del Gaviero, quien se propuso seguir el juego, controlando, a su vez, cada una de sus reacciones y respuestas.
       —Pues bien —comenzó Ariza—, aquí estamos de nuevo tratando de aclarar lo que, si quiere que le diga la verdad, para mí está más claro que el agua. No hay quien me convenza de que usted es inocente. No consigo aceptar que no supiera qué era lo que subía a la cuchilla del Tambo. Por otra parte, hemos reunido informes sobre su pasado: contrabando de armas en Chipre, de banderas navales trucadas en Marsella, de oro y alfombras en Alicante, de blancas en Panamá; en fin, no sigo porque la lista nos tomaría varias horas. Alguien con semejante pasado no va a transportar armas pensando que son instrumentos de ingeniería para un ferrocarril inexistente. Lo que no consigo entender es que se haya conformado con unos cuantos billetes, cuando hubiera podido sacar varios miles de dólares.
       —Con todo respeto, capitán —repuso el Gaviero en el tono más sereno y comedido que pudo—, eso no se lo puede usted imaginar sencillamente porque no me conoce. Todas esas actividades de mi pasado a las que usted se ha referido son ciertas, pero hay en ellas aspectos ocultos que no pueden aparecer en una enumeración tan escueta como la que acaba de hacer. Si yo hubiera sospechado, por un momento, de lo que se trataba, créame que no me hubiera enredado con los tales belgas, estando aquí las cosas como están. No son la gente con la que suelo andar. Desde el principio me parecieron sospechosos. Estaba casi seguro que estafaban al gobierno con eso de la vía férrea.
       —Bien. No sé. Como quiera que sea —prosiguió Ariza— al Estado Mayor llegó un parte redactado por el capitán Segura la misma noche en que se entrevistó con usted y con Aníbal Álvarez. En ese informe, usted aparece plenamente exculpado y colaborando con nosotros en el mejor ánimo. Todo allí avala y corrobora lo que nos ha dicho. Por si fuera poco, el gobierno del Líbano, a través de su embajada, nos está solicitando su libertad y ofrece responsabilizarse de su conducta mientras permanezca en el país. Hay, al parecer, una serie de complejas razones que nos obligan a dar curso a esa solicitud de la misión diplomática libanesa, porque necesitamos el voto de dicho país en no sé qué comisión de las Naciones Unidas. Así las cosas y pese a mis serias reservas sobre su inocencia, debo entregar al Estado Mayor un expediente debidamente cerrado y justificado. Con usted vivo las cosas se complican.
       Maqroll no pudo entender a ciencia cierta a qué se refería el oficial. Pero su escueta manera de plantear el asunto le hizo correr un escalofrío por la espalda. Pensó que lo necesitaban muerto y no allí creando una confusión innecesaria. Apenas consiguió alzar los hombros, como disculpándose de seguir aún con la vida.
       —Va a salir vivo. No hay remedio. Pero no se meta más en problemas y desaparezca de aquí. Entre más pronto, mejor —el capitán comenzó a guardar en una carpeta todos los papeles que había estado examinando mientras hablaba con el detenido.
       —¿Esto quiere decir que estoy libre? —preguntó Maqroll con incredulidad que tenía algo de patético y de infantil.
       —Sí, señor. Eso quiere decir que está libre desde este momento y que debe salir de La Plata ahora mismo, si es posible. Su planchón lo espera en el desembarcadero. Trate de alejarse de esta zona, que se halla bajo control militar. Si lo agarran en otro puesto, más abajo, nada podemos hacer nosotros. Ellos no van a esperar comunicaciones del Medio Oriente, ¿sabe?, no es su estilo. ¿Está claro?
       —Sí, capitán. Entendí perfectamente —contestó el Gaviero, tratando de ocultar el eufórico alivio que lo invadía—. Pero preferiría esperar a que cayera la noche para partir. Pienso que es más seguro. No creo que tenga inconveniente, ¿verdad?
       —Ninguno. Proceda como quiera —repuso Ariza en forma cortante y queriendo dar fin a la entrevista—. Ahí está su lanchón. Aquí tiene un salvoconducto para circular en nuestra zona. Ojalá le sirva. Las cosas están muy revueltas. Parta tan pronto caiga la noche y ojalá nunca nos volvamos a ver —el capitán le alargó un papel con su firma y un sello de la comandancia del puesto. Le tendió la mano para despedirse y el Gaviero se la estrechó. Se dirigió a la puerta y, cuando la iba a abrir, se volvió para preguntar a Ariza:
       —¿Puedo saber algo?
       —Sí. Dígame —repuso Ariza impaciente.
       —Si no llega el parte del capitán Segura, ni la embajada del Líbano se hubiera interesado por mi suerte, ¿qué habría sido de mí?
       —¿De usted? —una risa se quedó atorada en la garganta del oficial—. ¡Hombre!, usted estaba muerto hace rato. Váyase tranquilo y recuerde lo que le dije: ándese con cuidado, estas tierras no son para gente como usted.
       Maqroll fue a la celda para recoger sus cosas, ya sin la compañía de ningún guardia. Mientras metía sus ropas y enseres en la mochila de doña Empera pensaba en su amigo y compañero de viejas andanzas, Abdul Bashur. Desde la eternidad, después de su muerte en un accidente de avión en Funchal, seguía ocupándose de él por intermedio de familiares y amigos dispersos por los cuatro puntos cardinales. No pasaba día sin que Maqroll lo recordara con ternura y nostalgia irremediables. Ahora, una vez más, le salvaba la vida. Un sollozo se demoró en su pecho. Recobró con esfuerzo la serenidad y salió del puesto militar ante la indiferencia de los centinelas, que antes lo vigilaban tan de cerca.
       En camino hacia la pensión de la ciega, las palabras del capitán Ariza seguían sonándole en los oídos: “… estas tierras no son para gente como usted”. Pensaba que tal vez no hubiera, en verdad, lugar para él en el mundo. No existía el país en donde terminar sus pasos. Lo mismo que ese poeta, compañero suyo de largos recorridos por cantinas y cafés de una lluviosa ciudad andina, el Gaviero podía decir: “Yo imagino un País, un borroso, un brumoso País, un encantado, un feérico País del que yo fuese ciudadano. ¿Cómo el País? ¿Dónde el País?… No en Mossul ni en Basora ni en Samarkanda. No en Kariskrona, ni en Abylund, ni en Stockholm, ni en Koebenhavn. No en Kazán, no en Cawpore, ni en Aleppo. Ni en Venezia lacustre, ni en la quimérica Istambul, ni en la Isla de Francia, ni en Tours, ni en Strafford-on-Avon, ni en Weimar, ni en Yasnaia-Poliana, ni en los Baños de Argel”, y su camarada seguía evocando ciudades en las que quizás jamás había estado. “Yo, que todas las he conocido —pensaba Maqroll— y que en muchas de ellas me he topado con los más sorprendentes quiebres de esquina de la vida, salgo ahora de este caserío de mierda, sin saber muy bien por qué fui a caer en el cepo más necio entre todos los que me ha deparado el destino. Sólo me resta ya el estuario, nada más que los esteros en el delta. Eso es todo”.
       Doña Empera lo esperaba ansiosamente: “Qué bueno que lo dejaron libre. Nachito vino a contármelo. Lo vio salir del puesto y vino corriendo con la noticia. Lo mandé por más diésel donde el turco. Le dije que lo llevara al planchón. Es importante que salga tan pronto venga la noche, con suficiente combustible para que no tenga que parar por lo menos en tres días. No debe detenerse en los puestos donde están ahora los infantes de Marina”. La mujer pensaba en todo. Le habían caído varios años encima. Sus cabellos parecían más blancos y su espalda levemente más encorvada. Era conmovedor el pensar que, sin decir palabra, con la abismada resignación de los ciegos, ella había cargado con la incertidumbre de la suerte de su huésped en el cuartel, con la duda de si saldría de allí vivo o muerto. Había algo de maternal en esa amorosa vigilancia y también mucho de solidaria simpatía hacia un hombre cuya vida, encontrada e incierta, en nada se parecía a la suya, perdida en ese rincón de la cordillera, al pie de un río de aguas pardas y sin nadie a su vera para acompañarla.
       Lo invitó a tomar café en la cocina, preparado como a él le gustaba. Las cosas del Gaviero ya estaban allí, listas para llevarlas al río. Sólo faltaba agregar lo que traía en la mochila. Cuando Nacho regresara del embarcadero, se encargaría de reunirlo todo y bajarlo al planchón. Allá cuidaba Tomasito, esperando para despedirse de Maqroll y dando los últimos toques al motor. Frente a sendas tazas esmaltadas llenas de café oscuro y humeante que despedía un aroma recio, casi selvático, la mujer empezó a relatarle al Gaviero algo que venía reservándose desde el momento en que lo conoció.
       —Hay algo —le dijo— que he querido contarle desde hace mucho tiempo. No quise hacerlo antes porque hubiera sido agregarle una preocupación y una amargura más a las que ya tenía encima con las benditas mulas y la carga esa del demonio. Ahora ha llegado el momento de que lo sepa: Flor Estévez estuvo aquí en años pasados. Se quedó en esta casa y fuimos muy amigas.
       Un sordo golpe, allá adentro, en pleno pecho, dejó por un momento al Gaviero sin aliento. Jamás, ni un solo instante, había olvidado a esa mujer que lo acogió en el páramo, en La Nieve del Almirante, su tienducha al pie de la carretera, adonde él había llegado con una pierna a punto de gangrenarse por la picadura de una araña del Okuriare. Su oscura cabellera en desorden, su manera silenciosa, intensa, casi religiosa y algo vegetal de hacer el amor; sus grandes iras, que todo lo devastaban a su alrededor y su ternura obediente para tornar a poner todo en su sitio. Flor Estévez; cómo podía olvidarla. Al regresar de su recorrido por el Xurandó, subió a buscarla y nada había encontrado. Sólo la tienda en ruinas, abandonada. El camionero que lo llevó hasta la parte más alta de la carretera, donde vivía Flor, le mencionó algo de la quebrada de La Osa. Allá fue y no encontró a Flor por ninguna parte. Hasta ropa de mujer había acabado vendiendo en un vado del río, en espera de que algún día ella pasara por allí. Y ahora, aquí, de repente, aparecía su huella como por milagro. Con palabras ahogadas en la tristeza sin alivio, le preguntó a la ciega qué más sabía de su amiga.
       —Hablaba mucho de usted —le comentó doña Empera—. Por eso, cuando lo vi llegar, ya lo conocía como si fuéramos viejos amigos. Flor me contó que había tenido que dejar la tienda porque llegó el resguardo y le confiscaron la casa para instalarun puesto de vigilancia. Luego, parece que también los guardias dejaron el lugar. Poco después vino un invierno terrible. Los derrumbes taparon la carretera y hubo que hacer un nuevo trazado por otro sitio. Ya nadie volvió allí y todo quedó en ruinas.
       —Yo sí volví, doña Empera. No quedó nada en pie.
       —Flor Estévez —continuó la ciega— se fue a buscar la vida como pudo. En todas partes preguntaba por usted. En el puerto grande, en el estuario, instaló una casa de costura donde arreglaban vestidos para fiesta y ropa de novia. Poco a poco cambió el negocio de giro y la policía comenzó a molestar. Flor vendió todo y empezó a subir por el río de puerto en puerto. Cuando llegó aquí, las fiebres la traían agotada. No tenía un centavo. Durante un tiempo vivió conmigo y me ayudaba en la pensión. Nos hicimos muy amigas. Por la mañana yo le desenredaba el pelo, que tenía muy alborotado pero muy hermoso. Se curó del paludismo y volvió a ser muy solicitada. Por fin se la llevó un capitán de un barco de los que trabajan para la compañía petrolera. No volví a saber de ella. No se imagina cuántas veces me repetía que lo único que le atormentaba en la vida era que usted pensara que lo había abandonado y ya no lo quería. “Me moriré con esa cruz encima —decía—. ¡Si pudiera verlo algún día; así fuera un momento!”. Ahora usted lo sabe y ella, si no ha muerto, sigue arrastrando esa pena sin remedio.
       Maqroll no supo qué decir. Más bien, se dio cuenta de que nada podía agregar. La noche ya se había echado encima. Conversaron otro rato, los dos con la mente puesta en la partida y esa sensación que dejan las despedidas cuando todo se precipita, de pronto, hacia el pasado y se vacía el presente de sentido. Por fin, doña Empera le dijo:
       —Ya es hora de zarpar. Vaya con mucho cuidado. Aquí se le recordará siempre con mucho cariño. Lástima que no terminamos los libros que me leía. Por las noches suelo conversar con san Francisco. No sabe cómo me acompaña. Es un regalo y un recuerdo suyo que guardaré hasta que me muera. Los ciegos ajustamos así cuentas con la vida y le cobramos nuestra oscuridad recordando a quienes queremos. No es tan malo ser ciego, ¿sabe? No creo que sea mucho lo que hay que ver. ¿Usted qué opina?
       —Que tiene razón, doña Empera —contestó conmovido el Gaviero—. En verdad no es mucho lo que hay que ver y lo poco que pueda haber es mejor, a veces, olvidarlo.
       Se puso de pie y se acercó a la ciega que se había incorporado para abrazarlo. La mujer lo estrechó en silencio, sin lágrimas, sin sollozos. Ella, que todo lo sabía, sintió que de sus brazos se alejaba un hombre que le estaba diciendo adiós a la vida.
       Maqroll bajó al muelle donde lo esperaba Tomasito. Nacho se había empeñado en llevarle la maleta hasta el planchón. Ya estaba el motor en marcha, ronroneando con sus toses intermitentes, síntoma de su mucha edad, sus composturas provisionales y sus efímeros ajustes. Cuando Maqroll se despidió del anciano, creyó notar en sus ojos una fugaz chispa de calurosa simpatía. Nacho, con la cara seria y el pelo peinado cuidadosamente, lucía las nuevas ropas que doña Empera le había dado. El Gaviero le acarició la mejilla y saltó al planchón sin pronunciar palabra. El niño tenía los ojos húmedos. Maqroll pensó en Amparo María, en su porte de maja andaluza. El viejo dio con el pie un empujón a la barcaza que partió a media marcha, hacia el centro de la corriente. Dejándose llevar por ésta, el planchón se internó en la noche como si entrase en un mundo letal y desconocido, el Gaviero, sin volverse, hizo un gesto de adiós con la mano. Recostado contra la barra del timón, tenía el aspecto de un cansado Caronte vencido por el peso de sus recuerdos, partiendo en busca del reposo que durante tanto tiempo había procurado y a cambio del cual nada tuviera que pagar.



APÉNDICE

      Varias son las versiones que corren sobre el fin de los días del Gaviero. La más antigua de ellas lleva un título demasiado pretencioso como para que podamos concederle la menor fe, y reza como sigue: “Se hace un recuento de ciertas visiones memorables de Maqroll el Gaviero, de algunas de sus experiencias en varios de sus viajes y se catalogan algunos de sus objetos más familiares y antiguos”. La muerte de Maqroll que se narra en dicho opúsculo, a todas luces apócrifo, está demasiado teñida de literatura como para que pueda ser creíble. Más adelante, en un trozo de prosa un tanto más verosímil, algunos han creído ver una descripción de la muerte de nuestro amigo. El fragmento en cuestión se titula “Morada” y aparece en una Reseña de los Hospitales de Ultramar, libro hoy casi inencontrable. Finalmente, la versión que más parece ajustarse a una realidad conforme con ciertas circunstancias narradas en Un bel morir y que en seguida transcribiremos, ha sido objetada como merecedora de las mayores reservas por amigos y compañeros del Gaviero como Ludwig Zeller, Enrique Molina y Gonzalo Rojas. Este último amenazó, inclusive, con acudir a los tribunales para impugnar la desaparición de su viejo camarada y cómplice de muchas fechorías más báquicas y amatorias que de otra índole. Con estas salvedades, cuya autoridad estamos muy lejos de discutir, transcribimos el testimonio en cuestión que apareció hace algunos años en un libro titulado Caravansary, en el que se recogen otras experiencias de Maqroll, éstas sí dignas de toda credibilidad. El documento, escrito en versículos un tanto más amplios que lo acostumbrado, se titula En los Esteros y dice como sigue:
       “Antes de internarse en los esteros, fue para el Gaviero la ocasión de hacer reseña de algunos momentos de su vida, de los cuales había manado, con regular y gozosa constancia, la razón de sus días, la secuencia de motivos que venciera siempre al manso llamado de la muerte.
       “Bajaban por el río en una barcaza oxidada, un planchón que sirvió de antaño para llevar fuel-oil a las tierras altas y había sido retirado de servicio hacía muchos años. Un motor diésel empujaba con asmático esfuerzo la embarcación, en medio de un estruendo de metales en desbocado desastre.
       “Eran cuatro los viajeros del planchón. Venían alimentándose de frutas, muchas de ellas aún sin madurar, recogidas en la orilla, cuando atracaban para componer alguna avería de la infernal maquinaria. En ocasiones, acudían también a la carne de los animales que flotaban, ahogados, en la superficie lodosa de la corriente.
       “Dos de los viajeros murieron entre sordas convulsiones, después de haber devorado una rata de agua que los miró, cuando le daban muerte, con la ira fija de sus ojos desorbitados. Dos carbunclos en demente incandescencia ante la muerte inexplicable y laboriosa.
       “Quedó, pues, el Gaviero, en compañía de una mujer que, herida en una riña de burdel, había subido en uno de los puertos del interior. Tenía las ropas rasgadas y una oscura melena en donde la sangre se había secado a trechos, aplastando los cabellos. Toda ella despedía un aroma agridulce, entre frutal y felino. Las heridas de la hembra sanaron fácilmente, pero la malaria la dejó tendida en una hamaca colgada de los soportes metálicos de un precario techo de zinc que protegía el timón y los mandos del motor. No supo el Gaviero si el cuerpo de la enferma temblaba a causa de los ataques de la fiebre o por obra de la vibración alarmante de la hélice.
       “Maqroll mantenía el rumbo, en el centro de la corriente, sentado en un banco de tablas. Dejábase llevar por el río, sin ocuparse mucho de evitar los remolinos y bancos de arena, más frecuentes a medida que se acercaban a los esteros. Allí el río empezaba a confundirse con el mar y se extendía en un horizonte cenagoso y salino, sin estruendo ni lucha.
       “Un día, el motor calló de repente. Los metales debieron sucumbir al esfuerzo sin concierto a que habían estado sometidos desde hacía quién sabe cuántos años. Un gran silencio descendió sobre los viajeros. Luego, el borboteo de las aguas contra la aplanada proa del planchón y el tenue quejido de la enferma arrullaron al Gaviero en la somnolencia de los trópicos.
       “Fue entonces cuando consiguió aislar, en el delirio lúcido de un hambre implacable, los más familiares y recurrentes signos que alimentaron la substancia de ciertas horas de su vida. He aquí alguno de esos momentos, evocados por Maqroll el Gaviero mientras se internaba, sin rumbo, en los esteros de la desembocadura:

     Una moneda que se escapó de sus manos y rodó en una calle del puerto de Amberes, hasta perderse en un desagüe de las alcantarillas.
     El canto de una muchacha que tendía ropa en la cubierta de la gabarra, detenida en espera de que se abrieran las esclusas.
     El sol que doraba las maderas del lecho donde durmió con una mujer cuyo idioma no logró entender.
     El aire entre los árboles, anunciando la frescura que repondría sus fuerzas al llegar a “La Arena”.
     El diálogo en una taberna de Turko-limanon con el vendedor de medallas milagrosas.
     La torrentera cuyo estruendo apagaba la voz de esa hembra de los cafetales que acudía siempre cuando se había agotado toda esperanza.
     El fuego, sí, las llamas que lamían con premura inmutable las altas paredes de un castillo en Moravia.
     El entrechocar de los vasos en un sórdido bar del Strand, en donde supo de esa otra cara del mal que se deslíe, pausada y sin sorpresa, ante la indiferencia de los presentes.
     El fingido gemir de dos viejas rameras que, desnudas y entrelazadas, imitaban el usado rito del deseo en un cuartucho en Istambul cuyas ventanas daban sobre el Bósforo. Los ojos de las figurantes miraban hacia las manchadas paredes mientras el khol escurría por las mejillas sin edad.
     Un imaginario y largo diálogo con el Príncipe de Viana y los planes del Gaviero para una acción en Provenza, destinada a rescatar una improbable herencia del desdichado heredero de la casa de Aragón.
     Cierto deslizarse de las partes de un arma de fuego, cuando acaba de ser aceitada tras una minuciosa limpieza.
     Aquella noche cuando el tren se detuvo en la ardiente hondonada. El escándalo de las aguas golpeando contra las grandes piedras, presentidas apenas, a la lechosa luz de los astros. Un llanto entre los platanales. La soledad trabajando como un óxido. El vaho vegetal que venía de las tinieblas.
     Todas las historias e infundios sobre su pasado, acumulados hasta formar otro ser, siempre presente y, desde luego, más entrañable que su propia, pálida y vana existencia hecha de náuseas y de sueños.
     Un chasquido de la madera, que lo despertó en el humilde Hotel de la Rue du Rempart y, en medio de la noche, lo dejó en esa orilla donde sólo Dios da cuenta de nuestros semejantes.
     El párpado que vibraba con la autónoma presteza del que se sabe ya en manos de la muerte. El párpado del hombre que tuvo que matar, con asco y sin rencor, para conservar una hembra que ya le era insoportable.
     Todas las esperas. Todo el vacío de ese tiempo sin nombre, usado en la necedad de gestiones, diligencias, viajes, días en blanco, itinerarios errados. Toda esa vida a la que le pide ahora, en la sombra lastimada por la que se desliza hacia la muerte, un poco de su no usada materia a la cual cree tener derecho.

       “Días después, la lancha del resguardo encontró el planchón varado entre los manglares. La mujer, deformada por una hinchazón descomunal, despedía un hedor insoportable y tan extenso como la ciénaga sin límites. El Gaviero yacía encogido al pie del timón, el cuerpo enjuto, reseco como un montón de raíces castigadas por el sol. Sus ojos, muy abiertos, quedaron fijos en esa nada, inmediata y anónima, en donde hallan los muertos el sosiego que les fuera negado durante su errancia cuando vivos”.


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